Capítulo 7

Estoy helada. Hago una mueca de dolor ante la luz que ataca mis ojos, los abro de golpe y me incorporo de un salto.

¿Dónde está?

Me aparto el pelo de la cara, salto de la cama y corro al cuarto de baño. No está. Presa del pánico, vuelo escaleras abajo y no paro hasta llegar a la puerta de la cocina.

—Buenos días. —Deja su taza de café y se acerca hacia mí. Es como si estuviera mirando a otro hombre. ¿He estado soñado los últimos dos días?

Lleva puesto un traje gris marengo, una camisa blanca reluciente y una corbata rosa claro. Se ha afeitado y se ha peinado la maraña rubia ceniza a un lado. Sus ojos verdes brillan encantadores. Está impresionante.

—Bu… buenos días —tartamudeo. Estoy confusa.

Se acerca y me rodea la cintura con el brazo, luego me levanta del suelo y me aproxima a su boca.

—¿Has dormido bien? —pregunta rozándome los labios con los suyos.

—Mmm —murmuro. Me he quedado estupefacta. Estaba segura de que esta mañana iba a tener que librar una batalla campal con don Difícil.

—¿Ves? Por eso te quiero aquí mañana, tarde y noche —musita.

—¿Por qué? —Frunzo el ceño. ¿Para que pueda hacer esto todas las mañanas? Tal vez lo de mudarme con él no sea tan mala idea, después de todo.

Me sienta sobre sus rodillas y se aparta para poder verme mejor. Se pasa la mano lastimada por la barbilla recién afeitada, levanta una ceja y me dirige una media sonrisa.

«¡Mierda! ¡Pero si estoy en pelotas!»

—¡Joder! —Me vuelvo e inicio una rápida retirada hacia la escalera.

No llego muy lejos. Me pilla a medio camino, me rodea la cintura con el brazo y me levanta del suelo.

—¡Cuidado con esa boca!

Me lleva de vuelta a la cocina y me sienta sobre la isleta.

—¡Ay! —grito al notar el frío del mármol en mi trasero.

Se echa a reír y me separa los muslos antes de meterse entre ellos.

—Quiero que bajes a desayunar así todos los días. —Su índice se pasea desde mi rótula hasta la ingle. Ahora estoy más que despierta. Y tensa.

—Estás muy seguro de que voy a estar aquí todas las mañanas —digo con toda la tranquilidad con la que una mujer puede hablar cuando un dios le está pasando el dedo por el vello púbico.

Estoy intentando mantener el control y comportarme como si nada, pero lo cierto es que estoy tiesa como un palo y él lo sabe. De todos modos, no puede obligarme a cumplir lo que he prometido en mitad de un orgasmo.

Lucha por contener una sonrisa.

—Lo estoy porque tú aceptaste. Lo que dijiste exactamente fue…

Mira al techo como si se estuviera concentrando mucho y luego me mira a mí.

—Ah, ya me acuerdo. Dijiste: «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Joder, sí!». —Pierde la batalla por contener la risa y las comisuras de sus labios se levantan picaronas mientras introduce un dedo en mi interior.

Me tenso todavía más.

—¡Fue en un momento de debilidad! —No puedo ocultar el deseo en mi voz. Me ha pillado.

Traza círculos con el pulgar sobre mi clítoris y empiezan a dolerme los músculos de las piernas. Cambio de postura sobre la encimera para facilitarle el acceso. Soy una chica fácil.

—¿Tengo que recordarte por qué fue una buena decisión? —Me besa en los labios e introduce un segundo dedo en mí. De repente, soy puro deseo.

No, no hace falta. No tiene sentido pero quiero el recordatorio. Lo cojo de la chaqueta, aprieto los puños y gimo en su boca. Noto cómo se ríe contra mis labios antes de soltarlos y tumbarme sobre la isla de la cocina. El frío del mármol se extiende por mi cuerpo, pero en estos momentos no me importa lo más mínimo. Lo necesito… otra vez.

Su mirada me quema. Se desabrocha el cinturón y los pantalones a toda prisa y luego se baja los calzoncillos y deja en libertad su erección matutina. Con un par de movimientos bien coordinados, me coge por debajo de los muslos y tira de mí hacia su polla expectante.

—¡Éste es otro motivo! —ruge retirándose y volviendo a adentrarse en mí.

—¡Ay, Dios! ¡Jesse! —Echo la cabeza atrás sobre el mármol y arqueo la espalda para volver a él.

Por el amor de Dios, este hombre sabe moverse. Marca un ritmo estremecedor que me tiene agarrada al borde de la encimera con todas mis fuerzas, o me caería al suelo.

—¡Joder, eres perfecta, nena! —Se introduce en mí de nuevo, con fuerza. Se me escapa un gemido de desesperación.

No sé qué hacer. Es incansable y carga una y otra vez. Estoy mareada. Me coge una teta con la mano y la masajea con fuerza sin perder el ritmo de sus contundentes estocadas.

—¿Te refresca la memoria? —ruge, pero soy incapaz de responder. Me he quedado muda. Cada una de sus poderosas arremetidas me acerca más y más al final.

Cojo aire y contengo la respiración cuando llego al borde del orgasmo.

—Respóndeme, Ava —me ordena—. ¡Ahora!

—¡Sí!

—¿Vas a vivir conmigo? —Me aprieta la teta con más fuerza. Sus caderas siguen embistiéndome sin descanso.

—¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios! ¡Jesse!

—¡Responde a la puta pregunta, Ava!

Las continuas estocadas me están volviendo loca, la cabeza me da vueltas y mi vientre tiembla sin control.

—¡Sí! —chillo mientras suelto todo el aire que tenía en los pulmones y me catapulto a una sensación de plena satisfacción que me hace temblar de pies a cabeza y me arquea la espalda. Mi cuerpo se sacude repetidamente con violentos espasmos.

—¡Sí! —Él se derrumba sobre mí y me aprisiona contra el mármol.

Dejo caer los brazos por encima de la cabeza con una exhalación de agotamiento y permito que mis músculos se contraigan de forma natural a su alrededor mientras yacemos jadeando y sudorosos en la isleta de la cocina. Estoy hecha polvo. Podría volver a la cama pero tengo que ir a trabajar y, aunque no se lo confesaré nunca a Jesse, la verdad es que no tengo ningunas ganas de ir. Preferiría que me llevara en brazos al dormitorio y me hiciera el amor todo el día, y quizá también toda la noche.

—Buenos días —jadeo.

Él levanta la cabeza para mirarme.

—Dios, no sabes cuánto te quiero.

—Lo sé. Te has afeitado —suspiro.

Necesito volver a acostarme. Me siento como si acabara de correr una de sus maratones.

—¿Quieres que me deje barba?

Le acaricio con la palma de la mano su nuevo rostro suave y limpio.

—No, me gusta verte la cara.

Me besa la mano, se levanta y me da otro beso en el estómago antes de salir de mí y arreglarse los pantalones.

Me observa mientras se abrocha el cinturón y luego se seca los labios húmedos y lascivos con el dorso de la mano.

—Tengo que irme. Sal de mi vista antes de que vuelva a poseerte. —Me coge de la mano y tira para levantarme del mármol; luego me da un beso largo y sensual en los labios—. Corre.

Sopeso la posibilidad de no moverme ni un milímetro. Quiero más, pero él parece satisfecho con continuar su día sin mí, y eso debe de ser bueno. No quiero descarriarlo, así que me marcho, en cueros, y consciente de que me está mirando. Me detengo en el arco de la entrada y me vuelvo. Está de pie con las manos en los bolsillos, las piernas un poco abiertas y los ojos brillantes. Me observa con atención.

—Que tengas un buen día —sonrío, me paso el dedo por la raja húmeda y luego me lo llevo a la boca. Sí, soy toda una tentación.

—Que te den, Ava —me espeta.

Me río, doy media vuelta y subo escaleras arriba. ¡Soy un zorrón! Pero me da igual. Esta mañana está muy contento y eso me tiene gratamente sorprendida. Me estaba preparando para una batalla campal, para intentar salir del ático sin Jesse y sumergirme en mi jornada laboral. Esto es hacer progresos. Estoy feliz.

Es lunes y tengo un montón de cosas que hacer. Me siento poderosa y necesito un vestido acorde con mi actitud. Gracias a Dios, Kate tuvo la iniciativa de meter algo de ropa de trabajo en la bolsa y… mi vestido negro sin mangas con falda lápiz.

Me ducho y hago lo que puedo con el pelo antes de embutirme en el vestido y coger los tacones rojos para bajar la escalera, pero me detengo en seco en el umbral de la puerta.

¡Mierda!

No tengo el coche aquí y necesito las carpetas que están en el interior. Salgo del ático a toda velocidad. Clive está en el vestíbulo, recogiendo un paquete. Corro hacia la luz del día y me dirijo a él mientras me pongo las gafas de sol.

—¡Clive, necesito un taxi!

—Ava, ¿qué tal estás? —me sonríe, feliz—. Tu coche te está esperando.

—¿Mi coche?

Señala un Range Rover negro y veo a John, que está sentado sobre el capó hablando por el móvil. Lleva puestas las gafas de sol y el traje negro de rigor. Me dirige una inclinación de la cabeza, su saludo habitual.

Empiezo a caminar hacia él pero me acuerdo de algo. Me vuelvo hacia Clive.

—¿Ha hablado Jesse contigo sobre la visita de ayer?

—No, Ava.

Clive vuelve a su mesa.

Hum, ya me lo imaginaba. Me acerco a John y oigo el final de su conversación:

—La tengo al lado, Jesse. Llegaré en seguida. —Su voz grave hace que siempre parezca estar de mal humor. Cuelga y con la cabeza señala el coche. Eso significa que quiere que suba.

Me dirijo hacia el asiento del acompañante. Si no tuviera tanta prisa, protestaría.

—¿Por qué estás aquí? —pregunto mientras subo al coche.

—Jesse me pidió que te llevara a trabajar. —No parece impresionado.

No quiero causarle molestias. Jesse debe de haberse dado cuenta antes que yo de que mi coche no estaba aquí, pero soy perfectamente capaz de coger un taxi. No hacía falta que lo arreglara para que alguien me llevara. Además, ¿por qué no se ha quedado y me ha llevado él?

—Necesito que me lleves donde está mi coche, ¿te importa? Está en casa de Kate, en Notting Hill.

Asiente, baja la ventanilla y apoya el codo en el marco. Tiene pinta de ser un tío duro, un cabrón de armas tomar. Me pregunto cómo se conocieron Jesse y él. Sí, trabaja para Jesse, pero parece saber lo de su problema con la bebida (o que no tiene ningún problema con la bebida, lo que sea). Tengo un millón de preguntas en la punta de la lengua pero me resisto. Si he aprendido algo sobre el grandullón de John es que no es muy hablador. Entonces se me escapa una pregunta.

—¿Has arreglado ya la puerta de entrada?

Se vuelve despacio hacia mí y veo que frunce ligeramente el ceño. Le sostengo la mirada pero él sigue sin contestar.

—Las puertas de la entrada de La Mansión —insisto—, las que se estropearon el domingo.

Asiente un par de veces y vuelve a mirar a la carretera.

—Todo arreglado, muchacha.

Seguro que sí. ¿Sabrá lo que estoy pensando?

Realizamos el trayecto en silencio, salvo esa especie de zumbido constante que emite él. Me deja en casa de Kate.

—Gracias, John.

—No hay de qué —masculla, y acto seguido desaparece.

Son las ocho. Tengo tiempo, así que corro por el sendero que lleva a casa de mi amiga.

Entro y me la encuentro batiendo un cuenco enorme de azúcar y mantequilla.

—Hola. —Meto el dedo en el cuenco.

Lo aparta con la cuchara.

—¡Fuera! ¡Tengo mucho que hacer! Ayer no hice nada de nada. —Está nerviosa, lo que no es nada habitual en ella, que siempre parece estar tranquila y tenerlo todo bajo control. ¿Qué la habrá puesto así?

—¿Ah, sí? —me río.

—Muy divertido —me suelta mientras echa harina en la balanza.

Tomo la sensata decisión de dejarlo estar.

—¿Qué tal tu hermano? —me pregunta.

Vaya, hemos pasado de «Dan» a «hermano».

—Está bien —digo simplemente; no voy a entrar en detalles.

—¿Y Jesse? —pregunta con la lengua fuera mientras se inclina para calibrar la balanza.

—Sí. —Me siento en uno de los sillones.

Se endereza y me mira inquisitiva. No he tenido tiempo de darle detalles, hay demasiadas cosas sobre las que quiero saber su opinión.

—¿Ava?

Suspiro.

—Quiere que me vaya a vivir con él. He dicho que sí, pero sólo porque me echó lo que él llama un polvo de entrar en razón cuando le dije que no, seguido de un polvo de recordatorio esta mañana. —Me encojo de hombros.

Me mira boquiabierta.

—¡Caray!

Me echo a reír.

—Ya.

—¿No es un poco pronto?

La pregunta me sorprende pero me alegro de que sea de la misma opinión que yo.

—Eso creo yo también. Me quiere por la mañana, por la noche y un poco entremedias. Ya es bastante terrible, con todas sus exigencias, su manía de controlarlo y preocuparse por todo. Podría perder mi identidad.

—Pues claro. ¿Se lo has dicho a él? —Echa la harina en el cuenco y comienza a batir la mezcla otra vez.

—No. Oye, ¿qué pasó en La Mansión el sábado por la noche, y por qué no contestaste a ninguna de mis llamadas? —inquiero.

Me clava sus brillantes ojos azules.

—¡Nada! —me ladra a la defensiva—. Se me olvidó devolverte las llamadas.

Sospecho de inmediato.

—Me refería a lo de la policía —digo con una ceja levantada. Le ha faltado tiempo para decirme que nada. ¿Qué habrá estado haciendo?

—¡Ah! —Se pone nerviosa y temblorosa y vuelve a batir la masa para tartas con demasiada fuerza—. Pues no sé. Jesse apareció y la policía se fue poco después.

—¡Hola, nena!

La voz cantarina de Sam procede de la puerta, y las dos alzamos la vista a la vez.

Toso, mirando hacia todas partes menos a él.

—Hola —digo levantando la mano para saludarlo. Me he puesto roja como un tomate e, incómoda a más no poder; miro a Kate, suplicándole en silencio que haga algo con ese cabroncete descarado.

—Samuel, ponte algo de ropa encima —lo riñe ella con una pequeña sonrisa.

—Venía a ayudar —replica.

Sigo mirando a todas partes menos a él. Jesse tenía razón: es un exhibicionista. Está en cueros. Lo único que lleva puesto es uno de los diminutos delantales de Cath Kidston de Kate. Pasa junto a mí y mis ojos vagan hacia su trasero, prieto y al descubierto.

—Ya has hecho que me retrase bastante —gime Kate dándole un azote en el culo con una espátula cubierta de masa para tartas.

—Espero que la tires —digo, y me echo a reír.

Ella también ríe y empieza a lamer la espátula con una sonrisa de oreja a oreja. Disfruta viéndome tan incómoda.

Sam se vuelve hacia mí con la sonrisa más grande que he visto nunca en su rostro picarón. Es obvio que él también disfruta viendo lo incómoda que estoy. Entonces se inclina un poco hacia adelante y le planta el culo en la cara a Kate.

—Ahora vas a tener que lamerlo todo.

Azorada, salto de inmediato del sillón.

—Mejor me voy —suelto a toda velocidad con una vocecita aguda y chillona. No quiero presenciar la «operación limpieza del culo cubierto de masa para tartas de Sam».

—¡Hasta luego! —Kate se ríe a carcajadas al ver cómo salgo huyendo.

—Oye, ¿cómo está mi colega? —pregunta Sam.

No vuelvo la cabeza por miedo a lo que pueda ver.

—¡Bien! —grito cerrando la puerta al salir.

En mi mente no dejo de darles vueltas a las respuestas breves y cortantes de Kate a mis preguntas sobre La Mansión. Ni siquiera quiero imaginar lo que estoy pensando.

Voy en coche a trabajar. Podría haber cogido mis carpetas y haberme metido en el metro, pero tengo intención de recoger el resto de mis pertenencias de casa de Matt cuando salga de la oficina. He estado posponiéndolo toda la semana porque llamó a mis padres. No he hablado con él del tema y creo que no voy a hacerlo. ¿Para qué? No quiero entrar en el juego de dimes y diretes. La verdad es que ni siquiera tengo ganas de volver a verlo, al menos hoy no.

Llego a la oficina a tiempo de ver un ramo enorme de calas sobre mi mesa. Suspiro. ¿Cómo consigue que envíen las flores tan de prisa?

Busco la tarjeta.

ERES UNA SALVAJE Y UNA CALIENTABRAGUETAS.

ME VUELVES LOCO.

TE QUIERO.

BSS, J.

¿Que yo lo vuelvo loco a él? Ese hombre delira. Le mando un mensaje rápido.

Lo sé. Las flores son preciosas. Gracias por llevarme al… trabajo. Bss, A.

Arreglo mi mesa y abro el correo electrónico y la lista de tareas pendientes, pero me distraigo en seguida del trabajo cuando me acuerdo de que no me he tomado la píldora. Cojo el bolso del suelo. Rebusco en su interior durante unos cuantos minutos. Finalmente, pongo el bolso boca abajo y vacío el contenido sobre la mesa.

—¡Mierda, mierda, mierda! —Por favor, otra vez no.

—Buenos días, flor. —Patrick entra en mi despacho.

—Buenos días —digo sin levantar la vista, sumida en mi búsqueda inútil. Me merezco una medalla por ser tan descuidada—. ¿Has tenido un buen fin de semana? —pregunto recogiendo un puñado de tickets olvidados que procedo a embutir en la papelera.

Patrick gruñe un par de veces.

—Pues no, la verdad es que no. ¡Mira!

Me fijo en eso que se supone que debo mirar y me olvido de la montaña de basura que hay esparcida sobre mi mesa.

—¿Qué? —pregunto.

Se señala la cabeza con el dedo, así que me levanto de la silla y me inclino hacia adelante de puntillas, pero sigo sin ver nada.

—¿Qué, Patrick?

—Eso. Ahí. ¡Mira!

—Patrick, ¿qué se supone que tengo que ver?

—La calvicie incipiente —me dice, molesto.

Recorro con la mirada su mata de pelo gris plateado en busca de algún indicio de calvicie, pero que me aspen si veo alguno.

—Patrick, no tienes ninguna calva —intento tranquilizarlo.

—La tendría si no me tomara mis vitaminas —gruñe—. Bonitas flores.

—Ah, sí. Son de mi hermano —contesto a toda velocidad. Tengo que hablar con Jesse acerca de esto de enviarme flores.

—Qué dulce —sonríe, y se va a su despacho.

Mi móvil empieza a bailar sobre la mesa para avisarme de que tengo un mensaje de texto.

Eres preciosa y sé que lo sabes. ¡Descarada! Te echo de menos. Bss, J.

Me echa de menos. Me derrito sobre el contenido de mi bolso. Yo también lo echo de menos, pero ahora mismo me preocupa más tener que ir a la consulta de la doctora Monroe por tercera vez. Es ridículo.

Ya que tengo el móvil en la mano, decido hacer la llamada que no me apetece en absoluto hacer. Llamo a Matt, que espera dos tonos antes de contestar.

—¿Ava? —Parece contento de oírme. Quiero borrarle la sonrisa de la cara cuanto antes.

—Hola, quiero ir a recoger mis cosas. —Voy directa al grano. Si no necesitara mis cosas, ni me molestaría en llamarlo. Sólo de pensar en él, se me pone la carne de gallina; hablar con él me da urticaria. Estuve con Matt cuatro años. ¿Qué me ha pasado?

—Por supuesto. —Lo dice como si lo estuviera deseando, y no me sienta bien.

—¿Puedo pasarme cuando salga del trabajo? ¿Más o menos a las seis?

—Claro, me parece perfecto —responde con entusiasmo.

Quiero escupirle por teléfono y decirle exactamente lo que pienso de él, pero sé que espera que lo ataque de alguna manera y no voy a darle el gusto. Lo que hago y con quién lo hago no es asunto suyo.

«¿Por qué llamaste a mis padres, cucaracha?»

—Genial. Te veo luego. —¿Por qué he dicho eso? No es genial para nada. Quizá a él le parezca perfecto, pero a mí no. En cuanto tenga el resto de mis cosas no pienso volver a verlo nunca.

Un escalofrío me recorre de pies a cabeza, y cuelgo. Si pudiera, enviaría a Kate a buscar mis cosas, pero sé que eso terminaría en llanto y chirriar de dientes y, posiblemente, en intervención policial. Será entrar y salir. Puedo resistirme a la tentación de matarlo durante los escasos minutos que tardaré en recogerlo todo y largarme.

—¿Te apetece un café, Ava?

Levanto la vista y veo a Sally retorciéndose la coleta con los dedos. Hay algo distinto en ella.

—Sí, por favor. ¿Has pasado un buen fin de semana, Sal? —¿Por qué se la ve tan distinta? Se pone colorada hasta las orejas, y entonces caigo en la cuenta de que ha cambiado las blusas de cuello alto por una camiseta con un pronunciado escote redondo. ¡Caramba! ¡Sal tiene unas tetas estupendas! ¿Quién lo habría imaginado?

—Sí. Gracias por preguntar, Ava —responde, y trota hacia la cocina.

Sonrío para mis adentros. Es posible que nuestra Sal, sosa y aburrida, haya estado de juerga con un hombre este fin de semana. Dejo el móvil en la mesa y empiezo a trabajar y a revisar mis archivos para preparar mi reunión del miércoles con el señor Van Der Haus.

Sobre las diez y media, cojo mis cosas y me dispongo a hacer algunas visitas.

—Sal, dile a Patrick que me he ido a visitar clientes. Volveré hacia las cuatro y media.

—Muy bien —responde con entusiasmo mientras archiva recibos. Sí, definitivamente ha habido un hombre en su vida este fin de semana. ¿De verdad los hombres tienen semejante impacto en las mujeres?

Camino de la puerta paso junto a Tom y Victoria.

—¿Qué tal el fin de semana, corazón? —me pregunta Tom.

—Genial —digo recogiendo el beso que me lanza—. Tengo que darme prisa. Volveré a las cuatro y media.

—Disculpa. —Victoria me empuja para pasar.

—¿Qué mosca le ha picado? —le pregunto a Tom.

Él pone los ojos en blanco.

—Que me aspen si lo sé. Me llamó el sábado para decirme que estaba enamorada y esta mañana me la encuentro con cara de haber desayunado cristales rotos.

—¿Drew? —pregunto. ¿Qué habrá salido mal?

Tom se encoge de hombros.

—No quiere hablar del tema, cosa que no es buena señal. Veré si puedo sonsacarle algo. Hablamos luego.

De camino al metro me paro en la farmacia para comprar brillo de labios, que se me ha terminado. Me siento tentada de comprar vitaminas cuando recuerdo haber leído algo sobre déficits vitamínicos mientras investigaba sobre el alcoholismo. Me leo las cajas de un millón de frascos y al final decido hablar con el farmacéutico.

Después de hablar un rato con él, aunque sin entrar en detalles, me recomienda un par de cosas y me aconseja que acuda a un médico si el tema me preocupa. ¿Me preocupa? Jesse insiste en que no es alcohólico y que no siente unas ganas irresistibles de beberse hasta el agua de los floreros. Aun así, compro las vitaminas. Total, no van a hacerle daño.

Estoy en Kensington High Street, y Ain’t no sunshine suena en mi bolso. Ja, seguro que se cree muy gracioso. No lo pienso dos veces antes de contestar. No me gustaría que le entrara el pánico por un par de llamadas perdidas y me telefoneara como un loco mientras estoy visitando a mis clientes. Necesito mantenerlo estable, y si eso implica una conversación rápida por teléfono, pues adelante.

—Hola —lo saludo.

Suspira.

—Dios, cómo te echo de menos. —Parece muy triste. Sólo han pasado unas pocas horas desde que me tuvo abierta de piernas sobre la encimera de la cocina.

—¿Por qué has enviado a John a recogerme?

—Porque no tenías tu coche —dice como si fuera tonta por preguntar algo tan obvio.

—¿Por qué no me has llevado tú a trabajar? —Mi tono es de acusación. Me ha salido solo.

—¿Te habría gustado más?

—Pues claro, pero no era necesario. —Estoy llegando a mi destino. Necesito poner fin a la conversación—. ¿Dónde estás?

—En La Mansión. Todo está bajo control. Aquí no hago falta. ¿A ti te hago falta?

No puedo verlo, pero sé que está poniéndome morritos.

—Siempre —digo, ya que sé que eso es lo que quiere oír.

—¿Y ahora?

—Jesse, estoy trabajando. —Intento no sonar irritada, pero me espera un día de lo más ajetreado y no quiero tener que estar diciéndole todo el rato lo que necesita oír para sobrellevar su día.

—Lo sé —dice, abatido—. ¿Qué estás haciendo ahora mismo?

¿Por qué quiere saberlo?

—Voy a visitar a un cliente, acabo de llegar, así que tengo que colgar. —Puede que a él no lo necesiten en su trabajo, pero yo tengo una agenda que cumplir.

—Ah, vale. —Suena tan desolado que me siento culpable por estar intentando librarme de él.

Paro en la puerta y alzo la vista al cielo.

—Esta noche duermo en tu casa —digo con la esperanza de animarlo un poco.

Profiere un sonido burlón.

—Eso espero, ¡vives allí!

Pongo los ojos en blanco. Cómo no.

—Te veo luego.

—¿A qué hora? —me presiona.

—Más o menos a las seis.

—Más o menos —repite—. Te quiero, nena.

«…»

—Lo sé.

Cuelgo y subo los escalones que llevan a la puerta principal del nuevo hogar del señor y la señora Kent. Estoy demasiado ocupada como para que mi hombre complicado me distraiga con su complicada forma de ser.

—Bonitas flores.

Levanto la vista y veo a Victoria delante de mi mesa. Está menos naranja pero no menos triste que esta mañana.

—¿Te encuentras bien?

Me pregunto si Tom ha conseguido tirarle de la lengua.

—La verdad es que no.

—¿Te apetece desahogarte?

Se encoge de hombros.

—La verdad es que no.

Intento no poner cara de aburrimiento pero es muy difícil. Es el típico momento en que uno se muere por desahogarse pero a la vez quiere que alguien le suplique y le dé coba hasta que suelte la información. He tenido el día más largo de mis veintiséis años de vida. No me queda energía para tirarle de la lengua a nadie. Me levanto y voy a la cocina a por unas galletas. Necesito un chute de glucosa.

Sally está lavando los platos.

A ella sí que me apetece sonsacarle. Me muero por saber por qué tiene esa sonrisa de oreja a oreja en la cara y qué ha hecho aparecer en escena los cuellos redondos pronunciados.

—¿Qué has hecho este fin de semana, Sal? —Intento que parezca la pregunta más normal del mundo y cojo la caja de galletas.

Se pone colorada otra vez. Creo que mis sospechas van bien encaminadas. Si me dice que ha estado haciendo punto de cruz y limpiando las ventanas, me ahorco.

—Salí a tomar una copa, ya sabes. —Ella también intenta decirlo como si fuera lo más normal del mundo, pero fracasa estrepitosamente.

¡Lo sabía!

—Qué bien. ¿Con quién? —Finjo desinterés. Me cuesta mucho. Me muero por descubrir que nuestra Sal, más sosa que hecha por encargo, que sólo lleva faldas escocesas y blusas abotonadas hasta el cuello, la que es la burra de carga de la oficina, es una especie de dominatrix o algo así.

—Tuve una cita —responde, y vuelve a fracasar a la hora de decirlo en tono casual.

—¿De verdad? —exclamo. Eso ha sonado fatal. No quería parecer sorprendida pero lo estoy.

—Sí, Ava. Lo conocí por internet.

¿Por internet? Sólo he oído desastres al respecto. Todos parecen modelos de ropa interior en las fotos de sus perfiles pero, en la vida real, más bien tienen el aspecto de un asesino en serie. Aunque a Sal se la ve contenta.

—¿Y fue bien? —pregunto mientras me llevo a la boca una galleta integral de chocolate.

—¡Sí! —grita. Casi me atraganto con la galleta. Nunca la había visto tan animada—. Es perfecto, Ava. Hemos quedado otra vez mañana.

—Sal, me alegro mucho por ti.

—¡Y yo! —suspira—. He de irme. ¿Necesitas algo antes de que me marche?

—No, no, vete. Hasta mañana.

Sale bailando de la cocina y yo me quedo apoyada en la encimera y me como otras tres galletas integrales de chocolate. Deberían ser vino. Ha sido un día de locos y no tengo ningunas ganas de ir a casa de Matt a recoger el resto de mis cosas, pero será un trabajo bien hecho y Jesse no tiene por qué enterarse nunca. No se me olvida que me ordenó que no volviera a ver a mi ex.

Aparco y lo primero que hago es buscar el coche de Matt. No puede habérsele olvidado: lo he llamado esta misma mañana. No pienso quedarme aquí esperándolo porque Jesse no tardará en llamarme para preguntarme dónde estoy. Saco el móvil del bolso y llamo a Matt.

—¿Ava?

—Matt, estoy en la puerta de tu casa —digo molesta.

—Ava, lo siento. Debería haberte llamado pero estaba en una reunión de la que no he podido escaparme. Tardaré al menos una hora.

Echo la cabeza hacia atrás contra el asiento. No puedo esperarlo una hora.

—Vale, ¿y mañana?

—Estaré en Birmingham mañana y pasado. ¿Qué tal el jueves?

Estoy que muerdo por dentro. Quería resolver esto ya.

—Vale. El jueves a la misma hora.

Cuelgo y tiro el móvil al asiento del acompañante, cabreada. Cabrón tocapelotas.

Cuando me acerco al Lusso las puertas se abren al instante. El coche de Jesse no está, cosa que explica que no me haya llamado para ver por qué no estoy en su casa.

Entro en el vestíbulo, cargada de flores y bolsas, y veo a Clive apretando varios botones de su sistema de seguridad de tecnología avanzada. Ahora me tocará sentarme en uno de los cómodos sillones de cuero y esperar. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Hola, Clive.

Levanta la vista y sonríe.

—Hola, Ava, ¿qué tal estás?

¡De pena! He tenido un día de locos, quiero ducharme, ponerme ropa cómoda y beberme una copa de vino. No puedo hacer ninguna de esas cosas y estoy muy cabreada porque Jesse insistió en que estuviera puntual en casa y ahora resulta que él no ha llegado.

—Agotada —mascullo en dirección a un enorme sofá. Es posible que me quede dormida.

—Toma. El señor Ward te ha dejado esto.

Levanto la cabeza y veo que Clive tiene en la mano una llave rosa. ¿Me ha dejado una llave? Así que sabía que no iba a estar en casa y ni siquiera me ha telefoneado para decírmelo.

Me acerco a él para cogerla.

—¿A qué hora se ha marchado? —pregunto.

Clive sigue pulsando botones y estudiando las imágenes de los monitores.

—Pasó por aquí a eso de las cinco para dejarte la llave.

—¿Dijo a qué hora iba a volver? —¿Pretende que me quede aquí esperándolo?

—No dijo nada, Ava. —Clive ni siquiera se molesta en mirarme.

—¿Te ha preguntado por la mujer que vino el otro día?

—No, Ava. —Lo dice casi con tono de aburrimiento. No, claro que no lo ha hecho. Ya me imaginaba yo que no iba a hacerlo porque él sabe quién cojones es. Y me lo va a decir.

Dejo a Clive jugando con su equipo y subo al ático. Abro con mi llave rosa y me meto directa en la cocina. Abro la puerta de la nevera y me encuentro con botellas y más botellas de agua mineral. Lo que daría por una copa de vino. Vuelvo a cerrarla con más fuerza de la necesaria; la nevera no tiene la culpa de que no haya vino. ¿Podré volver a tomarme una copa algún día?

Me siento en un taburete y miro la inmensa cocina que yo diseñé. Me encanta, y ni en un millón de años habría imaginado que iba a tener la oportunidad de vivir aquí. Y ahora que la tengo, no estoy segura de que me apetezca. Quiero a Jesse, pero me da miedo que vivir con él refuerce su forma de ser, controladora y difícil. ¿O quizá mejore su carácter? ¿Se volvería más razonable?

Mi estómago ruge y me recuerda que debería comer algo. Sólo he picoteado unas galletas en todo el día. No me sorprende que me encuentre tan fatigada.

Estoy a punto de obligarme a levantar mi culo cansado del taburete cuando oigo la puerta principal. Jesse entra instantes después en la cocina, con aspecto de estar tan agotado como yo. No dice nada durante una eternidad. Sólo se queda ahí de pie, mirándome. Las manos le tiemblan ligeramente y tiene la frente sudada. ¿Qué debería hacer? Mi antojo de beberme una copa de vino desaparece al instante.

—¿Te encuentras bien?

Se acerca a mí lentamente y me pone de pie. Se agacha, agarra mi vestido por el bajo y me lo sube hasta la cintura. Me coge por las nalgas y me levanta para que con las piernas me aferre a su cintura. Entierra la cara en mi pelo y sale de la cocina. Sujeta a él con fuerza, puedo oír los latidos de su corazón en su pecho mientras sube la escalera conmigo en brazos, en silencio. Quiero preguntarle qué le pasa. Tengo muchas cosas que preguntarle pero parece muy abatido.

Camina hasta la cama y se tumba, conmigo debajo de él, su peso distribuido por todo mi cuerpo. Es muy relajante. Lo abrazo e inhalo el perfume de su cuello, que huele a agua fresca. Suspiro feliz. Él es un factor que contribuye significativamente a mi nivel de agotamiento y de estrés, pero también es capaz de hacerlos desaparecer con la misma facilidad.

—Dime cuántos años tienes. —Rompo el cómodo silencio después de haberlo tenido abrazado hasta que los latidos de su corazón han recuperado su ritmo habitual.

—Treinta y dos —dice pegado a mi cuello.

—Dímelo.

—¿Acaso importa?

No importa pero quiero saberlo. Puede que a él le guste este juego, pero a mí no, y no va a cambiar lo que siento. Sólo creo que debería saber cuántos años tiene. Es un dato que debo conocer, igual que su color favorito, su comida preferida y la canción que más le gusta de todas. No sé ninguna de esas cosas. De hecho, sé muy poco de él.

—No, pero me gustaría que me lo dijeras. No sé ninguna de las cosas básicas de ti.

Me acaricia el cuello con la nariz.

—Sabes que te quiero.

Suspiro. Eso no es un dato básico. Empiezo a pensar en introducir el polvo de la verdad en nuestra relación. Algo tiene que haber que pueda sacarle esa clase de pequeños e insignificantes detalles. Sé que el ser persistente y preguntárselo una y otra vez no produce resultados satisfactorios.

—¿Qué tal tu día? —dice; mi pelo ahoga su voz.

—Ha sido un no parar, pero muy productivo.

Estoy contenta con todo lo que he conseguido hacer, teniendo en cuenta que pensaba que mi día iba a ser un bombardeo de llamadas y mensajes de texto.

—Tienes que dejar de mandarme flores a la oficina.

Levanta la cabeza y me mira descontento.

—No. Báñate conmigo.

Me exaspera que sea tan cabezota, pero no se me ocurre nada mejor que hacer, por ahora, que bañarme con él.

—Vale.

Se levanta y tengo que soltarle el cuello. Me besa en los labios.

—Tú quédate aquí, yo preparo el baño. —Da un brinco y se quita la chaqueta de camino al lavabo.

El agua empieza a correr y me tumbo de lado. Estoy tranquila y contenta. Él me hace sentir así, y es en momentos como éste cuando sé por qué estoy aquí: por lo atento y cariñoso que es. Quizá lo de vivir con él no sea tan malo después de todo. Pero entonces me fuerzo a recordar que ahora mismo estoy en el séptimo cielo de Jesse, y que no pensaré lo mismo en cuanto me niegue a una de sus exigencias. Ese momento llegará, e incluso es posible que se produzca por el tema de venirme o no a vivir con él.

Regresa al dormitorio y yo me tumbo boca arriba para poder deleitarme observando su forma de andar. Hay que ver cómo se mueve. Se afloja el nudo de la corbata y la tira sobre el diván. A continuación se desabrocha la camisa pero se la deja puesta, y luego se agacha para quitarse los calcetines. Está descalzo, con los pantalones colgando de sus gloriosas y estrechas caderas, la camisa abierta que deja ver su torso bien cincelado. Podría comérmelo a mordiscos. Eso le gustaría.

—¿Disfrutando de las vistas?

Alzo la mirada y veo dos estanques verdes que me observan. Me basta esa mirada para empezar a mojar las bragas.

—Siempre —respondo con voz gutural. No era mi intención que me saliera de ese modo, pero es el efecto que causa en mí.

—Siempre —confirma—. Ven aquí.

Me levanto de la cama y me saco los zapatos de tacón.

—No te quites el vestido —me pide con dulzura.

Camino descalza hacia él sin apartar la vista de su mirada hipnótica. Tiene los brazos relajados a los lados mientras me acerco. El corazón se me va a salir del pecho y entreabro los labios para dejar escapar pequeñas bocanadas de aire cuando él se pasa lentamente la lengua por el labio inferior.

—Date la vuelta.

Obedezco. Me pone las manos en los hombros y su contacto, incluso a través del vestido, activa todas mis terminaciones nerviosas.

Me acerca la boca al oído.

—Me gusta mucho este vestido —susurra, y cierro los ojos con fuerza por el escalofrío que me recorre el cuerpo.

Sus manos se deslizan hacia mi nuca, donde encuentran la cremallera. Me recoge el pelo y lo aparta colocándolo sobre mi hombro. Lentamente, me baja la cremallera del vestido.

Flexiono los músculos del cuello intentando controlar la abrumadora necesidad de evitar los escalofríos que me provoca, pero me rindo cuando noto sus labios entre mis hombros, su lengua deslizándose hacia mi nuca. El vello de todo el cuerpo se me eriza y arqueo la espalda en respuesta a la caricia ardiente y larga de su lengua.

Es como una tortura. Quiero que pare para poder recobrar el sentido antes de decir algo como «Sí, vendré a vivir contigo».

—Me encanta tu espalda. —Sus labios vibran contra mi cuerpo y me provocan aún más escalofríos. Lleva la boca de vuelta a mi oído—. Tienes la piel muy suave.

Echo la cabeza hacia atrás, sobre su hombro, de cara a su cuello. Se agacha un poco para poder besarme en los labios, lleva las manos a la parte de delante de mi vestido y tira de él hacia abajo.

—¿Encaje? —pregunta.

Asiento, y sus ojos brillan de deseo mientras me besa con delicadeza, como si fuera de cristal.

Nuestras lenguas se entrelazan sin esfuerzo y me apoyo en él para no caerme. Estoy disfrutando de su dulzura y de su ternura.

Sus manos encuentran mis pechos y me pellizca los pezones a través del encaje del sujetador hasta dejarlos como picos firmes.

—¿Ves lo que me haces? —Aprieta las caderas contra mi trasero y me demuestra exactamente lo que le hago antes de darme un casto beso en los labios—. Moriré amándote, Ava.

Sé cómo se siente. No contemplo un futuro sin él, y eso me emociona y me pone nerviosa a la vez. El problema es todo lo que no sé; sigo sin conocerlo realmente. Necesito más que su cuerpo, su atención…, su forma difícil de ser.

Baja las copas de mi sujetador dejando expuestos mis pechos y me pasa las palmas de las manos por la punta de los pezones.

—Tú y yo —me susurra al oído, deslizando las manos por mi cuerpo, directo a donde se unen mis muslos.

Las rodillas me tiemblan cuando su mano toma mi sexo por encima de mi ropa interior y una oleada de líquido mana de mí. Mis caderas se mueven hacia adelante, contra su mano, en busca de más fricción.

—¿Te pongo, Ava?

—Ya sabes que sí —jadeo, y luego gimo cuando me pega a su entrepierna.

—Acaríciame el cuello —dice con voz suave. Estiro los brazos hacia atrás y llevo las manos a su nuca—. ¿Estás mojada por mí?

—Sí.

Pasa los pulgares por debajo del elástico de mis bragas.

—Sólo por mí —me susurra arrastrando la lengua por el borde inferior de mi oreja.

—Sólo por ti —concedo en voz baja. Él es todo cuanto necesito.

Siento un tirón y oigo algo que se rasga. Abro los ojos y veo que tiene las bragas colgando del dedo índice, delante de mí. Las deja caer y lleva la otra mano a mi cadera.

Doy un pequeño respingo y se echa a reír en mi oído. Sus dedos cambian de posición y su enorme mano me envuelve la cintura. La otra sigue delante de mí.

—¿Qué hago con esto, Ava? —Flexiona la mano sana delante de mí—. Dímelo.

El corazón se me acelera y no me ayuda a controlar la respiración. Quiero esa mano en mí. Le aparto un brazo del cuello y cojo su mano. La guío despacio hacia el interior de mi muslo y aplano la palma contra mi cuerpo, con mi mano sobre la suya. Noto que tiembla ligeramente. Me alegra saber que no soy la única a quien afectan por estos encuentros nuestros. ¿O acaso está temblando porque necesita una copa? No quiero ni pensarlo. No necesita alcohol mientras me tenga a mí. Y a mí ya me tiene.

Empiezo a aplicar presión sobre su mano y a arrastrarla hasta que la palma se desliza sobre mi sexo, ayudada por lo mojada que estoy. Trago saliva y muevo las caderas. Chocan contra su entrepierna, le arrancan un gemido y echo la cabeza hacia atrás. Necesito que me bese.

Vuelvo la cara hacia él, que adivina lo que quiero al instante y cubre mi boca con la suya. Muerdo con suavidad su labio inferior y tiro para que se deslice poco a poco entre mis dientes. Me mira fijamente mientras sigo moviendo su mano arriba y abajo en una caricia lenta e interminable.

—No te corras —dice con voz ronca.

De inmediato retiro la mano y se la llevo a la boca. Me mira fijamente mientras empieza a lamerse la palma y los dedos. Dios santo, me muero de ganas. Pero no puedo desobedecerlo, no en estos momentos.

Me desabrocha el sujetador y me vuelvo. Me aparta el pelo de la cara.

—Prométeme que no vas a dejarme nunca.

Alzo la vista hacia sus ojos atormentados. No me acostumbro a su parte insegura. No me gusta, aunque al menos es una súplica y no una orden.

—No voy a dejarte nunca.

—Prométemelo.

—Te lo prometo.

Le cojo una muñeca y le quito los gemelos de la camisa, luego hago lo mismo con la otra y se la quito por los hombros. Deja los brazos laxos y ladea la cabeza, mirando cómo le bajo la bragueta. Mis manos se deslizan por sus caderas, bajo sus bóxeres, y le quito a la vez los pantalones y la ropa interior haciéndolos descender por la piel suave y tersa de su culo y sus caderas. Su erección, larga y gruesa, aparece entre sus piernas, seductora. Provoca toda clase de deseos en mí y no me ayuda que sus abdominales se tensen bajo mis caricias cuando mis manos ascienden por su torso, maravilladas ante su belleza.

—No puedo esperar más. Necesito estar dentro de ti. —Termina de quitarse los pantalones, me levanta del suelo y le rodeo la cintura con las piernas. Parpadeo cuando su polla me roza en lo más íntimo mientras me lleva contra la pared.

Me empuja contra la pintura fría y siento su erección caliente y resbaladiza presionando contra mi sexo y entrando en mí sólo un poco. Respira con fuerza y deja caer la cabeza en mi cuello mientras se prepara para invadirme. Muevo las caderas y desciendo sobre él. Me la meto entera.

—Me vas a matar —gime mientras se queda quieto dentro de mí.

Quiero sacudir las caderas y provocar algún movimiento pero, por cómo tiembla y palpita en mi interior, sé que se está conteniendo. Me quedo quieta y le acaricio el pelo rubio mientras coge fuerzas. El corazón le late con tanta fuerza que casi puedo oírlo.

—¿Te estás guardando cosas? —Pone la cara a la altura de la mía.

—Sí —digo, al tiempo que enrosco los dedos alrededor de su cuello y aprieto las caderas.

Ruge de aprobación, retira las manos de mi espalda y las apoya contra la pared. Poco a poco, recobra el aliento y luego arremete contra mí con una exhalación.

Gimo. Su asalto ardiente y palpitante hace que cambie las manos de lugar y le clave las uñas en la espalda. Apoya la frente en la mía y empieza a entrar y a salir de mí.

Suspiro con cada estocada mientras él prosigue a un ritmo constante. Joder, es perfecto. Empiezo a resbalar sobre su piel húmeda, nuestros alientos se mezclan en los escasos milímetros que hay entre nuestras bocas.

—Bésame —jadea, y pego los labios a los suyos en busca de su lengua.

Siento cómo un grito cobra forma en mi garganta cuando se echa hacia atrás, me embiste y me desliza pared arriba. Aprieto los muslos en su cintura con más fuerza para subir más y luego me dejo caer sobre él.

—Por Dios, mujer, ¿qué diablos me haces?

Me embiste de nuevo, una y otra vez, empujándome pared arriba, mientras yo me trago mis pequeños gritos y él me besa hasta dejarme sin respiración.

—Llevo todo el día esperando esto. —Me embiste de nuevo—. Ha sido el puto día más largo de mi vida.

—Mmm, encajas tan bien. —Estoy disfrutando.

—¿Que encajo bien? Joder, Ava, me vuelves loco —dice al tiempo que se hunde más profundamente en mi interior.

—¡Jesse! —Ya no aguanto más. Los movimientos suaves y calmados se están desvaneciendo. Ahora son estocadas firmes y más agresivas.

—Te voy a llevar conmigo allá adonde vaya a partir de ahora, nena.

«¡Embestida!»

Joder, estoy sudando la gota gorda. Clavo las uñas sin miramientos en su espalda.

—¡Mierda, Ava! —exclama, y unas gotas de su sudor me caen encima—. Vas a correrte.

—¡Sí!

Masculla algo en mi boca. No aguanto más. Me ataca con una energía feroz y exploto. Las espirales de placer llegan al punto álgido y se dispersan en ondas expansivas. Le clavo más las uñas y le muerdo el labio sin piedad. Dejo caer la frente sobre su piel sudada y salada, allá donde el cuello se funde con el hombro, y echo la cabeza a un lado mientras tiemblo sin control contra su cuerpo.

—¡Ava! —grita mientras se retira y se adentra en mí, vuelve a salir despacio y a entrar en mí con fuerza. Llega a su clímax y varias oleadas de contracciones se extienden por mi cuerpo.

Gime, luego deja que nos deslicemos hasta el suelo y cae de espaldas, agotado y sudoroso. Me incorporo como puedo y me subo encima de él. Apoyo las manos en su pecho suave y me restriego contra sus caderas. Jesse lleva los brazos por encima de la cabeza y observo que su respiración se va apaciguando a la vez que la mía. Chorreamos, exhaustos, y más que satisfechos. Estoy justo donde debería estar.

—¿En qué piensas?

—En lo mucho que te quiero. —Le digo la verdad.

Las comisuras de sus labios ascienden en una sonrisa y una mirada de satisfacción ilumina su bello rostro.

—¿Sigo siendo tu dios?

—Siempre. ¿Y yo tu tentación? —Sonrío y dibujo círculos con la mano sobre su pecho.

—Pues claro que sí, nena. Jesús, me encanta cómo sonríes. —Me dedica una de sus sonrisas arrebatadoras.

Le pellizco los pezones.

—¿Nos bañamos, dios?

Da un brinco y nuestras cabezas están a punto de chocar.

—¡Mierda! ¡Me he dejado el grifo abierto!

Se pone de pie de un salto conmigo todavía en brazos y aún dentro de mí, maldiciendo y sujetándome con demasiada fuerza con su mano lastimada.

—¡Suéltame! —Intento separar el cuerpo del suyo pero él se limita a agarrarme más fuerte.

—Nunca.

Va conmigo en brazos al cuarto de baño. Apenas se han llenado tres cuartas partes de la enorme bañera. Cierra el grifo.

—Podrías dejar el grifo abierto una semana y no se llenaría del todo —digo mientras nos metemos.

—Lo sé. Es evidente que a la diseñadora de toda esta mierda italiana le importan un pimiento el medio ambiente y mi huella ecológica.

—Lo dice el que tiene doce supermotos —contraataco, y suspiro de felicidad cuando el agua caliente y relajante me cubre, todavía a horcajadas en el regazo de Jesse y con su semierección llenándome—. Podría pasarme todo el día mirándote —digo para mí mientras le acaricio el abdomen con la punta de los dedos.

Se echa hacia atrás y me deja hacer. Le paso la punta de los dedos por cada centímetro cuadrado de su pecho duro y ligeramente bronceado, haciendo remolinos y tamborileando mi camino. El silencio es cómodo y él observa cómo mi delicada caricia recorre su cuerpo. La dirijo a su cuello, paso por su mejilla, sus labios entreabiertos, sus ojos brillantes, y luego me acurruco en su pecho y mi boca cubre la suya.

—Me encantan tus labios —digo dándole pequeños besos por el borde de la boca hasta que estoy otra vez donde había empezado—. Me encanta tu cuerpo. —Mis manos le acarician los brazos, mi lengua se desliza en su boca—. También me encanta lo loco que estás. —Persuado a su lengua para que salga de la boca y la chupo mientras mis manos ascienden por sus brazos hasta quedar alrededor de su cuello.

Mi cuerpo se arquea hacia él.

Gime.

—Tú me vuelves loco, Ava. Sólo tú.

Siento las palmas de sus enormes manos recorrer mi espalda hasta que me cogen de la nuca y me acercan a él. Nuestras bocas siguen compartiendo besos, nuestros cuerpos resbalan el uno contra el otro. Sé que lo vuelvo loco, pero él también me vuelve loca a mí.

Me aparto y lo miro.

—Loco —le digo.

—Más o menos. —Sonríe y me levanta de su regazo. Luego me hace girar hasta que estoy sentada entre sus piernas—. Voy a enjabonarte.

Coge la esponja y empieza a escurrir agua caliente sobre mí, con la mejilla pegada a un lado de mi cabeza.

—Tengo que hablar contigo de una cosa —dice en voz baja. No hay duda de que está nervioso.

Me pongo tensa. No me gusta cómo ha sonado eso, lo que resulta irrisorio porque he estado presionándolo para que hablara.

—¿Sobre qué?

—La Mansión.

Vale, se me han puesto los pelos como escarpias y no puedo disimular, cosa que todavía es más irrisoria, porque quería hablar justamente de eso. No obstante, su forma de abordarlo me indica que no me va a gustar lo que saldrá por esa boquita. Ha dejado de echarme agua caliente por encima y, literalmente, puedo oír el movimiento de los engranajes en su preciosa cabeza. ¿Qué pasa con La Mansión? No me gusta la dirección que está tomando la charla de hoy en la bañera. Quiero salir y darme una ducha.

—Sobre la fiesta de aniversario. —La preocupación se manifiesta en su tono de voz, no podía ser de otra manera. No pienso ir.

—¿Qué ocurre? —pregunto haciéndome la loca. No voy a alterarme porque no voy a ir, de ninguna manera, ni en un millón de años. Nunca. Nunca jamás. Me vuelvo y lo beso en la boca para que no pueda hablar.

—Aún quiero que vayas.

—No puedes pedirme eso —le digo con calma, aunque me cabrea un poco que sugiera una estupidez semejante. Un momento… Acepté ir antes de saber lo que era de verdad La Mansión, igual que Kate. ¿Ella va a ir? Qué vergüenza. Maldita sea, claro que irá—. Me lo pediste antes de que supiera la verdad.

—Me puse una fecha tope para contártelo —me dice con calma.

—Ah. —No sé qué decir. Lo descubrí antes de que llegara la fecha tope.

—¿Vas a pasarte la vida evitando mi lugar de trabajo? —pregunta, sarcástico. No me gusta su tono. No me gusta un pelo.

—Es posible —contesto. ¿Su lugar de trabajo? ¿Me está tomando el pelo?

—No digas tonterías, Ava. —Retoma la labor de echarme agua caliente y me da un beso en la sien—. ¿Al menos lo pensarás?

Suspiro, aburrida.

—No te prometo nada, y si estás pensando en echarme un polvo de entrar en razón con respecto a este asunto, me iré —lo amenazo.

Me estoy poniendo dramática pero quiero que sepa que no quiero ir de ninguna manera. ¿A la fiesta de aniversario de La Mansión? Ni muerta.

Me acaricia la oreja con la nariz y me envuelve las piernas con las suyas.

—Quiero que la mujer que hace latir mi corazón esté a mi lado.

¡Por Dios! ¡Eso es chantaje emocional! ¿Cómo coño voy a negarme a eso? Maldito seas, Jesse Ward, hombre de edad desconocida.

Lo dejo que siga lavándome mientras pienso en un modo de sacarle partido a esto. Tal vez pueda negociar que me diga su edad a cambio de mi presencia en la fiesta de aniversario de La Mansión. Tengo que meditar seriamente acerca de las ganas que tengo de saber su edad en comparación con las pocas ganas que tengo de ir a la fiesta. Será complicado.

—¿Has hablado con Clive? —Sé que no lo ha hecho. Estoy siendo pilla.

—¿Sobre qué?

—Sobre la mujer misteriosa.

—No, Ava. No he tenido tiempo. Te prometo que se lo preguntaré. Siento tanta curiosidad como tú. ¿No tienes hambre?

Traza círculos con la lengua en mi oreja. Si sigue así, voy a quedarme dormida. Al menos, no me ha mentido sobre Clive.

—Sí —contesto con un bostezo. Estoy hambrienta y agotada, pero no voy a ceder—. No voy a dormirme hasta que me digas quién era esa mujer.

—¿Cómo voy a decírtelo si no lo sé?

—Sí que lo sabes.

—¡Que no lo sé, joder!

Me sobresalta su brusquedad, y entonces noto que me abraza con más fuerza.

—Lo siento.

—Vale —digo tranquilamente, aunque no estoy para nada tranquila. Hablaré con Clive por la mañana.

—Mi querida señorita está exhausta —susurra él—. ¿Encargamos comida? —Me muerde el lóbulo de la oreja y me pasa la planta de los pies por las espinillas.

—Tienes la nevera llena, ¡qué desperdicio!

—Ya, pero ¿te apetece cocinar?

La verdad es que no, pero él tampoco se ofrece. Claro está que reconoció que cocinar es una de las pocas cosas que se le dan de pena. ¿Cuáles fueron sus palabras? Ah, sí… «No puedo ser excepcional en todo». Y lo dijo muy en serio, el muy capullo arrogante.

—Encarga comida.

Se revuelve debajo de mí.

—Voy a pedirla. Tú lávate el pelo.

Sale de la bañera y me la deja entera para mí sola. Lo veo abandonar desnudo y empapado el cuarto de baño. Aparece a los pocos instantes con champú y acondicionador para cabello femenino. Le estoy eternamente agradecida. He maltratado mucho a mi pelo últimamente. Me dirige una sonrisa y se agacha para darme un beso en la frente.

—Ponte encaje.

Desaparece del cuarto de baño y yo me dejo caer en la bañera y cierro los ojos un rato, saboreando la paz y la tranquilidad del colosal baño principal del Lusso. ¿Cómo he terminado aquí?