Me despierto con Jesse dentro de mí, con su pecho contra mi espalda. Me está sujetando por la cintura y me penetra con decisión. Mi cerebro no es lo único que se despierta. Mi cuerpo da la alarma y enrosco los dedos en su pelo, arqueo la espalda y vuelvo la cabeza hasta encontrar su boca.
Lo dejo que se apodere de la mía. Nuestras lenguas se retuercen como salvajes mientras él entra y sale a toda velocidad. Empujo hacia él con cada penetración y me lleva cada vez más lejos.
—Ava, no me canso de ti —jadea contra mi boca—. Prométeme que no me dejarás nunca.
¡Ni loca!
—No te dejaré. —Lo cojo del pelo y tiro para que su boca vuelva a la mía. Me encanta su boca, incluso cuando se pone imposible y quiero cosérsela.
Jesse necesita que le diga constantemente que no me voy a ir a ninguna parte. ¿Me lo hará jurar siempre? Mi respuesta no va a cambiar, pero lo que quiero es que lo crea y que no tenga que preguntármelo cada dos por tres.
Me aparto para mirar a mi hombre inseguro. Muestra una confianza en sí mismo apabullante en todo menos en eso.
—Créeme, por favor.
Mantiene los embates firmes y fuertes mientras me mira pero no dice nada. Necesito saber que me cree. Me ofrece una pequeña sonrisa antes de volver a fundir nuestras bocas y aumentar el ritmo de sus embestidas aún más.
Lo intento con todas mis fuerzas pero no puedo seguir con la boca pegada a la suya cuando me está penetrando con tanta intensidad. Lo suelto, agacho la cabeza y me agarro al colchón para no caerme mientras tira de mí sin parar.
El hilo se tensa y se rompe y los dos gritamos al mismo tiempo. Entra y sale de mí a un ritmo frenético y me lanza a un abismo sin fin de placer absoluto. Intento recobrar el aliento, mi corazón lucha por recuperar el control y mi cuerpo se convulsiona a su aire. Jesse maldice y se arquea una vez más; luego, la ardiente sensación de su orgasmo me inunda.
—Por Dios santo —suspira saliendo de mí y echándose de espaldas.
Me doy la vuelta y me subo encima de él, con las piernas abiertas sobre sus caderas y tumbada sobre su pecho. Hundo la cara en su cuello.
—Eso no ha sido sexo soñoliento —digo mientras beso la vena palpitante de su cuello.
—¿No? —jadea.
—No. Eso ha sido un puto polvo soñoliento —hago una mueca al percatarme de que acabo de soltar un taco y ni siquiera me he levantado todavía.
—Por el amor de Dios, Ava, ¡no digas más tacos! —masculla, frustrado.
Tengo que averiguar qué le pasa a mi boca. Normalmente nunca digo tacos. ¡Es culpa suya!
—Perdona. —Le doy un mordisco en el cuello y succiono un poco.
—¿Estás intentando marcarme? —pregunta sin detenerme.
—No, sólo te estaba saboreando.
Me mira, me besa en la boca y sus enormes brazos me rodean la espalda.
—¿Desayunamos?
Tengo hambre y quiero que Jesse coma algo, pero la verdad es que no me apetece moverme de la cama. Le doy un rápido beso en los labios y me deslizo por su cuerpo hasta que estoy recostada bajo su axila.
—Estoy muy a gusto —digo. La punta de mi dedo lo acaricia desde el pecho hasta la cicatriz, de arriba abajo y vuelta a empezar.
—Te quiero, señorita. —Flexiona una rodilla y me deja salirme con la mía. Qué novedad.
—Lo sé.
—¿De verdad? —pregunta, no muy seguro.
La pregunta me pilla por sorpresa. Pues claro que lo sé. Me lo dice a todas horas, y si me quiere tanto como yo a él, me quiere muchísimo. Infinito, en realidad. Por favor, no me digas que también duda de eso. Lo miro.
—Sí.
Me sube encima de él y luego me pone de espaldas contra el colchón. Me sujeta por las muñecas y me mira desde arriba.
—No sé si lo sabes —replica. Su mirada es ardiente y está muy serio.
¿A qué viene esto ahora?
—Me lo dices siempre. Claro que lo sé. —Intento soltarme las muñecas para poder cogerle la cara pero no me libera.
—Las palabras no bastan, Ava. —Está muy, muy serio.
—¿Por eso me pones a prueba con tu forma imposible de ser? —pregunto para intentar animarlo.
No me gusta lo abatido que parece. Ojalá no se preocupara pensando que voy a abandonarlo, intentando que lo quiera y preguntándose si sé lo mucho que él me quiere. Todo eso quedó claro hace tiempo.
—Todo lo que hago es porque estoy locamente enamorado de ti. Nunca antes me había sentido así. Nunca. —Casi me está echando la bronca, como si lo cabreara sentirse de ese modo—. Me vuelvo loco sólo de pensar que puedo perderte. Se me va la cabeza por completo. Créeme, soy plenamente consciente. —Me besa en los labios—. Te saco de tus casillas, ¿no?
¡Dios del cielo! ¿Está reconociendo que es imposible?
—Eres un poco difícil, pero eres mi hombre difícil y te quiero, así que vale la pena la frustración.
—Tú también eres difícil, señorita —declara, tajante.
Abro unos ojos como platos.
—¿Yo?
¡Este tío está como una regadera!
—Pero yo también te quiero, y vales con creces todos los dolores de cabeza.
Qué a gusto le llevaría la contraria. En cuanto me da lo que quiero —el hecho de reconocer cómo es—, destroza el momento acusándome de ser aún peor que él.
¿Difícil, yo?
Empiezo a defenderme pero me hace callar con sus labios carnosos y me distraigo al instante. Sabe lo que se hace. Relajo la lengua (la tengo dolorida de tanto usarla) y me abandono al ritmo de sus caricias. Aún no me ha soltado las muñecas. Su boca es lo más maravilloso del mundo.
Me da un pico.
—Sabía que eras la mujer de mi vida en cuanto te vi.
¿La mujer de su vida? Esto me interesa. Perseveró de tal manera e insistió tanto al comienzo de nuestra relación en que debíamos estar juntos y que yo era suya que me tenía intrigadísima.
Me acaricia la oreja con la nariz.
—La mujer que iba a devolverme a la vida —dice con tono de que es evidente, ese que usa cuando dice algo que sólo él entiende. ¿Es que estaba muerto?
—¿Cómo lo supiste? —Parece que hoy tiene ganas de hablar, así que debo aprovechar y sonsacarle toda la información que pueda.
Me mira directamente a los ojos. Es una mirada cargada de significado.
—Porque mi corazón volvió a latir —susurra.
Se me hace un nudo en la garganta. Me ha dejado de piedra. Lo que ha dicho es muy serio y muy profundo, y estoy algo abrumada. No sé qué decir. Este hombre devastador me mira como si fuera lo único que hay en el universo.
Tiro de las muñecas hasta que me suelta y lo abrazo como si no hubiera nada ni nadie más en el mundo.
Para mí, no hay nadie más.
No sé cuáles son los porqués ni los detalles que hay detrás de esa afirmación, pero el poder de esas palabras lo dice todo. No puede vivir sin mí. Yo tampoco podría vivir sin él. Este hombre es mi mundo.
Permanece muy quieto encima de mí y me deja abrazarlo hasta que me duele el cuerpo.
—¿Puedo darte de comer? —pregunto cuando mis muslos empiezan a protestar a gritos.
Me levanta de la cama, todavía aferrada a él, me saca del dormitorio y me baja por la escalera.
—Se me va a olvidar cómo usar las piernas —digo cuando llegamos abajo y se dirige a la cocina.
—Entonces te llevaré en brazos a todas partes.
—Ya quisieras. —Sería la excusa perfecta para tenerme todo el día pegada a él.
—Me encantaría. —Me sonríe y me deja sobre el mármol.
El frío se extiende por mi trasero y me recuerda que los dos estamos en pelota picada. Admiro su culo perfecto cuando se acerca a la nevera y coge varias cosas de desayuno y un tarro de mantequilla de cacahuete.
Me bajo de la isleta.
—Se suponía que iba a prepararte yo el desayuno —digo apartándolo de en medio—. Siéntate —le ordeno a continuación, muy digna.
Me sonríe y coge el tarro de mantequilla de cacahuete antes de retorcerme el pezón y salir corriendo hacia un taburete.
—¿Qué te apetece? —pregunto metiendo el pan en la tostadora. Me vuelvo y veo que ya tiene un dedo dentro del tarro.
—Huevos fritos —dice con el dedo en la boca mientras intenta reprimir la risa.
Miro mi cuerpo desnudo. Debería vestirme si quiere cualquier tipo de frito. Vuelvo a mirarlo y compruebo que ha perdido la batalla contra la sonrisa. Está encantado.
—Tú preparas el mío y yo preparo el tuyo.
Recorro su torso desnudo con la mirada y arqueo las cejas.
Se saca el dedo de la boca.
—Salvaje.
Volvemos la cabeza hacia la puerta de la cocina al oír la puerta principal. Miro a Jesse con unos ojos como platos. Tiene el dedo cubierto de mantequilla de cacahuete suspendido en el aire y la misma cara de sorpresa que yo.
Salta y, al mismo tiempo, el bote de mantequilla de cacahuete cae de la isleta y se hace añicos contra el suelo, llenándolo todo de cristales. Me entra el pánico.
—¡Mierda! ¡Es Cathy!
«¡Dios del cielo, ayúdame!»
¡Anoche le arranqué la cabeza y ahora la voy a recibir desnuda! Y, para colmo, su lasaña quemada todavía está en un rincón de la cocina… Me va a odiar. No hay forma de salir de la cocina sin que nos vea. Jesse está petrificado, tan atónito como yo. Seguro que a Cathy no le importa pillarlo como su madre lo trajo al mundo. Aterrizo en la realidad. Dejo de mirar con ojos golosos a mi hombre y corro al otro lado de la cocina.
—¡Mierda! —chillo al sentir un dolor agudo en el pie—. ¡Ay, ay, ay! —Sigo andando, pese al dolor.
Jesse viene detrás de mí, riéndose a mandíbula batiente mientras los dos subimos corriendo la escalera.
—¡Esa boca! —dice dándome un azote en el culo.
—¡Santo Dios! —oigo que dice Cathy cuando llegamos a lo alto de la escalera.
¿Qué pensará de nosotros? Corro en pelota picada al dormitorio y me escondo debajo de las mantas. Me quiero morir. No voy a poder mirarla a la cara nunca más.
Jesse se sienta en la cama.
—¿Dónde estás? —dice buscando entre las sábanas hasta que encuentra mi cabeza debajo de una almohada—. Te pillé.
Me da la vuelta y hunde la cara entre mis tetas.
—Has hecho enfadar al conserje y ahora has dejado pasmada a mi asistenta.
—¡No te rías! —Me tapo la cara con las manos en un gesto de absoluta desesperación.
Jesse se ríe a carcajadas.
—Enséñame esa herida. —Se sienta sobre los tobillos y me agarra el pie.
—Duele —protesto cuando me pasa el dedo por el talón.
—Te has clavado un cristal, nena. —Me besa el pie y salta de la cama—. ¿Tienes unas pinzas?
Me quito un brazo de la cara y señalo en dirección al cuarto de baño.
—En el neceser del maquillaje —gruño.
No me puedo creer que la asistenta de Jesse me haya pillado desnuda. Es horrible, soy lo peor. Necesito una bata de estar por casa.
La cama se hunde por el peso de Jesse. Me coge el pie.
—No te muevas —me ordena con dulzura.
Contengo la respiración y me tapo la cara sólo con las manos, pero toda la vergüenza desaparece cuando siento la lengua ardiente de Jesse lamiendo la sangre que brota de mi pie. Su caricia me hace estremecer y aparto las manos para poder mirarlo. Se me tensan los muslos. Me sonríe, porque sabe lo que me pasa, y le brillan los ojos. Coge el trozo de cristal con los labios.
—¿Qué haces?
—Voy a sacarlo —dice con la boca pegada a mi pie. Me succiona el talón, se aparta antes de coger las pinzas y se centra en lo que tiene entre manos.
Sonrío al ver cómo la arruga hace su aparición.
—Ya está. —Me da un beso en el pie y lo suelta. La verdad es que apenas me ha dolido—. ¿De qué te ríes?
—De tu arruga de la frente.
—No tengo ninguna arruga en la frente —replica, ofendido.
—Sí que la tienes.
Se me echa encima.
—Señorita O’Shea, ¿me está usted diciendo que tengo arrugas?
Ahora la sonrisa me llega de oreja a oreja.
—No. Sólo te sale cuando te concentras o cuando estás preocupado.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Vaya. —Frunce el ceño—. ¿La ves ahora?
Me río y me muerde una teta. Me hago una bola debajo de él.
—Vístete —dice, y me besa en los labios—. Iré a ver si Cathy ya ha dejado de gritar.
Se me hiela la sonrisa en la cara cuando Jesse menciona a la pobre asistenta, que acaba de ver mi culo en primer plano.
—Vale.
—Te veo abajo. —Me da un último beso en la boca—. No tardes.
—Vale —refunfuño como la niña pequeña y gruñona que soy.
Se levanta y se pone un pantalón de pijama de cuadros. Luego me deja para ir a tranquilizar a la asistenta.
Me doy una ducha para dejar de pensar en la pobre mujer y me pongo un vestido de flores —que seguro que es demasiado corto— y unas sandalias planas. Me hago una coleta y lista.
Entro en la cocina nerviosa, avergonzada y temblorosa. Jesse me mira por encima de su plato —un bagel con huevos revueltos y salmón—, y me dedica una de sus sonrisas. Su pecho desnudo hace que me olvide de que soy lo peor y me percato de que pone mala cara al ver lo corto que es mi vestido. Paso de él.
—Aquí está. Cathy, te presento a Ava, el amor de mi vida —dice dando palmaditas en el taburete a su lado.
Cathy se vuelve desde la nevera para mirarme.
Me pongo como un tomate y le pido disculpas con la mirada. Me siento mucho mejor cuando veo que ella también se ruboriza. He estado tan preocupada por sentirme tan avergonzada que había olvidado que ella también se ha llevado un buen susto. Me siento junto a Jesse, que me sirve un poco de zumo de naranja.
—Me gusta tu vestido —sonríe—. Un poco corto pero de fácil acceso. Nos lo quedamos.
Lo miro horrorizada y le pego una patada en la espinilla. Él se echa a reír y le hinca los dientes al bagel. Su comportamiento me tiene anonadada, pero me alegro de que no me haya hecho subir a cambiarme ni haya proscrito al pobre vestido para siempre.
—Encantada de conocerte, Ava. ¿Quieres desayunar? —me dice Cathy. Su voz es cálida y amable. No me lo merezco.
—Igualmente, Cathy. Me gustaría mucho, gracias.
—¿Qué te apetece? —Me sonríe. Tiene un rostro muy dulce.
—Tomaré lo mismo que Jesse, por favor.
No me sorprendería si se da la vuelta y me dice que me meta el bagel por el culo, pero no lo hace. Asiente y sigue con lo suyo.
Cojo mi vaso de zumo y a continuación miro a Jesse. Está muy satisfecho. Me alegro de que mi vergüenza le haga tanta gracia. Seguro que no estaría tan tranquilo si Cathy fuera un hombre. Acerco la mano a su regazo, la meto por debajo del pantalón y le cojo la polla. Da un salto, se golpea la rodilla con el mármol y se atraganta con la comida. Cathy se da la vuelta, asustada de ver a Jesse atragantándose, y corre a ofrecerle un vaso de agua. Él lo coge y hace un gesto de agradecimiento.
—¿Estás bien? —pregunto muy preocupada mientras le acaricio la polla erecta muy despacio.
—Sí, estoy bien. —Su voz es aguda y forzada.
Cathy se va a preparar mi desayuno y yo sigo siendo mala con la entrepierna de él. Deja el bagel, respira hondo y me mira con los ojos muy abiertos.
Ignoro su cara de sorpresa y le paso el pulgar por el glande húmedo antes de volver a la base. La siento latir en mi mano y está húmeda por el semen que escapa por la punta. Lo recojo y lo deslizo arriba y abajo por su erección de acero.
Lo miro.
—¿Bien? —digo, y sacude la cabeza de desesperación.
Estoy en mi salsa. Esto no había pasado nunca. Debe de tenerle mucho respeto a Cathy, porque sé que, con cualquier otra persona delante, a estas alturas ya me habría sacado en brazos de la cocina.
—Aquí tienes, Ava. —Cathy me sirve mi desayuno.
Suelto a Jesse como si fuera una brasa y me meto el pulgar en la boca antes de centrarme en mi desayuno. Él coge aire y me clava la mirada.
—Gracias, Cathy —digo alegremente.
Le doy un gran mordisco a mi bagel.
—Cathy, esto está delicioso —le digo mientras ella mete los platos en el lavavajillas. Me mira y sonríe.
Los ojos de Jesse siguen clavados en mí mientras disfruto de mi bagel, así que me vuelvo despacio para enfrentarme a él y me encuentro con que su cara es una mezcla de horror y sorpresa.
Enarca las cejas y, con un gesto de la cabeza, señala la puerta de la cocina.
—Arriba, ahora —dice levantándose—. Gracias por el desayuno, Cathy. Voy a ducharme. —Me mira y yo asiento.
—De nada —responde Cathy—. ¿Tienes la lista de mis tareas de hoy? Estoy falta de práctica y veo que no has hecho nada de nada, salvo romper puertas y agujerear paredes. —Se seca las manos en un trapo de cocina y le dedica a Jesse una mirada de desaprobación.
Él no se vuelve para mirarla a la cara porque está ocultando la enorme tienda de campaña que la erección levanta en sus pantalones. Mentalmente, me anoto un tanto. Qué bueno…
—¡Ava te lo dirá en cuanto me haya ayudado con una cosa que debo hacer arriba! —grita por encima del hombro antes de desaparecer.
¿Yo? No sé qué es lo que hace Cathy ni qué quiere él que haga hoy, y tampoco tengo la menor intención de seguirlo escaleras arriba y terminar lo que he empezado.
Me quedo sentada en mi sitio y respiro hondo para reunir la confianza en mí misma que necesito.
—Cathy, quería disculparme por lo de ayer y por lo de antes.
Pone cara de no darle importancia.
—No te preocupes, cariño. De verdad.
—Ayer fui una maleducada, y antes… en fin… No sabía que iba a venir nadie. —Me arden las mejillas mientras me como el último bocado de bagel.
—Ava, de verdad, no te preocupes. Jesse me dijo que habías tenido un día horrible y que olvidó decirte que iba a venir hoy. Lo entiendo. —Me sonríe y se sacude el polvo del delantal. Es una sonrisa sincera. Me cae bien Cathy. Tiene aspecto de buena persona, con el pelo corto y gris, sus faldas de flores y su cara dulce.
—No volverá a ocurrir —digo. Llevo el plato al lavavajillas y, cuando voy a abrirlo, ella me lo quita de las manos antes de que haya podido meterlo.
—Ya me encargo yo. Tú sube y ayuda a mi chico con lo que sea que necesite de ti.
Sé exactamente para qué me necesita y no pienso ir a ninguna parte. Que se las arregle solito. Me mata decirle que no, pero su cara era para morirse.
—Ya se las apañará.
—De acuerdo. ¿Repasamos mi lista de tareas? Tengo un día para cada cosa, pero he estado fuera tanto tiempo que más vale empezar de cero. —Saca un cuaderno y un lápiz del bolsillo del delantal y se prepara para tomar notas—. Debería comenzar por lavar y planchar la ropa.
—La verdad es que no lo sé. —Me encojo de hombros—. No vivo del todo aquí —le susurro.
Me gustaría añadir que he sido secuestrada y me han obligado a mudarme en contra de mi voluntad.
—¿Ah, no? —Está perpleja—. Mi chico ha dicho que sí.
—Es una conversación que tenemos pendiente —le explico—. No le gusta que le digan que no. Al menos, que yo le diga que no.
La frente brillante de la mujer se llena de arrugas.
—¿Qué me dices? ¡Pero si mi chico es un amor!
Me atraganto.
—Sí, eso me han dicho. —Si alguien más me dice que es un amor, un tío que se toma las cosas con calma y tal, voy a vomitar.
—Es muy agradable tener a una mujer en casa —dice cogiendo un limpiador de debajo del fregadero—. Mi chico necesita una chica —añade para sí.
Sonrío al ver el afecto con el que Cathy habla de Jesse. Me pregunto cuánto hace que trabaja para él. Jesse dijo que era la única mujer sin la que no podía vivir, aunque sospecho que las cosas han cambiado.
Rocía el mármol con limpiador antibacterias y le pasa el trapo.
—Si lo prefieres, esperaré a Jesse.
—Sí, gracias —digo—. Tengo que hacer unas llamadas. —Mi móvil se está cargando, pero no veo mi bolso—. Cathy, ¿has visto mi bolso?
—Te lo he guardado en el armario ropero, cariño. Ah, y le he pedido a Clive que se encargue de la puerta del ascensor.
Qué vergüenza.
—Gracias.
Cojo el móvil y voy a buscar mi bolso. Seguro que piensa que, además de maleducada, soy una desordenada, una vándala y una exhibicionista.
Encuentro el bolso y miro el móvil. Tengo dos llamadas perdidas de mamá y un mensaje de texto de Matt. Qué pesadez. Debería borrarlo, pero me puede la curiosidad.
No sé qué me pasó. Lo siento. Bss.
Se me ponen los pelos de punta y borro el mensaje. Sólo me faltaría que lo viera Jesse. Ya me ha pedido perdón otras veces, y lo que me tiene mosca es cómo se ha enterado de que estoy saliendo con Jesse. Debería llamar a mi madre antes que nada, pero tengo una amiga que tiene mucho que contarme. Tarda en contestar. Sé que estará mirando la pantalla y preguntándose qué decir.
—¡Eres socia! —la acuso directamente cuando contesta.
—¿Y? —Va a hacer como que no tiene importancia, pero sé que la pregunta le molesta.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Porque no es asunto tuyo.
—¡Gracias! —Estoy muy ofendida. Nos lo contamos todo.
—Es pura diversión, Ava. —La noto impaciente.
Ya he oído eso antes pero sé que no es toda la verdad. Sé que le gusta Sam, y no entiendo cómo el hecho de sumergirse en su estilo de vida va a ayudarla a conseguir lo que quiere. Es un desastre en potencia.
—No te lo crees ni tú. ¿Por qué no quieres admitir que hay más?
—¿Qué quieres decir? —Parece sorprendida, sorprendida de que me haya atrevido a hacer la pregunta del millón.
—Que Sam te gusta de verdad —le digo, ya harta.
Se burla.
—¡No!
—No tienes arreglo.
¿Por qué no se traga el orgullo y lo admite? ¿Qué daño va a hacerle? A mí me lo puede contar.
—Hablando de no tener arreglo, ¿qué tal Jesse? Joder, Ava, ¡ese hombre tiene un buen gancho!
Me echo a reír.
—Ya ves. Matt intentó besarme antes de que llegara él. Luego le dijo a Jesse que nos habíamos besado. Estoy segura de que Matt se ha despertado con un ojo morado.
—¡Me alegro! —Kate se ríe, y yo no puedo evitar la sonrisita de satisfacción que brilla en mi cara. Se lo tenía merecido.
—Sabe lo de Jesse con la bebida —añado, y ahora ya no me río.
—¿Cómo? —inquiere; está tan sorprendida como yo.
—Ni idea. Oye, tengo que llamar a mi madre. Te veo luego.
—¡Claro! —Está emocionada. A mí, en cambio, no me hace ninguna ilusión la cena de esta noche—. ¡Allí nos vemos!
—Adiós. —Cuelgo y marco el número de mi madre antes de que mande una partida de búsqueda.
—¿Ava? —Su voz chillona me hiere los tímpanos.
—¡Mamá, no grites!
—Perdona. Matt ha vuelto a llamar.
«¿Qué?»
Voy a la sala de estar y me siento. Cualquier esperanza de que mi madre me animara acaba de irse al infierno.
—Ava, dice que te has ido a vivir con un alcohólico empedernido que tiene muy mal carácter. ¡Le pegó una paliza a Matt!
Me hundo en una silla y levanto la vista al cielo tremendamente cabreada. ¿Por qué no puede ese gusano de mierda volver al agujero oscuro del que salió y morirse de una vez?
—Mamá, por favor, no vuelvas a hablar con él —suplico.
No se puede ser más rastrero, mira que soltarles esa mierda a mis padres. Lo único que ha conseguido es que me reafirme en mis conclusiones: es una serpiente mentirosa.
—Pero ¿es verdad? —insiste ella, y me la puedo imaginar compartiendo una mirada de preocupación con mi padre.
—No exactamente. —No puedo mentir del todo. Algún día averiguará dónde estoy—. No es como dice Matt, mamá.
—Entonces ¿qué pasa?
No puedo contárselo por teléfono. Hay demasiadas explicaciones que dar y no quiero que juzgue a Jesse. Quiero matar a Matt.
—Mamá, tengo que irme a trabajar —digo. Una mentirijilla no la matará.
—Ava, estoy muy preocupada por ti.
Ya lo noto. Odio a Matt por hacerme esto, pero su mensaje decía que lo sentía. ¿Eso fue antes o después de llamar a mis padres y ponerlos al corriente de mi vida amorosa? Debería enviar a Jesse a que le partiera la cara otra vez.
—Mamá, no te preocupes, por favor. Matt quería que volviera con él. Se me echó encima mientras recogía las cosas que aún tenía en su casa y la cosa se puso muy fea cuando lo rechacé. Jesse sólo me estaba protegiendo. —Intento darle los titulares y omito a propósito las partes que lo pueden dejar mal. Hay unas cuantas.
—¿Jesse? ¿No es ése el hombre con el que estabas cuando te llamé el fin de semana pasado?
—Sí —suspiro.
—Entonces no es sólo un amigo. —Lo dice en tono de reproche. Ha descubierto mi mentira piadosa y no le ha hecho ninguna gracia.
—Hace poco que salimos. No es nada serio. —Intento quitarle importancia y me río para mis adentros. Ni yo misma me creo lo que acabo de decir.
—¿Y es alcohólico?
Doy un suspiro de hastío que sé que no le gusta un pelo.
—No es alcohólico, mamá. Matt está despechado, no le hagas ni caso y no vuelvas a cogerle el teléfono.
—Esto no me gusta nada. Cuando el río suena, agua lleva, Ava.
La verdad es que se la oye disgustada, y lo entiendo. Nunca me he alegrado tanto de que vivan tan lejos. No creo que pudiera mirarla a la cara.
—Tu hermano estará pronto en Londres —añade amenazante. Sé que en cuanto me cuelgue va a llamar a Dan para contarle las novedades.
—Lo sé. Tengo que dejarte —insisto.
—Vale. Te llamo el fin de semana —dice de un tirón—. Cuídate mucho —añade con más dulzura. Nunca le gusta terminar mal una conversación.
—Lo haré. Os quiero.
—Nosotros a ti también, Ava.
Dejo el teléfono sobre mi regazo y me quedo mirando las musarañas. ¿Va a seguir jodiéndome la vida? La tentación de llamar a la madre de Matt es enorme. Nunca he sido de su agrado ni ella del mío. Su precioso hijito adorado lo hace todo bien, así que llamarla para contarle la de cuernos que me ha puesto sería inútil. Dios, a mis padres les va a dar un ataque.
Cierro los ojos e intento borrar de mi mente a los ex novios odiosos y a los padres preocupados. Nada, no funciona. Cuando vuelvo a abrirlos, Jesse me está mirando con las manos apoyadas en los reposabrazos de la silla.
Su enorme sonrisa desaparece en cuanto ve mi expresión.
—¿Qué ocurre? —pregunta, muy preocupado.
No quiero decírselo. Lo último que necesito es volver a lo que pasó ayer.
—Cuéntamelo. No más secretos.
—Vale —digo cuando se pone en cuclillas para que nuestros ojos queden a la misma altura.
Me coge la mano.
—Venga, cuéntamelo.
No quiero empezar el día a malas con la furia de Jesse.
—Matt llamó a mis padres y les ha contado que estoy viviendo con un alcohólico empedernido que le pegó una paliza —suelto lo más rápido que puedo, y me preparo para la tormenta.
Se demuda y se muerde el labio inferior. He cambiado de opinión, no quiero que Jesse le haga una cara nueva a Matt. Por la mirada que tiene, creo que lo mataría.
Espero pensativa a que sopese lo que sea que está sopesando.
—No soy alcohólico —masculla.
—Lo sé —digo con toda la convicción de que soy capaz, aunque creo que mi tono parece condescendiente.
No le gusta que lo llamen alcohólico, y ahora me pregunto si tiene razón o si está en modo negación. Parece muy enfadado. Ojalá no le hubiera dicho nada.
—Jesse, ¿cómo lo sabe? —inquiero.
Se pone de pie.
—No lo sé, Ava. Tenemos que hablar con Cathy.
¿Eso es todo? ¿No va a indagar y a averiguarlo?
—¿Por qué tenemos que hablar con Cathy? —pregunto secamente.
—Hace tiempo que no viene. Hay cosas que necesita saber. —Me tiende la mano y dejo que me ayude a levantarme.
—¿Como qué?
—No lo sé. Por eso tenemos que hablar con ella. —Me arrastra a la cocina.
Le suelto la mano.
—No. Tú tienes que hablar con ella. Es tu casa y tu asistenta —replico negando con la cabeza. Acabo de ganarme una buena.
—¡Nuestra! —Me agarra por el culo y me atrae hacia sí—. Se te da muy bien tocarme las pelotas. Lo que me recuerda —me restriega la entrepierna— que lo de antes ha sido cruel y en absoluto razonable.
Arquea una ceja.
—Te he estado esperando arriba y no has aparecido.
Se me escapa la risa.
—¿Y qué has hecho?
—¿Tú qué crees?
Me echo a reír a carcajadas al pensar en mi pobre hombre teniendo que recurrir a una paja rápida porque yo soy una cría y una calientabraguetas. Se me pasa la risa en cuanto vuelve a restregarme la entrepierna. Lo miro a los ojos. Le brillan de felicidad. Conozco su jueguecito y, estando Cathy en la cocina, sé que no va a terminar lo que empiece. Me revuelvo en sus brazos y me enderezo.
—Lo siento —digo con una sonrisa, aunque lo cierto es que no lo siento en absoluto.
Me mira mal con sus ojazos verdes. La ira ha desaparecido, gracias a Dios.
—Ya lo creo que lo vas a sentir. —Me atrapa—. No vuelvas a hacerlo.
Me da un señor morreo y se va. Me quedo mareada y desorientada.
Le lanzo una mirada asesina.
—Ve a hablar con tu asistenta —digo; se me da fatal fingir que no me afecta.
—¡Nuestra! ¡Por todos los santos, mujer! —Aprieta la mandíbula de la frustración—. ¡Eres imposible!
«¿Yo?»
—Ve a hablar con la asistenta. Necesito hacer las paces con Clive. —Lo dejo enfadarse a gusto—. Adiós, Cathy —digo al salir del ático.
Bajo tímidamente del ascensor. Ya me he ganado a Cathy, ahora tengo que recuperar al conserje. Necesito purgar mi alma. Me río por dentro. Unas míseras disculpas no van a bastar, y Clive ya está al tanto de lo de la puerta del ascensor. Debe de estar muy enfadado conmigo.
Lo pillo recogiendo el correo.
—Buenos días, Clive.
Cierra el buzón y alza la mirada. Me odia.
—Ava —contesta con cero amabilidad. Es más que formal. Está muy, muy cabreado.
—Clive, lo siento mucho.
—Me has causado muchos problemas —dice negando con la cabeza de vuelta a su mostrador—. Y no sé qué le ha pasado a la puerta del ascensor. Eres un torbellino, Ava.
¿Yo? Pongo los ojos en blanco. No voy a defenderme.
—Lo sé. ¿Cómo puedo compensarte?
Me apoyo con los codos en el mostrador y pongo mi cara más angelical.
—No me mires así, jovencita —me recrimina.
Le dedico una caída de ojos y él intenta no sonreír, pero las comisuras de los labios lo delatan. Ya casi lo tengo.
—¿Cuál es tu bebida favorita? —A los jubilados les encanta el whisky.
Levanta la vista del correo. «¡Bingo!»
—Un Glenmorangie Port Wood Finish —dice mientras se le ilumina la cara.
—Hecho —digo. Y Clive sonríe—. Y de verdad que lo siento mucho. No sé qué me pasó.
Lo sé perfectamente: Jesse Ward. Eso me pasó.
—Está olvidado. Ten, tu correo. —Me da un par de sobres.
—Gracias, Clive.
Salgo a la luz del día, me pongo las gafas y meto los sobres en el bolso. Hace un día precioso y tengo muchas ganas de pasarlo con don Imposible.
—Vas a tener que hablar con Cathy —dice Jesse saliendo del Lusso detrás de mí—. Quiere saber cuáles son nuestros platos favoritos, productos de higiene personal y no sé qué más. —Está claro que el tema lo supera.
Lo veo acercarse, con su metro noventa de puro músculo. Sonrío. Nunca me cansaré de mirarlo. Lleva los vaqueros gastados colgando de las caderas y una camiseta blanca que le marca un poco los bíceps. Lleva puestas las Wayfarer y no se ha afeitado. Está para comérselo.
—¿De qué te ríes? —pregunta la mar de contento.
—¿No te parece raro no saber esas cosas? —Mi voz es crítica, porque tengo razón. Es absurdo que ignoremos esas cosas tan básicas el uno del otro.
Me coge de la mano y sigue andando.
—¿Adónde quieres llegar?
—Pues que no sabemos nada el uno del otro. —No me lo puede negar. Es la pura verdad.
Se detiene.
—¿Cuál es tu comida favorita?
Frunzo el ceño.
—El salmón ahumado.
—Lo sabía —sonríe—. ¿Qué marca de desodorante usas?
Pongo los ojos en blanco.
—Vaseline.
Levanta la vista al cielo y suelta un falso suspiro de alivio.
—Ahora ya te conozco mucho mejor —se burla—. ¿Contenta?
Se cree muy listo. Lo que no quiere es admitir que no es normal no saber esas cosas.
—¿Vamos a ir en coche? —pregunto cuando me abre la puerta del acompañante.
—No vamos a ir andando, y no uso el transporte público. Sí: vamos a ir en coche. Además, tenemos que pasar un momento por La Mansión para comprobar que todo está listo para esta noche.
Creo que voy a disimular un gruñido. Genial, me pido la jornada libre para estar con Jesse y me arrastran a La Mansión día y noche. Me subo al coche y espero a que Jesse se siente a mi lado.
Nos dirigimos a la ciudad. El tráfico de la hora punta no parece molestar a Jesse. Oasis canta Morning glory, y Jesse la tararea mientras tamborilea con los dedos sobre el volante. Como siempre, conduce como un loco y sin la menor consideración. Éste es el Jesse que se toma las cosas con calma, ese del que me habla todo el mundo. Ante los últimos descubrimientos, siento como si me hubieran quitado un peso de encima. Sé que tiene un pasado, uno muy sórdido, pero es su pasado. Me quiere. De eso no me cabe duda.
—¿Qué? —Me pilla con una sonrisa estúpida en la cara.
—Estaba pensando en lo mucho que te quiero. —Lo digo como si nada mientras bajo un poco la ventanilla. Hace calor aquí dentro.
—Lo sé. —Me acaricia la rodilla—. ¿Adónde vamos?
Fácil.
—A Oxford Street. Todas las tiendas que me gustan están en Oxford Street.
Hace una mueca de desaprobación.
—¿Todas las tiendas?
—Sí.
Pero ¿qué le pasa?
—¿No hay una a la que vayas siempre?
¿Sólo una? ¿Cree que voy a encontrar un vestido en la primera tienda que pise?
—También quiero unos zapatos nuevos. Y puede que un bolso. No vamos a encontrarlo todo en una sola tienda.
—¡Yo sí! —Se ha quedado de piedra al saber que pretendo arrastrarlo por más de una tienda. No me imagino a Jesse comprando ropa. Los hombres lo tienen mucho más fácil que las mujeres. Si está esperando una experiencia similar, lo tiene crudo.
—¿Tú adónde sueles ir?
—A Harrods. Zoe me viste siempre. Es rápido e indoloro.
—Sí, porque pagas por un servicio —respondo, cortante.
—No hay nada mejor, y es dinero bien invertido. Son los mejores —afirma, convencido—. Además, como no vas a pagar tú los vestidos, puedo elegir cómo vamos a comprar.
—Un vestido, Jesse. Me debes un vestido —le recuerdo. Se encoge de hombros y no me hace ni caso—. Un vestido —repito.
—Muchos vestidos —dice por lo bajo.
¡No! No va a comprarme la ropa. Ya fui de compras con él una vez y casi le da un ataque de epilepsia al ver el largo del vestido. Sí, sólo compré aquel trapo tan caro para vengarme de él, pero fue porque el muy dictador pretendía decirme qué me podía poner y qué no. Quiere comprarme ropa para poder elegirla él.
—¡No vas a comprarme ropa! —digo con todo el enfado que siento.
Me mira como si tuviera dos cabezas.
—¡Ya lo creo que sí!
—Va a ser que no.
—Ava, esto no es negociable y punto. —Retira la mano de mi rodilla para cambiar de marcha.
—Cierto, no es negociable. Mi ropa me la compro yo.
Pongo la música a todo volumen para ahogar su respuesta. No voy a ceder. ¡Mi ropa me la compro yo y punto!
Oasis llena el silencio el resto del camino. Jesse se está mordiendo el labio inferior y los engranajes de la cabeza se mueven tan de prisa que casi puedo oírlos. Sonrío porque, si no estuviéramos en un lugar público, me echaría un polvo de entrar en razón ahora mismo. Como no puede ser, tiene que maquinar otra cosa para salirse con la suya.
Aparca y me mira.
—Tengo una propuesta —me dice, confiado.
Los engranajes. No me cabe duda de que el resultado de la propuesta será que él se saldrá con la suya.
—No voy a negociar contigo, y no puedes echarme un polvo de entrar en razón, ¿verdad? —digo muy segura al salir del coche.
Jesse salta del asiento y viene junto a mí. Me clava la mirada.
—¡Esa boca! Ya me debes un polvo de represalia.
—¿Perdona?
—Por tu pequeño numerito del desayuno.
Sabía que no iba a salir impune.
—Digas lo que digas, no vas a comprar mi ropa —replico, altanera. Me viene a la mente el comentario de Jesse acerca de comprar sólo vestidos. Lo decía en serio.
—Escúchame —protesta—. Mi oferta te va a gustar —sonríe. Su confianza en sí mismo ha vuelto, y me pica la curiosidad. Lo estudio un instante y sonríe aún más. Sabe que ha llamado mi atención.
—¿Qué? —pregunto. ¿Con qué va a cautivarme?
Los ojos le brillan de satisfacción.
—Si me dejas que te regale las compras —me dice poniéndome un dedo en la mandíbula para cerrarme la boca cuando ve que voy a poner peros—, te diré cuántos años tengo.
Cierra el trato con un beso.
«¿Qué?»
Lo dejo que me bese hasta dejarme sin más pegas, ahí, en mitad de las aceras de Londres. Una vez más, estoy poseída por este hombre que me pone un dedo encima y me deja inconsciente. Gime en mi boca, se separa y me coge en brazos.
—Ya sé cuántos años tienes —digo pegada a sus labios.
Se aparta un poco y me mira fijamente.
—¿Estás segura?
La mandíbula me llega al suelo.
—¡Me mentiste!
¿No tiene treinta y siete años? ¿Cuántos tiene, entonces? ¿Más?
—Dímelo —exijo, muy seria.
—No. Primero las compras y luego las confesiones. De lo contrario, puede que te rajes. Sé que las chicas guapas juegan sucio. —Sonríe y me deja en el suelo.
—¡No! —Es obvio que voy a jugar sucio—. ¡No me puedo creer que me mintieras!
Me lanza una mirada inquisitiva.
—No me puedo creer que me esposaras a la cama.
Ya. Yo tampoco, pero parece que todo el esfuerzo fue inútil. Me coge de la mano y cruzamos la calle en dirección a la tienda.