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La estrella vespertina

Moraine se permitió esbozar una sonrisa cuando los amigos de Lan salieron a galope en pos de él. Si quería perderla de vista tan pronto, entonces es que le había causado alguna impresión. Que fuera otra más profunda tendría que esperar. Así que pensaba que debía evitar las zonas conflictivas de Chachin, ¿verdad? Tendría que haberle servido de algo ver cómo se había ocupado de esos bandidos.

Apartó al hombre de su mente y se fue derecha a buscar esas zonas conflictivas. Cuando a Siuan y a ella las habían dejado hacer una excursión por Tar Valon siendo Aceptadas, las salas comunes que a Siuan le gustaba frecuentar estaban siempre en ese tipo de barrios. La comida y la bebida eran baratas y no parecía probable que las frecuentaran Aes Sedai que sin duda habrían desaprobado que unas Aceptadas tomaran una copa de vino en semejantes sitios. Además, Siuan decía que se sentía más a gusto en esas posadas que en los establecimientos de más calidad en los que Moraine habría preferido comer. Más aún, con lo agarrada que era Siuan, debía de haber buscado una habitación en la posada más barata que hubiera encontrado.

Moraine cabalgó por las abarrotadas calles comprendidas dentro de la primera muralla, hasta llegar a un lugar en el que no se veían sillas de manos ni músicos callejeros, y donde los escasos vendedores ambulantes no sólo no tenían clientela sino que, a juzgar por el gesto del semblante, tampoco esperaban tenerla pronto. Los edificios de piedra que flanqueaban la calleja tenían un aspecto destartalado que disimulaban los coloridos tejados, con pintura resquebrajada en las puertas, los postigos de ventana sin pintar y ventanas sucias con cristales rotos. Niños andrajosos corrían, jugaban y reían, pero los niños jugaban y reían hasta en los entornos más sucios. Tenderos con garrotes vigilaban sus mercancías expuestas en mesas delante de los establecimientos y observaban a los viandantes como si los consideraran a todos capaces de robarles. Puede que tuvieran razón respecto a algunos de esos tipos, que caminaban deprisa, gacha la cabeza, con sus ropas de paño desgastadas y remendadas, o que por el contrario galleaban y lanzaban miradas desafiantes. Una mujer pobre podría caer en la tentación de robar cuando no tenía nada. La capa forrada de piel de Moraine y el traje de montar de seda atraían miradas furtivas, como también Flecha. No había ningún otro caballo en la calle.

Cuando desmontó delante de la primera posada que encontró, un sitio de aspecto polvoriento llamado El Ganso Encrespado, un perro con las costillas marcadas le gruñó, erizado el pelo del lomo, hasta que le propinó un golpe con un fino flujo de Aire que lo hizo salir disparado y soltando gemidos calle abajo. Más preocupante era la mujer joven y alta que llevaba un vestido muy zurcido y con el color rojo original desvaído en parches de distintos tonos. Fingía buscar una china en el zapato, pero miraba de reojo a Flecha; una mirada codiciosa. Allí no había anillas ni postes donde atar las monturas, así que Moraine dejó sueltas las riendas, con lo que Flecha sabría que no debía moverse, y tejió trabas con Aire en las patas delanteras de la yegua, así como una salvaguardia a su alrededor que le advertiría si alguien intentaba mover al animal. Ese último tejido lo mantuvo en vez de atarlo.

La oscura sala común de El Ganso Encrespado confirmaba la impresión que daba la fachada. El suelo aparecía cubierto de lo que tal vez hubiera sido serrín en algún momento, pero que ahora parecía barro espeso. Apestaba a humo añejo de tabaco y a cerveza agria, así como a algo que se estaba chamuscando en la cocina. Los parroquianos sentados a las pequeñas mesas se inclinaban sobre sus jarras; hombres de rostros duros vestidos con ropas toscas alzaron la cabeza sorprendidos al verla entrar. El posadero, que vestía una sucia chaqueta verde, resultó ser un tipo delgado, de tez curtida y un gesto equívoco y ladino en la alargada cara, de apariencia tan villana como cualquiera de los bandidos que los habían asaltado en la calzada.

—¿Tenéis alojada a una mujer joven teariana? —preguntó—. Una teariana de ojos azules.

—Este lugar no es para gente como vos, milady —murmuró al tiempo que se frotaba la mejilla, con barba de varios días, con la nervuda mano. El gesto cambió de sitio la mugre—. Venid, os mostraré algo más apropiado.

Echó a andar hacia la puerta, pero Moraine lo agarró por la manga. Ligeramente. Algunas manchas de la chaqueta parecían pegotes de comida reseca y ahora, al tenerlo más cerca, el tipo olía como si no se hubiese aseado hacía semanas.

—La mujer teariana.

—No he visto nunca una teariana de ojos azules. Por favor, milady, conozco una buena posada, un sitio estupendo que está a sólo dos calles de aquí.

La salvaguardia que había puesto a Flecha le cosquilleó en la piel.

—No, gracias —le dijo al posadero, y salió deprisa.

La mujer del vestido rojo desvaído intentaba llevarse a Flecha tirando de las riendas, y su frustración aumentaba a cada minúsculo paso de la yegua.

—Yo que tú renunciaría a esa idea —dijo Moraine en voz alta—. El castigo por robo de caballos es la flagelación si el animal se recupera, y algo peor en caso contrario. —A todas las Aceptadas se les exigía conocer las leyes más comunes de las distintas naciones.

La mujer joven se volvió velozmente, boquiabierta. Por lo visto había creído que dispondría de más tiempo antes de que Moraine saliera. Sin embargo, se recuperó enseguida de su sorpresa; irguió la espalda y posó la mano en el largo cuchillo que llevaba al cinto.

—Supongo que pensáis que podéis obligarme a hacerlo —dijo con menosprecio mientras miraba a Moraine de arriba abajo.

Habría sido un placer despedir a la mujer con unos cuantos verdugones en la espalda, pero así habría revelado quién era. Algunos viandantes, hombres, mujeres y niños, se habían parado a mirar aunque no para intervenir, sino sólo para ver en qué acababa aquello.

—Lo haré si es preciso —repuso Moraine sosegada, fríamente.

La mujer joven frunció el entrecejo, se lamió los labios y toqueteó la empuñadura del cuchillo. Inopinadamente soltó las riendas de Flecha con rabia.

—¡Quedáosla, pues! La verdad es que no merece la pena robarla. —Le dio la espalda y se alejó calle adelante lanzando miradas desafiantes en todas direcciones.

El genio de Moraine se impuso, y la joven encauzó Aire y golpeó a la mujer en el trasero con fuerza. Con mucha fuerza. La mujer soltó un chillido y pegó un salto de casi dos palmos en el aire. Asió la empuñadura del cuchillo y giró sobre sus talones velozmente, ceñuda, buscando a la persona que la había golpeado, pero no había nadie a menos de dos pasos de ella y la gente la miraba con extrañeza. Reanudó la marcha mientras se frotaba la zona dolorida con las dos manos.

Moraine asintió con un leve cabeceo de satisfacción. Puede que en el futuro la ladrona de caballos en ciernes lo pensara mejor antes de insultar al caballo de otra mujer. Pero su satisfacción no duró mucho.

En la segunda posada de la calle, El Cerdo Ciego, una mujer carirredonda y algo bizca, con un delantal largo que quizás en tiempos había sido blanco, cacareó socarronamente que no tenía tearianas en su posada. Cada palabra que pronunciaba iba acompañada con una risa estridente.

—Mejor será que te vayas, muchacha —dijo también—. Mi clientela se merendará un bocadito tierno como tú si no sales disparada enseguida. —Echó la cabeza hacia atrás y estalló en una carcajada que corearon los parroquianos.

En El Céntimo de Plata, la última posada de la calle, la posadera era una guapa mujer de mediana edad, no demasiado alta, con una sonrisa alegre y un lustroso cabello negro tejido en una gruesa trenza que empezaba en la coronilla. Y, quién lo habría imaginado, el vestido de paño marrón de Nedare Satarov estaba limpio y era de buen corte, y el suelo de la sala común se hallaba recién barrido. Sus clientes eran hombres de semblante duro y mujeres de mirada igualmente dura, pero los olores que salían de la cocina prometían una comida pasable.

—Pues sí, milady —contestó—. Tengo hospedada a una mujer teariana de esa descripción. Acaba de salir hace un momento. ¿Por qué no os sentáis y tomáis un poco de buen vino con especias mientras la esperáis? —Le tendió una jarra de madera que llevaba cuando se acercó a Moraine. De la jarra salía el olor dulce de especias recientes.

—Gracias. —Moraine respondió a la sonrisa de la mujer con otra complacida. Qué suerte haber encontrado a Siuan tan pronto. Pero de repente interrumpió el gesto de tender la mano antes de asir la jarra. Algo había alterado la expresión de la señora Satarov. Sólo un ápice, pero ahora tenía un aire expectante. Además, ya llevaba la jarra cuando había salido a recibirla. Moraine no había visto rastro de vino en las primeras dos posadas. En esta zona de la ciudad nadie podía permitirse el lujo de tomar vino. Las especias podían disimular otros sabores.

Abrazó la Fuente, urdió con Energía uno de los tejidos secretos del Azul y tocó con él a la posadera. El atisbo de expectación dio paso a una clara inquietud.

—¿Estáis segura de que esa joven encaja exactamente con la descripción? —preguntó, y apretó levemente el tejido. En la frente de la señora Saratov aparecieron gotitas de sudor—. ¿Absolutamente segura? —Otro poco de presión, y en los ojos de la mujer hubo un asomo de temor.

—Pensándolo bien, no tiene los ojos azules. Y… Se marchó esta mañana, ahora que lo pienso.

—¿A cuántas visitas incautas les habéis servido vino? —inquirió Moraine con voz glacial—. ¿A cuántas mujeres? ¿Las dejáis vivir o simplemente quedan en tal estado que desearían estar muertas?

—Yo… No sé de qué habláis. Si me disculpáis…

—Bebed —ordenó Moraine, que apretó el tejido justo para hacerla rozar el pánico. Temblorosa, la señora Satarov no fue capaz de apartar los ojos de los de Moraine—. Bebéoslo todo.

Sin dejar de mirarla a los ojos, la mujer se llevó la jarra a los labios con gesto vacilante y la garganta se contrajo de forma convulsiva mientras tragaba. De pronto abrió los ojos de par en par al darse cuenta de lo que hacía y, con un grito, arrojó lejos la jarra en medio de una rociada de vino. Moraine soltó el tejido, pero no por ello menguó el miedo de la señora Satarov. El semblante de la mujer estaba crispado con una mueca de terror cuando recorrió con la mirada la sala común. Después se levantó las faldas por encima de las rodillas y corrió hacia la cocina o tal vez hacia la escalera que había al fondo de la sala, pero al cabo de tres pasos empezó a tambalearse, y después de otros tres se desplomó en el suelo como si los huesos se le hubiesen derretido; las piernas le quedaron al aire hasta el muslo. Llevaba medias de seda. Esa mujer había sacado un considerable beneficio de su vil comercio. Agitó los brazos como si quisiera arrastrarse, pero carecía de fuerzas.

Algunos hombres y mujeres de las mesas contemplaban a Moraine con estupefacción, quizás asombrados de que no fuera ella la que yacía en el suelo, pero la mayoría parecía observar atentamente los fútiles esfuerzos de la señora Satarov para arrastrarse. Un hombre nervudo con una larga cicatriz en la cara esbozó una lenta sonrisa que no se reflejó en sus ojos. Un tipo fornido, con hombros de herrero, se lamió los labios. De dos en dos o de tres en tres, las mujeres empezaron a salir a toda prisa a la calle, muchas esquivando a Moraine cuando pasaban a su lado. También algunos de los hombres se marcharon. Moraine se unió al éxodo sin mirar atrás. En ocasiones, la justicia llegaba por otros cauces que leyes o espadas.

El resto del día transcurrió igual, buscando los barrios dispersos donde las ropas de la gente estaban desgastadas y zurcidas y todo el mundo iba a pie. En Chachin con sólo recorrer cinco calles se podía pasar de las casas y tiendas de artesanos que al menos eran moderadamente prósperos a una pobreza mezquina y sucia, y a la inversa. Los gobernantes —si eran buenos y decentes— intentaban siempre hacer algo con quienes pasaban necesidades, y Moraine había oído que a Ethenielle se la consideraba generosa, pero aun así parecía que cuando a un hombre se lo sacaba de la penuria había otro que caía en ella. Por injusto que eso fuera, el mundo funcionaba así. La frustración era otra de las causas por las que había querido eludir el Trono del Sol.

Preguntó en salas comunes en las que resonaban gritos ebrios y risas y en otras lúgubres donde los hombres y las mujeres sentados a las mesas sólo parecían querer ahogar sus problemas en la bebida, pero nadie admitió haber visto a una joven teariana de ojos azules. En otras tres ocasiones le ofrecieron vino en circunstancias sospechosas, pero no repitió lo que le había hecho a la señora Satarov. Y no por falta de ganas, pero se correría la voz de un hecho así. Una vez podía desestimarse como un simple rumor, pero cuatro veces daría que hablar. Cualquier Azul que lo oyera sin duda sospecharía que había otra Azul en la ciudad. No le gustaba la idea de que una Azul pudiera ser Negra realmente, pero cualquier hermana podría serlo y Moraine necesitaba permanecer en el anonimato todo el tiempo posible.

En dos ocasiones la atacaron hombres en parejas que agarraron las riendas de Flecha e intentaron desmontarla de un tirón. De haber sido más de dos, posiblemente habría tenido que revelar su condición, pero el tejido que inducía temor, ejecutado al máximo de potencia, los hizo salir disparados entre la multitud, presas de un pánico ciego. La gente miró sorprendida a los hombres que corrían, sin duda preguntándose por qué unos tipos fuertes que intentaban robar un caballo de repente salían huyendo, pero a menos que entre la multitud hubiese una espontánea nadie lo entendería. Hubo como mínimo otros siete intentos de robarle a Flecha mientras ella se encontraba dentro de una posada. En una ocasión era una cuadrilla de críos a los que espantó con un grito; otra vez, seis muchachos que creyeron que podían pasar de ella hasta que los hizo salir corriendo calle abajo en medio de chillidos y brincos, acosados por un aluvión de varazos tejidos con Aire. No es que Chachin fuera una ciudad más anárquica que otras, pero Moraine estaba en zonas en las que la ropa de seda, una capa forrada de piel y un buen caballo la señalaban como víctima propicia a la que desplumar. Si hubiese perdido a Flecha allí, un magistrado seguramente le habría dicho que era culpa suya. Lo único que podía hacer era apretar los dientes y seguir adelante. La fría luz diurna empezó a menguar hacia otra noche gélida.

Conducía por las riendas a Flecha entre las sombras que se alargaban, atenta a la oscuridad que se movía sospechosamente en un callejón y pensando que tendría que dejarlo hasta el día siguiente, cuando Siuan llegó por detrás a paso vivo.

—Pensaba que buscarías aquí cuando llegaras —dijo al tiempo que la tomaba por el codo para que apretara el paso. Llevaba el mismo traje de montar de paño azul. Moraine dudaba de que se hubiese planteado siquiera gastarse en otro parte del dinero que le había dado—. He estado recorriendo estas zonas buscándote. Resguardémonos antes de que nos congelemos. —Siuan miró también las sombras del callejón y toqueteó el cuchillo del cinturón con gesto ausente, como si con el Poder no pudiera ocuparse hasta de diez. Bueno, no podría utilizarlo sin descubrir lo que era. Quizá lo mejor sería apretar el paso—. No es un barrio para ti, Moraine. Hay tipos por aquí que se te zamparían para cenar antes de que te dieras cuenta de que estabas en la olla. ¿Te ríes o es que te has atragantado?

—Las dos cosas —contestó Moraine con dificultad. ¿Cuántas veces había oído ese día distintas variantes de convertirse en algo comestible si no andaba con cuidado? No pudo evitar pararse y abrazar a su amiga—. Oh, Siuan, cómo me alegro de verte. ¿Dónde te albergas? Seguramente en algún sitio que sirve pescado. ¿Puedo esperar cuando menos que las camas no tengan chinches y piojos?

—Quizá no es la clase de sitio a la que estás acostumbrada, pero un buen techo que te resguarde de la lluvia es todo cuanto se necesita. Y no hay hermanas allí, así que puedes cazar a placer chinches y piojos. Pero más vale que nos demos prisa si queremos llegar a la posada antes de que se haga de noche.

Moraine suspiró. Y se dio prisa. No era aconsejable estar fuera después de caer la noche por los sitios que gozaban del favor de Siuan.

Resultó que Siuan tenía una habitación en una posada muy respetable llamada La Estrella Vespertina, un edificio de piedra con tres pisos que albergaba mercaderes de categoría media, en especial mujeres que no querían aguantar bullicio ni gente grosera en la especiosa sala común. Un par de tipos forzudos, recostados en las columnas pintadas de azul mientras vigilaban la puerta principal, se ocupaban de que no se diera nada de eso. Muchas de las mesas estaban ocupadas por mujeres, la mayor parte vestía ropas de paño, bien cortadas pero sencillas, sin más joyas que algún broche o unos pendientes; dos llevaban las cadenas del gremio de mercaderes kandoreses cruzadas sobre el pecho, aunque también había tres con llamativos vestidos domani y collares de oro cubriéndoles el cuello entero, que discutían acaloradamente de algo en voz baja. Una mujer canosa tocaba una melodía alegre, pulsando con los macillos las cuerdas de un salterio, y de la cocina salía el aroma a cordero asado, no a pescado.

La posadera, Ailene Tolvina, era una mujer delgada con aspecto de aguantar pocas tonterías; llevaba un vestido gris bordado en los hombros con unas cuantas flores azules salpicadas. No disponía de habitaciones libres, pero no puso objeciones a que Moraine se instalara con Siuan.

—Siempre y cuando se pague un extra al ser dos —añadió al tiempo que alargaba la mano. No bastaban las sedas ni las pieles para recibir reverencias de la señora Tolvina.

—Así que puedo cazar a placer chinches y piojos, ¿verdad? —dijo Moraine mientras colgaba la capa en una percha del pequeño cuarto de Siuan, situado en el último piso. Al menos estaba caliente con la estufa construida debajo de una cama no muy ancha y arreglada. Siuan nunca era desordenada—. Me sorprende que te alojes aquí. —El «extra» había sido un céntimo de plata, lo que significaba que su amiga debía de pagar dos.

—Antes tendrás que llamar a las chinches. ¿Por qué te sorprende? —Siuan se había sentado en la cama, cruzada de piernas, y casi botaba sobre el colchón. Parecía haber cobrado ímpetu desde que Moraine la había visto en Canluum. Tener una meta era algo que a Siuan la hacía bullir de entusiasmo siempre.

Moraine no contestó la pregunta. Iban a compartir esa cama y Siuan conocía exactamente los puntos donde las cosquillas podían dejarla desmadejada de risa y suplicándole que parara.

—¿Qué has descubierto?

—Mucho y nada. He pasado unos malos días, te advierto. Ese caballo estúpido casi me molió hasta llegar aquí. El Creador hizo a las personas para que caminaran o fueran en barca, no para rebotar sobre una silla de aquí para allá. Supongo que la tal Sahera no era la que buscamos o estarías saltando como un sábalo en primavera. Encontré a Inés Demain casi de inmediato, pero no puedo llegar hasta ella. Ha enviudado recientemente, pero desde luego tuvo un hijo. Lo llamó Rahien porque vio surgir el alba sobre el Monte del Dragón. Es comidilla del lugar. Todo el mundo piensa que es una razón absurda para ponerle nombre a un niño.

Moraine refrenó una momentánea emoción. Ver amanecer por encima de la montaña no significaba que el niño hubiese nacido en ella. No había ninguna silla ni banqueta, ni espacio para tener una, así que se sentó a los pies de la cama, con los brazos alrededor de las rodillas.

—Si has encontrado a Inés y a su hijo, Siuan, ¿por qué no puedes llegar hasta ella?

—Porque está en el puñetero palacio de Aesdaishar, ni más ni menos. —Siuan habría accedido fácilmente como Aes Sedai; pero, si no, la única posibilidad era que el palacio contratara criadas. El palacio de Aesdaishar.

—Nos ocuparemos de eso por la mañana —suspiró Moraine. Significaba correr riesgos, pero había que hacer unas preguntas a lady Inés. Ninguna de las mujeres visitadas por Moraine había llegado a ver el Monte del Dragón cuando su hijo nacía—. ¿Alguna señal del… Ajah Negro? —Tenía que acostumbrarse a decir ese nombre.

Siuan bajó la vista, fruncido el entrecejo, y se toqueteó la falda dividida.

—Ésta es una ciudad extraña, Moraine —contestó al cabo—. Lámparas en las calles y mujeres que combaten en duelo, aunque lo nieguen, y corren más chismes de los que diez hombres hartos de cerveza podrían vomitar. Algunos son interesantes. —Se echó hacia adelante para poner una mano en la rodilla de Moraine—. Todo el mundo habla de un joven herrero que murió con la espalda rota hace un par de noches. Nadie esperaba gran cosa de él, pero durante el último mes más o menos se había convertido en un gran orador. Convenció a su gremio para reunir dinero destinado a los pobres que habían llegado a la ciudad huyendo de los bandidos, gente que no estaba relacionada con ningún gremio ni casa.

—En nombre de la Luz, Siuan, ¿qué demonios…?

—Calla y escucha, Moraine. Reunió un montón de plata y al parecer iba de camino a la casa gremial para entregar seis u ocho bolsas de dinero cuando lo mataron. El muy necio lo llevaba solo. El asunto es que no faltaba ni una moneda, Moraine. Y él no tenía una sola marca en el cuerpo, aparte de la espalda rota.

Se miraron largamente en silencio y después Moraine meneó la cabeza.

—No veo qué conexión puede haber entre eso y Meilyn o Tamra. ¿Un herrero? Siuan, acabaremos volviéndonos locas si creemos ver hermanas Negras por todas partes.

—Y es posible que acabemos muertas si creemos que no las hay —repuso Siuan—. En fin, a lo mejor podemos ser cazones en la red en lugar de bagres. Pero no olvides que los cazones acaban también en las lonjas de pescado. ¿Qué se te ha ocurrido para nuestra lady Inés?

Moraine se lo explicó. A Siuan no le gustó, y esta vez le costó casi toda la noche hacerla entrar en razón. A decir verdad, Moraine casi deseaba que su amiga le quitara la idea de la cabeza para así intentar otra cosa. Pero lady Inés había visto nacer el alba por encima del Monte del Dragón. Por lo menos, la consejera Aes Sedai de Ethenielle estaba con ella de viaje por el sur.