Desayuno en Manala
Podéis llamarme lady Alys —les dijo la pequeña y extraña mujer cuando al amanecer se incorporó adormilada de las mantas mientras sofocaba los bostezos con la mano.
Por lo visto no estaba acostumbrada a dormir en el suelo. A Lan no le cabía duda de que había estado despierta cada vez que él empezaba un turno de guardia. La gente respiraba de forma diferente si estaba dormida o despierta. En fin, las mujeres que vestían con sedas rara vez tenían que soportar incomodidades y privaciones.
Dudaba de que ése fuera su nombre, y que el anillo de la Gran Serpiente que enseñó fuera de verdad, sobre todo después de que volvió a guardarlo en la escarcela y dijo que nadie debía saber que era Aes Sedai, ni siquiera otras hermanas. Era cierto que a menudo las Aes Sedai fingían ser mujeres corrientes y lo conseguían con quienes no sabían reconocer el rostro de una hermana; y, sí, era verdad que en una ocasión había coincidido con una Aes Sedai que todavía no tenía el aspecto intemporal, pero todas ellas ejercitaban la serenidad hasta extremos exagerados. ¡Oh, sí!, se enfadaban, pero con una cólera fría. Había visto el rostro de «Alys» a la luz de la luna cuando el agua dejó de caer, aunque no se había dado cuenta de qué era hasta después. Tenía esa expresión de regocijo infantil cuando se ha hecho una trastada y también la infantil decepción porque la broma no había funcionado como quería. Las Aes Sedai eran muchas cosas, tan enrevesadas como para que otras mujeres parecieran simples en comparación, pero jamás eran infantiles.
Cuando la vieron detrás de ellos la primera vez, dejando atrás las caravanas de mercaderes y la protección de sus guardias, Bukama sugirió una razón para que una mujer sola siguiera a tres hombres: si seis espadachines no habían sido capaces de matar a un hombre a la luz del día, quizás una mujer podría conseguirlo de noche. Bukama no había mencionado a Edeyn, naturalmente. A decir verdad, era obvio que no podía tratarse de eso, o a esas alturas ya estaría muerto, pero Edeyn sí sería capaz de mandar a una mujer a vigilarlo creyendo que así no estaría tan alerta. Sólo un necio consideraba menos peligrosa a una mujer que a un hombre, pero a menudo ellas parecían creer que los hombres eran tontos en lo concerniente a las mujeres.
Por la noche, y a despecho de sus anteriores recelos, Bukama había expresado su descontento por la negativa de Lan a hacer la promesa debida a la mujer, aunque la hecha por él bastaba para atarlos a esa «lady Alys» hasta Chachin. Además, les había dado dinero, pero su intención no había sido ofensiva. Esa mañana, Bukama rezongó mientras ensillaba su castrado negro, un caballo que según él no tenía ni punto de comparación con Venablo de Sol. Lo que era exagerar un poco, aun tratándose de Bukama. El corcel negro no estaba entrenado aún como caballo de batalla, pero era un gran animal, de excelente planta y galope rápido.
—Ni que sea Aes Sedai ni que no, un hombre decente ha de guardar ciertas normas de cortesía —rezongó mientras ajustaba la cincha delantera—. Es una simple cuestión de decencia.
—Déjalo ya, Bukama —le dijo en voz baja Lan, pero su amigo no hizo caso, desde luego.
—Es una falta de respeto hacia ella, Lan, y una vergüenza por tu parte. Un hombre honorable protege a quienquiera que necesite protección, pero a los niños ante todo y a las mujeres por encima de los hombres. Prométele protección por tu propio honor.
Lan suspiró. Seguramente Bukama seguiría con el mismo tema todo el camino hasta Chachin. Debería entender su postura. Si esa mujer era realmente Aes Sedai, no quería más ataduras que lo ligaran a ella. Si era Aes Sedai podía andar a la caza de un Guardián. Si…
Ryne sólo esperó a que la mujer acabara de cepillarse el cabello, lo que hizo sentada sobre la alforja en el suelo, antes de dedicarle una florida reverencia que hizo tintinear las campanillas.
—Una hermosa mañana, milady —dijo—, aunque no hay amanecer que pueda compararse en belleza con los oscuros y profundos estanques de vuestros ojos. —Y entonces se inclinó y la miró atentamente para ver si se sentía ofendida—. Eh… ¿Me permitís que ensille vuestra yegua, milady? —Tan tímido como un sollastre en la sala de recibir visitas.
—Vaya, gracias —sonrió ella, y mostró una cálida sonrisa—. Es una gentil oferta, Ryne.
Fue con él a ensillar su montura o, más bien, a coquetear, por lo visto. Se quedó muy cerca de Ryne mientras éste trabajaba, mirándolo con esos grandes ojos que él parecía admirar, y a lo que quiera que dijese ella, Lan oyó responder a Ryne en un murmullo sobre su «piel como nieve sedosa», cosa que a la mujer la hizo reír con deleite.
Lan meneó la cabeza. Entendía lo que atraía a Ryne. La mujer tenía una cara preciosa y, aunque se comportara de un modo infantil, su cuerpo esbelto, embutido en seda azul, no era el de una niña. Pero Ryne tenía razón: él había visto a una cairhienina desnuda; a más de una. Y todas habían intentado involucrarlo en una intriga o en dos o en tres. Durante diez días particularmente memorables en el sur de Cairhien, habían estado a punto de matarlo seis veces y casi se había casado dos. Una Aes Sedai, si lo era realmente, ¿y cairhienina por si fuera poco? No podía haber peor combinación.
Curiosamente, la mujer no protestó por emprender la marcha sin haber desayunado nada, pero cuando llegaron a Manala, un pueblo importante situado a menos de una hora de marcha calzada adelante, ordenó hacer un alto. Y era una orden, sin lugar a dudas.
—Una comida caliente en este momento hará más fácil la jornada de viaje —manifestó con firmeza, sentada muy tiesa en la silla y con una mirada desafiante a los tres. Eso sí era acorde con una Aes Sedai; aunque, bien pensado, era propio de casi cualquier mujer—. Deseo llegar a Chachin lo antes posible y no quiero que os caigáis redondos de hambre en un absurdo intento de demostrarme lo duros que sois. —Sólo Ryne la miró a los ojos directamente, con una sonrisa incómoda. Aún no había decidido si estaba entontecido o asustado.
—Teníamos planeado hacer un breve alto para tomar algo, milady —dijo Bukama, que bajó los ojos en señal de respeto. No añadió que habrían cenado allí la noche anterior y habrían dormido en camas de no ser por ella. Si los hubiese seguido a Manala no habría significado nada extraño; que hubiera ido en pos de Lan por el bosque quería decir que sentía interés por ellos o por sus planes.
Manala, un conjunto en expansión de casas de piedra con tejas rojas o verdes, no distaba mucho de alcanzar categoría de ciudad, con más de veinte calles que se entrecruzaban sobre un par de cerros bajos. En la vaguada que se extendía entre los dos cerros, cuatro posadas daban a un gran prado, a lo largo de la calzada. En ellas, los hombres de dos grandes caravanas de mercaderes que se dirigían hacia el este enganchaban de mala gana los tiros de caballos bajo la vigilante mirada de los comerciantes montados. Otra caravana de unas treinta carretas ya avanzaba pesadamente hacia el oeste, y algunos de los guardias de la escolta echaban ojeadas hacia atrás en lugar de estar atentos a la calzada, como era su deber. En Manala ya habían dado comienzo las fiestas de Bel Tine.
Aún no se había llegado a las competiciones de habilidad, fuerza y velocidad, pero parejas recién casadas danzaban alrededor de la Viga de Primavera que se alzaba en el centro del prado; los pies se movían con ligereza, pero los cuerpos se mantenían muy derechos mientras entrelazaban cintas de vivos colores alrededor del poste de tres metros y medio de altura, en tanto que adultos de más edad y los solteros bailaban a un ritmo más animado con la música de violines, flautas y tambores de media docena de tamaños. Todo el mundo lucía sus mejores galas, las mujeres blusas claras con complejos bordados. Abarrotaban el amplio espacio abierto, y eso que no estaba toda la población de Manala. Un continuo goteo de gente ascendía por las colinas, hombres y mujeres de camino a sus ocupaciones, mientras que otro igualmente continuo descendía, a menudo con bandejas de comida para las largas mesas instaladas al otro extremo del prado. Era una estampa alegre. Los niños, con las caras manchadas de miel las más de las veces, reían mientras corrían y jugaban por todo el prado, y algunos de los críos mayores alimentaban de vez en cuando las pequeñas hogueras de Bel Tine, encendidas en las cuatro esquinas del prado. Lan no estaba seguro de cuántos creían realmente que saltar esas hogueras bajas haría desaparecer la mala suerte acumulada desde el anterior Bel Tine, pero él sí creía en la suerte. En la buena y en la mala. En La Llaga, que uno viviera o muriera dependía de la suerte tan a menudo como dependía de la destreza o de la falta de ella.
En un fuerte contraste con la algazara que reinaba en el prado, al lado de la calzada se alzaban seis estacas en las que había clavadas grandes cabezas de trollocs, unas con hocicos de lobo, otras con cuernos de carnero, otras con picos de águila y todas con unos ojos demasiado humanos. No parecían llevar clavadas más de dos o tres días, aunque el tiempo todavía era bastante fresco para retrasar la descomposición y demasiado frío para que hubiese moscas. Ésa era la razón de que los hombres que bailaban llevaran una espada, y las mujeres, cuchillos largos en el cinto. Pero no olía a madera quemada, de modo que había sido una incursión pequeña y sin éxito.
«Lady Alys» detuvo a su yegua junto a las estacas y las contempló fijamente, aunque no con sorpresa ni con miedo o repulsión. Su rostro era una máscara perfecta de calma, y durante un instante Lan casi creyó que era una verdadera Aes Sedai.
—Odiaría tener que enfrentarme a esas criaturas armada únicamente con una espada —murmuró—. Hay que tener mucho valor para hacerlo.
—¿Os habéis enfrentado a trollocs? —preguntó Lan, sorprendido, en tanto que Ryne y Bukama intercambiaban una mirada atónita.
—Sí. —La mujer torció levemente el gesto, como si la respuesta se le hubiese escapado sin querer.
—¿Dónde, si se me permite preguntarlo? —inquirió Lan.
Había pocos sureños que hubieran visto un trolloc en su vida; algunos los tenían por personajes de cuento para asustar a los niños. Alys lo miró fríamente. Muy fríamente.
—A los Engendros de la Sombra se los puede encontrar en sitios que jamás os imaginaríais, maese Lan. Elegid una posada, Ryne —añadió con una sonrisa.
Por lo visto esa mujer pensaba que tenía el mando y, a juzgar por el modo en que Ryne corrió a obedecer, así era. La Espada del Labrador tenía dos pisos de piedra con el tejado rojo, y las ventanas de la planta baja más parecían aspilleras; encima de una puerta de gruesos tablones colgaba con la punta hacia abajo una espada de empuñadura larga, del tipo que llevaban los granjeros en los arados. Teniendo La Llaga tan cerca, las posadas hacían las veces de puestos de defensa contra los ataques de trollocs, al igual que muchas casas. La posadera, una mujer fornida y canosa que lucía una blusa con bordados de flores rojas y azules y pantalones amplios de los mismos colores, se acercó desde el prado al ver que ataban los caballos a las argollas instaladas delante de la posada. A la señora Tomichi parecía inquietarla que dos malkieri pararan en su posada, pero se le alegró el semblante cuando Alys empezó a impartir órdenes para que les preparara el desayuno.
—Como ordenéis, milady —murmuró la posadera carirredonda, que hizo una profunda reverencia. La cairhienina no había dicho su nombre, pero sus modales y su vestido indicaban a una noble—. ¿Querréis habitaciones para vos y para vuestros criados?
—No, gracias —contestó Alys—. Tengo intención de proseguir viaje enseguida.
Ryne no se ofendió porque lo llamaran criado y aceptó el término con tanta naturalidad como Alys, pero el ceño perpetuo de Bukama se hizo más pronunciado. No dijo nada, claro está, y quizá no lo dijera nunca debido a su promesa. Lan decidió que tendría una tranquila charla con Alys cuando se presentara la ocasión. Los insultos que un hombre era capaz de tragarse en silencio tenían un límite.
Los otros hombres y él encargaron pan moreno y té fuerte, además de cuencos de gachas con tiras de jamón. Alys no los invitó a compartir su mesa en la gran sala común, así que tomaron asiento en otra. Había muchas donde elegir, dado que aparte de ellos y de la señora Tomichi no había nadie más. La posadera les sirvió personalmente mientras explicaba que no quería hacer que nadie dejara la fiesta. De hecho, cuando hubo cobrado el servicio, regresó al prado.
Aprovechando que estaban solos, Lan y los otros hablaron de la pequeña mujer que se les había unido. O, más bien, discutieron sobre ella, bien que en voz baja para que no se los oyera. Totalmente convencido de que Alys era Aes Sedai, Ryne recomendó no hacerle preguntas. Con las Aes Sedai podía ser peligroso preguntar, además de que las respuestas podían no ser agradables. Bukama insistía en que tenían que saber qué quería de ellos, sobre todo si era Aes Sedai. Enredarse en algún plan desconocido de una Aes Sedai era pisar terreno resbaladizo. En casos así, un hombre podía hacerse enemigos sin saberlo o ser sacrificado inopinadamente para favorecer sus objetivos. Lan se abstuvo de mencionar que había sido Bukama quien les había hecho meter el pie en el lazo de esa trampa. Por su parte, le resultaba imposible creer que fuera una hermana. Pensaba que era una espontánea encargada de vigilarlo… por Edeyn, aunque no mencionó su nombre. A buen seguro, Edeyn tenía informadores a todo lo largo de las Tierras Fronterizas. Quizá fuera demasiada coincidencia que tuviera apostada una espontánea esperándolo en Canluum, pero también habían aparecido esos seis hombres y no se le ocurría nadie más que pudiera haberlos enviado.
—Pues yo insisto en que… —empezó Bukama, que intercaló un juramento—. ¿Dónde demonios ha ido?
En la mesa a la que se había sentado Alys estaba el cuenco vacío, pero de la mujer no había ni rastro. En contra de su voluntad, Lan enarcó las cejas en un gesto de admiración. No había oído el menor ruido que indicara su marcha.
Ryne retiró ruidosamente el banco en el que estaba sentado y corrió hacia una de las aspilleras para asomarse.
—Su montura sigue ahí. A lo mejor ha ido al excusado. —Lan se encogió para sus adentros por el vulgar comentario. Había cosas que se mencionaban y cosas que no. Ryne se toqueteó una de las trenzas y después se propinó un seco tirón que hizo tintinear las campanillas—. Propongo que le dejemos sus monedas de plata y nos vayamos antes de que regrese.
—Vete si quieres —dijo Lan mientras se levantaba—. Bukama se comprometió con ella, y yo estoy sujeto a su promesa.
—Mejor sería que cumplieras la tuya —rezongó Bukama.
Ryne torció el gesto y se dio otro tirón de la trenza.
—Si os quedáis, yo también me quedo.
A lo mejor, la mujer sólo había salido a echar un vistazo a la fiesta. Tras encargarle a Bukama que se quedara por si regresaba, Lan salió con Ryne para buscarla, pero no estaba entre los bailarines ni entre los que miraban. Con su atuendo de seda habría destacado entre todo aquel lino y paño bordado. Algunas mujeres les pidieron que bailaran con ellas, y Ryne sonrió a las más guapas —¡ese hombre no dejaría de sonreír a una cara bonita ni aunque media docena de trollocs cargara contra él!—, pero Lan le mandó buscar por las casas del cerro meridional en tanto que él subía el que había detrás de La Espada del Labrador. No quería que Alys se reuniera con nadie a sus espaldas y que quizás arreglara alguna sorpresa para cuando el día estuviera más avanzado. Que la mujer no hubiera intentado matarlo no significaba que Edeyn lo quisiera vivo.
La encontró en una calle casi desierta, a medio camino de la cumbre del cerro; una joven delgada que vestía blusa y pantalones blancos bordados con dibujos en rojo y dorado, tan complejos como los que lucía Alys en el vestido, le hacía una reverencia en ese momento. En lo tocante a bordados, los kandoreses eran tan exagerados como los sureños. Con pasos quedos, se acercó para escuchar y al llegar a cierta distancia a espaldas de Alys se paró.
—Hay algunos Sahera que viven tres calles más allá, en esa dirección, milady —dijo la joven delgada al tiempo que señalaba—. Y creo que hay algunos más que viven en Cerro del Sur, pero no sé si alguna de las mujeres se llama Avene.
—Me habéis prestado una gran ayuda, señora Marishna, gracias —contestó Alys en tono afable. Tras recibir una nueva reverencia, se quedó mirando a la otra mujer mientras subía la cuesta. Una vez que la señora Marishna estuvo lo bastante lejos para no oír, Alys habló de nuevo y en su voz no había nada de afabilidad—. ¿Queréis que os enseñe cómo se castiga en la Torre Blanca escuchar a escondidas, maese Lan?
Faltó poco para que Lan parpadeara. Primero se las había ingeniado para salir de la sala sin que la oyera, y ahora lo había oído a pesar de moverse en silencio. Sorprendente. A lo mejor sí era Aes Sedai. Lo que significaba que podría estar considerando tomar de Guardián a Ryne.
—Creo que no —contestó a la espalda de la mujer—. Tenemos asuntos urgentes que atender en Chachin. Quizá vuestra búsqueda se agilizaría si os ayudamos a encontrar a esa tal Avene Sahera.
Alys se volvió muy deprisa y lo contempló fijamente a la par que se esforzaba por estirarse todo lo posible. Lan pensó que quizás estaba de puntillas. No, no era una Aes Sedai a pesar de la gélida expresión de mando que se plasmaba en su rostro. Había visto Aes Sedai más bajas que ella dominar estancias llenas de hombres que no tenían idea de quiénes eran ellas, y sin tener que estirarse.
—Será mejor para vos que olvidéis ese nombre —dijo fríamente—. No es aconsejable inmiscuirse en asuntos de Aes Sedai. Y ahora, podéis marcharos. Pero espero encontraros listo para emprender la marcha cuando haya acabado aquí. Es decir, si los malkieri cumplen su palabra como me han dicho que hacen.
Tras ese último insulto, echó a andar en la dirección que la otra mujer le había indicado. ¡Luz, esa mujer tenía la lengua más afilada que un cuchillo! Cuando volvió a La Espada del Labrador y le contó a Bukama lo que había descubierto, al hombre mayor se le alegró el semblante. Mejor dicho, el perenne gesto ceñudo se suavizó un poco. Tratándose de él, eso era tanto como la sonrisa de cualquier otra persona.
—A lo mejor lo único que quiere es protección hasta que encuentre a esa mujer.
—Eso no explica por qué nos siguió todo el día —adujo Lan, que se sentó pesadamente en el banco, delante de su cuenco de gachas, dispuesto a acabárselas—. Y no quiere decir que le diera miedo acercarse a nosotros. Me parece que asustar a esa mujer es tan fácil como asustarte a ti.
Bukama no supo qué contestar a eso.