En Canluum
El aire de Kandor tenía el frescor de la incipiente primavera cuando Lan regresó a las tierras donde siempre había sabido que moriría. Mientras que en territorios más meridionales hacía tiempo que la primavera había empezado, en el norte los árboles mostraban las primeras yemas rojizas de los rebrotes y unas pocas flores silvestres salpicaban la hierba marchita del invierno allí donde no había sombras persistentes en las que resistían los últimos reductos de la nieve, pero el pálido sol apenas daba calor comparado con el sur. Unas nubes grises amenazaban con más lluvia y soplaba un viento frío y racheado que le atravesaba la chaqueta. Quizás el sur lo había ablandado más de lo que pensaba. Una pena, si era así. Casi estaba en casa. Casi.
El trasiego de un centenar de generaciones había apelmazado la ancha calzada hasta dejar la tierra tan dura como las rocas de las colinas circundantes, de modo que apenas se levantaba polvo a pesar del constante tránsito de carros de bueyes que se marchaban de los mercados matinales de granjeros en Canluum, mientras que las caravanas de carretas de mercaderes, rodeadas por guardias montados que llevaban cascos y piezas de armaduras, se dirigían hacia las altas murallas grises de la ciudad. Aquí y allí, se distinguían las cadenas del gremio de mercaderes kandoreses a lo ancho de un torso, o las campanillas en el cabello de un arafelino, o un rubí adornando la oreja de un hombre, o un broche de perlas en el pecho de una mujer, pero en su mayoría las ropas de los comerciantes eran de colores apagados y discretas a su manera. Un mercader que hiciera demasiada ostentación de sus beneficios tendría muchas dificultades para cerrar tratos.
En contraste, los granjeros hacían gala de su prosperidad cuando iban a la ciudad. Bordados de vistosos colores adornaban los calzones bombachos de hombres, los amplios pantalones de mujeres y las capas que ondeaban al viento. Algunos llevaban cintas de colores en el pelo o un estrecho cuello de piel. Parecía que se habían vestido para los bailes y las fiestas del cercano Bel Tine. Sin embargo, la gente del campo miraba a los forasteros con tanta desconfianza como cualquier guardia; los miraban y empuñaban lanzas o hachas y apretaban el paso. El aire estaba cargado de tensión en Kandor, puede que a todo lo largo de las Tierras Fronterizas. El año anterior los bandidos habían proliferado como las malas hierbas y había habido más problemas de los habituales fuera de La Llaga. Hasta corría el rumor de un hombre que encauzaba el Poder, aunque ése era el tipo de chisme que se repetía con frecuencia.
Lan, que conducía por las riendas a Gato Danzarín hacia Canluum, prestó tan poca atención a las intensas miradas que su compañero y él atraían sobre sí como a los gestos ceñudos y las continuas quejas de Bukama. Esta vez los rezongos eran por un casco de su montura, magullado por una piedra, que lo había obligado a ir a pie.
Sí que llamaban la atención; eran dos hombres altos que llevaban de las riendas a sus caballos y a un animal de carga con un par de andrajosos cestos de mimbre, y sus ropas sencillas aparecían desgastadas y manchadas por el polvo de los caminos. No obstante, los correajes y las armas estaban bien cuidados. Un hombre joven y uno viejo, con el cabello largo hasta los hombros y sujeto con un cordón de cuero tejido, ceñido a las sienes. Los hadori atraían las miradas. Sobre todo allí, en las Tierras Fronterizas, donde la gente tenía alguna idea de lo que significaban.
—Necios —rezongó Bukama—. ¿Es que nos toman por bandidos? ¿Creen que vamos a robarles a todos en pleno mediodía y en una calzada principal?
Les lanzó una mirada feroz y se acomodó la espada colgada a la cadera de un modo que atrajo las miradas cavilosas de algunos guardias de los mercaderes. Un fornido granjero azuzó a su buey para alejar el carro de ellos.
Lan guardó silencio. Los malkieri que todavía lucían el hadori tenían mala reputación, aunque no por ser bandidos, pero recordárselo a Bukama sólo conseguiría que su compañero se pusiera de peor humor durante días. Los rezongos se enfocaron después en las posibilidades de encontrar una cama decente donde pasar la noche, con una comida decente antes. Bukama no esperaba mucho y confiaba menos de lo que esperaba.
En los planes de Lan no entraban la comida ni el alojamiento a pesar de la distancia que habían viajado. Su mente seguía enfocada hacia el norte, pero era consciente de cuanto lo rodeaba, sobre todo de quienes miraban en su dirección más de una vez, consciente del tintineo de arneses y crujidos de sillas de montar, de la trápala de cascos, del chasquido de la cubierta de lona de una carreta, floja sobre el armazón. Cualquier sonido fuera de lugar sería como un grito para él. Se mantenía alerta, pero La Llaga se encontraba en el norte. Todavía a kilómetros en línea recta a través de colinas, pero él la sentía, percibía la degeneradora corrupción.
No eran más que imaginaciones suyas, pero no por ello menos reales. Había tirado de él estando en el sur, en Cairhien y en Andor, incluso en Tear, que se hallaba a casi quinientas leguas de distancia. Dos años ausente de las Tierras Fronterizas, su guerra personal abandonada por otra, y cada día el tirón se hacía más fuerte. Nunca debió dejar que Bukama lo convenciera para retrasar la vuelta ni permitir que el sur lo ablandara. Los Aiel lo habían ayudado a mantener el nervio, el instinto, el toque. Todo eso que él resumía como «el filo».
Para la mayoría de los hombres La Llaga era sinónimo de muerte. De muerte y de la Sombra en una tierra en descomposición, corrompida por el aliento del Oscuro, donde cualquier cosa —la picadura de un insecto, el pinchazo de una espina, el roce de una hoja— podía matar. Morada de trollocs, Myrddraal y cosas peores. Dos tiradas a cara o cruz habían decidido dónde empezar de nuevo. Cuatro naciones lindaban con La Llaga, pero su guerra personal cubría toda la extensión de esa frontera, desde el Océano Aricio hasta la Columna Vertebral del Mundo. Un lugar donde hallar la muerte era tan bueno como otro cualquiera. Casi estaba en casa. Casi había vuelto a La Llaga. Había estado lejos demasiado tiempo.
Un foso seco rodeaba la muralla de Canluum; tenía cincuenta pasos de anchura y diez de profundidad, y lo salvaban cinco anchos puentes de piedra con torreones a ambos lados, tan altos como los baluartes que jalonaban la propia muralla. A veces las incursiones de trollocs y Myrddraal provenientes de La Llaga llegaban a poblaciones de Kandor situadas más en el interior que Canluum, pero ningún asalto había logrado traspasar la muralla de la ciudad. El Ciervo Rojo ondeaba encima de todas las torres. Un hombre orgulloso, lord Varan, Cabeza Insigne de la casa Marcasiev; ni siquiera la reina Ethenielle desplegaba tantos estandartes en la propia Chachin.
Los guardias de las torres exteriores, que lucían la cimera astada de Varan en el yelmo y el Ciervo Rojo en el pecho, escudriñaban el interior de las carretas antes de dejar que cruzaran el puente o, de vez en cuando, indicaban a alguien que se retirara un poco más la capucha. Sólo hacía falta un gesto; la ley en todas las Tierras Fronterizas prohibía llevar oculta la cara dentro de un pueblo o de una ciudad, y nadie quería que lo confundieran con uno de los Seres de Cuencas Vacías que intentaba colarse a hurtadillas en la ciudad. Miradas duras siguieron a Lan y a Bukama en el puente. Sus rostros eran claramente visibles. Y sus hadori. Sin embargo, en ninguna de aquellas miradas vigilantes hubo señal de reconocimiento. Dos años era mucho tiempo en las Tierras Fronterizas. En dos años podían morir muchísimos hombres. Lan advirtió que Bukama se había quedado callado, lo que siempre era una mala señal.
—Tranquilo, Bukama.
—Nunca empiezo una pelea —espetó su compañero, pero dejó de toquetear la empuñadura de su espada.
Los guardias del tramo de la muralla que había sobre las puertas blindadas con hierro y los que estaban en el puente sólo llevaban peto y espaldar, pero no por ello estaban menos alertas, sobre todo con un par de malkieri que llevaban el cabello sujeto con un hadori. Bukama fue apretando más los labios a cada paso.
—¡Al'Lan Mandragoran! ¡La Luz nos valga, oímos que habíais muerto luchando contra los Aiel en las Murallas Resplandecientes! —La exclamación procedía de un guardia joven, más alto que los otros, casi tanto como Lan. Debía de tener uno o dos años menos que él, pero la diferencia parecía de diez. Toda una vida. El guardia hizo una profunda reverencia, con la mano izquierda en la rodilla—. ¡Tai'shar Malkier! —«Genuina estirpe de Malkier», significaba—. Estoy listo, majestad.
—No soy un rey —respondió quedamente Lan. Malkier había sucumbido. Lo único que perduraba era la guerra. En él, cuando menos.
Bukama no habló en voz baja.
—¿Que estás listo para qué, chico? —Bukama golpeó con la base de la mano el peto del guardia, justo en el Ciervo Rojo, y el joven reculó un paso—. ¡Te has cortado el cabello y lo llevas suelto! —Bukama pareció escupir las palabras—. ¡Sirves a un lord kandorés! ¿Con qué derecho afirmas ser malkieri?
El rostro del joven enrojeció; el chico parecía no saber qué contestar. Otros guardias se encaminaron hacia la pareja y después se pararon cuando Lan soltó las riendas. No hizo nada más, pero ahora sabían su nombre. Miraron al semental zaino plantado detrás de él, inmóvil y alerta, casi con tanta cautela como miraban a Lan. Un caballo de batalla era un arma formidable y no sabían que Gato Danzarín sólo estaba entrenado a medias aún.
Se abrió un hueco alrededor del grupo cuando la gente que ya había cruzado las puertas se apresuró a recorrer unos metros antes de volverse para mirar, en tanto que los que seguían en el puente recularon. Entre la gente se alzaron gritos en una y otra dirección preguntando qué había interrumpido el tránsito. Bukama hizo caso omiso de todo, centrado en el guardia ruborizado. No había soltado las riendas del caballo de carga ni las de su castrado ruano. Eso dejaba abierta la esperanza de seguir adelante sin que los aceros se desenvainaran.
Un oficial salió de la casa de guardia de piedra que había al otro lado de las puertas; llevaba el yelmo —adornado con el emblema— sujeto debajo del brazo, pero la mano enfundada en guantelete se apoyaba sobre la empuñadura de la espada. Alin Seroku, un hombre canoso de aspecto rudo, con cicatrices blanquecinas en la cara, había servido en La Llaga durante cuarenta años, pero sus ojos se abrieron ligeramente por la sorpresa al ver a Lan. Saltaba a la vista que él también había oído los rumores sobre su muerte.
—Que la Luz os ilumine, lord Mandragoran. El hijo de el'Leanna y al'Akir, bendita sea su memoria, siempre es bienvenido. —Los ojos de Seroku se desviaron hacia Bukama; su expresión no era de bienvenida. Plantó firmemente los pies en medio de la puerta. Cinco jinetes habrían podido pasar sin problema por ambos lados, pero su actitud lo hacía parecer una barrera, como lo era en efecto. Ninguno de los guardias se movió, pero todos tenían la mano sobre la empuñadura de la espada. Todos salvo el joven que sostenía la mirada feroz de Bukama con otra igual—. Lord Marcasiev nos ha ordenado mantener el orden a rajatabla —continuó Seroku, casi disculpándose. Pero sólo casi—. La ciudad está en tensión. Todas esas historias de un hombre que encauza ya son bastante malas de por sí, pero ha habido asesinatos en las calles este último mes y, lo que es peor, a plena luz del día, así como extraños accidentes. La gente rumorea sobre Engendros de la Sombra sueltos dentro de las murallas.
Lan hizo un ligero asentimiento con la cabeza. Dada la proximidad de La Llaga, la gente siempre achacaba a los Engendros de la Sombra cualquier cosa que parecía no tener explicación, ya fuera una muerte repentina o una mala cosecha inesperada. Sin embargo, no cogió las riendas de Gato Danzarín.
—Nuestra intención es descansar unos días aquí antes de cabalgar hacia el norte. —Descansar e intentar recuperar el «filo».
Por un instante le pareció que Seroku se sorprendía. ¿Acaso esperaba una promesa de respetar la paz o disculpas por el comportamiento de Bukama? Hacer ahora cualquiera de las dos cosas supondría avergonzar a su compañero. Sería una lástima que su guerra terminara allí. Lan no quería morir matando kandoreses.
Su viejo amigo apartó la mirada del joven guardia, que estaba temblando de rabia, prietos los puños contra los costados.
—Soy el único culpable de lo ocurrido —manifestó sin mirar a nadie, con voz inexpresiva—. No tengo disculpa por lo que he hecho. Juro por la memoria de mi madre que respetaré la paz de lord Marcasiev. Juro por la memoria de mi madre que no desenvainaré la espada dentro de las murallas de Canluum.
Seroku se quedó boquiabierto y a Lan le costó trabajo disimular su estupefacción.
El oficial del rostro con cicatrices sólo vaciló un momento antes de apartarse y hacer una reverencia al tiempo que tocaba la empuñadura de la espada primero y después se llevaba la mano al corazón.
—Lan Mandragoran Dai Shan siempre es bienvenido —manifestó formalmente—. Y también Bukama Marenellin, el héroe de Salmarna. Que ambos halléis la paz algún día.
—La paz está en el último abrazo de la madre —respondió Lan con igual formalidad mientras tocaba la empuñadura de la espada y después el corazón.
—Que nos acoja en su seno algún día —finalizó Seroku. Nadie ansiaba descansar en la tumba, pero en las Tierras Fronterizas era el único lugar donde se hallaba la paz.
Pétreo el rostro, Bukama echó a andar tirando de las riendas de Venablo de Sol y del caballo albardón sin esperar a Lan. Mala señal; algo no iba bien.
Canluum era una ciudad de piedra y ladrillo, y las calles adoquinadas serpenteaban alrededor de altas colinas. La invasión Aiel no había llegado en ningún momento a las Tierras Fronterizas, pero las perturbaciones de la guerra ocasionaban la disminución del comercio incluso en lugares muy lejanos a cualquier batalla y ahora, que tanto la contienda como el invierno habían terminado, gentes de todos los países abarrotaban la ciudad. A pesar de tener La Llaga prácticamente en la puerta de casa, la extracción de piedras preciosas en las colinas circundantes hacían de Canluum una ciudad próspera. Y, por raro que pudiera parecer, en ella residían los mejores relojeros del mundo. Los gritos de vendedores ambulantes y tenderos voceando sus mercancías se alzaban sobre el sordo murmullo de la multitud incluso fuera de las plazas de los mercados. Músicos, juglares o volatineros vestidos con ropas de vivos colores actuaban en todos los cruces de calles. Unos cuantos carruajes lacados traqueteaban entre la aglomeración de gente; carretas, carros y carretones, y caballos con sillas y bridas guarnecidas en oro o plata se abrían paso entre el gentío; los atuendos bordados de los jinetes eran tan recargados como los arreos de los animales, además de estar ribeteados con pieles de zorro, de marta o de armiño. Apenas quedaba un palmo de calle vacío por ningún sitio.
Lan vio incluso Aes Sedai, mujeres de rostro sereno e intemporal. Eran bastantes los que las reconocían nada más verlas, de modo que a su alrededor se formaban remolinos de gente para dejarles paso libre. Respeto o precaución, sobrecogimiento o temor: razones no faltaban para que incluso un rey se apartara de una hermana. Tiempo atrás podía pasar un año sin ver a una Aes Sedai, incluso en las Tierras Fronterizas, pero parecía que las hermanas estaban por todas partes desde que había muerto la anterior Sede Amyrlin. Quizá se debía a esos chismes sobre un hombre que encauzaba; no dejarían que anduviese suelto mucho tiempo, si realmente existía.
Lan desvió la vista de ellas y caminó deprisa para pasar inadvertido. El hadori podía bastar para despertar el interés de una hermana que buscara un Guardián. Se suponía que preguntaban al hombre antes de vincularlo, pero él conocía a varios que tenían ese vínculo y en todos los casos les había llegado por sorpresa. ¿Quién iba a renunciar a su libertad para trotar en pos de una Aes Sedai a menos que no todo se limitara a preguntar?
Increíblemente, los rostros de muchas mujeres quedaban cubiertos por velos de encaje. Encaje fino, lo bastante transparente para que se viera que tenían ojos, además de que nunca se había oído que existieran mujeres Myrddraal, pero Lan jamás habría imaginado que la ley se quebrantara por una simple moda.
El siguiente paso sería quitar las lámparas de aceite que jalonaban las calles y dejar que la oscuridad sentara sus reales por las noches. Más increíble que lo de los velos fue que Bukama miró a algunas de esas mujeres y no abrió la boca. Después, un hombre de nariz prominente, llamado Nazar Kurenin, se cruzó con Bukama y éste ni siquiera parpadeó. El guardia joven seguramente había nacido después de que La Llaga había engullido a Malkier, pero Kurenin, que llevaba el cabello corto y la barba dividida en dos puntas, le doblaba la edad a Lan. Los años no habían borrado completamente la marca de su hadori. Había muchos como Kurenin, y verlo tendría que haber hecho barbotar de rabia a Bukama. Lan miró a su amigo con preocupación.
En su trayecto hacia el centro de la ciudad iban ascendiendo en dirección a la colina más alta, Reducto del Ciervo. El palacio de lord Marcasiev, con apariencia de fortaleza, ocupaba la cumbre; los de otros nobles menores estaban emplazados en las terrazas inferiores. En cualquiera de esas residencias darían una cálida acogida a al'Lan Mandragoran. Tal vez más cálida de lo que él deseaba en ese momento. Bailes y cacerías con nobles invitados que vendrían desde largas distancias, hasta ochenta kilómetros algunos e incluso desde el otro lado de la frontera con Arafel. Gente ávida de escuchar sus «aventuras». Jóvenes que querrían unirse a sus incursiones en La Llaga y viejos que compararían sus experiencias con las de él. Mujeres ansiosas de compartir el lecho de un hombre al que los cuentos absurdos afirmaban que La Llaga no podía matar. A veces Kandor y Arafel eran iguales o peores que las tierras sureñas; algunas de esas mujeres estarían casadas.
Y habría hombres como Kurenin, afanados en el empeño de enterrar el recuerdo de Malkier, y mujeres que ya no se adornaban la frente con el ki'sain en promesa de consagrar a sus hijos a la lucha contra la Sombra hasta el último aliento. Podía pasar por alto las sonrisas falsas mientras lo llamaban al'Lan Dai Shan, Señor Tocado con la Diadema de Guerra y Rey No Coronado de una nación traicionada mientras él aún estaba en su cuna. Considerando el talante actual de Bukama, éste podría acabar matando a alguien. O algo peor, dado el juramento que había prestado en las puertas. Lo cumpliría a rajatabla, pero sólo con las manos y los pies era lo bastante peligroso para lisiar a un hombre de por vida.
—Varan Marcasiev nos retendrá una semana o más por cumplir las normas de cortesía —comentó Lan, que giró hacia una calle más estrecha que se alejaba cuesta abajo del Reducto—. Con lo que hemos oído sobre bandidos y demás, se alegrará de que no aparezca a presentarle mis respetos.
Totalmente cierto. Había visto al Cabeza Insigne de la casa Marcasiev sólo una vez, años atrás, pero recordaba al hombre de semblante grave, entregado por completo a sus deberes. Lord Marcasiev dispondría los preparativos de esos bailes y cacerías, pero lamentaría todos y cada uno de ellos.
Bukama lo siguió sin protestar por perderse una cama en palacio o los banquetes que prepararían los cocineros. Era preocupante. Además de recobrar su «filo», tenía que hallar un modo de aguzar el de Bukama o, para el caso, tanto daba si se cortaban las venas en ese mismo momento.