11

Antes de apuntar el alba

Esforzándose para reprimir los bostezos, Moraine se vistió con cuidado a la luz de una lámpara y del fuego mortecino de la estrecha chimenea. Y fue un gran esfuerzo. Una noche en contemplación significaba una noche en vela; le escocían los ojos como si tuviese arenilla en ellos y sentía los miembros pesados. Bueno, de todos modos le habría sido imposible dormir por la simple razón de pensar en lo que le aguardaba esa mañana. ¡Oh!, ¿por qué no había convencido a Siuan de no llevar a cabo esa temeridad? Era una pregunta que se había hecho muchas veces a lo largo de la noche, y tan absurda en la primera ocasión como ahora. Rara vez se imponía en una discusión con Siuan.

¡Ojalá estuviera su amiga con ella ahora! Meditar sobre las obligaciones y las cargas de una Aes Sedai conducía inevitablemente a la tarea que Moraine se proponía emprender, y la enormidad de esa búsqueda había ido aumentando más y más conforme transcurría la noche, hasta que se alzó ante ella tan inaccesible como el mismísimo Monte del Dragón. Tener compañía habría sido una ayuda, pero el ritual era explícito. Tenían que estar solas cuando fueran a buscarlas. Ahora los tropiezos no conllevaban castigos más allá de la vergüenza y probablemente una reputación de frívolas mentecatas de la que quizá no pudieran librarse nunca —claro que quizá ya se habían ganado esa reputación—, pero aun así lo mejor era tratar en lo posible de no dar pie a reproches.

Después de vestirse colocó sus escasas pertenencias encima de la cama; pero, excepto una muda de ropa interior y medias, las demás ropas las dejó en el armario. Se lavarían y se guardarían para que se las pusiera alguna novicia cuando se ganara el anillo. Ninguna de las que vestían de blanco en esos momentos podría llevarlas, al menos sin hacerles bastantes arreglos, pero daba igual; la Torre Blanca sabía esperar con paciencia. El librito lo tenía metido en la escarcela, que era el lugar más seguro que se le había ocurrido. Acababa de dejar sobre la cama la cajita de palo rosa en la que guardaba las pocas joyas que se había llevado a la Torre, cuando sonó una llamada en la puerta; tres golpes firmes. Pegó un brinco y el corazón le palpitó con fuerza. De repente, se puso casi tan nerviosa como antes de la prueba. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no correr a abrir. En cambio, comprobó cómo tenía el cabello mirándose en el espejo del lavabo y usó el cepillo para peinar unos mechones que no lo necesitaban realmente; después dejó el cepillo en la cama y fue hacia la puerta.

Siete hermanas —los rostros cual máscaras intemporales y todas con el chal lleno de bordados de enredaderas sobre vestidos de seda o de fino paño— la esperaban en la oscuridad de la noche, una de cada Ajah. Así lo requería el ritual. Elaida era la representante Roja, pero Moraine consiguió sostener la mirada severa de la mujer con aire impasible y el rostro sereno. Bueno, tan sereno como le era posible. Dentro de una hora o poco más serían iguales, al menos en grado. Elaida no podría intimidarla nunca más.

Sin decir palabra, Moraine salió a la galería y cerró la puerta tras ella por última vez. También en silencio, las siete mujeres formaron un círculo a su alrededor y la escoltaron a lo largo de la oscura galería hasta la puerta de Siuan. El silencio estaba prescrito. Jeane, una domani delgada de piel cobriza, llamó tres veces y los flecos verdes de su chal se mecieron. Siuan abrió la puerta tan pronto que debía de haber estado esperando ansiosa a que sonara la tercera llamada. El anillo de hermanas se abrió para dejarla pasar; un fugaz ceño apareció en la frente de Siuan al ver a Elaida, pero al menos no torció el gesto, gracias a la Luz. Moraine apretó los dientes para contener un bostezo. Acabaría sin quebrantar nada de lo establecido.

El suave roce de los escarpines sobre las baldosas las acompañó a lo largo de corredores de la Torre donde nada se movía salvo ellas y las llamas que titilaban en las lámparas de pie. Moraine se sorprendió al no ver a ningún criado. Gran parte de su trabajo se realizaba en las horas previas a que las hermanas se levantaran o después de que se hubieran retirado por la noche. Descendieron en silencio a los niveles subterráneos de la Torre, siguieron a lo largo de pasadizos bien iluminados y pasaron ante otros oscuros. Las puertas de la cámara donde Siuan y ella habían pasado la prueba estaban abiertas de par en par, pero todas se pararon en el corredor y el anillo de Aes Sedai se rompió para formar una fila detrás de las dos mientras se volvían hacia las puertas abiertas.

—¿Quién va? —demandó la voz de Tamra desde el interior.

—Moraine Damodred —respondió con voz clara, y, aunque su rostro se mantuvo sereno, el corazón la palpitó alocadamente. Esta vez, de alegría. Siuan dijo su nombre a la vez, con un tono desafiante en la voz, aunque ligero. Había insistido en que Elaida todavía encontraría el modo de privarlas del chal si podía.

Sus maestras nunca habían sacado a colación el asunto de la precedencia —quizá no esperaban que las dos llegaran hasta este punto al mismo ritmo, hombro con hombro—, pero Moraine oyó que alguien contenía la respiración detrás de ella. Y, cuando Tamra volvió a hablar, lo hizo tras una pausa tan ligera que quizá sólo era obra de su imaginación.

—¿A qué vienes?

—A prestar los Tres Juramentos y así ganar el chal de Aes Sedai —respondieron al unísono. Ni que se rompieran las normas ni que no, se proponían hacerlo todo juntas esa mañana en la medida en que fuera posible.

—¿Con qué derecho pides esta carga?

—Con el derecho de haber superado el tránsito, sometiéndome a la voluntad de la Torre Blanca.

—Entra, pues, si te atreves, y vincúlate a la Torre Blanca.

Entraron de la mano. Juntas. El rostro sosegado y el paso firme, ni precipitado ni vacilante. La voluntad encarnada de la Torre las aguardaba.

Tamra, ataviada con un vestido de brocado azul y con la estola de Amyrlin alrededor del cuello, se hallaba de pie, enmarcada por el ter'angreal oval cuyos colores cambiaban lentamente de plateado a dorado, de azul a verde. Aeldra estaba a su lado, con un vestido de un tono azul más oscuro, y sostenía un cojín de terciopelo negro con las dos manos. A lo largo del perímetro de la pared circular se encontraban las Asentadas de la Antecámara de la Torre, con el chal y agrupadas por Ajahs, y delante de cada grupo de tres Asentadas había otras dos hermanas más de ese Ajah, también con el chal en los hombros y con otro doblado sobre un brazo. Los ojos inexpresivos siguieron a Siuan y a Moraine mientras éstas se internaban en la cámara.

El ter'angreal presentaba el primer problema para su plan. El alto aro ovalado era demasiado estrecho para pasar las dos a la vez sin apretarse una contra otra, y eso no encajaba con la solemnidad y la dignidad del momento. Aquélla había sido una discusión que Moraine había ganado. Siuan le lanzó una mirada —parecía imposible que aquellos ojos azules pudieran tornarse incisivos sin que se alterara la expresión sosegada, pero lo hicieron— y, recogiéndose la falda, lo cruzó, seguida por Moraine. Se arrodillaron juntas delante de la Sede Amyrlin.

Del cojín de terciopelo que sostenía Aeldra, Tamra tomó la Vara Juratoria, un cilindro suave de color blanco marfileño de treinta centímetros de largo y un poco más grueso que la muñeca de Moraine. La Vara Juratoria era un ter'angreal que la vincularía a los Tres Juramentos y, por ende, a la Torre.

Tamra vaciló un instante como si no supiera a cuál de ellas vincular primero, pero sólo fue un momento. Moraine alzó las manos delante de la mujer, con las palmas hacia arriba, y Tamra le puso la Vara en ellas. Ése era el favor pedido por Siuan, la condición puesta para aceptar que Moraine le cediera el paso a través del óvalo. Ni que decir tiene que no le había revelado cuál era ese «favor» hasta que Moraine accedió. Se convertiría en Aes Sedai antes por pocos minutos. ¡No era justo!

Pero no era el momento de pensar que tendría que haber imaginado lo que Siuan se proponía cuando cedió tan fácilmente a cruzar primero. El brillo del Saidar rodeó a Tamra y ésta tocó la Vara Juratoria con un fino flujo de Energía.

Moraine cerró la mano en torno a la Vara. Tenía el tacto de cristal, sólo que más suave de algún modo.

—Por la Luz y mi esperanza de salvación y renacimiento, juro no pronunciar una sola palabra que no sea verdad. —El Juramento se instaló dentro de ella, y de repente el aire pareció presionar más fuerte contra su piel. «El rojo es blanco— pensó. —Arriba es abajo». Todavía podía pensar una mentira, pero ahora su lengua no podría pronunciarla—. Por la Luz y mi esperanza de salvación y renacimiento, juro no crear armas para que un hombre mate a otro. —La presión aumentó bruscamente; era como si la hubieran metido en una prenda invisible, demasiado ajustada, que la moldeara desde la coronilla hasta las plantas de los pies. Con gran disgusto de Moraine, el sudor le brotó en la frente, pero mantuvo el semblante sereno.

»Por la Luz y mi esperanza de salvación y renacimiento, juro no utilizar el Poder Único como arma excepto contra los Engendros de la Sombra o como último recurso en defensa de mi vida, la vida de mi Guardián o la de otra hermana.

Aquella prenda se ciñó más aún, y Moraine respiró trabajosamente por la nariz a la par que apretaba los dientes para no jadear. Invisible y totalmente flexible, pero aun así ¡tan opresiva! Esa sensación de presión en el cuerpo desaparecería, pero tardaría un año en desvanecerse por completo. ¡Luz! Se preguntó cómo lo habría pasado Elaida al prestar ese último juramento, con la mención de los Guardianes. Los Tres Juramentos eran iguales, inalterables, se eligiera el Ajah que se eligiera. Pensar aquello la confortó; un poco.

—Está medio consumado —entonó la Amyrlin—, y la Torre Blanca queda grabada en tus huesos. —Pero no terminó la ceremonia, sino que tomó la Vara Juratoria y la puso en las manos de Siuan. Moraine reprimió una sonrisa. Habría besado a Tamra.

Siuan no sudó ni jadeó. Prestó los Juramentos con voz clara y fuerte, sin parpadear siquiera cuando cada uno de los tres se acopló en ella. Ninguna penalidad física podía perturbar a Siuan, que jamás había llorado hasta que Elaida se había marchado, que nunca había derramado una sola lágrima hasta haber salido del estudio de Merean. Siuan tenía el corazón de una leona.

—Está medio consumado, y la Torre Blanca queda grabada en tus huesos —dijo Tamra mientras volvía a poner la Vara Juratoria sobre el cojín de terciopelo que sostenía Aeldra—. Levántate ahora, Aes Sedai, y elige tu Ajah, y se consumará todo lo que quede consumado por la Luz.

Por mucha ecuanimidad que Siuan hubiera demostrado mientras prestaba los Juramentos, se movió tan deprisa como Moraine cuando se incorporaron e, inclinándose para besarle el anillo de la Gran Serpiente, hicieron una reverencia formal a Tamra.

Caminaron juntas hacia las hermanas Azules. Lentamente, con tanto empaque como fueron capaces de exhibir; y sin asirse de la mano. Eso habría sido impensable en aquel momento. Como cualquier Aceptada, a menudo habían discutido en qué Ajah entrarían, los pros y los contras de cada cual, como si supieran algo más que lo superficial, pero durante el último año o más esas discusiones se habían limitado simplemente a confirmar una elección ya tomada. El Azul estaba dedicado a las causas justas, que no siempre era lo mismo que buscar la justicia, como hacían Verdes y Grises. Las «Rastreadoras de Causas», llamaba Verin a las Azules, y las mayúsculas resultaban evidentes en el tono de su voz. Moraine ni siquiera podía imaginar pertenecer a otro. Siuan sonreía, cosa que no debería haber hecho. Claro que también ella sonreía, cayó Moraine en la cuenta, incapaz de dejar de hacerlo.

Una vez que la dirección que tomaban fue evidente, las hermanas de otros Ajahs empezaron a hacer reverencias a la Amyrlin y se marcharon, primero las Amarillas, después las Verdes, que se dirigieron hacia el exterior de la cámara como si se deslizaran, con sus Asentadas a la cabeza, cual una regia procesión. A continuación salieron las Marrones, seguidas por las Blancas. Moraine ignoraba qué era lo que establecía ese orden; pero, una vez que las Rojas, las últimas, hubieron salido, Tamra abandonó la cámara detrás de ellas. Lo que pasara allí sólo incumbía al Azul. Aeldra se quedó para observar.

Las tres Asentadas se reunieron en un corro mientras Leane, de tez cobriza, esbelta y tan alta como la mayoría de los hombres, se inclinaba para poner el chal de flecos azules alrededor de los hombros de Moraine al mismo tiempo que Rafela, delgada, bonita y de tez oscura, hacía otro tanto con Siuan. Ninguna de las dos tenía todavía el rostro intemporal, pero la apostura digna las envolvía como una capa. Las Asentadas eran la encarnación de la dignidad.

La robusta Eadyth, con el cabello blanco y largo hasta la cintura, besó ligeramente a Siuan en ambas mejillas y después a Moraine mientras les decía a una y a otra «Bienvenida a casa, hermana. Hemos esperado largo tiempo tu llegada». Anlee, de gesto grave y cabello canoso, con el vestido de cuchilladas azules y casi tantos anillos y collares como Gitara solía llevar, repitió los besos y la frase de bienvenida, y a continuación lo hizo Lelaine, cuya expresión solemne desapareció para dar paso a una sonrisa mientras hablaba. La belleza de Lelaine se tornaba extraordinaria cuando sonreía.

—Bienvenida a casa, hermana —dijo Leane mientras se inclinaba de nuevo para besar a Moraine—. Hemos esperado largo tiempo tu llegada.

Aeldra también las besó en las mejillas y les dijo la frase de bienvenida, pero después, inopinadamente, añadió algo.

—Las dos me debéis una empanada hecha con vuestras propias manos. Es costumbre entre nosotras hacer ese regalo a la sexta hermana que da el beso de bienvenida.

Moraine parpadeó e intercambió una mirada con Siuan. ¿Acababa la ceremonia de forma tan brusca? ¿Una empanada? Dudaba de que Aeldra pudiera comerse la que hiciera ella. No había cocinado nada en toda su vida.

Eadyth chasqueó la lengua y se ajustó el chal sobre los largos brazos.

—Pero bueno, Aeldra. Sólo porque estas dos hayan decidido traspasar los límites en tantos sentidos no es razón para que tú olvides tu dignidad —dijo firmemente—. Sigamos. —Los largos flecos azules se mecieron cuando alzó las manos—. Te encomiendo, Leane Sharif, que escoltes a Moraine Damodred para que la Torre Blanca sepa que una hermana Azul ha llegado a casa. Te encomiendo, Rafela Cindal, que escoltes a Siuan Sanche para que la Torre Blanca sepa que una hermana Azul ha llegado a casa.

Eadyth se reunió con Aeldra y condujo a las otras Asentadas fuera de la Cámara, pero al parecer las demás no habían acabado del todo.

—La tradición es algo preciado que no se debe permitir que languidezca —dijo Rafela mientras miraba a Siuan y a Moraine—. ¿Marcharéis hacia el sector del Ajah Azul vestidas con la Luz, como requiere la antigua costumbre? —Siuan se ciñó el chal como si tuviera intención de no quitárselo nunca, y Rafela se apresuró a añadir—: Y con el chal, por supuesto. Para demostrar que no necesitáis más protección que la Luz y el chal de una Aes Sedai.

Moraine se dio cuenta de que se ceñía el chal de igual forma y se obligó a aflojar las manos para acariciar suavemente la seda. Los Tres Juramentos la habían hecho Aes Sedai, pero no se había sentido como tal hasta que tuvo el chal sobre los hombros. Pero ¡si tenía que caminar en público sin llevar puesto nada más…! Oh, Luz, ¡la cara le ardía! Nunca había visto una Aes Sedai ruborizada.

—Oh, ya está bien, Rafela —intervino Leane con una rápida y tranquilizadora sonrisa que dirigió a Moraine y Siuan. Durante un tiempo había sido Aceptada con ellas, y por la calidez de esa sonrisa parecía que su amistad podría reanudarse en el punto donde la habían dejado—. Hace mil años las mujeres venían a ser ascendidas a Aes Sedai vestidas con la Luz y se marchaban del mismo modo, y también lo estaban todas las que se encontraban aquí, pero lo único que se ha conservado de esa costumbre es que los pasillos permanezcan vacíos hasta que lleguéis al sector del Ajah —explicó dinámicamente. Leane hacía todo con dinamismo y energía—. Excepto unas cuantas Marrones, dudo de que alguien recuerde siquiera la costumbre. Rafela está como loca por recuperar costumbres en desuso. No lo niegues, Rafela. ¿Te acuerdas del florecimiento de los manzanos? Ni siquiera las Verdes recuerdan qué batalla se supone que conmemora eso.

Cosa extraña, aunque Rafela había alcanzado el chal un año antes que Leane se limitó a suspirar.

—Las costumbres no se deberían olvidar —dijo, pero sin energía. Leane meneó la cabeza.

—Venid. Sé que querréis desayunar, pero eso tendrá que esperar por otras cosas, entre ellas este paseo. En el que no estarán incluidos todos los corredores públicos —agregó a la par que miraba a Rafela con una ceja enarcada—. Ni nos pararemos en los sectores de cada Ajah para llamar y que salgan a ver a una hermana del Azul. —Meneó la cabeza y las condujo al pasillo; encauzó brevemente para cerrar las grandes puertas—. Jamás me había sentido más avergonzada en mi vida. Tú tendrías que haber sido la que se sonrojara, Rafela. Verin le dijo que tenía una voz tan dulce que debería dedicarse a cantar. Una Roja salió para decirnos que dejáramos de lanzar maullidos y nos fuéramos. ¡Y las Verdes! Algunas Verdes tienen un sentido del humor… rudo. —Si Rafela se había sonrojado entonces o no, ahora un débil rubor le tiñó las mejillas.

Moraine se preguntó hasta qué punto habría sido rudo el humor de esas Verdes. Al menos el sonrojo de Rafela le sirvió para dejar de preocuparse por el suyo. Por supuesto las hermanas darían una imagen distinta entre ellas de lo que hacían con quienes no llevaban el chal. Que ahora llevaba ella. La hacía sentirse varios centímetros más alta, aunque Leane le sacara la cabeza y los hombros. La otra mujer había acortado la longitud de sus pasos, pero aun así Moraine tenía que trotar para no retrasarse mientras subían desde los sótanos a los corredores de la Torre, vacíos a excepción de ellas. Los corredores rara vez estaban llenos, pero la ausencia de gente los hacía parecer cavernosos. Imaginar que la Torre se hallaba completamente desierta no resultaba difícil. Algún día lo estaría, si las cosas seguían como hasta entonces.

—¿La ceremonia termina con este paseo? —preguntó—. Me refiero a la parte del Ajah Azul. ¿Puedo hacer preguntas? —Se suponía que eso era lo primero que tendría que haber dicho, pero quería que el sonido de voces ahuyentara los pensamientos desagradables.

—No termina del todo —contestó Leane—, pero puedes preguntar lo que quieras. Algunas cosas, sin embargo, no se pueden responder hasta que conozcas a la Selectora Mayor, la cabeza de nuestro Ajah.

—No debes revelar nunca ese título —intervino con presteza Rafela.

Moraine asintió, aunque eso ya lo sabía. A las Aceptadas les enseñaban que cada Ajah tenía sus secretos, como Rafela tendría que saber. Más de una hermana le había dicho a Moraine que cuando ganara el chal tendría que aprender casi tanto como antes. Su intención era ir con mucho tiento hasta que supiese algo más.

—Tengo una pregunta —dijo Siuan con el entrecejo fruncido—. ¿Hay muchas costumbres como la de la empanada? Sé cocinar, pero mi hermana mayor se ocupaba de todo lo que era hornear.

—¡Oh, sí! —respondió animadamente Rafela, que se lanzó a enumerar costumbres arcanas mientras caminaban por el primer nivel de la Torre, algunas tan absurdas como llevar medias azules cuando se salía de Tar Valon, y otras tan sensatas como abstenerse de contraer matrimonio. Las Aes Sedai se casaban de vez en cuando, pero Moraine no veía que esa relación pudiera acabar de otro modo que no fuera mal.

El torrente de información continuó mientras subían uno de los corredores espirales y sólo se paró cuando llegaron ante las pulidas y sencillas puertas que conducían al sector Azul.

—Ya oiréis el resto después —dijo Rafela, que dejó que el chal le resbalara por los brazos—. Aseguraos de aprenderlas todas enseguida. Algunas han de cumplirse tan estrictamente como la ley de la Torre. Creo que debería hacerse con todas, pero al menos algunas se cumplen.

—Vale ya, Rafela —la interrumpió Leane, y ella y la hermana de tez oscura asieron un picaporte de latón cada una y abrieron las puertas.

No habían encauzado. Quizá fuera otra costumbre. Cabalgar le resultaría molesto durante unos cuantos días, y Moraine se proponía emplear el tiempo en memorizar esas costumbres hasta que pudiera marcharse de la ciudad. Al menos las que eran de obligado cumplimiento. No estaba dispuesta a dejar que el inicio de la búsqueda se retrasara por algo tan absurdo como no vestir completamente de azul en primer día de mes. Luz, seguramente eso no sería obligatorio. No obstante, mejor era asegurarse.

Siuan y ella cruzaron el umbral y se pararon, sorprendidas. El Azul era el segundo Ajah menos numeroso, después del Blanco, pero todas las hermanas Azules que se encontraban en Tar Valon en aquel momento estaban alineadas en el corredor y, a excepción de Aeldra, envueltas formalmente en el chal.