9

El comienzo

Merean apenas le dio tiempo a Moraine para abrazar a Siuan antes de llevársela, y con cada paso la bola de hielo creció en el estómago de Moraine. ¡No estaba preparada! En todas las prácticas había conseguido completar todos los tejidos sólo dos veces y nunca bajo una presión que se pareciera ni de lejos a la que Elaida le había impuesto. Iba a fracasar. Esas palabras resonaban en su mente como un tambor que marcaba la marcha hacia el hacha del verdugo. Iba a fracasar.

Mientras seguía a Merean por una estrecha escalera que descendía en espiral a gran profundidad en los cimientos de la Torre se le ocurrió una idea. Si fracasaba, todavía podría encauzar, al menos mientras actuara con circunspección. A la Torre no le gustaba la ostentación en las mujeres a las que mandaba marcharse, y cuando a la Torre no le gustaba algo sólo los necios no hacían caso. Las hermanas decían que las mujeres a las que se les mandaba irse casi renunciaban a tocar el Saidar por miedo a sobrepasar inadvertidamente las restricciones de la Torre, pero renunciar a ese éxtasis escapaba a su comprensión. Sabía que ella nunca lo haría, seguiría siendo Moraine Damodred, descendiente de una casa poderosa aunque desacreditada. Sus heredades sin duda necesitarían años para recuperarse de los estragos causados por los Aiel, pero a buen seguro todavía podrían proporcionarle unos ingresos aceptables.

Le vino una tercera idea y todo encajó, tan evidente que por fuerza debía de haberlo pensado desde el principio a un nivel más profundo de su conciencia. Todavía tenía su libro con cientos de nombres guardado en la escarcela. Aunque fracasara, podía ponerse a buscar al niño. Eso conllevaba riesgos, por supuesto. A la Torre le desagradaba extraordinariamente que los extraños se inmiscuyeran en sus asuntos, y ella sería una extraña en caso de fracasar. Si algunos gobernantes habían tenido que lamentar amargamente haberse entremetido en los planes de la Torre, qué no sería una joven expulsada aunque perteneciera a una casa poderosa. Daba igual. Pasaría lo que tuviera que pasar.

—La Rueda gira según sus designios —murmuró, con lo que se ganó una mirada intensa de Merean. El ritual distaba mucho de ser complejo, pero había que cumplirlo. El hecho de que hubiera olvidado que una vez bajo tierra debía permanecer callada hasta que se le preguntara algo no decía mucho a favor de sus posibilidades en la prueba.

Era muy extraño. Deseaba ser Aes Sedai más que nada en la vida, pero la certeza de que, ocurriera lo que ocurriese allí, podría emprender la búsqueda, la certeza de que lo haría acalló aquel retumbo en su cabeza. Incluso hizo que la bola de hielo menguara. Un poco. De un modo u otro, dentro de pocos días iniciaría su propia búsqueda. La Luz quisiera que fuese como Aes Sedai.

Los altos pasadizos por los que la condujo Merean, excavados en la roca de la isla y tan anchos como cualquier pasillo de la Torre, estaban alumbrados por lámparas en soportes de hierro, a bastante altura de los blancos muros, si bien muchos corredores laterales se hallaban sumidos en la oscuridad o iluminados únicamente con lámparas muy separadas unas de otras que creaban pequeños y aislados focos de luz. El liso suelo de piedra no tenía ni una mota de polvo. Habían preparado el camino para ellas dos. El aire era seco y frío y, aparte del quedo susurro de sus pasos, lo envolvía el silencio. Salvo los almacenes de los niveles más altos, estos sótanos se utilizaban rara vez y todo era sencillo y sin adornos. Puertas de oscura madera jalonaban los corredores, todas cerradas y, a medida que se internaban más y más, con la llave echada. Había muchas cosas guardadas allí abajo a salvo de ojos indiscretos. Tampoco lo que se hacía allí abajo era para ojos extraños.

En el nivel más bajo, Merean se paró delante de unas dobles puertas más grandes que cualquiera de las que habían dejado atrás y tan altas y anchas como las de una fortaleza, pero estaban pulidas hasta brillar y no tenían refuerzos de hierro. La Aes Sedai encauzó y unos flujos de Aire las abrieron silenciosamente al girar sobre goznes bien engrasados. Moraine respiró hondo y la siguió hacia una cámara grande, redonda y abovedada, rodeada de lámparas de pie. La luz, reflejada en las pulidas paredes de piedra blanca, cegaba en contraste con la relativa penumbra de los pasadizos.

Parpadeando, los ojos se le fueron directamente hacia el objeto situado en el centro, debajo de la cúpula, un gran óvalo, estrecho en los extremos superior e inferior, y el armazón poco más grueso que su brazo. Tenía una altura algo inferior a dos metros y unos noventa centímetros de ancho en la parte central, brillaba con la luz de las lámparas, ora plateado, ora dorado o verde o azul o un remolino de todos ellos, sin permanecer del mismo color más de un instante y —cosa que parecía imposible— se sostenía sin apoyos. Era un ter'angreal, un artefacto construido para usar el Poder Único en la remota Era de Leyenda. En su interior se le haría la prueba. No fracasaría. ¡No lo haría!

—Acudid —dijo formalmente Merean. Las otras Aes Sedai que se encontraban en la cámara, una de cada Ajah y con los chales de flecos echados por los hombros, se aproximaron y se situaron en círculo alrededor de las dos. Una de ellas era Elaida y a Moraine el corazón le palpitó de inquietud—. Llegas en la ignorancia, Moraine Damodred. ¿Cómo te marcharás?

Luz, ¿por qué se había permitido que Elaida tomara parte en esto? Ansiaba preguntarlo, pero las palabras estaban prescritas.

—Con conocimiento de mí misma. —Le sorprendió que la voz le sonara tan firme.

—¿Por qué razón se te ha convocado aquí? —entonó Merean.

—Para someterme a la prueba. —La calma era importantísima, pero aunque su voz sonara tranquila la procesión iba por dentro. No podía quitarse a Elaida de la cabeza.

—¿Por qué razón habría que probarte?

—Para que yo descubra si soy digna. —Todas las hermanas intentarían hacerla fracasar (después de todo, de eso se trataba la prueba), pero Elaida podría poner mayor empeño en conseguirlo. ¡Oh, Luz!, ¿qué podía hacer?

—¿De qué se te consideraría digna?

—De llevar el chal.

Dicho esto, empezó a desnudarse. Según la antigua costumbre, debía pasar la prueba vestida de la Luz, lo que simbolizaba que confiaba sólo en la protección de la Luz.

Al desabrocharse el cinturón recordó de pronto el librito guardado en la escarcela. ¡Si lo descubrían…! Pero vacilar ahora era fracasar. Dejó cinturón y escarcela en el suelo, junto a los pies, y echó las manos hacia atrás para desabrochar los botones del vestido.

—Por consiguiente, te daré instrucciones —continuó Merean—. Verás este símbolo en el suelo. —Encauzó y con el dedo dibujó una estrella de seis puntas en el aire, dos triángulos invertidos trazados con fuego durante un instante.

Moraine percibió que una de las hermanas que estaban detrás de ella abrazaba el Saidar y que un tejido le tocaba la parte posterior de la cabeza.

—Recuerda lo que debe recordarse —murmuró la hermana. Era Anaiya, una Azul. Pero esto no formaba parte de lo que le habían enseñado. ¿Qué significaba? Hizo que los dedos siguieran desabrochando firmemente la hilera de botones. Había empezado y debía proceder con absoluta calma.

—Cuando veas ese símbolo, irás inmediatamente hacia él, con paso firme, sin apresurarte ni vacilar, y sólo entonces podrás abrazar el Poder. Los tejidos requeridos deben empezar de inmediato y no te apartarás de ese símbolo hasta que se hayan completado.

—Recuerda lo que debe recordarse —murmuró Anaiya.

—Cuando los tejidos estén completos —continuó Merean—, volverás a ver ese símbolo señalando el camino que debes seguir, de nuevo con paso firme, sin vacilación.

—Recuerda lo que debe recordarse.

—Cien veces tejerás, en el orden que se te ha dado y con absoluta serenidad.

—Recuerda lo que debe recordarse —susurró una última vez Anaiya, y Moraine sintió aposentarse el tejido en su interior, de un modo muy semejante a como lo hacía la Curación.

Todas las hermanas excepto Merean se apartaron y formaron un círculo alrededor del ter'angreal. Arrodilladas en el suelo de piedra, abrazaron el Saidar. Envueltas en el brillo del Poder encauzaron y el color cambiante del aro oval incrementó su velocidad hasta que centelleó como un calidoscopio adherido a la rueda de un molino. Tejieron los Cinco Poderes con una complejidad casi tan grande como cualquier cosa requerida en la prueba, cada hermana concentrada en su tarea. No. No era cierto. No del todo. Elaida desvió los ojos y su mirada era severa y abrasadora cuando se posó en Moraine, un punzón al rojo vivo que podría traspasarle el cráneo.

Moraine deseó humedecerse los labios, pero «absoluta serenidad» significaba exactamente eso. Con protección de la Luz o sin ella, quitarse la ropa delante de tantas mujeres no era fácil, pero la mayoría de las hermanas estaban concentradas en el ter'angreal. Sólo Merean la miraba ahora. Atenta a una vacilación, a una grieta en su aparente serenidad. Había empezado, y desmoronarse significaba fracasar. No obstante, todo era aparente serenidad, una máscara de rasgos sosegados que no llegaba más allá de la piel.

Siguió desnudándose y dobló cuidadosamente cada prenda; las colocó en un montón ordenado encima del cinturón y de la escarcela. Eso tendría que bastar. Todas las hermanas excepto Merean estarían ocupadas hasta que la prueba hubiese acabado —o eso pensaba ella, al menos— y dudaba de que la Maestra de las Novicias rebuscara entre sus ropas. En cualquier caso, ya no podía hacer nada más. Se quitó el anillo de la Gran Serpiente en último lugar; dejar el aro dorado encima de las otras cosas le causó una punzada. Desde que lo había conseguido lo había llevado puesto incluso para bañarse. El corazón le latía desaforadamente, con tanta fuerza que estaba segura de que Merean debía de oírlo. Oh, Luz, Elaida. Tendría que ser muy cautelosa. Esa mujer sabía cómo hacer que se desmoronara. Tenía que estar vigilante y preparada.

Después de eso sólo le quedó esperar allí de pie. Enseguida se le puso carne de gallina por el aire frío y deseó poder mover los pies descalzos sobre el suelo de piedra, que estaba helado. Absoluta serenidad. Permaneció inmóvil, recta la espalda, con las manos a los costados y respirando regularmente. Absoluta serenidad. Que la Luz la asistiera. Se negaba a fracasar sólo por culpa de Elaida. ¡Se negaba! Pero la bola de hielo en el estómago irradió su gelidez hasta llegarle a los huesos. No dejó traslucir nada de eso. Una máscara de absoluta serenidad.

De improviso, el aire en la abertura de aro se tornó una superficie blanca. Parecía de algún modo más blanca que el paño de su falda, más que la nieve o que el papel más fino, pero en vez de reflejar la luz de las lámparas pareció absorberla en parte e hizo que la cámara se volviera progresivamente oscura. Y, entonces, el alto aro empezó a girar lentamente sobre su base sin hacer el menor ruido, ni el más leve roce de la piedra contra el material de que estaba hecho, fuera éste lo que fuese.

Nadie habló. No era necesario. Sabía lo que tenía que hacer. Decidida, al menos exteriormente, caminó con paso firme hacia el anillo giratorio, sin apresurarse ni vacilar. Pasaría la prueba, hiciera lo que hiciese Elaida. ¡La pasaría! Se metió en la blancura, la franqueó y…

Se preguntó dónde demonios se encontraba y cómo había llegado allí. Se hallaba parada en un corredor de piedra, recto y jalonado de lámparas de pie. Había una única puerta, situada al fondo y abierta a la luz del sol. De hecho, era la única salida. A su espalda se alzaba una lisa pared. Muy extraño. Tenía la certeza de no haber visto nunca ese lugar. ¿Y por qué estaba allí… desnuda? Sólo la certidumbre de que debía demostrar una absoluta calma impidió que se cubriera con las manos. Cualquiera podía entrar por esa puerta lejana de un momento a otro, después de todo. De repente, reparó en un vestido que había encima de una mesa estrecha, a mitad del corredor. Sabía a ciencia cierta que ni la mesa ni el vestido se encontraban allí un momento antes, pero las cosas no se materializaban de pronto como por arte de magia. Creía estar segura de eso.

Luchando para no apresurarse, se dirigió hacia la mesa, sobre la que había un juego completo de prendas. Los escarpines eran de terciopelo negro bordado; la blanca ropa interior y las medias, de la más fina seda; el vestido, de un tejido ligeramente más pesado y en un color verde oscuro, bien cortado y meticulosamente confeccionado. Bandas en rojo, verde y blanco, de cinco centímetros cada una, formaban una estrecha franja de color en la delantera del vestido, desde el cuello alto hasta las rodillas. ¿Cómo podía haber allí un vestido con los colores de su casa? No recordaba la última vez que se había puesto un vestido de ese estilo, lo cual era muy raro, porque seguramente se habría pasado de moda un año o dos antes. Parecía tener lagunas en la memoria. ¿Lagunas? ¡Mares! Aun así, volvió hacia atrás la cabeza para abrocharse los diminutos botones de madreperla mirándose en el espejo de cuerpo entero… ¿De dónde había salido? No, mejor no preocuparse por lo que no parecía tener explicación. Las ropas le sentaban tan bien como si su propia modista le hubiera tomado medidas. Una vez que se hubo vestido, empezó a sentirse lady Moraine Damodred hasta la última brizna de su ser. Únicamente llevar el cabello peinado en complejos rizos a los lados de la cabeza habría incrementado esa sensación. ¿Cuándo había empezado a llevar suelto el cabello? Daba igual. En Cairhien sólo había un puñado de personas que podían dar órdenes a Moraine Damodred. La mayoría obedecía sus mandatos. No le cabía duda de ser capaz de mantener la serenidad que hiciese falta. Ya no.

La puerta al fondo del pasillo conducía a un patio grande y circular rodeado de altos arcos de ladrillo que sostenían una galería con columnata. Torres y bóvedas doradas sugerían un palacio, pero no se veía a nadie por allí. Todo estaba silencioso bajo el claro cielo primaveral. Primaveral o de un fresco día estival, tal vez. ¡Ni siquiera recordaba qué época del año era! Pero recordaba quién era, lady Moraine, criada y educada en el Palacio del Sol, y eso bastaba. Se detuvo sólo el tiempo suficiente para localizar la estrella de seis puntas, una figura de pulido latón e incrustada en los adoquines que había en el centro del patio; se recogió la falda y salió al exterior. Se movió como alguien nacido en un palacio, alta la cabeza, sin apresurarse.

Al segundo paso el vestido desapareció y se quedó en ropa interior. ¡Imposible! Haciendo gala de una gran fuerza de voluntad continuó su regio avance. Serena. Segura. Dos pasos más y la ropa interior se desvaneció. Para cuando las medias de seda y las ligas se esfumaron, a mitad de camino de la brillante estrella de latón, le pareció que era una grave pérdida. No tenía sentido, pero al menos había llevado cubierto algo. A paso regular. Serena y segura.

Tres hombres salieron de uno de los arcos de ladrillos; eran tipos corpulentos, sin afeitar, vestidos con chaquetas de tosco paño, de los que se pasaban el día bebiendo en las tabernas o en la sala de las posadas. Desde luego no eran el tipo de hombres a los que permitirían deambular por un palacio. Las mejillas le enrojecieron aun antes de que repararan en ella y empezaran a mirarla con lascivia y a guiñarle un ojo. La ira la invadió, pero la reprimió. Serenidad. Moverse con paso firme, ni apresurándose ni vacilando. Tenía que ser así.

Uno de los hombres se pasó los dedos por el pelo grasiento como para alisárselo, pero el resultado fue peor. Otro se estiró la andrajosa chaqueta. Empezaron a caminar despaciosamente hacia ella con una sonrisita untuosa en la cara. No le daban miedo, simplemente tenía la ardiente certeza de que esos…, esos… rufianes la estaban viendo sin un centímetro de ropa encima —¡en cueros!—, pero no osó encauzar hasta que llegara a la estrella. Absoluta serenidad y paso firme. La rabia, profundamente enterrada, se retorcía y pugnaba por salir, pero la refrenó.

Al tocar la estrella de latón con el pie Moraine habría querido soltar un suspiro de alivio. En cambio volvió el rostro hacia los tres patanes, abrazó el Saidar y encauzó Aire en el tejido requerido. Un sólido muro de Aire de tres pasos de altura surgió repentinamente alrededor de los hombres y Moraine lo ató. Eso estaba permitido. El muro resonó como el acero cuando uno de ellos lo golpeó.

Había una estrella de seis puntas en el ápice del mismo arco enladrillado por el que habían salido los hombres. Estaba segura de que antes no se encontraba allí, pero ahora sí. Caminar con paso firme al pasar junto al muro de Aire no fue nada fácil, y Moraine se alegró de asir todavía el Poder. Por las maldiciones y los gritos que oía en el interior, los hombres estaban intentando trepar al borde encaramándose unos sobre los hombros de otros. Una vez más, no eran ellos la causa de su temor, sino el hecho de que la viesen desnuda de nuevo. El rubor volvió a teñirle las mejillas. Costaba trabajo no apretar el paso, pero se concentró en eso, en mantener el semblante inmutable, sereno, por muy sonrojado que estuviera.

Cruzó el arco y se volvió, preparada por si acaso los hombres…

Luz, ¿dónde se encontraba? ¿Y por qué estaba… desnuda? ¿Por qué asía el Saidar? Soltó el Poder con inquietud a la par que con renuencia. Sabía que ahí afuera, en aquel patio vacío, había completado el primer tejido de los cien que tenía que hacer. Sabía eso y nada más. Excepto que debía seguir adelante.

Afortunadamente, había una muda en el suelo, justo al otro lado del arco. Eran ropas de paño burdo y gordo, y las medias le picaban, pero le quedaban como si se las hubiesen hecho a medida. Incluso los pesados zapatos de cuero. Le parecían horribles, pero se los calzó.

Era muy extraño, dado que lo que había detrás parecía el patio de un palacio, pero el corredor por el que echó a andar era de piedra toscamente labrada, no tenía puertas y lo alumbraban lámparas en soportes de hierro situados a gran altura en la pared. Más apropiado para una fortaleza que para un palacio. Y desde luego no es que no tuviera ninguna puerta; eso era imposible. Ella tenía que seguir adelante, lo que significaba que el corredor debía conducir a algún sitio. Más extraño incluso que el propio corredor fue lo que dejó ver al abrirse la única puerta que había al fondo.

Ante Moraine se alzaba una aldea con una docena de casas con tejado de bálago y graneros destartalados. Los postigos combados se mecían en los goznes con el soplo del viento, que levantaba polvo en la única calle de tierra bajo un implacable sol de mediodía. El calor la golpeó con la fuerza de un martillo y la empapó de sudor antes de que hubiese dado diez pasos. Se alegró de llevar los fuertes zapatos; el suelo era rocoso y posiblemente le habría quemado a través de la suela de unas zapatillas. Había un pozo de piedra en el centro de lo que tiempo atrás podría haberse llamado el prado comunal de pueblo, una zona de tierra seca con matas dispersas de hierba seca. En las verdes baldosas desportilladas que rodeaban el pozo, sobre las que antaño pisaban los hombres y las mujeres que iban a sacar agua, alguien había dibujado una estrella de seis puntas con una pintura roja, ahora desvaída y saltada.

Tan pronto como pisó la estrella, Moraine empezó a encauzar. Aire y Fuego y después Tierra. Hasta donde alcanzaba a ver se divisaban campos agostados y árboles retorcidos con las ramas peladas. Nada se movía en el paisaje. ¿Cómo había llegado allí? Como quiera que hubiese sido, quería marcharse de ese lugar muerto. De repente, se encontró atrapada en arbustos uñanegra cuyas oscuras espinas de más de dos centímetros de largo se le enganchaban en las ropas y le pinchaban las mejillas y el cuero cabelludo. No se molestó en pensar que era imposible. Su único deseo era salir de allí. Cada pinchazo le producía ardor y sentía que en algunos había brotado la sangre. Calma. Tenía que manifestar una calma absoluta. Incapaz de mover la cabeza, buscó a tientas el modo de apartar al menos algunas de las ramas marrones enmarañadas, y por poco no dio un respingo cuando las agudas púas se le clavaron en la carne. La sangre le resbalaba por los brazos. Calma. Podía hilar tejidos distintos de los requeridos, pero ¿cómo librarse de esas malditas espinas? El Fuego no servía; los arbustos tenían pinta de estar tan secos como yesca, y si los quemaba las llamas también la envolverían a ella. Siguió tejiendo mientras pensaba, por supuesto. Energía, después Aire. Energía seguida de Tierra y Aire juntos. Aire, después Energía y Agua.

Algo se movió en una de las ramas, una forma pequeña y oscura con ocho patas. El recuerdo surgió de alguna parte y a Moraine se le cortó la respiración a despecho de sí misma. Mantener el semblante tranquilo requirió emplear al máximo sus habilidades. La araña calavera procedía del Yermo de Aiel. ¿Cómo sabía eso? El nombre no se debía sólo a la mancha gris del dorso que semejaba una calavera humana. Una picadura podía enfermar a un hombre fuerte durante días. Dos podían matarlo.

Todavía hilando la inútil maraña de los Cinco Poderes —¿para qué estaba tejiendo una cosa así?—, todavía hilando, dividió la urdimbre y tocó a la araña con un minúsculo pero intrincadísimo tejido de Fuego. La araña se incineró con tal rapidez que ni siquiera chamuscó la rama donde estaba. Y eso que no haría falta mucho para prender fuego a los secos arbustos. Sin embargo, antes de que Moraine tuviera tiempo de sentir alivio, vio otra araña que se dirigía hacia ella y la mató con ese mismo tejido pequeño; y después otra, y otra más. Luz, ¿cuántas había? Los ojos de Moraine, la única parte del cuerpo que podía mover, buscaron frenéticamente y casi en cualquier punto donde se posaron había otra araña calavera dirigiéndose hacia ella. Mató a todas las que vio; pero, habiendo tantas en su ángulo de visión, no podía dejar de preguntarse cuántas habría fuera del alcance de su vista. ¿Y detrás? ¡Calma!

Mientras incineraba arañas tan deprisa como podía, empezó a hilar más y más rápido aquella gran maraña inútil. En varios sitios empezaron a salir zarcillos de humo de los puntos ennegrecidos de las ramas. Manteniendo el gesto petrificado en una máscara de sosiego, tejió más y más deprisa. Murieron docenas más de arañas y se alzaron más hilillos de humo, algunos más gruesos. Si prendía una llama, se extendería como el viento. Más deprisa. Más deprisa.

Los últimos hilos encajaron en su lugar en el tejido inútil, y tan pronto como Moraine dejó de tejer los arbustos uñanegra desaparecieron. ¡Se esfumaron, simplemente! Los pinchazos de las espinas no, pero apenas le preocupaban en ese momento. Anhelaba quitarse la ropa y sacudirla a fondo. Utilizar flujos de Aire. Las arañas de los arbustos habían desaparecido junto con las uñanegra, pero ¿y si tenía alguna en el vestido? ¿O dentro de él? No obstante, Moraine buscó otra estrella de seis puntas y la encontró encima de la puerta de una de las casas de techo de bálago. Calma absoluta. Entró en una oscuridad tan negra como boca de lobo.

Y se halló preguntándose dónde estaba y cómo había llegado allí. ¿Por qué iba vestida con ropa de granjera y por qué sangraba como si hubiera rodado sobre un espino? Sabía que había completado dos de los cien tejidos que tenía que hacer, y nada más. Ni siquiera sabía dónde había realizado el primero. Nada salvo que el camino que debía seguir iba a través de esa casa. No volvió la mirada hacia el paisaje inhóspito que había a su espalda.

Lo único que veía al frente era un débil brillo de luz al otro lado de la habitación. Extraño; estaba segura de que las ventanas tenían echados los postigos. Quizás aquel brillo señalaba una salida, una grieta junto a una puerta, tal vez. Podría haber creado una luz, pero todavía no debía abrazar el Poder de nuevo. La oscuridad no le daba miedo, pero caminó con cuidado para no tropezar con nada. Sin embargo, no encontró ningún obstáculo. Caminó casi un cuarto de hora mientras el brillo luminoso aumentaba paulatinamente antes de caer en la cuenta de que lo que veía era una puerta. Un cuarto de hora en una casa que habría podido recorrer dos veces en una cuarta parte de ese tiempo. Un lugar muy peculiar, aquél. Habría pensado que era un sueño si no hubiese tenido la certeza de que no lo era.

Tardó casi el doble en llegar a la puerta, que se abrió a una escena tan extraña como la larga andadura. Un compacto muro de enormes piedras de cinco pasos de altura y treinta de lado rodeaba un espacio cuadrado con el suelo pavimentado, pero no veía nada detrás de él, ni un edifico ni un árbol. Tampoco había portones ni puertas; la que había utilizado para entrar había desaparecido cuando echó un vistazo hacia atrás. Un vistazo despreocupado con la máscara de calma en el rostro, como si estuviera tallada. El aire era húmedo y primaveral, el cielo estaba radiante y despejado excepto por unas pocas nubes algodonosas que lo cruzaban, pero esos detalles no hacían mella en el ominoso ambiente del lugar.

La estrella de seis puntas, de unos dos metros de lado a lado, se hallaba tallada en el centro del cuadrado, y Moraine caminó hacia allí lo más rápido que se atrevió. Justo antes de llegar a ella, una figura inmensa, cubierta con una cota de la que sobresalían pinchos, se aupó en lo alto del muro y saltó dentro. El ser era tan alto como un Ogier, y no se lo podía confundir con un humano a pesar de que la forma del cuerpo sí era humana. Unas fauces de lobo y unas orejas móviles convertían en un espanto la que, de otro modo, habría sido la cara de un hombre. Moraine había visto dibujos de trollocs, pero jamás había visto uno en carne y hueso. Engendros de la Sombra creados en la guerra que habría puesto fin a la Era de Leyenda y servidores del Oscuro, los trollocs habitaban en La Llaga, corrompida por la Sombra, a lo largo de las Tierras Fronterizas. ¿Es que estaba en La Llaga? La idea hizo que la sangre se le helara en las venas. A su espalda oyó el golpe seco de unas botas al aterrizar pesadamente, así como el ruido de pezuñas. No todos los trollocs tenían pies humanos. La criatura con hocico de lobo desenvainó una enorme espada de hoja curvada como una guadaña que llevaba ceñida a la espalda y echó a correr hacia ella. ¡Luz, qué rápida era esa cosa! Oyó más pies que corrían y también pezuñas. Más trollocs saltaron desde el muro que tenía enfrente, los rostros deformes con picos de águilas y hocicos de jabalí de los que sobresalían colmillos.

Dio otro paso y se encontró en la estrella. Inmediatamente abrazó el Saidar y empezó a hilar. En primer lugar el tejido requerido; pero, tan pronto como los primeros hilos de Aire, Tierra y Energía quedaron colocados, dividió los flujos e hizo un segundo tejido, y un tercero, de Fuego. Había formas distintas de crear bolas de fuego y Moraine eligió la más sencilla. Moviendo las manos la arrojó a los trollocs que estaban más cerca y giró sobre sí misma mientras seguía tejiendo Fuego. Tenía que parar en el tejido más importante, pero mientras fuera lo bastante… ¡Luz, había docenas de trollocs en el espacio cuadrado y más seguían trepando por el muro! Apuntando a los más próximos, a sólo unos pasos de distancia, lanzó con las dos manos tan deprisa como podía tejer y, donde impactaron las bolas de fuego, estallaron; una decapitó a una criatura con hocico de carnero y cuernos; otra partió en dos a otro con hocico y cuernos de macho cabrío; otras sesgaron piernas o patas. Moraine no sentía lástima. Los trollocs capturaban humanos para comérselos.

Completó el giro y llegó justo a tiempo de asir el tejido mayor cuando estaba a punto de desmoronarse. Justo a tiempo de lanzar bolas de fuego que decapitaron una cabeza con pico de águila, a escasos pasos de distancia, y medio torso de un trolloc con hocico de lobo que se tambaleó al borde de la estrella antes de desplomarse muerto. No iba a funcionar. Había demasiados y seguían pasando más por encima del muro. Además, no podía descuidar el tejido importante mientras giraba lo más rápido posible. Tenía que haber un modo. ¡No fracasaría! De algún modo la idea de que los trollocs la mataran y la devoraran no se le pasó por la cabeza en ningún momento. No fracasaría; eso era lo esencial.

Inopinadamente se le ocurrió cómo, y sonrió y empezó a tararear la danza cortesana más rápida que conocía. Quizá fuera ése el modo; al menos, sí era una posibilidad. Los pasos rápidos la llevaron alrededor del borde de la estrella sin que perdiera de vista siquiera el tejido que tenía que completar por encima de todo. Al fin y a la postre, por rápido que moviera los pies, ¿qué podía haber más sereno que una danza cortesana, con el semblante adecuadamente sosegado, como si estuviera bailando en el Palacio del Sol? Tejió los Cinco Poderes lo más rápido que pudo, más de lo que había hilado nunca, no le cabía duda. En cierto modo, la danza la ayudó, y el intrincado tejido empezó a cobrar forma cual el encaje más exquisito de Mardina. Tejió y bailó, lanzó bolas de fuego con las dos manos, mató Engendros de la Sombra con las dos manos. A veces se acercaban tanto que su sangre le salpicaba la cara, tan cerca que tenía que sortearlos bailando cuando se desplomaban, tan cerca que tenía que esquivar danzando las espadas curvas, pero hizo caso omiso de la sangre y continuó bailando.

El último hilado ocupó su lugar y Moraine dejó que el tejido completo se evaporara, pero seguía habiendo trollocs en el cuadrado. Un paso rápido la llevó al centro de la estrella, donde bailó en un pequeño círculo, espalda contra espalda con una pareja imaginaria. Realizar tres tejidos separados a la vez la había dejado exhausta, pero sacó fuerzas para ejecutar otros tres de nuevo. Danzando arrojó fuego e invocó rayos del cielo, acribilló el patio con explosiones.

Finalmente, sólo quedó ella moviéndose, danzando. Dio tres vueltas más antes de caer en la cuenta y detenerse. Tarareando. Ahora había un acceso arqueado en el muro, una abertura envuelta en sombras con la estrella cincelada en lo alto. El corazón se le heló. Un arco que conducía hacia el lugar de donde habían llegado los trollocs. A La Llaga. Sólo los locos entraban en La Llaga por voluntad propia. Se recogió la tosca falda y se obligó a cruzar el osario en que se había convertido el patio, hacia la puerta. Era el camino que debía seguir.