5

El corazón humano

Una vez que Moraine estuvo sentada en una de las banquetas, con el recado de escribir abierto encima de la mesa ante ella, cambió de opinión sobre la incomodidad. El calor de los braseros se disipaba rápidamente al aire libre sin atenuar apenas el frío, además de que el viento le echaba remolinos del humo a la cara con el resultado de que le escocían los ojos y en ocasiones la hacía toser. A pesar de los zapatos fuertes y los dos pares de medias, los pies ya se le habían quedado fríos durante la cabalgada y al tenerlos ahora plantados en la nieve pisoteada se le helaron enseguida. Y lo que parecía una multitud de casi cien mujeres, en su mayoría con un bebé en los brazos, se apiñaba alrededor de la mesa, todas ellas voceando para que se anotara su nombre en primer lugar. La mayoría llevaba prendas sencillas de paño grueso, pero alrededor de media docena llevaba vestidos de seda o al menos adornados con bordados o ambas cosas. Sin embargo, éstas chillaban tanto como las demás. ¡Nobles gritando al tiempo que las plebeyas! Los murandianos no sabían lo que era un comportamiento apropiado.

Con el yelmo apoyado en la cadera, Steler gritó hasta que la cara se le congestionó para que todas se callaran y se pusieran en fila, pero nadie le hizo el menor caso. Dos de los guardias se adelantaron como si tuvieran intención de empezar a empujar a las mujeres hacia atrás, pero un gesto brusco del alférez los frenó, por suerte. Era el tipo de actuación que podía desatar un disturbio. Moraine se puso de pie para intentar poner las cosas en su sitio, aunque no sabía cómo. Nunca se había enfrentado a algo así en ninguna de sus heredades; en realidad dudaba de que ninguno de sus administradores se hubiese visto en una situación así, y eso que la gente hablaba con más franqueza a un administrador que a la señora de la propiedad. Pero Siuan se le adelantó y se encaramó a la banqueta con gesto ceñudo. Asió los bordes de la capa como si quisiera evitar amenazarlas con el puño.

El brillo del Saidar la envolvía y tejió Aire y Fuego. Era una trama sencilla que requería una cantidad ínfima de Poder; pero, cuando habló, su voz retumbó como el trueno.

—¡Silencio!

Era una simple orden, aunque emitida de forma impresionante, sin ira, pero aun así las mujeres recularon, de repente calladas como piedras. Hasta el repicar de los yunques cesó. Todo el campamento enmudeció, al punto de que Moraine alcanzó a oír el piafar esporádico de los caballos estacados. Steler dirigió una mirada de aprobación a Siuan —los alféreces eran partidarios de unos buenos pulmones, según la experiencia de Moraine— y otra fulminante a las mujeres que rodeaban la mesa. Sin embargo, unos cuantos bebés rompieron a llorar con estridencia, y cuando Siuan prosiguió lo hizo sin el tejido, si bien con voz alta y firme que tenía proyección.

—Si queréis ver un céntimo, poneos en fila y comportaos como es debido. La Torre Blanca no trata con turbamulta ni con niños revoltosos. Comportaos como mujeres adultas o desearéis haberlo hecho. —Asintió con la cabeza para dar énfasis a sus palabras y después contempló a la masa con expresión severa para ver si habían asimilado sus palabras. Y sí, las habían captado bien.

Mientras se bajaba de la silla las mujeres se apresuraron a colocarse en dos filas delante de la mesa, sin demasiados empujones ni codazos, que Moraine viera. Las mujeres vestidas con mejores ropas estaban delante, claro, con criadas cargadas con sus bebés, si bien no se abstenían de intentar adelantarse unas a otras con empujones a la par que intercambiaban miradas ceñudas. Quizás eran mercaderes, aunque a Moraine no se le ocurría qué podrían comerciar allí. En cierta ocasión había visto a dos mercaderes murandianos de aspecto serio y formal enzarzarse a puñetazos en la calle y acabar con la nariz sangrante y rodando por el arroyo. A pesar de la nimia escaramuza, nadie dijo una palabra y las que cargaban con niños parecían esforzarse en conseguir tranquilizarlos. Un puñado de chiquillas, de entre diez o doce años, se agruparon a un lado, arrebujadas en la capa, y las señalaron a Siuan y a ella mientras cuchicheaban con excitación. A Moraine le pareció oír que mencionaban a las Aes Sedai. Otra joven, tres o cuatro años mayor, más o menos la edad en que ella había ido a Tar Valon, se había quedado cerca y fingía que no observaba con avidez. Muchas chiquillas soñaban con convertirse en Aes Sedai, pero eran pocas las que tenían el coraje de dar el paso para que fuera algo más que un sueño. Moraine se echó hacia atrás la capa por el lado derecho, destapó el tintero y cogió una pluma. No se quitó los guantes; la fina piel no la protegía mucho del frío, pero siempre era mejor que nada.

—¿Cómo os llamáis, milady? —preguntó. La mujer sonriente y regordeta llevaba un traje de montar verde, de cuello alto, que no era de la mejor seda, pero de seda al fin y al cabo, como también lo era la capa azul orlada de piel y con bordados en rojo y dorado. Y lucía una sortija en cada dedo. Aun así, quizá no era una noble, pero no costaba nada halagar a la gente—. ¿Y el nombre de vuestro bebé?

—Soy lady Meri do Ahlan a'Conlin, descendiente directa de Katrine do Catalan a'Coralle, primera reina de Murandy. —La regordeta mujer seguía sonriendo, pero su voz tenía un timbre helado y orgulloso. Hablaba con ese acento cantarín de los murandianos que llevaba a pensar que eran gentes pacíficas hasta que a uno lo sacaban de su error. Con una mano, tiró de una mujer fornida vestida con ropas de paño oscuro y un grueso chal echado por la cabeza; sostenía en los brazos a un gorjeante bebé tan arropado que sólo se le veía la cara—. Éste es mi hijo, Sedrin. Nació hace justo una semana. Me negué a quedarme en casa cuando mi esposo partió para la guerra, naturalmente. Haré que me enmarquen las monedas para que Sedrin sepa siempre que fue honrado por la Torre Blanca.

Moraine se abstuvo de mencionar que Sedrin compartiría ese honor con centenares de otros niños, quizá miles, si en los otros campamentos la situación era parecida al de éste. ¡Luz, jamás habría esperado que tantas mujeres hubieran dado a luz! Manteniendo la expresión relajada, observó al pequeño un momento. No era una cría inocente —había visto la monta para fecundar a las yeguas y las había ayudado a parir; si uno no sabía cómo se hacía algo, ¿cómo iba a saber si los criados lo hacían bien?—, pero no tenía ninguna experiencia con los bebés. Para ella, el niño podría haber tenido diez días o un mes o dos. Steler y sus hombres vigilaban a corta distancia de la mesa en prevención de que estallara otro tumulto. Al final no fue capaz de preguntar. Si lady a'Conlin mentía, entonces tendría que solucionarlo una hermana. Moraine miró de reojo. La mujer que había delante de Siuan llevaba un niño aún mayor, pero su amiga anotaba los nombres.

Mientras mojaba la pluma vio que una mujer pasaba con un bebé al que le daba el pecho. Medio oculto en la capa de la mujer, el bebé no parecía mayor que Sedrin, pero sin embargo no se había puesto en la fila y se mantenía apartada de forma harto significativa.

—¿Por qué no está en la fila esa mujer? ¿Su bebé es demasiado mayor?

La sonrisa de lady a'Conlin se borró y la mujer enarcó las cejas.

—No tengo por costumbre llevar la cuenta de todos los mocosos que nacen en el campamento. —La frialdad de su voz había aumentado considerablemente. Señaló con gesto imperioso el papel que había en la mesa; el anillo del dedo llevaba engastada una gota de fuego grande pero visiblemente imperfecta—. Escribid mi nombre. Quiero regresar al calor de mi tienda.

—Escribiré vuestro nombre y toda la información que requerimos tan pronto como me contestéis lo que os he preguntado sobre esa mujer —repuso Moraine, que intentó dar a su voz el tono de mando utilizado por Siuan.

Su intento no tuvo mucho éxito. Meri a'Conlin frunció las cejas en un gesto ceñudo y apretó los labios en un gesto beligerante. Parecía a punto de estallar. O de propinar un golpe. Antes de que tuviera ocasión de hacer ninguna de las dos cosas, la criada de cara redonda se apresuró a intervenir a la par que se agachaba en una imitación de reverencia cada pocas palabras.

—La niña de Careme tiene el mismo tiempo que lord Sedrin, y perdón por hablar, milady, y a vos también, Aes Sedai. Pero el tipo con el que Careme quería casarse se marchó con la idea de hacerse Guardián y el hombre con el que se casó al final no le gusta ni la mitad. —Meneó la cabeza con energía—. ¡Oh!, no quiere nada con la Torre Blanca, esa Careme.

—Aunque así sea, recibirá la recompensa —repuso firmemente Moraine. Tamra había dicho que se anotaran todos los nombres. Se preguntó si el amado de Careme habría logrado su propósito. Había pocos hombres con las aptitudes necesarias. Un Guardián no usaba simplemente las armas, él mismo era un arma, y ése era sólo el primer requisito—. ¿Cuál es su nombre completo? Y el del bebé.

—Ella es Careme Guadañil, Aes Sedai, y la niña se llama Ellya.

Maravilla de maravillas, lady a'Conlin parecía conforme con que su criada respondiera. No sólo eso, sino que el ceño se le había borrado y miraba a Moraine con recelo. Quizá lo único que hacía falta era un tono firme. Y que la gente creyera que una era Aes Sedai.

—¿De qué pueblo o ciudad es? —preguntó mientras escribía.

—¿Y dónde nació exactamente tu hija? —oyó decir a Siuan. Su amiga se había quitado los guantes, un regalo de Moraine en su onomástica, para que no se le mancharan de tinta. A la impaciente mujer vestida de seda que estaba ante ella se la habría podido considerar una belleza de no ser por la nariz. Era muy alta, casi una mano más que Siuan—. ¿En un pajar a kilómetro y medio al oeste de aquí? No, no es el sitio que habríais deseado para dar a luz a vuestro heredero. Tal vez no deberíais haber partido estando tan próxima la fecha del parto, por no mencionar la lucha que estaba teniendo lugar. Bien, ¿conocéis a alguna mujer que haya dado a luz en los últimos dieciséis días que no esté aquí? ¿Su nombre? Nada de rezongos, milady. Limitaos a responder.

Así lo hizo la dama sin más protestas. Claro que la actitud de Siuan no admitía quejas ni pegas. No levantaba la voz ni hablaba duramente; simplemente tenía el mando. ¿Cómo lo hacía?

Las ideas que Moraine tuviera sobre la aventura de buscar al Dragón Renacido desaparecieron a no tardar, junto con la emoción de encontrarse fuera de las murallas de la ciudad. Hacer las mismas preguntas una y otra vez y escribir las respuestas, dejando a un lado cuidadosamente las hojas llenas para que se secaran y volver a empezar otra hoja nueva se convirtió enseguida en una pesadez y un aburrimiento. Los únicos altos en la monótona tarea eran los que hacía para calentarse las manos en el brasero que había a su lado de la mesa. Un placer indescriptible, dadas las circunstancias, con los dedos doloridos por el frío y sin que ocurriera nada interesante. La única sorpresa fue el número de mujeres que no eran murandianas. Los soldados que iban a la guerra, por lo visto, tomaban frecuentemente esposas forasteras. Los yunques empezaron a repicar de nuevo al cabo de un rato y algunos tipos que trabajaban en una carreta comenzaron a dar martillazos también para colocar una rueda nueva. El martilleo amenazaba con levantarle dolor de cabeza a Moraine. Todo era deprimente.

Hizo un gran esfuerzo para no descargar su descontento en las mujeres con las que hablaba, aunque un puñado de ellas intentaron darle motivos para hacerlo. Tuvo que disuadir a algunas de las nobles para que no soltaran su linaje al completo hasta remontarse a los tiempos de Artur Hawkwing y más allá, y algunas de las mujeres vestidas con ropas sencillas se opusieron a dar el nombre del padre o decir de dónde procedían y fruncían el entrecejo con desconfianza como si sospecharan que era alguna clase de truco para escamotearles el dinero, aunque sólo hizo falta una mirada impasible para acabar con la resistencia de la mayoría. Ni siquiera las murandianas querían pasarse de la raya con unas mujeres que creían que eran Aes Sedai, una idea que se iba extendiendo rápidamente. Eso hacía que las filas avanzaran con cierta fluidez, aunque ni mucho menos con rapidez.

Moraine no dejaba de desviar la vista hacia las mujeres que pasaban por allí y que estaban en avanzado estado de gestación. Algunas se paraban para mirar a la mesa, como si pensaran ponerse también en la fila. Una de ellas podría ser la futura madre del Dragón Renacido, al menos si, por alguna razón, decidía ir al Monte del Dragón para dar a luz. Los únicos nacimientos habidos ese día, después de la Predicción de Gitara, eran niñas y, como todos los otros recién nacidos, habían venido al mundo en un radio de un kilómetro del campamento. Alguna otra Aceptada iba a topar con el niño sin saber lo que había encontrado. Seguramente ella no sabría nada de él en varios años. Luz, no era justo. Ella lo sabía y no significaba nada.

Cerca del mediodía, Moraine alzó la vista hacia una joven delgada vestida con ropas de paño oscuro que sostenía un niño en el doblez del brazo.

—Susa Wynn, Aes Sedai —dijo tímidamente—. Es mi nombre. Y éste es mi Cyril —añadió mientras acariciaba la cabecita del niño.

Moraine no tendría experiencia con los bebés, pero sí distinguía a un pequeño de seis o siete meses de un recién nacido. Abría la boca para decirle a la mujer que no la tomara por idiota, cuando Siuan le rozó el brazo un instante. Sólo eso —ni siquiera dejó de preguntar el nombre de la mujer que tenía delante— pero ese simple gesto bastó para que Moraine echara otra ojeada a la chica. Susa Wynn no estaba delgada, sino flaca, casi consumida, ojerosa y con aire de desesperación. El vestido y la capa estaban ajados y llenos de zurcidos. Bien zurcidos, pero en algunos sitios parecía haber más remiendo que la tela original del vestido.

—¿El nombre del padre? —preguntó Moraine para ganar tiempo y tomar una decisión. El niño sobrepasaba, y mucho, la edad requerida, se mirara como se mirara. Sólo que…

—Jac, Aes Sedai. Jac Wynn. Él… —Los ojos hundidos se le llenaron de lágrimas—. Jac murió antes incluso de que la lucha empezara. Resbaló en la nieve y se rompió la cabeza con una piedra. No parece justo viajar hasta aquí y morir por resbalar en la nieve.

El niño empezó a toser; el sonido de la tos dejó claro que tenía el pecho congestionado. Susa se inclinó sobre él con gesto ansioso.

Moraine no supo con certeza si fue la tos del niño o las lágrimas o el marido muerto, pero anotó los datos de la mujer con cuidado. La Torre podía permitirse entregar cien coronas de oro a una mujer y a un niño que podrían morir si no recibían algún tipo de ayuda. El pequeño parecía estar gordito, sí, pero resultaba obvio que Susa estaba muerta de hambre. Y Meri a'Conlin tenía pensado enmarcar las monedas. Tuvo que hacer un esfuerzo para no preguntar a las órdenes de quién había servido Jac Wynn. ¡Quienquiera que fuera no habría debido permitir que las cosas llegaran a este punto! ¡La nobleza conllevaba tantas responsabilidades como derechos! Más, según le habían enseñado a ella. Además, ¿dónde estaban las amigas de la mujer? ¡Murandianos!

—Que la Luz os bendiga, Aes Sedai. —Susa intentó tragarse las lágrimas, pero fracasó. No sollozó; simplemente las lágrimas le resbalaron por las mejillas—. Que siempre os ilumine.

—Sí, sí —dijo suavemente Moraine—. ¿Tenéis una Lectora en este campamento? —No, los murandianos llamaban de otra forma a las mujeres que sabían de hierbas curativas y remedios. ¿Cómo era? Verin Sedai había dado una clase sobre ese tema el primer año que Siuan y ella fueron Aceptadas—. Una Zahorí. Una Mujer Sabia. —Cuando Susa asintió con la cabeza, Moraine sacó una moneda de plata de su bolsita del dinero y la puso en la mano libre de la mujer—. Llévale al niño para que lo examine.

Aquello provocó más llanto, más palabras agradecidas y un intento de besarle la mano que Moraine evitó por poco. Luz, Susa no era su vasalla. Eso no era decente.

—Con la recompensa que va a recibir —le susurró Siuan cuando Susa se hubo marchado—, la Mujer Sabia le habría dado crédito. —No apartó los ojos de lo que escribía con letra meticulosa, pero Moraine advirtió que su rostro expresaba desaprobación. Siuan era muy cuidadosa con el poco dinero que tenía.

Moraine suspiró —lo hecho, hecho estaba— y volvió a suspirar cuando se dio cuenta de que un murmullo generalizado se extendía por las dos filas de mujeres. Se propagó la voz de que una de las «Aes Sedai» había aceptado al niño de Susa Wynn como el fuego en la hierba seca, y a no tardar Moraine vio mujeres que se apresuraban a ponerse al final de la cola, una de ellas llevando a un niño de la mano.

—Mi Danil ha estado muy paliducho últimamente, Aes Sedai —afirmó con una sonrisa esperanzada la mujer carirredonda que tenía delante. El niño que llevaba en brazos hizo unos gorjeos alegres—. Ojalá pudiera permitirme llevarlo a la Mujer Sabia. —El vestido de paño gris de la mujer estaba casi nuevo.

El genio de Moraine estalló, y por una vez no hizo el menor esfuerzo para controlarse.

—Yo podría Curarlo —repuso fríamente—. Claro que es muy pequeño. Quizá no sobreviviría. Casi seguro que no. —A esa edad, ciertamente no soportaría los rigores de la Curación y, además, ése era uno de los pocos tejidos que las Aceptadas tenían prohibido realizar sin que hubiera una hermana supervisando el proceso. Un error con la Curación podía hacer daño y no sólo a la tejedora. Pero la mujer no sabía nada de eso y, cuando Moraine alargó la mano enguantada, se echó bruscamente hacia atrás mientras abrazaba al bebé con gesto protector y los ojos casi se le salían de las órbitas por el terror.

—No, Aes Sedai. Os lo agradezco, pero no. Reuniré… el dinero de algún modo. Lo conseguiré.

El mal genio se disipó —nunca duraba mucho— y por un momento Moraine se sintió avergonzada. Sólo un momento. La Torre podía permitirse ser generosa, pero no se podía consentir que nadie tomara por necias a las Aes Sedai. Gran parte del poder de la Torre radicaba en la creencia de que las hermanas eran justo todo lo contrario a necias en todo sentido. Los susurros recorrieron de nuevo la fila, y la mujer que llevaba al niño de la mano se marchó más deprisa de lo que había llegado. Al menos no tendría que encargarse de eso. Habría sido imposible evitar palabras duras con alguien que creía que a la Torre se la podía engañar tan fácilmente.

—Bien hecho —murmuró Siuan al tiempo que su pluma se deslizaba sobre el papel—. Muy bien hecho.

—Danil —dijo Moraine mientras anotaba el nombre—. ¿Y tú te llamas?

Su sonrisa era por el cumplido de Siuan, pero la madre de Danil debió de interpretar el gesto como señal de perdón y respondió a las preguntas con voz de alivio. A Moraine le alegró eso. Mucha gente temía a la Torre Blanca, de vez en cuando con razón (la Torre podía mostrarse severa cuando debía), pero el miedo era una mala herramienta que siempre acababa cortando a quien la utilizaba. Ésa era una lección que había aprendido antes de entrar en la Torre.

Cuando el sol pasó el cenit, Siuan y ella fueron a coger la comida guardada en las alforjas. Naturalmente, no tenía sentido pedirle a uno de los hombres de Steler que lo hiciera. Ya estaban en cuclillas todos y tomaban carne acecinada y pan sin levadura, cerca de sus monturas atadas a una de las estacadas de caballos. Ninguno parecía dispuesto a mover un dedo a menos que los atacaran. Pero Steler les dedicó una inclinación de cabeza a Siuan y a ella cuando volvían de sacar la comida de las alforjas, y aunque ligerísima a Moraine le pareció que era aprobadora. Decididamente, los hombres eran… raros.

Habiendo anotado menos de la mitad de los nombres de las mujeres, como poco esperaba rezongos, pero las que quedaban se dispersaron para ir a buscar su propia comida sin la menor protesta. Una mujer de tez oscura que tenía acento teariano llevó a la mesa una tetera de estaño abollada, llena hasta el borde de té caliente y un par de tazas verdes con descascarillados en el vidriado, y una mujer canosa y enjuta llevó dos humeantes jarras de madera que soltaban olor a vino caliente con especias. Tenía un rostro apergaminado en el que parecía que jamás hubiera asomado una sonrisa.

—Susa Wynn es demasiado orgullosa para aceptar nada salvo un poco de comida de nadie, excepto para su bebé —dijo con una voz profunda para ser mujer mientras soltaba las jarras—. Lo que hicisteis fue de forma amable y de buenas maneras. —Tras asentir con la cabeza, se dio media vuelta y se alejó a través de la nieve con la espalda tan recta como un guardia en un desfile. Ésa sí que era una forma peculiar de tratar a una Aes Sedai.

—Sabe lo que somos realmente —comentó quedamente Siuan, que tomó la jarra con las dos manos para calentárselas. Moraine hizo lo mismo a pesar de llevar los guantes. La pobre Siuan debía de tener los dedos helados.

—No dirá nada —respondió Moraine al cabo de un momento, a lo que Siuan asintió en silencio. No es que la verdad fuera a causar problemas serios, sobre todo estando Steler y sus hombres presentes, pero era mejor evitar la vergüenza. Quién hubiera imaginado que una mujer del pueblo llano distinguiría un rostro Aes Sedai cuando ninguna de las nobles lo había hecho. Un rostro Aes Sedai o un vestido de Aceptada. O ambas cosas—. Creo que estuvo en la Torre de joven. —A las mujeres que no se les podía enseñar a encauzar se las mandaba de vuelta a casa, pero quien hubiese estado allí habría visto Aes Sedai y Aceptadas.

Siuan la miró de reojo como si hubiese dicho una perogrullada. A veces era irritante que Siuan dedujera las cosas antes que ella.

Hablaron poco mientras comían el pan, la fruta y el queso. De las novicias se esperaba que guardaran silencio en las comidas y que las Aceptadas mantuvieran cierta dignidad, de modo que se habían acostumbrado a comer casi sin hablar. El vino apenas lo tocaron —las Aceptadas tomaban vino en las comidas, pero aguado, y sería terrible que cualquiera de ellas se achispara— pero Moraine se sorprendió al reparar en que había devorado hasta la última pizca de lo que había juzgado demasiado. Tal vez hallarse a la intemperie había hecho que aumentara su apetito.

Estaba doblando los paños en los que había ido envuelta la comida y deseando que hubiese habido unos cuantos albaricoques más, cuando la sobresaltó la exclamación mascullada de Siuan.

—¡Oh, no!

Moraine alzó la vista y se le vino el alma a los pies.

Dos hermanas entraban a caballo en el campamento abriéndose paso con cuidado entre tiendas y carretas. Tal como estaban las cosas en esos días, dos mujeres vestidas con seda que se desplazaran por campo abierto sin un séquito tenían que ser hermanas, y a esas mujeres sólo las acompañaba un hombre, un tipo atezado que llevaba una capa de colores cambiantes y que se confundía con el entorno de modo que parte de su cuerpo y parte de su castrado negro eran invisibles. Los ojos del hombre no se detenían mucho tiempo en un sitio; hacía que los guardias de la Torre parecieran perrillos falderos adormilados comparados con un leopardo al acecho. La visión de la capa de un Guardián resultaba desconcertante, y en el campamento se alzaron murmullos a la par que la gente soltaba respingos y señalaba con el dedo. Los herreros dejaron de martillear otra vez.

No era la aparición de unas hermanas cualesquiera lo que hizo que Moraine sintiese un vacío en el estómago. Había reconocido las caras enmarcadas por las capuchas. Meilyn Arganya, de cabello gris plateado y barbilla pronunciada, era una de las mujeres más respetadas de la Torre. Se decía que nadie tenía una mala palabra para Meilyn. De ser sólo ella, no habría dado que pensar a Moraine. La otra, sin embargo, era Elaida a'Roihan. Luz, ¿qué hacía allí? Elaida había sido nombrada consejera de la reina de Andor hacía casi tres años. Regresaba a la Torre en visitas esporádicas para conferenciar con la Amyrlin sobre acontecimientos en Andor, pero Siuan y Moraine siempre se enteraban de su llegada; para su pesar.

Hicieron una reverencia tan pronto como las hermanas se aproximaron.

—Tenemos permiso para estar aquí —soltó enseguida Siuan. Incluso Meilyn se molestaría si empezaba a reprenderlas y luego se enteraba de que no tenía motivo para hacerlo. Elaida se enfurecería; odiaba quedar como una necia—. La Sede Amyrlin nos ordenó…

—Lo sabemos —la interrumpió afablemente Meilyn—. Por la rapidez con que se está corriendo la voz, sospecho que a estas alturas lo saben hasta los gatos de Seleisin.

A juzgar por su tono era imposible adivinar si estaba de acuerdo con la decisión de Tamra. El semblante sereno de Meilyn jamás revelaba el menor atisbo de emoción. Sus sorprendentes ojos azules entrañaban serenidad del mismo modo que una copa contenía agua. Con la mano enguantada se colocó cuidadosamente uno de los lados de la falda pantalón, tan repleta de cuchilladas blancas que parecía ser de ese color y orlada con azul. Era una de las relativamente pocas Blancas que tenía Guardián; arropadas en planteamientos, racionalidad y filosofía, la mayoría no veía necesario tener uno. Moraine deseó que desmontara. El castrado pinto de la Blanca era de gran alzada, y su amazona era tan alta como muchos hombres. Al menos como la mayoría de los hombres cairhieninos. Tener que mirarla encaramada a la silla iba a darle dolor de cuello a Moraine.

—¿Os sorprende verme? —dijo Elaida, que las miró desde lo alto de su yegua castaña de finos remos. El vestido brocado no era de un color rojo tenue o apagado, sino intenso, como si proclamara al mundo su Ajah. La capa, orlada con piel negra, era exactamente del mismo tono. Un color adecuado para el carromato de un gitano, pensó Moraine. Elaida sonreía, si bien el gesto no lograba atenuar la severidad de su semblante. De no ser por eso habría sido hermosa. Todo en ella irradiaba severidad—. Llegué a Tar Valon justo antes que los Aiel y he estado ocupada desde entonces, pero no temáis, que pasaré a visitaros a las dos.

Moraine había creído que no podía sentirse más abatida, pero estaba equivocada. Le costó mucho esfuerzo no gemir de desesperación. Meilyn suspiró.

—Prestas demasiada atención a estas pequeñas, Elaida. Tendrán muchas ínfulas si empiezan a pensar que son tus niñas mimadas. Es posible que se las den ya.

Moraine intercambió una mirada estupefacta con Siuan. ¿Niñas mimadas? Cabras estacadas para cebo de leones, tal vez, pero niñas mimadas nunca.

Desde que había ascendido al chal, Elaida jamás había cedido ante nadie que no fuera la Sede Amyrlin o una Asentada, que Moraine supiera. Sin embargo, inclinó la cabeza y murmuró:

—Como tú digas, Meilyn. Pero parece posible que pasen la prueba antes de finales de año. Es lo que espero de ellas y que lo hagan con facilidad. No aceptaré ningún otro resultado de ninguna de las dos. —Incluso esas palabras carecían de su habitual intensidad. Por regla general Elaida era tan porfiada y tenaz como un toro. Normalmente intimidaría a cualquiera que se cruzara en su camino.

La hermana Blanca se encogió levemente de hombros como si el asunto no fuera lo bastante importante para añadir nada más.

—¿Tenéis todo lo que necesitáis, pequeñas? Bien. He de decir que algunas de vosotras han venido muy mal preparadas. ¿Cuántos nombres os quedan por anotar aquí?

—Unos cincuenta, Meilyn Sedai —contestó Siuan—. Tal vez, algunos más.

Meilyn alzó la vista al sol, que ya había descendido un buen trecho hacia poniente. Los nubarrones oscuros que habían amenazado con nevadas se desplazaban hacia el sur y dejaban atrás el cielo despejado.

—En tal caso, hacedlo deprisa. Debéis estar de vuelta en la Torre antes de que anochezca, ya lo sabéis.

—¿Son todos los campamentos como éste? —preguntó Moraine—. Había imaginado que los hombres que combaten en una guerra tendrían la mente centrada en eso, no en… —Dejó la frase sin terminar y se ruborizó.

—Desovar como cazones —susurró Siuan entre dientes. Sólo la oyó Moraine y su rubor se acrecentó. ¿Por qué había tenido que hacer esa pregunta?

—Cairhieninos —soltó Meilyn. Su tono sonaba casi… ¡divertido! No obstante, prosiguió con voz seria—: Cuando un hombre cree que va a morir quiere dejar algo de sí mismo que perdure. Cuando una mujer cree que su hombre puede morir, desea desesperadamente conservar una parte de él. El resultado es que nacen muchos niños durante los tiempos de guerra. Es ilógico, dadas las vicisitudes que sobrevienen si el hombre muere; o la mujer. Pero el corazón humano rara vez actúa con lógica.

Lo cual era francamente explicativo y provocó que Moraine temiera que la cara le empezase a arder. Había cosas que uno hacía en público y de las que hablaba, y cosas que se hacían en privado y de las que desde luego no se hablaba. Realizó ejercicios mentales destinados a buscar el sosiego en un esfuerzo por recuperar el control. Era el río, contenido por la orilla; era la orilla que contenía al río. Era un capullo de flor que se abría al sol. No ayudaba precisamente el hecho de que Elaida las estuviera observando a Siuan y a ella como un escultor con el cincel y el martillo en las manos mientras decidía qué trozo de piedra quitar a continuación a fin de lograr la forma que deseaba.

—Sí, sí, Andro —dijo inesperadamente Meilyn—. Nos iremos dentro de un momento. —Ni siquiera se había vuelto a mirar al Guardián, pero éste asintió con la cabeza como si Meilyn hubiese respondido a algo que él había dicho. Enjuto e igual de alto que su Aes Sedai, parecía joven. Hasta que uno se fijaba en sus ojos.

Moraine se quedó boquiabierta, olvidado el bochorno, y no a causa de la mirada impasible de Andro. Una hermana y su Guardián percibían las emociones del otro y su condición física y ambos sabían exactamente dónde se encontraba el otro si estaban lo bastante cerca, y al menos en qué dirección si se hallaban a mucha distancia, pero aquello más parecía leer la mente. Algunas decían que las hermanas podían hacer eso. Había cierto número de cosas que a una no le enseñaban hasta que obtenía el chal, después de todo. Por ejemplo, el tejido para vincular un Guardián. Meilyn la miró directamente a los ojos.

—No —dijo quedamente—. No puedo leerle los pensamientos. —Moraine sintió pinchazos en el cuero cabelludo, como si el pelo se le fuera a poner de punta. Tenía que ser cierto, ya que Meilyn lo había dicho; sin embargo…—. Cuando hayas tenido un Guardián durante largo tiempo sabrás lo que está pensando y viceversa. Es cuestión de interpretación.

Elaida resopló desdeñosa, aunque flojo. Entre los Ajahs, el único que no vinculaba Guardianes era el Rojo. A la mayoría de las Rojas parecía desagradarles los hombres en general.

—Lógicamente —continuó Meilyn, cuya mirada serena se desvió hacia la otra hermana—, las Rojas necesitan más un Guardián que cualquier otro Ajah, excepto el Verde; puede que más que éste. Pero da igual. Cada Ajah actúa según su arbitrio. —Tiró de las riendas—. ¿Vienes, Elaida? Tenemos que ver a tantas pequeñas como sea posible. Algunas sin duda se olvidarán de la hora y se quedarán más de lo debido si no se les refresca la memoria. Recordad, pequeñas: antes de que anochezca.

Moraine esperaba algún tipo de estallido por parte de Elaida o, al menos, un destello colérico en los ojos. Ese comentario sobre los Guardianes rayaba en la violación de los códigos de cortesía e intimidad que gobernaban la vida de una hermana, todas las reglas de lo que una Aes Sedai podía decir o preguntar a otra y qué no podía. No eran leyes, sino más bien costumbres tan arraigadas que tenían más peso que una ley, y todas las Aceptadas debían aprenderlas de memoria. Lo sorprenderte fue que Elaida se limitó a hacer dar media vuelta a su yegua para seguir a la otra hermana. Siguiendo con la mirada a las dos mujeres que abandonaban el campamento con Andro detrás, Siuan soltó un suspiro de alivio.

—Temí que fuera a quedarse para supervisarnos —dijo.

—Sí —convino Moraine. No hacía falta indicar a quién se refería Siuan. Actuar así encajaba con el carácter de Elaida. Nada de lo que hacían las dos se libraba de que les exigiera una perfección absoluta—. Mas ¿por qué no lo ha hecho?

Siuan ignoraba la razón y, de todos modos, no tenían tiempo para discutirlo. Puesto que era obvio que Siuan y Moraine habían terminado de comer, las mujeres habían vuelto a ocupar su sitio en la fila. Y tras la visita de Meilyn y Elaida, ya no parecían tan convencidas de que las dos fuesen Aes Sedai. Ahora una mirada impasible y una voz firme no atajaban las polémicas. Siuan empezó a recurrir a los gritos cuando se hacía necesario, cosa que ocurría con frecuencia, y se atusaba el cabello en un gesto de frustración. Moraine tuvo que amenazar tres veces con dejar de anotar nombres para conseguir que se quitara de la fila una mujer que llevaba a un niño que sobrepasaba claramente la edad requerida. Quizá se habría dejado convencer si alguna de ellas se hubiese encontrado en la situación de Susa, pero todas estaban bien alimentadas y saltaba a la vista que no eran más pobres que cualquier otra, sino simplemente más avariciosas.

Para rematarlo, cuando todavía quedaban más de doce mujeres delante de la mesa, apareció Steler con el yelmo puesto y a lomos de su montura. Los otros soldados lo seguían a corta distancia, dos de ellos conduciendo por las riendas a Flecha y al caballo de Siuan.

—Es hora de partir —anunció Steler con voz grave—. Lo he pospuesto todo lo posible, pero si nos retrasamos más nos veremos en apuros para llegar a la Torre antes del ocaso.

—¡Eh! —protestó una de las mujeres—. ¡Tenéis que anotar nuestros nombres! —Entre las otras se alzaron murmullos furiosos.

—Mirad el sol, hombre —dijo Siuan, que parecía tensa y abrumada. Ella también alzó la vista al astro. Tenía algunos mechones del cabello de punta por pasarse constantemente los dedos por él—. Hay tiempo de sobra.

Moraine miró al sol, que se encontraba bajo en el horizonte, y no estuvo tan segura de eso. Había unos diez kilómetros hasta la Torre, el último tramo a través de calles que estarían tan atestadas a la caída de la tarde como lo habían estado por la mañana. Y no les servirían excusas de ningún tipo.

Fruncido el entrecejo, Steler abrió la boca, pero de pronto se plantó ante él la mujer de tez apergaminada que les había llevado el vino caliente; la acompañaban otras seis o siete más, todas canosas o entrecanas, y se agolparon frente a él y lo obligaron a retroceder.

—Dejad en paz a las chicas —le gritó la mujer flaca—. ¿Me habéis oído?

Acudieron corriendo más mujeres desde todas las direcciones hasta que Steler y sus guardias se encontraron ante un frente de diez en fondo. La mitad de las mujeres gritaban y agitaban los puños en tanto que las demás los miraban ceñudas, en un hosco silencio y con las manos en la empuñadura del cuchillo colgado al cinturón. Los yunques enmudecieron una vez más; los herreros observaron el apiñamiento de mujeres al tiempo que sopesaban sus martillos. Los jóvenes, muchachitos en realidad, empezaron a agruparse, todos con ojos coléricos y aspecto iracundo. Algunos habían desenvainado los cuchillos de los cinturones. Luz, iba a estallar un disturbio.

—¡Escribe! —le ordenó Siuan—. No lo retendrán mucho tiempo. ¿Vuestro nombre? —demandó a la mujer que tenía delante.

Moraine escribió. Las mujeres que esperaban para dar sus nombres parecían coincidir con Siuan. No hubo más discusiones. Para entonces todas sabían las preguntas y las daban en cuanto se ponían delante, algunas tan deprisa que tuvo que pedirles que las repitieran. Cuando Steler y sus hombres se las arreglaron finalmente para abrirse paso entre las mujeres que los rodeaban, aunque sin hacer nada que pudiera empujar a actuar a los hombres y los muchachos que quedaban en el campamento, Moraine soplaba el último nombre escrito para que se secara la tinta y Siuan se arreglaba apresuradamente el cabello con el peine de madera de ébano. Tras las barras de la visera se advertía la expresión adusta en el semblante del alférez.

—Ahora vamos a necesitar un poco de suerte —fue cuanto dijo, sin embargo.

Las condujo fuera del campamento al trote, de modo que los cascos de las monturas levantaban pegotes de nieve y Siuan rebotaba en la silla tan violentamente que el alférez situó a dos guardias a uno y otro lado de la mujer para evitar que se cayera. Aferrada desesperadamente a la alta perilla de la silla, Siuan los miró con una mueca, pero no les ordenó que se apartaran. Moraine cayó entonces en la cuenta de que su amiga no le había pedido el linimento; iba a necesitarlo más que nunca. Tras haber recorrido casi un kilómetro, Steler redujo la marcha al paso, pero sólo durante otro kilómetro, y entonces reanudó el trote. Siuan se mantuvo en la silla sólo gracias a los dos guardias. Moraine iba a protestar, pero una ojeada al semblante resuelto de su amiga —y otra al sol— la hizo cambiar de idea. Siuan tardaría días en perdonarla por llamar la atención sobre su pésimo modo de montar, y puede que no la perdonara jamás si a causa de eso les mandaban presentarse en el estudio de Merean por haber llegado tarde.

Fue el ritmo que Steler mantuvo todo el camino de vuelta a la ciudad, al trote y al paso alternativamente, y Moraine sospechó que habría seguido así hasta el final de no ser porque las calles estaban abarrotadas. Lo más rápido que pudieron avanzar entre aquella muchedumbre fue a paso largo. El sol era un domo bajo de color dorado rojizo que se metía tras las murallas que cerraban el recinto de la Torre cuando entraron en el patio de las Cuadras de Poniente. Salieron mozos de cuadra para ocuparse de Flecha y del caballo de Siuan, así como un joven subteniente de gesto severo que miró ceñudo a Steler mientras devolvía el saludo al alférez.

—Sois los últimos —gruñó de un modo que parecía querer una excusa para arremeter contra cualquiera que hubiera a mano—. ¿Te causaron problemas ellas?

Moraine, que ayudaba a la gemebunda Siuan a desmontar, contuvo la respiración.

—No más que unos corderitos —contestó Steler, y Moraine soltó el aire que estaba aguantando. El alférez desmontó y se volvió hacia sus hombres—. Quiero almohazados los caballos y los arreos engrasados antes de que cualquiera de vosotros piense siquiera en cenar. Ya sabes por qué te miro a ti, Malvin.

Moraine le preguntó al joven oficial qué debían hacer con los recados de escribir. El subteniente le dirigió una mirada iracunda antes de contestar:

—Dejadlos donde están. Alguien se encargará de recogerlos. —Y se alejó tan deprisa que la capa ondeó a su espalda.

—¿Por qué está tan enfadado? —se preguntó Moraine en voz alta.

Steler echó una ojeada a los guardias que conducían a los animales hacia la cuadra.

—Quería ir a luchar contra los Aiel —respondió después en un tono lo bastante bajo para que no lo oyeran.

—Me importa un bledo si ese necio quería ser un héroe —espetó bruscamente Siuan. Estaba apoyada en Moraine, quien sospechaba que únicamente gracias al brazo con el que la sujetaba por la cintura se sostenía de pie—. La cena me da igual. Sólo quiero un baño caliente y mi cama.

—Eso suena estupendamente —manifestó Moraine. Salvo lo de la cena, claro. ¡Se creía capaz de devorar una oveja entera!

Siuan se las arregló para caminar sin ayuda, pero cojeaba y llevaba apretados los dientes para contener los gemidos. Con todo, se negó a que Moraine le llevara la bolsa. Nunca se rendía al dolor. Nunca se rendía a nada. Cuando llegaron a la galería donde tenían sus cuartos en el edificio de las Aceptadas, toda idea sobre agua caliente se esfumó. Katerine las esperaba.

—Ya iba siendo hora —dijo mientras se arrebujaba en la capa—. Creía que me iba a congelar antes de que regresarais. —De rostro afilado y una larga melena de cabello negro y ondulado que le llegaba a la cintura, Katerine tenía una lengua afilada. Es decir, con las novicias y otras Aceptadas. Con las Aes Sedai era más suave que leche aguada y toda ella sonrisas obsequiosas—. Merean quiere verte en su estudio, Moraine.

—¿Por qué quiere vernos? —demandó Siuan—. Todavía no se ha puesto el sol del todo.

—Oh, Merean siempre me cuenta los motivos que tiene para hacer lo que hace, Siuan. Y esta vez es sólo a Moraine. Bien, ya he dado el recado y quiero cenar y acostarme. Tenemos que volver a la misma tarea espantosa mañana, desde el amanecer. ¿Quién habría dicho que preferiría quedarme y estudiar en vez de salir a cabalgar por el campo?

Siuan miró ceñuda la espalda de la otra mujer cuando ésta se alejó.

—Algún día se va a cortar con esa lengua. ¿Quieres que te acompañe, Moraine?

Nada le habría gustado más a Moraine. No se había metido en líos últimamente, pero aun así un emplazamiento al estudio de Merean nunca era bueno. Muchas novicias y Aceptadas visitaban ese estudio para llorar en el hombro de Merean cuando la nostalgia o la presión de los estudios se volvía demasiado fuerte. Una llamada era algo completamente distinto. Sin embargo, meneó la cabeza y le entregó la bolsa y la capa a Siuan.

—El tarro del linimento está ahí dentro. Es muy bueno para el dolor.

—De todos modos podría acompañarte —respondió Siuan, cuyo semblante se había iluminado—. Tampoco me hace tanta falta ese linimento.

—Casi no puedes andar. Anda, ve. Sea lo que sea lo que quiere Merean estoy segura de que no me entretendrá mucho tiempo. —Luz, esperaba que Merean no hubiese descubierto cierta broma que creía haber ocultado bien. En tal caso, por lo menos Siuan escaparía al castigo. En sus condiciones actuales no podría soportarlo.

El estudio de la Maestra de las Novicias se encontraba al otro lado de la Torre, cerca del alojamiento de las novicias y un piso más abajo del estudio de la Amyrlin, en un ancho pasillo donde las baldosas eran rojas y verdes, con la alfombra en color azul. Moraine respiró hondo frente a la puerta lisa que flanqueaban dos colgaduras de colores vivos y se atusó el pelo mientras deseaba haber perdido un momento en usar el cepillo. Después tocó dos veces con los nudillos, firmemente. Merean les tenía dicho a todas que no llamaran como ratones rascando el revestimiento de los paneles.

—Adelante —respondió una voz desde dentro.

Tras respirar profundamente otra vez, Moraine entró.

A diferencia del estudio de la Amyrlin, el de Merean era bastante reducido y muy sencillo, con los paneles de revestimiento en madera oscura y los muebles robustos y sin adorno alguno en su mayor parte. Moraine sospechaba que las mujeres que habían sido Aceptadas cien años atrás reconocerían todo lo que había en aquel cuarto. O puede que doscientos años atrás. Quizá la estrecha mesa de té que había junto a la puerta, con ligeras y extrañas tallas en las patas, fuera más antigua incluso. En una de las paredes colgaba un espejo con restos desvaídos de dorado en el marco. En la pared de enfrente había un armario estrecho que Moraine evitó mirar. Dentro se guardaban la correa y la vara, así como una zapatilla que, en cierto modo, era peor.

Para su sorpresa, Merean estaba de pie en vez de sentada detrás del escritorio. Era alta —la cabeza de Moraine sólo llegaba a la regordeta mejilla de Merean—, con el cabello, en el que abundaba el color gris, recogido en un moño bajo, y un aire maternal que casi prevalecía sobre los rasgos intemporales del rostro. Ésa era una de las razones por las que la mayoría de las jóvenes en período de adiestramiento se sentían cómodas desahogándose con Merean a pesar de que ella misma las había hecho verter lágrimas muy a menudo. También era afectuosa, tierna y comprensiva. Siempre y cuando no se quebrantaran las reglas. Y poseía un indiscutible talento para averiguar lo que uno más deseaba mantener oculto.

—Siéntate, pequeña —dijo muy seria.

Moraine tomó asiento cautelosamente delante del escritorio. Tenían que ser noticias malas de alguna clase. Pero ¿qué?

—No hay forma de hacer fácil esto, pequeña. Al rey Laman lo mataron ayer, junto a sus dos hermanos. Recuerda que todos somos hilos del Entramado y que la Rueda gira según sus designios.

—Que la Luz ilumine sus almas y la mano del Creador les dé cobijo hasta que renazcan —dijo solemnemente Moraine.

Merean enarcó un tanto las cejas, sin duda sorprendida de que no hubiese roto a llorar al oír que había perdido a tres tíos en el mismo día. Claro que Merean no conocía a Laman Damodred, un hombre distante y consumido por una abrasadora ambición, la única pasión que alentaba en él. En opinión de Moraine, si no se había casado era por la simple razón de que ni siquiera el aliciente de convertirse en reina de Cairhien había bastado para convencer a ninguna mujer de que se desposara con él. Moressin y Aldecain habían sido peores, los dos con una vena de violencia descomedida que habían exteriorizado en arranques de cólera y crueldad. Y en desprecio hacia el padre de Moraine por ser un erudito y por haber tomado a otra erudita como segunda esposa en lugar de hacer un matrimonio que aportara tierras o influencias a la casa Damodred. Rezaría por sus almas, pero la apenaba más la muerte de Jac Wynn que la de sus tres tíos juntos.

—Estás conmocionada, con una fuerte impresión —murmuró Merean—, pero se pasará. Cuando ocurra, acude a mí, pequeña. Y entre tanto no es menester que salgas mañana. Le informaré a la Amyrlin. —La Maestra de las Novicias tenía la última palabra en lo tocante a novicias y Aceptadas. A Merean debía de haberle sentado mal que Tamra las hubiera enviado fuera de la ciudad sin consultarla.

—Gracias por vuestra amabilidad, pero prefiero salir —se apresuró a decir Moraine—. Tener algo que hacer y estar con amigas me servirá de ayuda. Si me quedara mañana, me encontraría sola.

Merean parecía dubitativa, pero tras dedicarle unas cuantas palabras más para aliviar el dolor que, según creía ella, Moraine disimulaba, la dejó regresar a su cuarto, donde encontró las lámparas de aceite encendidas y el fuego chisporroteando en la chimenea. Obra de Siuan, a buen seguro. Pensó en acercarse al cuarto de su amiga, pero seguramente Siuan se habría quedado profundamente dormida a esas alturas.

Habría cena disponible en los comedores durante una hora más como poco, pero desestimó la idea de comer y en cambio dedicó ese rato a rezar de rodillas por el alma de sus tíos como penitencia. No tenía intención de ser una de esas hermanas que se imponían penitencias cada dos por tres —lo llamaban «mantener un equilibrio en su vida», aunque a ella le parecía una necedad ostentosa—, pero la muerte de parientes consanguíneos tan cercanos, por horribles que hubiesen sido, tendría que despertar alguna emoción en ella. No sentir nada estaba mal. Únicamente cuando estuvo segura de que los comedores se encontrarían llenos de criadas limpiando los suelos se incorporó y se desvistió para lavarse. Utilizó un hilillo de Fuego para calentar el agua, claro. El agua fría habría sido otra penitencia, pero todo tenía un límite.

Apagó las lámparas, tejió una salvaguarda para evitar que sus sueños interfirieran en los de cualquier otra persona —cosa que podía ocurrir con quienes encauzaban, y las mujeres que durmieran cerca podían encontrarse compartiendo los sueños— y se deslizó bajo las mantas. Estaba realmente cansada y el sueño llegó enseguida. Por desgracia, también surgieron las pesadillas. No sobre sus tíos o sobre Jac Wynn, sino sobre un infante tendido en la nieve del Monte del Dragón. Los relámpagos surcaban un cielo negro como boca de lobo, y el llanto de niño era el trueno. Sueños de un joven sin rostro. También en ésos había relámpagos, pero el joven invocaba esos rayos y las ciudades ardían. Las naciones ardían. El Dragón había renacido. Se despertó sollozando.

El fuego se había reducido a unas cuantas brasas. En lugar de echar más leña, usó el cogedor de la chimenea para cubrir las ascuas con ceniza y en vez de meterse de nuevo en la cama se echó una manta encima y salió del cuarto. No estaba segura de poder conciliar el sueño otra vez, pero sí sabía algo con certeza: no quería dormir sola.

Convencida de que Siuan estaría dormida, se deslizó en el cuarto de su amiga y cerró rápidamente la puerta tras de sí. Se llevó una sorpresa.

—¿Moraine? —susurró Siuan.

En la pequeña chimenea todavía danzaban algunas lenguas de fuego que daban luz suficiente para ver que su amiga apartaba las mantas hacia un lado. Moraine se metió en la cama sin perder un segundo.

—¿También has tenido pesadillas? —preguntó.

—Sí. ¿Qué pueden hacer, Moraine? Aunque lo encuentren, ¿qué pueden hacer?

—Pueden traerlo a la Torre —contestó dando a su voz un tono de seguridad que no sentía—. Aquí estaría protegido. —Ojalá fuera así. Aparte de las Rojas, otras podrían quererlo muerto o amansado, dijeran lo que dijeran las Profecías—. Y se lo educaría. —El Dragón Renacido tendría que ser culto. Necesitaría saber de política tanto como cualquier reina y de guerra tanto como cualquier general. Y de historia tanto como cualquier erudito. Verin Sedai decía que la mayor parte de los errores cometidos por gobernantes se debía a que no sabían historia; actuaban ignorando los errores cometidos por otros antes que ellos—. Se lo puede guiar. —Eso sería lo más importante de todo para tener la seguridad de que tomaría las decisiones correctas.

—La Torre no puede enseñarle a encauzar, Moraine.

Eso era verdad. Lo que los hombres hacían era… distinto. Tan distinto como eran hombres y mujeres, según decía Verin. Un pájaro no podía enseñar a volar a un pez. Tendría que sobrevivir aprendiendo por sí solo. Las Profecías no decían que lo haría ni que evitaría volverse loco antes de la Última Batalla, sólo que tenía que estar en el Tarmon Gai'don si se quería tener una esperanza de victoria, pero aun así tenía que creer. ¡Debía tener fe!

—¿Crees que Tamra está teniendo pesadillas esta noche, Siuan?

Su amiga resopló.

—Las Aes Sedai no tienen pesadillas.

Pero ellas no eran Aes Sedai todavía. No pudieron pegar ojo lo que quedaba de noche. Moraine ignoraba lo que Siuan veía, tendida allí con la mirada fija en el techo —fue incapaz de preguntarle—, pero ella veía un bebé sollozando en la nieve del Monte del Dragón y un hombre sin rostro invocando los rayos. Estar en vela no la protegía contra esas pesadillas.