Salida de la torre
El cuarto de Moraine apenas se diferenciaba del de Siuan. La pequeña mesa cuadrada, con cuatro libros apilados encima, y las dos sillas de respaldo recto sin cojín podrían haber llegado de la misma granja que las que tenía Siuan. La cama era más estrecha, la alfombra illiana, redonda y floreada, tenía algunos zurcidos, y la jofaina del lavabo había recibido un golpe en algún momento del pasado. El espejo tenía una grieta en una esquina. Aparte de eso, habría podido ser la misma habitación. No se molestó en encender la chimenea. Había cubierto los rescoldos más cuidadosamente que Siuan, pero no daría tiempo de que el fuego empezara a caldear siquiera el frío del cuarto.
Del fondo del armario, algo más amplio que el de Siuan pero igualmente sencillo, sacó un par de zapatos fuertes que le hicieron torcer el gesto. Eran horribles, hechos de un cuero mucho más grueso que los escarpines que llevaba puestos. El cordón de los lazos habría servido para arreglar una silla de montar. Sin embargo, le mantendrían secos los pies en la nieve, mientras que los escarpines se calarían. También sacó un par de gruesas medias de lana. Se sentó en el borde de la cama deshecha para ponérselas encima de las que ya llevaba. Durante un instante se planteó ponerse una muda interior extra. Por mucho frío que hiciera dentro de la Torre, haría muchísimo más allí adonde iba. Sin embargo, apenas tenía tiempo. Y, además, no quería quitarse el vestido con la temperatura que había en el cuarto. A buen seguro, el trabajo de anotar nombres se realizaría en un lugar a cubierto, con un fuego o un brasero para calentarlo. Por supuesto que sí. Lo más probable era que la gente del campamento las tomara por Aes Sedai, como había sugerido Tamra.
Lo siguiente que sacó del armario fue un cinturón estrecho de cuero labrado y hebilla de plata, con una vaina sencilla que guardaba una daga estrecha montada en plata; la hoja era poco más larga que su mano. No se la había vuelto a poner desde que había llegado a la Torre, y al principio se sintió rara con ella colgada de la cintura. Utilizar el Poder para defenderse estaría prohibido, pero la daga haría un buen servicio si surgía la necesidad. También colgó del cinturón la escarcela del ceñidor blanco que había dejado en la cama y se quedó pensativa. Estaba muy bien que Tamra dijera que todo lo que necesitaran estaría en las alforjas, pero no era prudente depender de otra persona, aunque ésta fuera la Sede Amyrlin, para que te proporcionara todo lo necesario. Guardó el peine de marfil y el cepillo del pelo, con el mango también de marfil, en una bolsa de cuero. Por urgente que fuera recoger nombres, Moraine dudaba de que cualquier Aceptada que tuviera un aspecto desaseado se librara de un sermón en el mejor de los casos. A esto le siguió su mejor par de guantes de montar, de cuero en color azul oscuro con un pequeño bordado negro en el envés, así como un pequeño estuche de costura, de madera de ébano tallada, un ovillo de fuerte bramante, dos pares de medias por si las que llevaba puestas se le mojaban, varios pañuelos de distinto tamaño y un número de otros objetos que podrían ser útiles, entre ellos una pequeña navaja que se doblaba, para afilar péñolas en caso de que tuvieran que escribir con ellas. A las hermanas nunca las obligarían a soportar tal inconveniente, pero ellas no eran hermanas.
Se colgó la bolsa al hombro, tomó la capa con el repulgo y el borde de la capucha adornados con la banda de colores, y salió presurosa, justo a tiempo de ver a Meidani y a Brendas salir con premura por el arco que cerraba la galería, las capas ondeando tras ellas. Siuan la aguardaba con impaciencia, también con una bolsa cargada al hombro debajo de la capa y los azules ojos chispeando de entusiasmo. Así que no era ella la única contagiada con el frenesí del momento. Al otro extremo de la galería, Katerine Alruddin se asomó por la puerta de su cuarto y exigió a voz en cuello a Carlinya que le devolviera su costurero, para luego regresar velozmente al interior sin esperar respuesta.
—Alanna, Pritalle, ¿alguna de vosotras me puede prestar un par de medias limpias? —preguntó alguien desde abajo.
—Te presté uno ayer, Edesina —llegó la respuesta desde arriba.
En el patio interior resonaron portazos al tiempo que voces de mujeres llamaban a gritos a Temaile o Desandre, a Coladara o Atuan o a un puñado de otras Aceptadas para que devolvieran o prestaran éste o aquel objeto. De haber estado presente una hermana, aquel escándalo las habría metido a todas en una olla con agua hasta el cuello y encima de una lumbre.
—¿Por qué has tardado, Moraine? —preguntó Siuan falta de aliento—. Vamos, antes de que nos dejen atrás. —Marcó un paso rápido, como si esperara realmente que los guardias se marcharan si no se daban prisa. Eso no podía pasar, naturalmente, pero Moraine no remoloneó. No arrastraría los pies con la perspectiva de salir de la ciudad. Sobre todo en esta ocasión.
Fuera, al sol todavía le quedaba un trecho para llegar a la mitad del recorrido al cenit. Por el cielo se desplazaban oscuros nubarrones grises. Cabía la posibilidad de que nevara a lo largo del día, y eso no facilitaría el trabajo que tenían por delante. Caminar sí era fácil, ya que en el ancho paseo de gravilla que conducía a las Cuadras de Poniente, más allá del ala de la Torre donde estaban los aposentos de las Aceptadas, se había quitado la nieve. No para comodidad de las Aceptadas, desde luego; la mayoría de las hermanas guardaban sus caballos en las Cuadras de Poniente, y los peones limpiaban ese camino dos o tres veces al día si era menester.
Las cuadras en sí eran tres edificios de piedra gris, más grandes que los establos principales del Palacio del Sol, y el amplio patio empedrado que había delante estaba casi abarrotado de mozos vestidos con toscas chaquetas y caballos ensillados y soldados de la Guardia de la Torre equipados con yelmos, petos de acero gris sobre las chaquetas casi negras y capas igualmente oscuras, adornadas con la lágrima blanca de la Llama de Tar Valon. Los tabardos de franjas de siete colores, encima de los petos, señalaban a los alféreces y a un único oficial. Brendas y Meidani estaban montando en la silla, y otra media docena de Aceptadas, arrebujadas en la capa y con la capucha echada, ya se alejaban en fila, flanqueadas por sus guardias. Moraine sintió una momentánea irritación porque tantas hubieran sido más rápidas que ellas dos. ¿Acaso no habían preparado nada para acabar tan pronto? Bueno, ellas no sabían lo que buscaban. Eso le levantó el ánimo de nuevo.
Abriéndose paso entre la multitud a empujones, Moraine encontró a su yegua castaña; las riendas las sujetaba una larguirucha moza de cuadra con una expresión desaprobadora en el semblante. Seguramente su aire ceñudo era porque una Aceptada tuviera su propia montura. Pocas la tenían —la mayoría no podía permitirse mantener un caballo y, además, las ocasiones de cabalgar fuera del recinto de la Torre eran contadas—, pero Moraine había comprado a Flecha para celebrar la obtención del anillo. Un acto de ostentación que sospechaba había estado a punto de costarle una visita al estudio de Merean. Aun así, no lamentaba haberla comprado. La yegua no era alta, ya que Moraine detestaba parecer una chiquilla, que era lo que pasaba cuando montaba animales grandes, pero Flecha podía seguir galopando después de que caballos más grandes que ella estuvieran agotados. Una montura rápida estaba bien, pero una resistente era mejor aún, y Flecha tenía ambas cualidades. Y podía saltar vallas que muy pocos caballos intentarían salvar. Comprobar esto último sí le había costado una visita a la Maestra de las Novicias. A las hermanas no les parecía nada bien que una Aceptada corriera el riesgo de romperse el cuello. No, no les parecía nada bien.
La moza de cuadra intentó entregarle las riendas, pero Moraine colgó la bolsa en la alta perilla de la silla y después desabrochó las correas de las alforjas. La de un lado contenía un paquete envuelto en tela; era media hogaza de pan moreno, albaricoques secos y un gran trozo de queso amarillo claro. Más de lo que podía comerse, pero algunas de las otras tenían un enorme apetito. La alforja del otro lado abultaba con un recado de escribir de madera pulida, así como un grueso mazo de hojas de buen papel y dos plumas con plumín de acero.
«El cortaplumas no hacía falta», pensó, contrita, aunque tuvo cuidado de mantener el gesto sereno. No estaba dispuesta a que la moza de cuadra la viera avergonzada.
El recado de escribir también contenía un tintero prietamente cerrado, de cristal grueso. Para regocijo de la moza de cuadra, que ni siquiera intentó disimularlo, comprobó que el tapón estaba bien cerrado. Bueno, que sonriera lo que quisiera sin molestarse en taparse la boca con la mano, pero ella no tendría que sufrir las consecuencias del desbarajuste si la tinta se salía y lo manchaba todo. A veces Moraine pensaba que era una lástima que los criados no vieran a las Aceptadas del mismo modo que las novicias.
Cuando Moraine tomó finalmente las riendas, la moza de cuadra le hizo una burlona reverencia y se inclinó con las manos enlazadas a guisa de estribo; otro gesto burlón, pero Moraine desdeñó su ayuda. Se puso los guantes de montar y se encaramó ágilmente a la silla. ¡A ver si esa mujer se reía ahora! La habían subido a su primer poni —sujeto por riendas, naturalmente— tan pronto como fue lo bastante mayor para caminar sin que alguien la llevara de la mano, y le habían regalado su primer caballo a los diez años. Por desgracia, el vestido de Aceptada no tenía la falda dividida para montar, y la necesidad de bajarse los vuelos en un vano intento de taparse las piernas echó a perder un tanto la dignidad del momento. No era la modestia lo que la preocupaba, sino el frío. Bueno, también un poco la modestia. Se fijó en que algunos guardias le miraban las piernas enfundadas en las medias, al aire casi hasta la rodilla, y enrojeció hasta la raíz del cabello. En un intento de hacer caso omiso de los hombres, buscó a Siuan con una ojeada.
Había querido comprarle a Siuan un caballo también como celebración y ahora deseó no haberse dejado convencer por su amiga para que no lo hiciera. A Siuan no le habría venido mal la poca o mucha práctica que hubiese adquirido desde entonces. Se encaramó torpemente a la montura, un robusto castrado gris, con tanta torpeza que el apacible animal volvió la cabeza para mirarla consternado. Faltó poco para que se cayera al intentar poner el otro pie en el estribo. Conseguido esto, aferró las riendas con tanta fuerza que los nudillos se le marcaron en los guantes grises; en su rostro había una expresión sombría, como si se preparara para una onerosa prueba que no lograría superar. Para ella lo era. Siuan sabía montar, sólo que no se le daba nada bien. Algunos hombres miraron también las piernas de Siuan, pero ésta no pareció darse cuenta. Claro que, aunque lo hubiera notado, no se habría puesto colorada. ¡Según ella, trabajar en una barca de pesca significaba tener que recogerse la falda y dejar al aire las piernas bastante más arriba de las rodillas!
Tan pronto como las dos hubieron montado, un joven y delgado subteniente, cuyo yelmo iba adornado con una corta pluma blanca, destacó a ocho guardias para su escolta. Era muy guapo, detrás de las barras de la visera del yelmo, pero cualquier guardia de la Torre sabía bien que no debía sonreír a una Aceptada y apenas las miró a Siuan y a ella antes de dar media vuelta. No es que Moraine quisiera que le sonriera ni devolverle la sonrisa —no era una novicia mentecata—, pero sí le habría gustado mirarlo un poco más de tiempo.
El cabecilla de la escolta no era guapo. El alférez, un hombre alto y canoso con un ceño permanente marcado en la frente, que se presentó a sí mismo como Steler de manera cortante y con una voz grave y profunda, situó a los soldados formando un amplio anillo alrededor de las dos e hizo volver grupas a su larguirucho castrado ruano en dirección a la Puerta del Ocaso sin añadir nada más. Los guardias azuzaron sus monturas en pos de él, con lo que a Siuan y a Moraine no les quedó otra alternativa que moverse con ellos. ¡Las arreaban como si fueran ganado! Moraine conservó la calma merced a un gran esfuerzo. Era una buena práctica. Siuan no parecía necesitar hacer práctica alguna.
—Se supone que vamos a la orilla occidental —dijo en voz alta y con una mirada fulminante a la espalda de Steler, pero éste no contestó. En un tris de resbalar de la silla en el proceso, Siuan taconeó los gordos costados del castrado gris y se situó al lado del hombre—. ¿Me habéis oído? Tenemos que ir a la orilla occidental.
El alférez soltó un sonoro suspiro y finalmente volvió la cabeza hacia Siuan.
—Se me ordenó que os condujera a la orilla occidental… —Hizo una pausa como para pensar con qué título dirigirse a ella. Eran contadas las veces que los guardias tenían un motivo para hablar con las Aceptadas. Por lo visto no se le ocurrió nada, ya que siguió hablando sin usar ningún tratamiento y, además, con un tono de voz más firme—. Bien, si alguna de las dos sufre aunque sólo sea un moretón, me van a calentar las orejas, y no quiero que me las calienten, así que permaneced dentro del círculo, ¿de acuerdo? Bien, volved a vuestro sitio ahora o nos quedaremos plantados aquí hasta que lo hagáis.
Prietos los dientes, Siuan retrocedió hasta ponerse junto a Moraine. Ésta echó una rápida ojeada a su alrededor para comprobar que ningún soldado estaba lo bastante cerca para oírla.
—No es posible que pienses que vamos a ser nosotras las que lo encontraremos, Siuan —susurró. Ella albergaba esa esperanza, cierto, pero esto era la vida real y no el relato de un juglar—. Tal vez ni siquiera ha nacido aún.
—Tenemos tantas posibilidades como cualquiera de las otras —musitó Siuan—. Tenemos más, puesto que sabemos lo que buscamos realmente. —Seguía mirando ceñuda al alférez—. Cuando vincule a un Guardián lo primero que haré será asegurarme de que haga lo que se le ordene.
—¿Estás pensando en vincular a Steler? —preguntó Moraine con un tono inocente. A los ojos de su amiga asomó una mezcla de estupefacción y horror tales que casi se echó a reír. Pero su pregunta también había hecho que Siuan estuviera a punto de caerse otra vez y no debía reírse de eso.
Una vez que hubieron cruzado la Puerta del Ocaso, reforzada con bandas de hierro y con los soles ponientes dorados que le daban nombre incrustados en lo alto de los gruesos maderos, enseguida fue evidente que torcían hacia el sudoeste a través de las calles pavimentadas, en dirección a la Puerta de Alindaer. Había muchas poternas de acceso a la ciudad por las que podían entrar pequeños botes; y, por supuesto, estaban el Puerto del Sur y el Puerto del Norte para los barcos fluviales, pero puertas de puentes sólo había seis. La Puerta de Alindaer era la más meridional de las tres de poniente, lo que no auspiciaba muchas posibilidades de acercarse al Monte del Dragón, pero Moraine no creía que Steler accediera a variar de rumbo. «Aprende a sobrellevar lo que no puedes cambiar», se dijo amargamente para sus adentros. Siuan debía de estar a punto de morderse las uñas.
Sin embargo, su amiga observaba en silencio la espalda de Steler. Ya no era una mirada iracunda, simplemente lo examinaba del mismo modo que hacía con los rompecabezas que tanto le gustaban, esos intrincados hasta la exasperación, con piezas encajadas de tal modo que parecía imposible que pudieran separarse. Sólo que al final Siuan conseguía separarlas siempre. Y lo mismo rezaba con los crucigramas y los números cruzados. Siuan veía pautas donde nadie más alcanzaba a verlas. Estaba tan absorta con el alférez que de hecho montaba con cierta soltura, ya que no con destreza. Al menos no parecía estar a punto de caerse cada dos pasos.
A lo mejor discurría un modo de hacerlo cambiar de parecer, pero Moraine se dedicó a disfrutar del paseo a caballo por la ciudad. Después de todo, no era como si a las Aceptadas les permitieran salir del recinto de la Torre a diario, y Tar Valon era la ciudad más grande, la más espléndida del mundo conocido. Del mundo entero, posiblemente. La isla tenía unos dieciséis kilómetros de extensión y, a excepción de los parques públicos y los jardines privados —y la arboleda Ogier, naturalmente—, la urbe cubría cada metro cuadrado de su superficie.
Las calles por las que pasaban eran anchas y se había limpiado la nieve, y todas parecían atestadas de gente, la mayoría a pie, aunque también había sillas de manos y literas cerradas que se abrían paso entre la multitud. Con tanto gentío se avanzaba más deprisa a pie que a caballo, y sólo los más presuntuosos o los más obstinados iban montados, como una noble teariana, muy envarada en su vestido de cuello alto de encaje y acompañada por un séquito de criados y guardias; un grupo de mercaderes kandoreses de expresión seria, con cadenas de plata adornando la pechera de las chaquetas; varios grupos de fatuos petimetres murandianos, vestidos con chaquetas de intensos colores y luciendo bigotes retorcidos, que deberían haber estado fuera, luchando. O quienes tenían un largo camino por delante, se corrigió Moraine para sus adentros mientras hacía otro intento fútil por taparse las piernas y asestaba una mirada ceñuda a un saldaenino de ojos rasgados, un comerciante o artesano a juzgar por la sencilla chaqueta de paño, que se la estaba comiendo con los ojos descaradamente. ¡Luz! Los hombres nunca parecían entender —ni parecía importarles— cuándo quería una mujer que la miraran y cuándo no. En cualquier caso, Steler y sus soldados se las arreglaban para abrir paso delante de ellas con su mera presencia. Nadie quería entorpecer la marcha de ocho guardias de la Torre armados y equipados con corazas. Debía de ser eso lo que abría un camino entre el gentío. Moraine dudaba de que nadie en aquella multitud supiera que un vestido con bandas de colores señalaba a una iniciada de la Torre Blanca. La gente que viajaba a Tar Valon no se acercaba a la Torre a menos que tuviera asuntos que tratar allí.
Todas las naciones parecían estar representadas en esa muchedumbre. «El mundo va a Tar Valon», como rezaba el dicho. Taraboneses del lejano oeste con el velo que les tapaba la cara hasta los ojos, pero lo bastante transparente para que se viera el espeso bigote, caminaban junto a marineros de piel curtida —y descalzos a pesar del frío— procedentes de los barcos fluviales que navegaban por el Erinin. Un hombre de las Tierras Fronterizas, equipado con peto y cota, se cruzó con ellos cabalgando en dirección contraria; un shienariano de rostro pétreo, con el yelmo rematado en cresta colgado de la silla y la cabeza afeitada a excepción de un mechón en la coronilla. Sin duda era un mensajero de camino a la Torre, y Moraine se planteó durante un momento pararlo. Pero no le revelaría el mensaje a ella, además de que tendría que abrirse paso entre los guardias de Steler. ¡Luz, cómo detestaba quedarse en la ignorancia!
Había cairhieninos de ropas oscuras, fáciles de distinguir porque eran más bajos y de tez más pálida que casi cualquier otra persona; altaraneses con chaquetas de bordados recargados; altaranesas que se ceñían las capas de intenso color rojo o verde o amarillo a fin de proteger lo que los vestidos de escote bajo dejaban expuesto al aire helado; tearianos con chaquetas adornadas con anchas bandas de colores o con vestidos orlados de encaje; y andoreños vestidos sencillamente que caminaban no sólo como si supieran perfectamente bien adónde iban sino como si se propusieran llegar allí lo antes posible. Los andoreños siempre se centraban en un asunto a la vez; era gente tozuda, exageradamente orgullosa y carente de imaginación. Media docena de mujeres domani de tez cobriza y con capas de hechura extravagante —sin duda, mercaderes; la mayoría de las domani que viajaban fuera de su país lo eran— estaban comprando pasteles de carne en un puesto ambulante. Cerca, un arafelino que llevaba una capa con mangas acuchilladas en rojo y el negro cabello peinado en dos largas trenzas rematadas con campanillas de plata agitaba los brazos y discutía con un impasible illiano que parecía más interesado en arrebujarse en la capa a rayas de colores intensos. Moraine avistó incluso a un tipo de tez negra como el carbón que podría ser uno de los Marinos, bien que algunos tearianos tenían la piel igual de oscura. Llevaba las manos metidas bajo la deshilachada capa mientras esquivaba a la muchedumbre, así que Moraine no pudo ver si las tenía tatuadas.
Con tanta gente, había un gran barullo por el mero hecho de hablar, pero las carretas y los carros contribuían al jaleo con el chirrido de los ejes mal engrasados, la trápala de cascos y el rechinido de las ruedas con armazón de hierro sobre los adoquines. Los carreteros gritaban a la gente para que se apartara, cosa que ésta hacía de mala gana, y los vendedores ambulantes voceaban sus mercancías de cintas o agujas o nueces tostadas o una docena de cosas más que llevaban en carretillas o bandejas al cuello. A despecho del frío los juglares y titiriteros ejecutaban su número en algunas esquinas, hombres y mujeres que habían extendido la capa en el suelo para que les echaran monedas tocaban flautas, caramillos o arpas, y los tenderos, situados delante de sus establecimientos, proclamaban la superioridad de sus mercancías sobre cualesquiera otras. Los barrenderos con sus escobones y palas y carretillas iban limpiando lo que dejaban caer los caballos a su paso y otras basuras a la par que gritaban: «¡Dejen paso para tener los zapatos limpios!», «¡Dejen paso para tener los zapatos limpios!». Todo tenía un aspecto tan… normal. Nadie parecía darse cuenta del acre e intenso olor a humo que flotaba en el aire. Una batalla fuera de Tar Valon no podía alterar lo que pasaba dentro de las murallas de la ciudad. Quizá ni siquiera lo haría una guerra. Pero lo mismo podía verse en Cairhien, aunque no en un número tan elevado ni con tanta variedad. Era la propia Tar Valon la que hacía a la urbe distinta de cualquier otra.
La Torre Blanca se alzaba en medio de la ciudad cual un asta gruesa de color hueso que ascendía casi cien espanes[4] hacia el cielo y se divisaba a kilómetros de distancia. Era lo primero que vislumbraba cualquiera que se aproximaba a la ciudad mucho antes de avistar la población en sí. El centro de poder de las Aes Sedai; eso bastaba para hacer especial a Tar Valon, pero otras torres más pequeñas se alzaban por toda la ciudad. Eran agujas espirales y estriadas, algunas tan cerca entre sí que estaban comunicadas por puentes a treinta o a sesenta metros del suelo o incluso a más altura. Ni siquiera las Torres Infinitas de Cairhien las igualaban. Cada plaza tenía una fuente o un monumento en el centro, o una enorme estatua, algunas de ellas puestas sobre pedestales de quince metros de alto, pero los propios edificios eran más magníficos que los monumentos de otras ciudades. Alrededor de las casas palaciegas de mercaderes acaudalados y banqueros, con sus cúpulas y torres y galerías con columnatas, se apiñaban tiendas y posadas, tabernas y establos, edificios de pisos de viviendas y casas de gente corriente, pero incluso éstas estaban ornamentadas con tallas y frisos propios de palacios. Bastantes de ellas habrían pasado por tales. Casi todos esos edificios eran de construcción Ogier, y los Ogier construían belleza. Más maravillosos todavía eran algunos edificios repartidos por la ciudad —seis de ellos visibles desde cualquier calle— en los que a los albañiles Ogier se les había dado carta blanca. Un banco de tres plantas sugería una bandada de dorados pájaros de mármol alzando el vuelo, en tanto que la casa gremial de mercaderes kandoreses parecía representar caballos cabalgando sobre espuma o tal vez espuma convirtiéndose en caballos, y una gran posada llamada El Gato Azul representaba exactamente eso, un gato azul enroscado y dormido. La Gran Lonja de Pescado, la mayor de la ciudad, tenía la apariencia de un banco de enormes peces verdes, rojos, azules y a rayas. Otras ciudades se preciaban de sus edificios Ogier, pero nada podía compararse con los que poseía Tar Valon.
Un andamio rodeaba uno de los edificios de construcción Ogier y ocultaba su forma, de manera que lo único que se distinguía era piedra verde y blanca, y el hecho de que todo parecían curvas; unos albañiles Ogier se movían por las plataformas de madera del andamio y otros subían grandes piedras blancas con una larga grúa de madera que se veía desde la calle. Hasta una construcción Ogier necesitaba reparaciones de vez en cuando, y ningún albañil humano podía igualar su destreza. Sin embargo, no se los solía ver a menudo. Uno de ellos estaba en la calle, al pie de una gran escalera de mano que subía a la primera plataforma; vestía una larga chaqueta oscura que se acampanaba por encima del borde de las botas altas y llevaba un grueso rollo de pergamino debajo de un brazo. Planos, sin duda. Si se entrecerraban los ojos se lo podría tomar por un humano. Y si se pasaba por alto el hecho de que los enormes ojos del Ogier estaban a la altura de los de Moraine cuando ésta pasó montada a caballo por delante de él. Eso y las largas y copetudas orejas que asomaban entre el pelo, una nariz casi tan ancha como la cara y una boca que casi le dividía en dos el rostro. Las cejas le colgaban sobre las mejillas como un bigote. Moraine le dirigió una inclinación de cabeza formal desde la silla, y él respondió con idéntica seriedad mientras se atusaba la estrecha barba que le llegaba al pecho. Pero las orejas se agitaron y Moraine creyó ver que el Ogier esbozaba una sonrisa cuando se volvió y empezó a trepar por la escalera de mano. Cualquier Ogier que visitara Tar Valon reconocería el vestido de Aceptada.
Abochornada, miró con el rabillo del ojo para ver si Siuan se había percatado, pero la otra mujer seguía observando atentamente a Steler. Quizá ni siquiera se había fijado en el Ogier. Siuan se quedaba completamente absorta con sus rompecabezas, pero ¿pasar por alto a un Ogier?
Casi una hora después de haber salido de la Torre llegaron a la Puerta de Alindaer, que era lo bastante ancha para que pasaran cinco o seis carretas a la vez sin apreturas y estaba flanqueada por altos torreones almenados. Internándose en el río, había torreones a todo lo largo de las blancas murallas de la ciudad, pero ninguno era tan alto y tan fuerte como los de los puentes. Las enormes puertas revestidas de bronce se hallaban abiertas de par en par, pero los guardias apostados en lo alto las vigilaban, listos para ordenar que se cerraran, y otros doce más, situados a un lado de la calzada y armados con alabardas, observaban atentos a los pocos que las cruzaban. Siuan, Moraine y su escolta atrajeron sus miradas como un imán atraería las limaduras de hierro. O, más bien, fueron los vestidos los que las atrajeron. No obstante, nadie dijo nada porque unas Aceptadas abandonaran la ciudad, lo que sugería que otros grupos ya habían pasado por esa puerta. A diferencia de las ajetreadas calles, la puerta no tenía tránsito. Todos los que habían buscado la seguridad de las murallas de Tar Valon llevaban mucho tiempo dentro de la ciudad, y, a despecho de la aparente normalidad existente de murallas para dentro, nadie parecía pensar que era seguro marcharse todavía. Uno de los guardias que estaban a un lado de la calzada, un alférez de hombros anchos, saludó con un cabeceo a Steler, que respondió de igual modo sin pararse.
Cuando los cascos de las monturas tabletearon sobre el puente, Moraine sintió que se quedaba sin aliento. Los propios puentes eran una maravilla, construidos con ayuda del Poder; los arcos de piedra, labrada tan exquisitamente que semejaba encaje, se extendían kilómetro y medio hasta más allá de la orilla pantanosa del río, suspendidos en el aire todo el tramo y lo bastante altos en el centro como para que hasta el barco fluvial más grande pudiera navegar por debajo. Sin embargo, no era eso lo que la había impresionado. Estaba fuera de la ciudad. Las hermanas inculcaban profundamente en todas las novicias que el simple hecho de pisar los puentes constituía un intento de fuga, que era el peor delito que una novicia podía cometer aparte del asesinato. Lo mismo rezaba para las Aceptadas; la única diferencia era que a ellas no hacía falta que se lo recordaran. Y estaba fuera de la ciudad, tan libre como si llevara el chal ya. Miró a los soldados que cabalgaban a su alrededor. Bueno, casi tan libre.
En el ápice del puente, unos cuarenta y cinco metros por encima del río, Steler frenó bruscamente su montura. ¿Es que estaba tan loco como para pararse a contemplar el Monte del Dragón que se elevaba a lo lejos, con la cumbre quebrada emitiendo una cinta de humo? En su euforia, Moraine se había olvidado del frío, pero un fuerte viento que descendía por el Alindrelle Erinin, tan cortante que le atravesaba la capa, no tardó en recordárselo. La peste a madera quemada que traía el aire parecía especialmente intensa. Cayó en la cuenta de que las trompetas habían dejado de sonar. De algún modo el silencio parecía tan ominoso como lo habían sido sus toques.
Entonces vio al pie del puente un grupo de jinetes, unos nueve o diez, que miraban fijamente las murallas de la ciudad. La razón de que las trompetas hubiesen enmudecido ya no parecía tan inquietante. Los petos bruñidos y los yelmos de los jinetes relucían como plata, y todos llevaban capa larga, extendida sobre la grupa de la montura. Abrazar la Fuente la llenó de vida y gozo, y lo que en ese momento era más importante, le aguzó la vista. Como había sospechado, un dorado sol radiante aparecía bordado a la izquierda de la pechera de las capas. Hijos de la Luz. ¿Y osaban cortar el tránsito en uno de los puentes de Tar Valon? Bueno, sólo estaban Siuan, los guardias y ella, pero el principio seguía siendo el mismo. A decir verdad, lo empeoraba el hecho de que fueran Siuan, los guardias y ella. Lo hacía intolerable.
—Alférez Steler —llamó en voz alta—. No se debe consentir que los Capas Blancas crean que pueden intimidar a unas iniciadas de la Torre. O a unos guardias de la Torre. Seguiremos adelante. —El muy necio ni siquiera apartó la vista de los Capas Blancas para mirarla. Quizá si le daba un capón con un pequeño flujo de Aire…
—¡Moraine! —El susurro de Siuan fue quedo, pero cortante.
Miró sorprendida a su amiga. Siuan la miraba ceñuda. ¿Cómo lo había sabido? ¡Ni siquiera había empezado a hacer el tejido! Con todo, Siuan tenía razón. Ciertas cosas no estaban permitidas. Sintiéndose culpable, soltó el Saidar y suspiró cuando desapareció toda la gozosa exaltación. Tuvo un escalofrío y se arrebujó en la capa. Como si eso sirviera de algo.
Finalmente, los Capas Blancas dieron media vuelta y regresaron al pueblo. Alindaer era una villa grande, prácticamente una ciudad, con casas de ladrillo de dos o incluso tres plantas y techadas con tejas azules visibles a través de la nieve, con sus propias posadas, comercios y mercados. El manto blanco le daba un aspecto limpio y tranquilo. Durante largos instantes los Capas Blancas desaparecieron de la vista. Sólo cuando aparecieron por el hueco entre dos edificios, en una de las calles que llevaba hacia el norte, Steler azuzó su montura para que reemprendiera la marcha. La mano enguantada del hombre descansaba sobre la empuñadura de la espada y no dejaba de volver la cabeza a uno y otro lado para escudriñar las calles que había más adelante conforme recorrían el último tramo del puente. Donde había un grupo de Capas Blancas podía haber más. Moraine se sintió de pronto muy agradecida por la presencia de Steler y sus hombres. Una daga no serviría de mucho contra una flecha de un Capa Blanca. Por lo visto ninguno de los preparativos que había hecho servía para nada.
Cuando llegaron al límite de la ciudad, Siuan volvió a taconear al castrado gris para acercarse al alférez, todavía tan absorta en sus pensamientos que cabalgó casi con… gracilidad no, desde luego, pero al menos con estabilidad.
—Alférez Steler. —Su tono combinaba firmeza con urbanidad, así como un fuerte dejo de certeza. Era algo muy parecido a una voz de mando. Steler volvió la cabeza hacia ella y parpadeó, sorprendido—. Sabéis por qué estamos aquí, naturalmente —prosiguió Siuan, que apenas esperó al gesto de asentimiento del hombre—. Las mujeres que se marcharán antes de enterarse de la recompensa son las que están en los campamentos más distantes de la ciudad. Visitar esos campamentos ayer habría conllevado cierto peligro, pero la Amyrlin ha informado de que los Aiel se están retirando. —¡Luz! Parecía, ni más ni menos, que la Amyrlin compartiera los informes con ella regularmente—. La Amyrlin ha expresado su firme voluntad de que ninguna de esas mujeres se marche sin recibir la recompensa, alférez, de modo que os sugiero encarecidamente que cumplamos el deseo de la Amyrlin y empecemos por esos campamentos más alejados. —El gesto que hizo podría haber parecido vago a cualquiera que no fuera Moraine, pero lo cierto es que señalaba directamente al Monte del Dragón—. La Sede Amyrlin querría que lo hiciéramos así.
Moraine contuvo el aliento. ¿Habría hallado Siuan la clave?
—Según tengo entendido, no hay Aiel a este lado del Erinin —contestó Steler con voz agradable. Un instante después, el alférez truncaba sus esperanzas—. Pero me ordenaron ir a los campamentos más próximos al río, y eso será lo que hagamos. También me advirtieron que si alguien alborotaba tenía que llevar inmediatamente a esa persona de vuelta a la Torre. No estaréis alborotando, ¿verdad? No, claro, eso me pareció.
Reteniendo su montura para que Moraine la alcanzara, Siuan se situó junto a Flecha. No tenía fruncido el entrecejo, pero la mirada que asestaba al alférez era puro hielo. De repente la envolvió el brillo del Saidar.
—No, Siuan —advirtió Moraine en voz queda.
Siuan la miró ceñuda.
—Quizá lo único que intentaba era ver lo que hay más adelante, ¿sabes? Por si acaso quedan más Capas Blancas.
Moraine enarcó una ceja y Siuan enrojeció mientras el brillo de la Fuente se disipaba a su alrededor. No tenía derecho a mostrarse sorprendida. Después de seis años de no despegarse prácticamente la una de la otra, Moraine sabía con sólo mirarla que su amiga preparaba una travesura. Para alguien tan inteligente como ella, a veces Siuan parecía estar ciega.
—No entiendo cómo aguantas esto —masculló la mujer más alta al tiempo que se levantaba a medias de la silla, apoyada en los estribos. Moraine tuvo que sujetarla para que no se fuera al suelo—. Si el campamento está mucho más lejos necesitaré la Curación de una hermana.
—Tengo un ungüento —dijo Moraine, que dio unas palmaditas a la bolsa que llevaba colgada de la perilla con un atisbo de satisfacción. El cortaplumas para afilar péndolas y la daga no le servirían para nada, pero al menos se había acordado de coger el linimento.
—Ojalá llevaras guardado ahí un carruaje —rezongó Siuan, pero Moraine se limitó a sonreír.
Alindaer estaba desierta y silenciosa. La villa había sido incendiada tres veces durante la Guerra de los trollocs, otra vez casi al final de la Guerra del Segundo Dragón y dos más durante el asedio de veinte años que los ejércitos de Artur Hawkwing habían puesto a Tar Valon, y al parecer sus habitantes habían esperado que ahora ocurriera lo mismo. Aquí había una silla en la calle cubierta de nieve; allí, una mesa, la muñeca de una niña, una olla, todo ello abandonado por la gente que corrió a refugiarse dentro de la ciudad con lo que pudo cargar. Sin embargo, todas las ventanas parecían bien cerradas y todas las puertas bien atrancadas con lo que quiera que hubiera dentro guardado a salvo hasta el regreso de sus moradores. Pero el olor a quemado era más intenso allí que en el puente y los únicos sonidos eran el chirrido de los letreros de las posadas al mecerse con el aire y el sordo golpeteo de los cascos de los caballos sobre el pavimento cubierto de nieve. El lugar ya no parecía tan prístino; parecía… muerto.
Moraine sintió un gran alivio cuando dejaron atrás la villa aunque cabalgaran hacia el sur, alejándose del Monte del Dragón. Se suponía que los campos debían estar silenciosos y que el olor a quemado se iría desvaneciendo a medida que se alejaran. Saltaba a la vista que Siuan no estaba relajada. De tanto en tanto miraba hacia atrás, en dirección al gran pico negro del Monte del Dragón —la mitad de las veces hacía falta la mano firme de Moraine para mantenerla en la silla— y en más de una ocasión se la oyó rechinar los dientes. A menudo habían hablado sobre el Ajah al que se incorporarían y Moraine se había decidido por el Azul hacía mucho tiempo, pero pensaba que Siuan quizá se decantara por el Verde.
El primer campamento al que llegaron, unos tres kilómetros más al sur de Alindaer, era un conjunto desperdigado de carretas, carros y tiendas de todos los tamaños y diverso estado de conservación y mezclado con toscos refugios hechos con arbustos, todo ello salpicado de lumbres de cocinar. El golpeteo del martillo sobre el yunque resonaba en tres forjas distintas, y los niños jugaban y gritaban en la nieve sucia y pisoteada como si no supieran que había habido una batalla en la que sus padres podrían haber muerto. Tal vez hubiera ocurrido así. Tal vez esa inconsciencia fuera una suerte para ellos. Las hileras de caballos estaban casi vacías y, aparte de los herreros, había pocos hombres a la vista, pero una larga fila de mujeres, más de cincuenta, se alineaba delante de un pabellón de lona donde una Aceptada estaba sentada a una mesa con cuatro guardias de la Torre desplegados detrás de ella, así que Steler ni siquiera aflojó el paso. Moraine abrazó la Fuente un momento y sintió que Siuan hacía lo mismo. La mujer estaba lejos y sólo era para ver mejor quién era, naturalmente. El rostro de la Aceptada quedaba enmarcado por multitud de trencillas tarabonesas. Sarene era la mujer más hermosa en los aposentos de las Aceptadas, salvo quizá Ellid, aunque ella no parecía ser consciente de ello mientras que Ellid sí lo era, y mucho; no obstante, tenía poquísimo tacto considerando que era hija de un tendero. Su madre debió de alegrarse de ver partir a Sarene y su afilada lengua hacia Tar Valon.
—Espero que no se meta en líos esta vez —susurró Siuan, como si hubiese oído los pensamientos de Moraine. Claro que las dos conocían muy bien a Sarene. Era su amiga, pero a veces resultaba más irritante que una ortiga. Lo que la salvaba es que era tan poco consciente de haber dicho algo desacertado como lo era de su belleza.
Casi cien metros más adelante, el brillo que envolvía a Siuan desapareció, y Moraine también soltó el Poder. Después de todo, alguna hermana podría verlas.
El siguiente campamento, a menos de un kilómetro de distancia hacia el sur, era más grande y estaba más desordenado incluso que el anterior; no había nadie anotando nombres. También era más ruidoso, con seis forjas en pleno trabajo y el doble de niños gritando y corriendo de aquí para allí. La relativa ausencia de hombres era igual, así como los contados animales en las hileras de caballos; pero, sorprendentemente, varios carruajes cerrados aparecían repartidos por el campamento. Moraine torció el gesto cuando oyó voces con acento murandiano mientras se internaban en el campamento. Los murandianos eran pendencieros, muy quisquillosos con detalles sobre el honor que únicamente ellos entendían, siempre enzarzados en duelos. No obstante, cuando Steler anunció el motivo de su visita en una voz tonante que habría asustado a un toro, nadie mostró el menor deseo de pelear. En un pispás, dos jóvenes larguiruchos vestidos con chaquetas ajadas llevaron una mesa y dos banquetas para Moraine y Siuan. Las instalaron al raso, pero otro par de jóvenes llevaron braseros de tres patas que situaron a ambos lados de la mesa. Puede que al final aquello no resultara tan incómodo, después de todo.