El garfio
Un viento frío sopló en la noche a través del campo cubierto de nieve donde los hombres se habían estado matando unos a otros durante los últimos tres días. El aire era cortante, si bien no tan gélido como Lan habría esperado en esa época del año. Con todo, la temperatura era lo bastante baja como para que el peto de acero transmitiera el frío a través de la chaqueta y para que el aliento se condensara en vaho delante del rostro del hombre cuando el viento no lo arrastraba. La negrura del cielo empezaba a menguar y el brillo de los millares de estrellas, cual grueso polvo de diamantes esparcido en el firmamento, se iba apagando lentamente. La gruesa hoz de luna estaba baja y apenas daba luz para distinguir las siluetas de los hombres que vigilaban el campamento instalado en la arboleda de robles y cedros desperdigados. No se habían encendido lumbres porque el fuego habría delatado su posición a los Aiel. Lan había combatido contra ellos mucho antes de que esta guerra empezara, en las Marcas Shienarianas; una cuestión de deber para con los amigos. Si ya era difícil enfrentarse a ellos a la luz del día, hacerlo de noche era tanto como jugarse la vida a cara o cruz. Claro que a veces te encontraban aunque no hubiese lumbres.
Apoyando la mano enguantada sobre la espada envainada, se arrebujó en la capa y siguió haciendo la ronda de los centinelas a través de la capa de nieve que le llegaba a la pantorrilla. La suya era una espada antigua hecha con el Poder Único antes del Desmembramiento del Mundo, durante la Guerra de la Sombra, cuando la mano del Oscuro tocó el mundo durante un tiempo. De esa era sólo perduraban leyendas, salvo, quizá, lo que supieran las Aes Sedai; aun así, la hoja de acero era algo real y concreto. No se rompía ni hacía falta afilarla nunca. La empuñadura se había reemplazado incontables veces a lo largo de los siglos, pero ni siquiera la herrumbre afectaba el lustre de la hoja. Antaño había sido la espada de los reyes malkieri.
El siguiente centinela que encontró, un tipo bajo y fornido que se cubría con una larga y oscura capa, estaba recostado en el tronco de un roble de gruesas ramas, con la cabeza caída sobre el pecho. Lan tocó al centinela en el hombro y el hombre se irguió bruscamente, a punto de dejar caer el arco corto de cuerno que tenía en las manos enguantadas. La capucha le resbaló hacia atrás y dejó a la vista el yelmo cónico de acero un instante, antes de que el hombre volviera a calarse la capucha con rapidez. A la pálida luz de la luna, Lan no distinguía las facciones del hombre detrás de las barras verticales de la visera, pero sabía quién era. El yelmo de Lan era abierto, al estilo de la desaparecida Malkier, con una pequeña visera en forma de luna creciente que se proyectaba sobre la frente.
—No estaba dormido, milord —se apresuró a decir el tipo—. Sólo descansaba un momento. —El domani de piel cobriza parecía abochornado, y con razón. Ésta no era su primera batalla; ni siquiera era su primera guerra.
—Un Aiel te habría despertado al degollarte o al hincarte una lanza en el corazón, Basram —dijo Lan en voz queda. Los hombres prestaban más atención a un tono tranquilo que al grito más alto, siempre y cuando la calma fuera acompañada de firmeza y seguridad—. Quizá sería mejor no tener tan cerca la tentación del árbol. —Se abstuvo de añadir que, aun en el caso de que los Aiel no lo mataran, el hombre corría el riesgo de congelarse si permanecía parado en un sitio mucho tiempo. Basram ya lo sabía. Los inviernos en Arad Doman eran casi tan fríos como en las Tierras Fronterizas.
Farfullando una disculpa, el domani se llevó la mano al yelmo en un respetuoso saludo, se apartó tres pasos del árbol y, bien derecho y despabilado, escudriñó la oscuridad. También movió los pies ligeramente para evitar que los dedos se le congelaran. Corría el rumor de que había Aes Sedai más cerca del río y que ofrecían la Curación de heridas y enfermedades que desaparecían como por ensalmo; pero, sin esa posibilidad, la amputación era la forma habitual de evitar que un hombre perdiera un pie por la gangrena y podía ser que incluso las piernas. En cualquier caso, lo mejor era evitar verse involucrado con Aes Sedai a menos que fuera absolutamente necesario. Al cabo de los años era posible encontrarse con la sorpresa de que una de ellas lo había amarrado de alguna forma por si acaso necesitaba de uno. Las Aes Sedai pensaban a largo plazo y rara vez parecía importarles a quién utilizaban y cómo lo utilizaban en la consecución de sus fines. Ésa era una de las razones por las que Lan las evitaba.
¿Cuánto duraría el estado de alerta de Basram? Lan deseó saber la respuesta, pero no tenía sentido llamar más la atención al domani. Todos los hombres que tenía a su mando estaban exhaustos. A buen seguro que todos los hombres de la Gran Coalición, como pomposamente se la llamaba —así como Gran Alianza y una docena más de nombres, algunos poco halagadores e incluso ofensivos—, a buen seguro que todos estaban al borde de la extenuación. Además de agotadora, una batalla era una brega que hacía sudar, hubiera nieve o no. Los músculos se agarrotaban por la tensión aun cuando hubiese ratos en los que tomarse un respiro, y en los últimos días apenas se habían dado ocasiones de hacer un alto durante mucho tiempo.
El campamento albergaba sus buenos trescientos hombres, de los que una cuarta parte estaba de guardia en todo momento; teniendo enfrente a los Aiel, Lan quería tantos pares de ojos vigilando como fuera posible. Sin embargo, antes de que Lan hubiera recorrido otros doscientos pasos[1] había tenido que despertar a tres centinelas más, uno de ellos dormido de pie sin estar apoyado en nada. Jaim tenía levantada la cabeza y los ojos abiertos. Ése era un truco que algunos soldados habían aprendido, sobre todo soldados veteranos como Jaim. Cortando las protestas del hombre de barba gris de que no podía estar dormido hallándose de pie y firme, Lan le prometió que sus amigos se enterarían si volvía a pillarlo dormido.
Jaim se quedó boquiabierto un momento; después tragó saliva con esfuerzo.
—No volverá a ocurrir, milord. ¡Que la Luz me abrase si me duermo!
Parecía hablar completamente en serio. Algunos hombres tenían miedo de que sus amigos los dejaran sin sentido de una paliza por ponerlos en peligro mientras descansaban; pero, habida cuenta de las compañías que Jaim frecuentaba, lo más probable es que temiera la humillación por haberse dejado sorprender dormido, no por estarlo.
Mientras Lan continuaba adelante soltó una risita queda. Rara vez reía, además de ser una estupidez reírse de eso, pero más valía reír que preocuparse por lo que no podía cambiar, como por ejemplo encontrar dormitando a los hombres que estaban de guardia; o inquietarse por la muerte. Lo que no se podía remediar, se tenía que sobrellevar.
Se paró en seco.
—Bukama, ¿por qué me sigues a hurtadillas? —inquirió en voz alta.
A su espalda sonó un gruñido de sorpresa. Sin duda Bukama creía que se movía en silencio y, a decir verdad, muy pocas personas habrían oído el débil crujido de las botas del hombre en la nieve, pero tendría que haber sabido que él sí lo percibiría. Al fin y a la postre, Bukama había sido uno de sus maestros, y una de sus primeras lecciones había sido estar atento a lo que lo rodeaba en todo momento, incluso mientras dormía. Una lección nada fácil de aprender para un chiquillo, pero sólo los muertos podían permitirse el lujo de no estar alerta. Y en La Llaga, más allá de las Tierras Fronterizas, los que estaban ajenos a su entorno no tardaban en engrosar las filas de los muertos.
—Te he estado guardando la espalda —anunció ásperamente Bukama al tiempo que apretaba el paso para reunirse con él—. Considerando lo poco pendiente que estás, uno de esos Amigos Siniestros, uno de esos Aiel velados, podría acercarse furtivamente y cortarte el gaznate. ¿Es que has olvidado todo lo que te he enseñado? —De carácter rudo y franco, Bukama era casi tan alto como él y más que la mayoría de los hombres. Llevaba un casco malkieri sin crestón a pesar de tener derecho a lucirlo. Estaba más interesado en sus obligaciones que en sus derechos, pero aunque eso fuera lo correcto Lan habría deseado que no desdeñara estos últimos tan plenamente.
Cuando la nación de Malkier estaba próxima a sucumbir, se encomendó a veinte hombres la tarea de poner a salvo al infante Lan Mandragoran. Sólo cinco sobrevivieron a aquel viaje para criarlo desde la cuna y entrenarlo, y Bukama era el único que quedaba vivo en la actualidad. Ahora tenía el cabello de color gris y lo llevaba cortado a ras de los hombros como mandaba la tradición, pero seguía teniendo recta la espalda y los brazos duros, y los azules ojos conservaban la vista clara y aguda. La tradición impelía a Bukama. Ceñido sobre la permanente acanaladura que le había marcado en la frente a lo largo de los años, un fino cordón de cuero trenzado le sujetaba el cabello hacia atrás. Pocos hombres llevaban actualmente el hadori. Lan sí lo lucía. Moriría con él e iría a la tierra llevándolo puesto, y nada más. Si es que había alguien para enterrarlo cuando muriera. Miró hacia el norte, en dirección al lejano hogar. A casi toda la gente le habría parecido un lugar extraño para denominarlo así, pero Lan había sentido su atracción como un imán que tirara de él desde que había ido al sur.
—He recordado lo suficiente para oírte —contestó. Había muy poca luz para distinguir las ajadas facciones de Bukama, pero Lan sabía que tenía el ceño fruncido. No recordaba haber visto otra expresión en su amigo y maestro ni siquiera cuando hacía un elogio. Bukama era acero revestido de carne. Su voluntad, acero, y el deber, su alma—. ¿Todavía crees que los Aiel son seguidores del Oscuro?
El otro hombre hizo un signo de salvaguardia contra el mal, como si Lan hubiese pronunciado el verdadero nombre del Oscuro. Shai'tan. Ambos habían visto las calamidades y el infortunio que acaecían después de pronunciar tal nombre en voz alta, y Bukama era uno de los que creían que sólo por pensarlo atraía sobre sí la atención del Oscuro. «El Oscuro y todos los Renegados están confinados en Shayol Ghul —recitó Lan el catecismo para sus adentros—, encerrados por el Creador en el momento de la creación. Que hallemos cobijo al amparo de la Luz, en la mano del Creador». Él no creía que bastara con pensar ese nombre, pero más valía prevenir que curar cuando se trataba de la Sombra.
—Si no lo son, entonces ¿por qué estamos aquí? —dijo Bukama con acritud. Cosa extraña en él. Le gustaba rezongar, pero siempre sobre cosas sin importancia o posibilidades del futuro, nunca sobre el presente.
—Di mi palabra de quedarme hasta el final —repuso suavemente Lan.
Bukama se rascó la nariz. Esta vez su gruñido pareció avergonzado. Era difícil asegurarlo. Otra de sus lecciones había sido que la palabra de un hombre debía valer tanto como un juramento prestado por la Luz, o de lo contrario no valía nada.
Realmente los Aiel habían parecido una horda de Amigos Siniestros cuando surgieron de repente a través de la inmensa cordillera llamada Columna Vertebral del Mundo. Habían incendiado la urbe de Cairhien, habían asolado y saqueado la nación de Cairhien, y en los dos años transcurridos desde entonces habían guerreado por toda Tear y después por Andor antes de llegar a estos campos de matanza, a las afueras de la inmensa ciudad isleña de Tar Valon. En todos los años transcurridos desde que las naciones actuales se habían formado de los fragmentos del imperio de Artur Hawkwing, los Aiel jamás habían salido del desierto llamado el Yermo. Tal vez habían llevado a cabo una invasión antes, aunque nadie lo sabía con certeza, salvo, quizá, las Aes Sedai de Tar Valon, mas, como ocurría tan a menudo con las mujeres de la Torre Blanca, no decían nada. Lo que las Aes Sedai sabían lo guardaban bajo llave, y dejaban caer algo, poquito a poquito, cuando querían y si les interesaba. Sin embargo, fuera de los límites de Tar Valon muchos hombres habían afirmado ver una pauta en todo aquello. Habían pasado mil años entre el Desmembramiento del Mundo y la Guerra de los trollocs, o eso afirmaban los historiadores. Esas guerras habían destruido las naciones que existían por aquel entonces, y nadie dudaba de que la mano del Oscuro estaba detrás de todo, ni que estuviera encerrado ni que no, tan seguro como que lo había estado detrás de la Guerra de la Sombra y del Desmembramiento y del final de la Era de Leyenda. Otros mil años desde la Guerra de los trollocs hasta que Hawkwing construyó un imperio que, tras su muerte, también fue destruido en la Guerra de los Cien Años. Algunos historiadores afirmaban que habían visto la mano del Oscuro en esa guerra también. Y ahora, cerca de mil años después de destruido el imperio de Hawkwing, aparecían los Aiel incendiando y matando. Tenía que haber una pauta. Por fuerza el Oscuro debía de dirigirlos. Lan no habría viajado al sur si no hubiese creído eso. Ahora ya no lo creía, pero había dado su palabra.
Movió los dedos de los pies dentro de las botas altas de borde vuelto. Hiciera o no tanto frío como aquel al que estaba acostumbrado, el helor se le metía a uno en los pies si pasaba mucho rato parado en la nieve.
—Caminemos —dijo—. Estoy seguro de que tendré que despertar a una docena de hombres o puede ser que más, e incluso hacer otra nueva ronda.
Empero, antes de que hubiesen dado un paso un ruido los hizo frenarse, alertas; era el sonido de un caballo caminando por la nieve. Lan desvió la mano hacia la empuñadura de la espada y en un gesto casi automático sacó parcialmente el arma de la vaina. Un débil roce de acero contra cuero indicó que Bukama había hecho otro tanto. Ninguno de los dos temía un ataque; los Aiel sólo montaban por una necesidad extrema e incluso entonces lo hacían de mala gana. Pero un jinete solitario a esas horas tenía que ser un mensajero, y en esos días los mensajeros no solían llevar buenas noticias. Y menos de noche.
Caballo y jinete parecieron materializarse en la oscuridad en pos de un hombre a pie, uno de los centinelas, a juzgar por el arco que llevaba. El animal tenía el cuello arqueado de los buenos purasangre tearianos y saltaba a la vista que el jinete también era de Tear. Para empezar, el perfume a rosas de los aceites que brillaban en la barba puntiaguda del hombre lo precedía, arrastrado por el viento, y sólo los tearianos eran tan estúpidos para llevar perfume, como si los Aiel no tuviesen olfato. Además, nadie aparte de ellos llevaba esos cascos con una alta cresta en la parte superior y un reborde que dejaba en sombras el delgado rostro del hombre. Una única pluma, corta y blanca, en el casco señalaba que era un oficial, aunque de bajo rango; una extraña elección para mensajero. Iba arrebujado en una oscura capa, encogido en la silla de arzón alto. Parecía que estaba temblando. Tear se hallaba muy al sur. En la costa de Tear nunca caía un solo copo de nieve. Lan nunca lo había creído del todo, por mucho que hubiese leído, hasta que no lo vio por sí mismo.
—Aquí está, milord —dijo el centinela en voz ronca.
Era un canoso saldaenino llamado Rakim que tenía esa voz desde hacía un año, así como una cicatriz irregular que le gustaba enseñar cuando bebía y que se la había causado una flecha Aiel en la garganta. Rakim se consideraba afortunado de estar vivo, y realmente lo era. Por desgracia, también creía que por haber burlado a la muerte una vez seguiría burlándola. Corría riesgos, e incluso cuando no bebía se vanagloriaba de su buena suerte, lo que era una estupidez. No tenía sentido tentar la suerte.
—¿Lord Mandragoran?
El jinete tiró de las riendas delante de Lan y de Bukama. Sin moverse de la silla los miró con incertidumbre, sin duda porque la armadura que llevaban no tenía adornos y la chaqueta y la capa eran de paño y estaban un tanto raídas. Un poco de bordado estaba bien, pero los atavíos de algunos sureños parecían tapices. Seguramente el teariano llevaba debajo de la capa un peto dorado y una chaqueta de seda satinada con las franjas de los colores de su casa. Desde luego, las altas botas tenían adornos repujados que brillaban plateados a la luz de la luna. De todos modos, el hombre prosiguió sin apenas hacer una pausa para respirar:
—La Luz abrase mi alma, estaba seguro de que os encontrabais más cerca, pero había empezado a pensar que nunca daría con vos. Lord Emares va siguiendo a unos quinientos o seiscientos Aiel con seiscientos de sus mesnaderos. —Meneó levemente la cabeza—. Aunque parezca extraño, se dirigen hacia el este, alejándose del río. Sea como sea, la nieve los retarda tanto como a nosotros, y lord Emares cree que si os situáis en esa loma que llaman El Garfio y hacéis de yunque, él puede cargar por detrás haciendo de martillo. Lord Emares duda de que puedan llegar antes del amanecer.
Lan apretó los labios. Algunos de esos sureños tenían ideas muy peculiares sobre las buenas formas. Sin desmontar antes de hablar; sin decir su nombre. Como invitado, lo primero que debería haber hecho era presentarse. Ahora Lan no podía hacerlo sin parecer jactancioso. El tipo ni siquiera le había transmitido los saludos de su señor ni sus buenos deseos. Y parecía pensar que ellos ignoraban que ir hacia el este significaba alejarse del río Erinin. Quizás eso fuera dejadez a la hora de hablar, pero todo lo demás era mala educación. Aunque Bukama no se había movido, Lan le puso la mano sobre el brazo con el que manejaba la espada. Su viejo amigo podía llegar a ser muy susceptible en ocasiones.
Asintió con la cabeza a pesar de que El Garfio se encontraba a una legua del campamento y la noche se encaminaba a su fin.
—Informad a lord Emares que estaré allí con las primeras luces —le dijo al jinete.
El nombre de Emares no le era familiar, pero con un ejército tan grande —casi doscientos mil hombres en representación de más de una docena de naciones además de la Guardia de la Torre de Tar Valon y hasta un contingente de los Hijos de la Luz— era casi imposible conocer más de un puñado.
—Bukama, despierta a los hombres —añadió.
Bukama gruñó, esta vez ferozmente. Hizo un gesto a Rakim para que lo siguiera y echó a andar hacia el interior del campamento.
—¡Arriba y ensillad! ¡Cabalgamos! ¡Arriba y ensillad! —llamó en voz alta a la par que caminaba.
—Cabalgad deprisa —dijo el teariano sin nombre. En su voz había un leve tono autoritario—. Lord Emares lamentaría tener que cargar contra esos Aiel sin que el yunque estuviera situado. —Parecía dar a entender que Lan lamentaría que el tal Emares tuviera que lamentarlo.
Lan creó en su mente la imagen de una llama y la alimentó con sus emociones, no sólo la cólera, sino todas las demás, sin dejar ápice, hasta tener la impresión de que flotaba en el vacío. Tras años de práctica, alcanzar el ko'di, la unidad, sólo era cuestión de un segundo. Los pensamientos y su propio cuerpo se volvieron lejanos, pero en ese estado se hacía uno con el suelo que pisaba, con la noche, con la espada que no usaría contra ese necio sin modales.
—He dicho que estaré allí —repuso con voz mesurada—. Y hago lo que digo. —Ya no quería saber el nombre de ese individuo.
El teariano le dedicó un seco cabeceo desde la silla, hizo volver grupas al caballo y taconeó al animal para que se pusiera al trote.
Lan mantuvo el ko'di un poco más hasta asegurarse de que tenía bajo control sus emociones. Era una insensatez entrar en batalla encolerizado. La cólera enturbiaba la vista y hacía tomar decisiones estúpidas. ¿Cómo se las habría ingeniado ese tipo para seguir vivo tanto tiempo? En las Tierras Fronterizas habría provocado una docena de duelos al día. Sólo cuando tuvo la seguridad de que estaba tranquilo, casi tan impávido como si siguiera envuelto en la unidad, Lan se dio media vuelta. Evocar el rostro impreciso del teariano no despertaba su ira. Bien.
Para cuando llegó al centro del campamento entre los árboles, a cualquier persona le habría dado la impresión de encontrarse en un hormiguero roto a patadas. Para alguien entendido era una actividad ordenada y casi silenciosa. Ni un movimiento ni una respiración en balde. No había tiendas que desmontar puesto que los animales de carga habrían resultado un estorbo a la hora de luchar. Algunos hombres ya habían montado, petos y yelmos puestos y empuñadas las lanzas rematadas con un palmo de afilado acero. Casi todos los demás cinchaban las sillas o sujetaban arcos enfundados en cuero y aljabas llenas de flechas detrás del alto arzón de la silla. Los lentos habían muerto el primer año de lucha contra los Aiel. Ahora la mayoría de los hombres eran saldaeninos y kandoreses, y el resto, domani. Algunos malkieri habían acudido al sur, pero Lan no los dirigiría, ni siquiera en estas tierras. Bukama cabalgaba con él, pero no lo seguía.
Cuando Bukama se reunió con Lan conducía de las riendas a Venablo del Sol, su ruano castrado de pelo amarillo. Un joven imberbe llamado Caniedrin iba detrás conduciendo con mucha precaución a Gato Danzarín, el semental zaino de Lan. El animal sólo estaba medio entrenado, pero Caniedrin hacía bien en tener cuidado. Hasta un caballo de batalla medio entrenado era un arma formidable. Ni que decir tiene que el kandorés no era tan bisoño como daba a entender su rostro juvenil. Soldado eficiente y experimentado y excepcional arquero, Caniedrin era un luchador entusiasta que a menudo reía mientras combatía y que mataba sin que le cambiara el gesto. Ahora sonreía ante la perspectiva de la inminente batalla. Gato Danzarín sacudió la cabeza arriba y abajo, también impaciente.
Por mucha experiencia que tuviera el kandorés, Lan comprobó minuciosamente la cincha de su caballo antes de tomar las riendas. Una cincha floja podía acabar con alguien tan deprisa como un lanzazo.
—Les he dicho lo que planeamos hacer por la mañana —masculló Bukama después de que Caniedrin se hubo alejado hacia su montura—, pero con estos Aiel un yunque puede convertirse en un alfiletero si el martillo tarda en llegar. —Nunca rezongaba delante de los hombres, sólo con Lan.
—Y el martillo puede convertirse en un alfiletero si golpea sin que el yunque esté en su sitio —repuso Lan mientras subía a la silla. El cielo estaba de color gris. Un gris oscuro, pero sólo se distinguía ya un puñado de estrellas—. Tendremos que cabalgar rápido para llegar a El Garfio antes de que amanezca. —Levantó la voz—. ¡Monten!
Y cabalgaron deprisa, a galope tendido durante unos kilómetros, después a trote vivo y a continuación a pie lo más rápido posible, llevando de las riendas a los animales, antes de montar y empezar de nuevo la secuencia. En los relatos los hombres galopaban veinte, cuarenta kilómetros seguidos, pero, aun en el caso de que no hubiera nieve, tras mantener un galope tendido durante seis o siete kilómetros la mitad de los caballos estarían lisiados y los demás agotados mucho antes de llegar a El Garfio. El silencio de la noche declinante sólo era roto por el crujido de cascos y botas sobre la costra de nieve o el chirrido del cuero de las sillas, y en ocasiones por las maldiciones masculladas de un hombre que se golpeaba un dedo del pie contra una piedra oculta. Nadie malgastaba aliento en protestas o en charlas. Todos habían hecho lo mismo a menudo, y hombres y caballos mantuvieron un ritmo fácil con el que cubrieron distancia rápidamente.
El terreno en torno a Tar Valon era una llanura con suaves ondulaciones en su mayor parte, salpicada de arboledas y sotos muy diseminados, pocos de ellos grandes pero todos densos y umbríos. Fueran éstos grandes o pequeños, Lan los vigilaba atentamente al pasar por delante al frente de sus hombres y mantenía la columna a una distancia prudente. Los Aiel eran muy buenos aprovechando cualquier tipo de cobertura que encontraran, sitios donde la mayoría de los hombres tendrían la seguridad de que ni un perro sería capaz de esconderse; también eran muy buenos tendiendo emboscadas. Sin embargo nadie se movió. Por lo que tenía a la vista, las tropas que dirigía él bien podían ser los únicos seres vivos en el mundo. El ululato de un búho fue el único sonido que oyó aparte de los que ellos hacían.
Para cuando tuvieron a la vista la baja prominencia llamada El Garfio, el cielo era de un color gris mucho más claro por el este. Con casi dos kilómetros de longitud, la loma desarbolada se alzaba poco más de una docena de metros sobre el terreno circundante, pero cualquier elevación daba cierta ventaja en la defensa. El nombre se debía a la forma en que el extremo septentrional se curvaba hacia el sur, un rasgo que se hizo bien visible mientras situaba a sus hombres en una larga hilera en lo alto de la loma, a ambos lados de él. La claridad aumentaba de manera evidente. Hacia el este le pareció distinguir la pálida mole de la Torre Blanca elevándose en el centro de Tar Valon, a unas tres leguas de distancia.
La Torre era la estructura más alta del mundo conocido, pero quedaba eclipsada por la impresionante mole de la única montaña que se alzaba en la llanura más allá de la ciudad, al otro lado del río. Saltaba a la vista con la más mínima luz y en lo más profundo de la noche se notaba que tapaba las estrellas. El Monte del Dragón habría sido un gigante en la Columna Vertebral del Mundo, pero allí, en la llanura, era monstruoso; atravesaba las nubes y continuaba más arriba. Con una altura superior a la que tenían la mayor parte de las montañas, su cumbre quebrada, que se alzaba por encima de las nubes, expulsaba una serpentina de humo. Un símbolo de esperanza y desesperación. Una montaña de profecía. Bukama miró al monte e hizo otro signo contra el mal. Nadie quería que esa profecía se cumpliera. Pero lo haría, por supuesto; algún día.
Desde la loma el terreno suavemente ondulado se extendía unos dos kilómetros al oeste, hacia una de las arboledas más grandes, de media legua de anchura. Tres caminos se entrecruzaban por la nieve entre la loma y la arboleda, hollados por numerosos caballos u hombres a pie. Sin acercarse más era imposible saber quién los había hecho, si los Aiel o los efectivos de la llamada Coalición; lo único evidente es que se habían hecho en algún momento después de acabada la nevada, dos días antes.
Todavía no había señal de los Aiel, pero si no habían cambiado de dirección, cosa que siempre era posible, podían aparecer en cualquier momento saliendo de aquellos árboles. Sin esperar la orden de Lan, los hombres clavaron las moharras de las lanzas en el suelo cubierto de nieve, donde se podían enarbolar con facilidad y rapidez de ser preciso. Desenfundaron los arcos cortos y sacaron flechas de las aljabas; las encajaron en la cuerda, pero no la tensaron. Sólo los novatos creían que podían mantener tenso el arco mucho tiempo. El único que no tenía arco era Lan. Su tarea era dirigir la contienda, no elegir blancos. El arco era el arma preferida contra los Aiel, aunque muchos sureños lo desdeñaban. Emares y sus tearianos cabalgarían directamente contra los Aiel con sus lanzas y espadas. En ocasiones no quedaba otra opción, pero era estúpido perder hombres sin necesidad antes de que fuera inevitable, y tan seguro como que los huesos de durazno eran venenosos, en la lucha a corta distancia con los Aiel se perdían hombres.
No temía que los Aiel se dieran la vuelta al verlos. Dijeran lo que dijeran algunos, no eran luchadores desenfrenados; evitaban la batalla cuando la desigualdad era mucha. Pero seiscientos Aiel considerarían equilibradas las fuerzas; se enfrentarían con unos cuatrocientos hombres, aunque estuvieran situados en terreno alto. Se lanzarían al ataque bajo una lluvia de flechas. Un buen arco corto podía matar a un hombre a trescientos pasos y herirlo a cuatrocientos si el arquero que lo disparaba era bueno. Aquello representaba un largo corredor de acero para que lo cruzaran los Aiel. Por desgracia también llevaban arcos de cuerno y tendón, tan eficaces como sus arcos cortos. Lo peor sería que los Aiel no avanzaran e intercambiaran disparos de flecha; ambos bandos perderían hombres por muy rápido que llegara Emares. Lo mejor sería que los Aiel decidieran acortar distancia; un hombre corriendo no podía disparar con precisión. Al menos, sería mejor si Emares no se retrasaba. Entonces los Aiel podrían atacar por los flancos, sobre todo si sabían que los iban persiguiendo, y eso sería romper de una patada el nido de avispas. En uno u otro caso, cuando Emares los atacara por la retaguardia, Lan y su tropa tomarían las lanzas y cabalgarían a su encuentro.
En esencia, de eso se trataba la maniobra del yunque y el martillo. Una fuerza para contener a los Aiel hasta que la otra cayera sobre ellos y después aproximarse ambas. Una táctica sencilla pero eficaz; las tácticas más eficaces lo eran. Incluso los cabezotas cairhieninos habían aprendido a utilizarla. Muchos altaraneses y murandianos habían muerto por negarse a aprender.
El gris del cielo dejó paso a la claridad. Dentro de poco el sol asomaría por el horizonte, a su espalda, y los perfilaría sobre la loma. El viento sopló y agitó la capa de Lan, pero éste se sumió de nuevo en el ko'di e hizo caso omiso del frío. Oía respirar a Bukama y a los otros hombres cerca de él. A lo largo de la fila, los caballos pateaban la nieve con impaciencia. Escudriñando desde el aire el terreno abierto, un halcón cazaba a lo largo del borde de la amplia arboleda.
De repente viró en el aire y una columna de Aiel apareció saliendo de los árboles a un trote rápido, de veinte en fondo. La nieve no parecía obstaculizarlos demasiado. Levantando mucho las rodillas, se movían tan deprisa como lo habría hecho la mayoría de los hombres sobre terreno despejado. Lan sacó el visor de lentes del estuche de cuero que llevaba atado a la silla. Era un buen visor, de manufactura cairhienina, y cuando se llevó el tubo de bronce al ojo, los Aiel, situados todavía a casi dos kilómetros, parecieron aproximarse de golpe. Eran hombres altos, muchos tan altos como él y algunos más, vestidos con chaquetas y pantalones de tonos pardos y grises que resaltaban en la nieve. Todos llevaban una tela envuelta en la cabeza y un velo oscuro que les tapaba la cara hasta los ojos. Algunos podían ser mujeres —las Aiel combatían a veces junto a los hombres—, pero la mayoría debían de ser hombres. Cada cual llevaba una lanza corta en una mano, junto a una adarga de piel de toro, y varias lanzas más asidas con la otra. A la espalda llevaban colgado el arco enfundado. Su ataque podía ser mortífero con esas lanzas. Y con los arcos.
Los Aiel tendrían que haber estado ciegos para no ver a los jinetes que los esperaban, pero prosiguieron sin hacer un alto en una columna semejante a una gruesa serpiente que saliera de la arboleda en dirección a la loma. Lejos, al oeste, sonó un toque de trompeta, débil en la distancia, seguido por un segundo toque; para sonar tan apagados, debían de estar cerca del río o incluso en la otra orilla. Los Aiel siguieron avanzando. Sonó una tercera trompeta, lejos, y una cuarta y una quinta más lejanas aún. Entre los Aiel se volvieron algunas cabezas para mirar hacia atrás. ¿Eran las trompetas lo que despertaba su atención, o sabían que Emares los seguía?
Los Aiel siguieron saliendo de los árboles. Alguien había contado mal o, en caso contrario, es que más Aiel se habían sumado al primer grupo. Ahora había alrededor de un millar fuera de la fronda, y seguían saliendo. Unos quinientos o más detrás. Guardó el visor en la funda.
—Abraza la muerte —murmuró Bukama en un tono que semejaba frío acero, y Lan oyó a otros hombres de las Tierras Fronterizas repetir sus palabras. Él sólo las pensó; con eso bastaba. La muerte llegaba a buscar a todos los hombres antes o después y rara vez lo hacía cuando se la esperaba. Por supuesto, había quien moría en su cama, pero desde la infancia Lan había sabido que ése no sería su caso.
Tranquilamente, miró a derecha y a izquierda a la fila de sus hombres. Los saldaeninos y los kandoreses se mantenían firmes, desde luego, pero le complació ver que tampoco ninguno de los domani denotaba tensión. Nadie miró hacia atrás en busca de una salida para huir. Tampoco es que esperara lo contrario después de haber luchado junto a ellos dos años, pero siempre confiaba más en hombres de las Tierras Fronterizas que en los de cualquier otra parte. Ellos sabían que a veces había que hacer elecciones duras. Lo llevaban en la sangre.
Los últimos Aiel salieron de los árboles; fácilmente había dos mil, un número que lo cambiaba todo. Y nada. Dos mil Aiel eran suficientes para superar a sus hombres y todavía encargarse de Emares, a menos que tuvieran la suerte del Oscuro. La idea de retirarse ni siquiera se le pasó por la cabeza. Si Emares atacaba sin que el yunque estuviera en su sitio, los tearianos serían exterminados, pero si podía aguantar hasta que Emares llegara, entonces tanto martillo como yunque a lo mejor podían asestar el golpe. Además, había dado su palabra. No obstante, su intención no era morir allí sin propósito ni arrastrar a sus hombres a la muerte sin objeto. Si Emares no había aparecido cuando los Aiel llegaran a doscientos pasos, haría que su tropa diera media vuelta en la loma e intentaría rodear a los Aiel a galope para reunirse con los tearianos. Desenvainó la espada y la sostuvo al costado. Ahora sólo era una espada, sin nada en particular que llamara la atención. Nunca volvería a ser otra cosa que una espada. Pero guardaba su pasado y su futuro. Las trompetas al oeste sonaban casi constantemente.
De improviso, uno de los Aiel que iba al frente de la columna alzó la lanza por encima de la cabeza y la sostuvo así durante tres pasos. Cuando la bajó, la columna se detuvo. Los separaban sus buenos quinientos pasos de la loma, fuera del alcance de las flechas. En nombre de la Luz, ¿por qué? Tan pronto como se pararon, la mitad posterior de la columna se volvió para mirar en la dirección por la que habían venido. ¿Se debía simplemente a una maniobra de precaución? Era más aconsejable y seguro suponer que sabían lo de Emares.
Volvió a sacar el visor de lentes con la mano izquierda y estudió a los Aiel. Los hombres de la primera fila se cubrían los ojos con la mano con que sostenían las lanzas y estudiaban a los hombres de la loma. No tenía sentido. En el mejor de los casos, podrían distinguir siluetas oscuras recortadas en la luz del sol naciente, tal vez la cimera de un yelmo. Sólo eso. Parecía que los Aiel hablaban entre ellos. Uno de los hombres que iba a la cabeza levantó repentinamente la mano, sosteniendo la lanza, y otros hicieron lo mismo. Lan bajó el visor de lente. Ahora todos los Aiel miraban al frente y sostenían una lanza en alto. Lan jamás había visto nada igual.
Las lanzas bajaron a una y los Aiel gritaron una única palabra que resonó claramente a través de la distancia que los separaba y ahogó los lejanos toques de trompeta: ¡Aan'allein!
Lan intercambió una mirada desconcertada con Bukama. Eso era la Antigua Lengua, la que se hablaba en la Era de Leyenda y en los siglos anteriores a la Guerra de los trollocs. La traducción más aproximada que se le ocurrió a Lan era «un hombre solo». Mas ¿qué significaba? ¿Por qué gritaban algo así los Aiel?
—Se mueven —murmuró Bukama, y así era en efecto.
Pero no en dirección a la loma. Girando hacia el norte, la columna de Aiel velados alcanzó enseguida el trote rápido de antes y, una vez que la cabeza de la marcha se encontró bastante apartada del extremo de la loma, empezó a doblar hacia el este de nuevo. Era demencial. Aquello no se trataba de una maniobra para situarse a los flancos, ya que sólo iban por un lado.
—A lo mejor regresan al Yermo —dijo Caniedrin, que parecía decepcionado. Otras voces se mofaron de él. La opinión generalizada era que los Aiel no se marcharían hasta que se los matara a todos.
—¿Los seguimos? —preguntó quedamente Bukama.
Al cabo de un momento, Lan meneó la cabeza.
—Buscaremos a lord Emares y hablaremos sobre yunques y martillos. Cortésmente, claro —dijo. También quería saber la razón de los toques de trompeta. El día empezaba de un modo extraño y Lan tenía la sensación de que habría más cosas raras antes de que acabara.