____ 09 ____

Primero fuimos a la tienda de telefonía móvil. La encargada que nos atendió parecía muy susceptible al magnetismo de Gideon. Se desvivía en cuanto él mostraba el menor interés en cualquier cosa, y enseguida se lanzaba dar detalladas explicaciones e invadía su espacio para hacerle demostraciones.

Yo intentaba separarme de ellos y buscar a alguien que me atendiera a , pero Gideon me agarraba de la mano y no dejaba que me separase de su lado. Luego discutimos sobre quién iba a pagar; parecía pensar que debía ser él, aunque el teléfono y la cuenta eran míos.

—Ya te has salido con la tuya al elegir el proveedor —señalé, apartando su tarjeta de crédito y empujando la mía para que la chica la cogiera.

—Porque es práctico. Al pertenecer a la misma red, las llamadas que me hagas son gratis. —Cambió las tarjetas hábilmente.

—Como no quites de ahí esa puñetera tarjeta, no te llamaré en absoluto.

Eso sí funcionó, aunque era evidente que no le hacía ninguna gracia. Tendría que superarlo.

Cuando volvimos al Bentley, parecía haber recuperado el humor.

—Ya puedes dirigirte al gimnasio, Angus —le dijo a su chófer, acomodándose en el asiento. Entonces sacó su smartphone del bolsillo. Grabó mi nuevo número en su lista de contactos; luego me cogió de las manos mi teléfono nuevo y programó mi lista con los números de teléfono de su casa, de su oficina y de sus móviles.

Apenas había terminado cuando llegamos al CrossTrainer. Como era de esperar, aquel moderno gimnasio de tres plantas era el sueño de cualquier entusiasta de la salud. Me impresionó la elegancia y la máxima calidad de hasta el último rincón. Incluso el vestuario de mujeres era como sacado de una película de ciencia-ficción.

Pero lo que realmente me puso la piel de gallina fue el mismísimo Gideon cuando, al terminar de ponerme la ropa de deporte, me lo encontré esperándome en el pasillo. Él llevaba unos pantalones cortos y una camiseta sin mangas, lo cual me permitió ver por primera vez sus brazos y piernas desnudos.

Me paré tan de repente que alguien que venía detrás se chocó conmigo. No sabía cómo disculparme; estaba demasiado ocupada devorando visualmente el cuerpo de Gideon. Tenía unas piernas tonificadas y vigorosas, perfectamente proporcionadas a sus esbeltas caderas y cintura. Se me hacía la boca agua cuando le miraba los brazos. Tenía unos bíceps delineados a la perfección, y las gruesas venas que le recorrían los antebrazos le daban un aspecto brutal y endemoniadamente sexy al mismo tiempo. Llevaba el pelo recogido atrás, lo que hacía resaltar la definición del cuello, las mandíbulas y los rasgos esculturales de su rostro.

¡Dios! Conocía a aquel hombre íntimamente. No acababa de asimilarlo, no con la prueba irrefutable de su excepcional belleza allí delante.

Y estaba mirándome con el ceño fruncido.

Separándose de la pared donde había estado apoyado, vino hacia mí, luego me rodeó. Me recorrió con los dedos el estómago y la espalda desnudos según daba la vuelta, poniéndome la carne de gallina. Cuando se detuvo delante de mí, le eché los brazos al cuello y le incliné hacia mí para plantarle un sonoro y juguetón beso en la boca.

—¿Pero qué demonios llevas puesto? —preguntó, ligeramente apaciguado por mi entusiástico recibimiento.

—Ropa.

—Pareces desnuda con ese top.

—Creía que te gustaba desnuda. —En mi fuero interno estaba muy satisfecha con la elección que había hecho aquella misma mañana antes de saber que él me acompañaría. La parte superior consistía en un triángulo con tiras largas en los hombros y las costillas que se sujetaban con Velcro y que podía llevarse de diversas maneras, lo cual permitía determinar en qué punto necesitaban los pechos un mayor soporte. Estaba especialmente diseñado para mujeres curvilíneas, y era el primer top que había tenido que evitaba que fuera por ahí rebotando. A lo que Gideon ponía peros era al color carne, que hacía juego con las rayas de los pantalones negros de yoga que llevaba.

—Me gustas desnuda en privado —dijo entre dientes—. Tendré que estar contigo cada vez que vengas al gimnasio.

—No me quejaré, puesto que me encanta la vista que tengo delante en este momento. —Y además, de alguna manera perversa me excitaba que se mostrase posesivo después del dolor que me había ocasionado su abandono del sábado por la noche. Una muestra de dos extremos muy diferentes, la primera de muchas, estaba segura.

—Terminemos con esto. —Me agarró de la mano y me alejó de los vestuarios, a la vez que cogía dos toallas con logo de un montón junto al que pasamos—. Quiero echarte un polvo.

—Quiero que me echen un polvo.

—¡Joder, Eva! —Me agarraba con tanta fuerza que me hacía daño—. ¿Adónde vamos? ¿Pesas? ¿Máquinas? ¿Cintas?

—A las cintas. Me apetecer correr un poco.

Me llevó en esa dirección. Vi cómo las mujeres le seguían con la mirada, y luego con los pies. Querían estar en la parte del gimnasio donde estuviera él, y no podía culparlas. Yo también me moría por verle en acción.

Cuando llegamos a las aparentemente interminables filas de cintas de correr y bicicletas, nos encontramos con que no había dos cintas libres contiguas.

Gideon se acercó a un hombre que tenía una libre a cada lado.

—Le estaría muy agradecido si se corriera una más allá.

El tipo me miró y sonrió.

—Sí, claro.

—Muchas gracias.

Gideon se subió a la cinta del hombre y me hizo un gesto para que me subiera a la de al lado. Antes de que programara su ejercicio, me incliné hacia él.

—No quemes mucha energía —susurré—. La primera vez te quiero en la postura del misionero. Hace tiempo que fantaseo con la idea de tenerte encima follándome con todas tus fuerzas.

Sus ojos me taladraron.

—Eva, ni te imaginas.

Casi mareada sólo de pensarlo y con una agradable sensación de poderío femenino, me subí en la cinta y empecé a caminar a paso ligero. Mientras calentaba, puse mi iPod para que reprodujera canciones al azar, y cuando sonó «SexyBack», de Justin Timberlake, apreté el paso y fui a por todas. Para mí correr era un ejercicio tanto físico como mental. A veces deseaba que corriendo deprisa pudiera alejarme de todo aquello que me atormentaba.

Al cabo de veinte minutos aflojé el ritmo, luego paré, aventurándome finalmente a echar un vistazo a Gideon, que corría con la fluidez de una maquinaria bien engrasada. Estaba viendo la CNN en las pantallas de arriba, pero me dedicó una rápida sonrisa mientras me secaba el sudor de la cara. Bebí agua de la botella mientras me dirigía a las máquinas, y elegí una desde la que podía verle.

Siguió corriendo hasta los treinta minutos; luego fue a hacer pesas, sin perderme de vista en ningún momento. Mientras hacía ejercicio rápida y eficientemente, no pude por menos de pensar en lo viril que era. Claro que yo conocía muy bien lo que había en aquellos pantalones cortos, pero, pese a todo, era un hombre que trabajaba detrás de una mesa y no obstante se mantenía en perfecto estado de forma.

Cuando cogí una pelota para hacer unos abdominales, se acercó a mí uno de los monitores. Como cabría esperar de un gimnasio de primer orden, era guapo y con un físico muy agraciado.

—Hola —me saludó, con una sonrisa de estrella de cine que exhibía unos perfectos dientes blancos. Tenía el pelo castaño oscuro y los ojos casi del mismo color—. Eres nueva, ¿no? No te había visto antes por aquí.

—Sí, es la primera vez que vengo.

—Soy Daniel. —Alargó la mano, y yo le dije mi nombre—. ¿Encuentras todo lo que necesitas, Eva?

—Hasta ahora sí, gracias.

—¿De qué sabor has elegido el batido de frutas?

Fruncí el ceño.

—¿Perdona?

—El batido que dan con la demostración gratuita. —Cruzó los brazos y se le marcaron sus enormes bíceps en las estrechas mangas del polo de su uniforme—. ¿No te dieron uno en el bar cuando te apuntaste? Se supone que tienen que dártelo.

—Ah, bueno. —Me encogí de hombros tímidamente, pensando que era un bonito detalle de todas formas—. No me han hecho la demostración habitual.

—¿Te han enseñado las instalaciones? Si no, puedo hacerlo yo. —Me tocó el codo ligeramente y me señaló las escaleras—. También tienes derecho a una hora de entrenamiento personal. Podríamos hacerlo esta tarde o quedar para un día de esta semana. Y estaría encantado de acompañarte al bar de comida saludable y tachar eso de la lista también.

—La verdas es que no puedo. —Arrugué la nariz—. No soy miembro.

—Ah. —Me hizo un guiño—. Has venido con un pase temporal. Está bien. No se puede esperar que tomes una decisión sin tener un conocimiento completo. Pero te aseguro que CrossTrainer es el mejor gimnasio de Manhattan.

Gideon apareció detrás de Daniel.

—El conocimiento completo está incluido —dijo, dando la vuelta para ponerse detrás de mí y agarrarme por la cintura— cuando se es la novia del dueño.

La palabra novia reverberó en mi interior, provocando que un torrente de adrenalina inundara mi organismo. Aún estaba asimilando que tuviéramos ese nivel de compromiso, pero eso no me impidió pensar que la denominación sonaba bien.

—Señor Cross. —Daniel se enderezó y retrocedió un paso, luego alargó la mano—. Es un honor conocerle.

—Daniel me tiene entusiasmada con este lugar —le dije a Gideon cuando se estrechaban la mano.

—Creí que ya lo había hecho yo. —Tenía el pelo húmedo de sudor y olía a gloria. No sabía que un hombre sudoroso pudiera oler tan bien.

Deslizó las manos por mis brazos y noté sus labios en la coronilla.

—Vámonos. Hasta luego, Daniel.

Yo le dije adiós con la mano según nos íbamos.

—Gracias, Daniel.

—Cuando quiera.

—Ya, ya —masculló Gideon—. No dejaba de mirarte las tetas.

—Son unas tetas muy bonitas.

Emitió un tenue gruñido. Yo me aguanté la risa.

Me dio un azote en el trasero lo bastante fuerte como para hacerme dar un paso delante y dejarme un escozor incluso a través de los pantalones.

—Esa maldita tirita que tú llamas camisa no deja mucho a la imaginación. No tardes mucho en ducharte. No vas a tardar en sudar otra vez.

—Un momento. —Le cogí del brazo antes de que pasara de largo por el vestuario de mujeres camino del de los hombres—. ¿Te desagradaría que te dijera que no quiero que te duches? ¿Si te dijera que me gustaría encontrar un lugar cercano donde pudiera saltar sobre ti mientras estás sudando?

Gideon apretó la mandíbula y su mirada se nubló peligrosamente.

—Estoy empezando a preocuparme por tu seguridad, Eva. Coge tus cosas. Hay un hotel a la vuelta de la esquina.

No nos cambiamos de ropa ninguno de los dos y a los cinco minutos estábamos fuera. Gideon caminaba con paso enérgico y yo me daba prisa para seguirle el ritmo. Cuando de repente se paró, se dio la vuelta y me echó hacia atrás con un beso ardiente y apasionado en la abarrotada acera, me quedé tan anonadada que no pude hacer nada. Aquella gozosa fusión de nuestras bocas, llena de pasión y dulce espontaneidad, hizo que me doliera el corazón. A nuestro alrededor la gente rompió a aplaudir.

Cuando me enderezó, estaba mareada y sin respiración.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté entrecortadamente.

—Un preludio. —Reanudó la carrera al hotel más cercano, del que no pude ni ver el nombre, cuando entramos a toda prisa delante del portero y derechos a los ascensores. Me di cuenta de que la propiedad era una de las de Gideon incluso antes de que el director le saludara por su nombre en el momento en que se cerraban las puertas del ascensor.

Gideon dejó caer la bolsa de deporte en el suelo del ascensor, se afanó en desentrañar cómo quitarme el top deportivo. Estaba yo dándole manotadas para que me dejara cuando se abrieron las puertas y él cogió la bolsa. No había nadie esperando en nuestra planta ni nadie en el pasillo. De alguna parte sacó una llave maestra, e instantes después estábamos en una habitación.

Me abalancé sobre él, metiéndole las manos por debajo de la camiseta para sentir su piel húmeda y la dureza de sus músculos.

—Desnúdate. Pero ¡ya!

Se reía mientras se quitaba las deportivas con la puntera y se sacaba la camiseta por la cabeza.

¡Dios mío!… verle en carne y hueso… —todo él, al caerle al suelo los pantalones cortos— fue un cortocircuito sináptico. No había ni un solo gramo de carne en ninguna parte, sólo duros bloques de afilado músculo. Tenía unos abdominales perfectos y aquella V de músculo súper sexy de la pelvis que Cary llamaba el Lomo de Apolo. Gideon no se depilaba el pecho como hacía Cary, pero se notaba que ponía en él el mismo cuidado que en el resto de su cuerpo. Era un varón en toda regla, la personificación de todo lo que codiciaba, con lo que fantaseaba y lo que deseaba.

—Me he muerto y estoy en el cielo —dije, mirando sin disimulo.

—Tú sigues vestida. —La emprendió con mi ropa, arrancándome el top sin que me diera tiempo a respirar. Tiró de mis pantalones y yo me quité las deportivas a patadas, con tanta prisa que perdí el equilibrio y me caí en la cama. Apenas había recuperado el aliento cuando ya le tenía encima.

Rodamos por el colchón hechos un revoltijo. Por donde me tocaba iba dejando estelas de fuego. El olor limpio y natural de su piel se convirtió de inmediato en un embriagador afrodisíaco que espoleó mi deseo hasta la locura.

—Eres guapísima, Eva. —Me plantó una mano en un pecho y a continuación empezó a comerme el pezón.

Grité al sentir aquel calor abrasador y el azote de su lengua, notando cómo me tensaba en lo más íntimo con cada suave lametón. Deslizaba mis codiciosas manos por su piel húmeda de sudor, acariciando y apretando, buscando los puntos que le hacían aullar y gemir. Entrelacé mis piernas con las suyas para intentar darle la vuelta, pero pesaba demasiado y era demasiado fuerte.

Levantó la cabeza y me sonrió.

—Esta vez me toca a mí.

Lo que sentía por él en aquel momento, viendo aquella sonrisa y aquel fuego en sus ojos, era tan intenso que dolía. Demasiado rápido, pensé. Estaba cayendo muy deprisa.

—Gideon…

Me besó profundamente, lamiéndome la boca de aquella forma tan suya. Pensé que podría conseguir que me corriera con un simple beso, si ambos le dedicábamos el tiempo suficiente. Todo en él me excitaba, desde cómo le veía y le sentía yo bajo mis manos hasta la forma en que me miraba y me tocaba. Lo que codiciosa y calladamente exigía de mi cuerpo, la intensidad con que me daba placer y obtenía el suyo a cambio, me volvía loca.

Pasé las manos por su sedoso pelo húmedo. El vello crespo de su pecho me atormentaba los pezones erectos, y el contacto de su cuerpo, duro como una piedra, con el mío bastaba para ponerme húmeda y anhelante.

—Me encanta tu cuerpo —susurró, desplazando los labios desde mi mejilla hasta la garganta. Con una mano me acariciaba el torso desde el pecho a la cadera—. No me sacio de él.

—Tampoco has tenido oportunidad —me burlé.

—Creo que nunca podré saciarme. —Mordisqueando y lamiéndome el hombro, descendió hasta cogerme el otro pezón entre los dientes. Tiró de él, y el pequeño ramalazo de dolor hizo que se me arqueara la espalda con un tenue grito—. Nunca he deseado nada tanto.

—¡Házmelo, entonces!

—Todavía no —murmuró, deslizándose hacia abajo, rodeándome el ombligo con su lengua—. Aún no estás lista.

—¡Qué! ¡Oh, Dios!… No puedo estarlo más. Le tiré del pelo, intentando que subiera.

Gideon me cogió de las muñecas y me las sujetó contra el colchón.

—Tienes un coño pequeño y apretado, Eva. Te haré daño si no ablandas y te relajas.

Sentí un violento estremecimiento de excitación. Me encendía cuando hablaba tan abiertamente de sexo. Entonces volvió a deslizarse hacia abajo y me tensé.

—No, Gideon. Tengo que ducharme para eso.

Hundió la cabeza en mi hendidura y yo forcejeé para zafarme, y me ruboricé, avergonzada de repente. Me pellizcó en la cara interior del muslo con los dientes.

—Para ya.

—No, por favor. No tienes que hacerlo.

Su furibunda mirada apaciguó mis frenéticos movimientos.

—¿Crees que tengo un sentimiento hacia tu cuerpo diferente del que tienes tú hacia el mío? —preguntó con aspereza—. Te deseo, Eva.

Me lamí los labios resecos, tan sumamente enardecida por su deseo animal que no pude articular palabra. Gruñó suavemente y se sumergió en busca de la carne resbaladiza de entre mis piernas. Me introdujo la lengua, lamiendo y separando los sensibles pliegues. Mis caderas se agitaban nerviosas; mi cuerpo, en silencio, pedía más. Era una sensación tan increíble que podría haber llorado.

—¡Joder, Eva! Llevo queriendo comerte el coño desde el día en que te conocí.

Mientras la suavidad aterciopelada de su lengua vibraba sobre mi clítoris hinchado, yo hincaba la cabeza en la almohada.

—Sí. Así. Haz que me corra.

Lo hizo, succionando de la manera más delicada y con un lametón enérgico. Me retorcía con las sacudidas del orgasmo, tensándome en lo más íntimo, temblándome las extremidades. Me clavó la lengua en el sexo mientras se convulsionaba, estremeciéndose con aquella penetración superficial, queriendo que entrara más adentro. Sus gemidos vibraban contra mi carne inflamada, haciendo que el clímax se prolongara. Se me saltaron las lágrimas y me rodaron hacia las sienes, el placer físico estaba destruyendo el muro que contenía mis sentimientos.

Y Gideon no se detuvo. Rodeó la trémula entrada de mi cuerpo con la punta de la lengua y empezó a lamer mi clítoris palpitante hasta que me aceleré otra vez. Me introdujo dos dedos que se retorcían y me acariciaban. Estaba tan sensible que me revolvía contra las embestidas. Cuando acercó los labios a mi clítoris y empezó a lamerme con movimientos rítmicos y regulares, volví a correrme, gritando con voz ronca. Luego me introdujo tres dedos, retorciéndolos y abriéndome.

—No. —Sacudí la cabeza de un lado a otro; me ardía y me cosquilleaba cada centímetro de mi piel—. No más.

—Una vez más —me engatusó con la voz quebrada—. Una vez más y después te follaré.

—No puedo…

—Sí que podrás. —Sopló, lanzándome una lenta corriente de aire en mi carne húmeda, y aquel frescor sobre mi enfebrecida piel volvió a despertar las sensibles terminaciones nerviosas—. Me encanta ver cómo te corres, Eva. Me encanta oír los ruidos que haces, cómo se estremece tu cuerpo…

Me masajeó un punto delicado de mi interior y me vino otro orgasmo en forma de lenta y ardiente delicia, no menos devastador, por ser más leve, que los dos anteriores.

Noté que su peso y su calor me abandonaban. En algún rincón de mi confundida mente, oí que se abría un cajón, seguido rápidamente del ruido que hace el papel de aluminio al rasgarse. El colchón se hundió al regresar él, y ahora, con manos rudas, me colocó en el centro de la cama. Se puso encima de mí, sujetándome, colocando los antebrazos por fuera de mis bíceps y apretándolos hacia los lados, apresándome.

Miraba fascinada la austera belleza de su rostro. El deseo le endurecía los rasgos, tensa la piel de los pómulos y la mandíbula. Tenía los ojos tan oscuros y dilatados que se veían negros, y se supone que estaba contemplando la cara de un hombre que había sobrepasado los límites de su control. Para mí era importante que él hubiera llegado hasta allí en beneficio mío y que lo hubiera hecho para satisfacerme y prepararme para lo que suponía que sería una dura cabalgada.

Me aferré a la colcha, cada vez más expectante. Se había asegurado de que yo me llevaba lo mío una y otra vez. Ésta era para él.

—Fóllame —le ordené, desafiándole con los ojos.

Eva. —Soltó mi nombre al embestirme, hundiéndose hasta el fondo en una única y feroz arremetida.

Di un grito ahogado. Era enorme, dura como una piedra y muy profunda. La conexión era asombrosamente intensa. Emocionalmente. Mentalmente. Nunca me había sentido tan completamente… tomada. Poseída.

Nunca pensé que podría soportar estar inmovilizada durante una relación sexual, y menos con mi pasado siendo el que era, pero el total dominio que Gideon ejercía de mi cuerpo aumentó mi deseo a un nivel exorbitante. Nunca había estado tan lanzada, lo cual parecía una locura después de lo que había experimentado con él hasta ese momento.

Me apreté a él, gozando de la sensación de tenerle dentro, llenándome.

Sus caderas se clavaban en las mías, empujaban como diciendo: ¿Me sientes? Estoy dentro de ti. Me perteneces.

Su cuerpo entero se endureció, los músculos del pecho y los brazos se estiraban cuando salía hasta la punta. La rígida tensión de sus abdominales era el único aviso que me daba antes de estrellarse hacia delante. Con fuerza.

Grité y su pecho resonó con un sonido profundo y primitivo.

—¡Dios!… ¡Qué sensación tan increíble!

Agarrándome con más fuerza, empezó a follarme, clavándome las caderas en el colchón con unas embestidas feroces. De nuevo me inundó una oleada de placer, que me penetraba con cada empellón de su cuerpo en el mío. Así, pensé. Así es como te quiero.

Hundió la cara en mi cuello y me sujetó con firmeza, hundiéndose rápidamente y con fuerza, diciendo, con la voz entrecortada, crudas y encendidas palabras de sexo que me volvían loca de deseo.

—Nunca había estado tan duro y tan lleno. Estoy tan dentro de ti… que lo noto contra el estómago… noto la polla clavándose en ti.

Yo había dado por hecho que le tocaba a él; sin embargo, seguía conmigo, seguía concentrado en mí, moviendo las caderas para provocarme placer en lo más íntimo y sensible. Emití un tenue sonido de desvalimiento y su boca se posó sobre la mía. Le deseaba desesperadamente, le clavaba las uñas en sus bombeantes caderas, luchaba con el impulso de mecerme al ritmo de las feroces embestidas de su enorme polla.

Estábamos empapados de sudor, la piel caliente y pegajosa, respirando trabajosamente. Cuando en mi interior se avecinó un orgasmo, como una tormenta, todo mi ser se tensó y apretó, exprimiendo. Él maldijo y me metió una mano por debajo de la cadera, agarrándome el trasero y levantándome hacia sus embestidas de manera que la punta de su polla pegaba una y otra vez en el punto que a él le dolía.

—Córrete, Eva —ordenó con aspereza—. Córrete ya.

Alcancé el clímax como un torrente que me dejó sollozando su nombre, realzada y magnificada la sensación por la forma en que él retenía mi cuerpo. Echó la cabeza hacia atrás, estremeciéndose.

—¡Ah, Eva! —Me estrechó con tanta fuerza que apenas podía respirar, subiendo y bajando las caderas mientras se vaciaba todo él.

No recuerdo cuánto tiempo estuvimos de aquella manera, uno encima del otro, con la boca en el hombro del otro, tratando de calmar y suavizar la garganta. Me palpitaba el cuerpo entero.

—¡Guau! —conseguí decir.

—Vas a matarme —murmuró él con los labios en mi mandíbula—. Vamos a terminar follándonos el uno al otro hasta morir.

—¿Yo? Yo no he hecho nada. —Me había controlado por completo, y ¿no había sido de lo más sexy?

—Respiras, que ya es bastante.

Me reí y le abracé.

Alcé la cabeza y él me acarició la nariz.

—Vamos a comer algo y luego lo haremos otra vez.

Enarqué las cejas.

—¿Puedes hacerlo otra vez?

—Toda la noche. —Giró las caderas y noté que seguía medio empalmado.

—Eres una máquina —le dije—. O un dios.

—Tú tienes la culpa. —Con un beso suave y dulce, se levantó. Se quitó el preservativo, lo envolvió en un pañuelo de papel que cogió de la mesilla y lo tiró todo a la papelera que había junto a la cama.

—Vamos a ducharnos y pediremos que nos suban la comida del restaurante. A menos que quieras bajar.

—No creo que pueda andar.

El relámpago de su sonrisa hizo que se me parara el corazón durante unos instantes.

—Me alegro de no ser el único.

—Tienes buen aspecto.

—Me siento fenomenal. —Volvió a sentarse en el borde de la cama y me echó hacia atrás el pelo de la frente. Había dulzura en su cara, su sonrisa era cálida y afectuosa.

Me pareció ver algo en su mirada y se me agarrotó la garganta ante la posibilidad. Me dio miedo.

—Dúchate conmigo —dijo, pasándome la mano por el brazo.

—Espera a que me encuentre y voy para allá.

—Vale. —Entró en el cuarto de baño, ofreciéndome una inmejorable panorámica de su escultural espalda y su perfecto trasero. Suspiré, apreciando, desde un punto de vista puramente femenino, aquel magnífico ejemplar de varón.

Oí el agua de la ducha. Conseguí sentarme y deslizar las piernas a un lado de la cama, sintiéndome muy inestable. Me fijé en que el cajón de la mesilla estaba ligeramente abierto y a través de la abertura vi los condones.

Se me puso un nudo en el estómago. El hotel era lo bastante exclusivo como para ser de los que proporcionan condones junto con la obligada Biblia.

Con una mano temblorosa, abrí el cajón un poco más y encontré una considerable cantidad de profilácticos, además de un frasco de lubricante femenino y un gel espermicida. El corazón me latía desbocado otra vez. Recordé el recorrido, guiado por la lascivia, que nos llevó al hotel. Gideon ni siquiera preguntó si había alguna habitación disponible. Aunque dispusiera de una llave maestra, tendría que saber qué habitaciones estaban ocupadas antes de coger una… a menos que supiera de antemano que aquella habitación en particular estaría libre.

Claramente era su suite, un picadero con todo lo necesario para pasárselo en grande con las mujeres que le servían a ese propósito en la vida.

Cuando logré ponerme en pie y dirigirme hacia el armario, oí que se abría la puerta de cristal de la ducha en el cuarto de baño y a continuación se cerraba. Agarré los dos pomos de las puertas de lamas del armario de nogal, y las separé. Había una pequeña sección de ropa de hombre colgada de una barra metálica, camisas y pantalones de traje, así como vaqueros y chinos Me quedé helada y una tremenda tristeza arrasó con mi orgásmica euforia.

Los cajones de la derecha contenían camisetas perfectamente dobladas, calzoncillos tipo bóxer y calcetines. El superior de la izquierda estaba lleno de juguetes eróticos aún sin estrenar. No quise mirar los cajones inferiores. Ya había visto suficiente.

Me puse las bragas y cogí una de las camisas de Gideon. Mientras me vestía, repasé mentalmente los pasos que había aprendido durante la terapia: Sácatelo. Cuéntale a tu pareja qué ha desencadenado esos sentimientos negativos. Afronta la reacción y trabaja en ella.

Tal vez, si no hubiera estado tan alterada por mis sentimientos hacia Gideon, podría haberlo hecho. Tal vez, si no acabáramos de haber vivido aquella experiencia sexual tan alucinante, me habría sentido menos desnuda y vulnerable. Nunca lo sabría. Pero me sentía ligeramente sucia, un poco utilizada y muy dolida. Aquel descubrimiento había sido un golpe atroz, y como una cría pequeña, deseaba devolverle el daño.

Cogí los condones, el lubricante y los juguetes y los tiré encima de la cama. Luego, cuando oí que me llamaba con voz risueña y juguetona, cogí mi bolso y me marché.