____ 06 ____

—Hola, papá, te he pillado en casa. —Agarré bien el auricular y tiré de un taburete hasta el mostrador de desayuno. Echaba de menos a mi padre. Durante los últimos cuatro años habíamos vivido lo suficientemente cerca uno del otro como para vernos por lo menos una vez a la semana. Ahora, él vivía en Oceanside y yo en el otro extremo del país—. ¿Cómo estás?

Mi padre bajó el volumen del televisor.

—Mejor, ahora que me has llamado. ¿Qué tal te ha ido en tu primera semana de trabajo?

Le describí las jornadas de lunes a viernes, omitiendo todo lo que tenía relación con Gideon.

—Me cae muy bien mi jefe, que se llama Mark, y el ambiente en la agencia es muy dinámico y un tanto insólito. Estoy contenta a la hora de ir y me quedo pegada a la silla a la de salir.

—Espero que sigan así las cosas. Pero tienes que procurar descansar también. Sal por ahí, vive la vida, diviértete. Aunque no excesivamente.

—Pues creo que ayer me pasé un montón. Salí de marcha con Cary y hoy he amanecido con una resaca de cuidado.

—No me lo cuentes, anda —refunfuñó—, que hace unas noches me desperté con un sudor frío pensando en qué sería de ti en Nueva York. Me tranquilicé diciéndome a mí mismo que eres demasiado inteligente para correr riesgos, gracias a unos progenitores que te han transmitido normas de seguridad por medio del ADN.

—Y es verdad —le dije, riéndome—. Eso me recuerda… que voy a empezar a entrenarme en Krav Maga.

—¿Ah, sí? —Hizo una pausa—. Uno de mis colegas es muy bueno en eso. Puede que me pase a verlo cuando vaya a visitarte y cambiamos impresiones.

—¿Vas a venir a Nueva York? —No podía disimular mi entusiasmo—. Ay, papá, me encantaría. Aunque tengo nostalgia del sur de California, Manhattan es impresionante. Creo que te gustará.

—A mí me gustaría cualquier sitio siempre que tú estuvieras allí. —Hizo otra pausa antes de seguir—. ¿Cómo está tu madre?

—Bueno, pues… como es ella: guapa, encantadora y obsesiva-compulsiva.

Se me hizo un nudo en el estómago y me pasé la mano por él. Pensé que quizás mi padre aún quería a mi madre. Nunca se había casado. Ésa era una de las razones por las que nunca le conté lo que me había pasado. Siendo policía, habría insistido en que se presentaran cargos y el escándalo habría hecho polvo a mi madre. También me preocupaba que él le perdiese el respeto o incluso que la culpara, y no había sido culpa suya. En cuanto ella se enteró de lo que estaba haciéndome su hijastro, dejó a un marido con quien era feliz y pidió el divorcio.

Yo seguía hablando cuando Cary entró a toda prisa, con una bolsita azul de Tiffany & Co. en la mano. Le hice un gesto de saludo.

—Hoy hemos estado en un spa; una manera estupenda de ponerle fin a la semana.

—Me alegro de que podáis pasar tiempo juntas. —Notaba su sonrisa en la voz—. ¿Qué planes tenéis para lo que queda del fin de semana?

Eludí el tema del acto benéfico, sabiendo como sabía que todo ese rollo de la ostentación y los cubiertos exorbitantemente caros pondrían más distancia entre mis padres.

—Cary y yo saldremos a cenar, y mañana tengo intención de quedarme en casa. Dormir hasta las tantas, con el pijama todo el día puesto, tal vez alguna película y comida a domicilio. Vegetar un poquito antes de que empiece una nueva semana de trabajo.

—Me suena a música celestial. Tal vez haga yo lo mismo el próximo día que tenga libre.

Eché un vistazo al reloj y vi que ya eran casi las seis.

—Tengo que arreglarme ya. Ten mucho cuidado en tu trabajo, ¿vale? Ya sabes que me preocupo mucho por ti.

—Así lo haré. Adiós, nena.

Aquella despedida, tan habitual en él, me hizo añorarle tanto que la emoción me produjo un nudo en la garganta.

—¡Ah, espera! Voy a comprar otro teléfono móvil. Te mandaré un mensaje con el nuevo número en cuanto lo tenga.

—¿Otro? Pero si ya te compraste uno cuando te trasladaste.

—Es una larga historia. Y muy aburrida.

—Bueno… Hazlo cuanto antes. Son muy útiles en cuanto a la seguridad y también para jugar a los Pájaros Cabreados.

—Yo ya no juego a eso. —Me eché a reír y una cálida oleada recorrió todo mi cuerpo al oírle reír a él también—. Te llamaré dentro de unos días. Sé bueno.

—Eso hago.

Colgué. Me quedé sentada un momento, envuelta en el silencio que siguió, con la sensación de que todo iba bien en mi mundo, sensación que no solía durar mucho; Cary hizo sonar el equipo de su dormitorio con música de Hinder, y eso me hizo ponerme en movimiento.

Corrí a mi habitación a prepararme para salir aquella noche con Gideon.

—¿Me pongo collar o no? —le pedí consejo a Cary cuando entró en mi cuarto con un aspecto verdaderamente espectacular. Vestido con su nuevo esmoquin de Brioni, se le veía a la vez elegante y desenvuelto, y seguro de llamar la atención.

—A ver… —ladeó la cabeza para examinarme—, levántalo otra vez.

Me acerqué al cuello la gargantilla de monedas de oro. El vestido que me había enviado mi madre era rojo camión de bomberos y diseñado para una diosa griega. Sujeto sólo de un hombro, caía en diagonal por el pecho e iba plisado hasta las caderas y con una abertura desde lo alto del muslo hasta los pies. No tenía espalda, aparte de una fina tira de pedrería que iba de un lado a otro de ésta para evitar que la parte delantera se desprendiese. Por otra parte, el escote de atrás llegaba justamente hasta la hendidura de los glúteos en un atrevido corte en V.

—Olvídate del collar —me dijo—. Yo me inclinaba por unos pendientes de oro, pero ahora me parecen mejor unos aros con diamantes. Los más grandes que tengas.

—¿Sí? ¿En serio? —Fruncí un poco el ceño ante nuestra imagen reflejada en el espejo de cuerpo entero, y le observé mientras se dirigía a mi joyero y buscaba en él.

—Éstos. —Me trajo los aros de cinco centímetros que me había regalado mi madre cuando cumplí dieciocho años—. Confía en mí, Eva. Póntelos.

Me los puse y comprobé que tenía razón. Me proporcionaban un look muy distinto al de la gargantilla de oro, menos glamur pero más sensualidad. Además iban bien con la esclava, también de diamantes, que llevaba en el tobillo derecho, y que ya nunca me parecería la misma desde el comentario de Gideon. Con el pelo retirado de la cara, cayendo en una cascada de abundantes rizos deliberadamente desordenados, tenía una imagen de recién-follada que se complementaba con sombra oscura de ojos y brillo incoloro en los labios.

—¿Qué haría yo sin ti, Cary Taylor?

—Nena —me puso las manos en los hombros y apretó su mejilla contra la mía—, nunca lo sabrás.

—A propósito, estás impresionante.

—Sí, ¿verdad? —Me guiñó un ojo y retrocedió un poco para que le viera bien.

A su manera, Cary podría hacer la competencia a Gideon en lo que al atractivo se refería. Cary tenía las facciones más delicadas, se podría decir que bonitas, comparadas con la belleza salvaje de Gideon, pero ambos eran hombres imponentes, que hacían volver la cabeza y quedarse un rato disfrutando de aquel regalo para la vista.

Cuando nos conocimos, Cary no estaba tan bien, sino flaco y demacrado, con los ojos desorientados y sombríos. Pero me gustó de todos modos y hacía todo lo posible para sentarme a su lado en la terapia de grupo. Un día, me propuso de un modo muy brusco que me acostara con él, pues tenía el convencimiento de que la única razón por la que la gente se le acercaba era para follar. Al negarme, firme e irrevocablemente, fue cuando por fin nos compenetramos y llegamos a ser tan buenos amigos. Él se convirtió en el hermano que nunca había tenido.

Sonó el timbre del portero automático y di un respingo, lo cual me hizo darme cuenta de lo nerviosa que estaba. Miré a Cary.

—Se me olvidó decir en recepción que iba a venir.

—Yo iré a buscarle.

—¿Seguro que no te importa andar por ahí con Stanton y mi madre?

—¿Qué dices? ¡Pero si me adoran! —Su sonrisa se atenuó un poco—. ¿Salir con Gideon te produce desasosiego?

Aspiré hondo, recordando cómo estaba unas horas antes: tumbada y aturdida por un orgasmo múltiple.

—No, la verdad es que no. Lo que ocurre es todo está yendo muy deprisa y mejor de lo que yo esperaba o creía que deseaba…

—Te estás preguntando dónde está la trampa. —Alargó la mano y me dio unos golpecitos en la nariz con la yema del dedo—. Él es la trampa, Eva. Y tú te lo has llevado. Disfrútalo.

—Lo intento. —Agradecía mucho que Cary entendiera cómo funcionaba mi mente. Era sumamente fácil estar con él, sabiendo que él leía entre líneas cuando yo no podía explicar algo.

—He investigado sobre él todo lo que podido esta mañana y he imprimido las cosas interesantes más recientes. Están en tu mesa, por si quieres verlas.

Recordaba haberle visto imprimiendo algo antes de prepararnos para ir al spa. Me puse de puntillas y le besé en la cara.

—Eres inmejorable. Te adoro.

—Lo mismo digo, nena. —Se encaminó hacia la puerta—. Bajaré a recepción y le traeré. No te aceleres. Se ha adelantado diez minutos.

Sonriendo, le vi salir tranquilamente al corredor. Después de cerrar la puerta, me dirigí al pequeño cuarto de estar anexo a mi dormitorio. Sobre el nada práctico escritorio que había elegido mi madre, encontré una carpeta con varios artículos e imágenes impresas. Tomé asiento y me sumergí en la historia de Gideon Coss.

Era como estar viendo un descarrilamiento. Me enteré de que era el hijo de Geoffrey Cross, en otro tiempo presidente de una empresa de inversión de valores que más tarde resultó ser la pantalla de un enorme fraude tipo piramidal. Gideon sólo tenía cinco años cuando su padre se suicidó de un tiro en la cabeza para no ir a la cárcel.

Oh, Gideon. Traté de imaginármelo a esa edad y vi a un niño muy guapo, de pelo negro y ojos azules, lleno de confusión y tristeza. Se me partió el corazón. La muerte del padre y las circunstancias que lo rodearon debieron de ser un tremendo golpe tanto para su madre como para él. La tensión y el sufrimiento en aquellos momentos tan duros tuvieron que ser horrorosos, en particular para un niño tan pequeño.

Su madre volvió a casarse, esta vez con Christopher Vidal, un ejecutivo de la música, y tuvo otros dos hijos, Christopher e Ireland, pero parecía que el aumento de la familia y la seguridad económica llegaron demasiado tarde para estabilizar a Gideon tras semejante impresión. Había estado demasiado bloqueado como para que le quedaran dolorosas secuelas emocionales.

Con ojos curiosos y críticos, estudié a las mujeres que habían sido fotografiadas junto a Gideon, y pensé en su planteamiento de salir, socializar y sexo. También me di cuenta de que mi madre tenía razón: todas eran morenas. La mujer que más veces aparecía con él llevaba el sello de la ascendencia hispana.

—Magdalene Perez —murmuré, admitiendo a regañadientes que era despampanante. Tenía una pose de ostensible seguridad en sí misma que para mí quería yo.

—Bueno, ya es hora. —Cary me interrumpió con un suave tono de picardía. Estaba en la puerta de mi habitación, apoyado insolentemente en la jamba.

—¿Ya? —Estaba tan absorta que yo no me había dado cuenta del tiempo que había pasado.

—Creo que está a punto de entrar a por ti. Apenas puede aguantar.

Cerré la carpeta y me levanté.

—Interesante, ¿verdad?

—Mucho.

¿Cómo habría influido el padre de Gideon en él o, más concretamente, su suicidio?

Todas las respuestas que quería me esperaban en la habitación de al lado.

Salí del dormitorio y recorrí el pasillo en dirección a la sala de estar. Me detuve en el umbral, con los ojos fijos en la espalda de Gideon, que en ese momento observaba la calle por la ventana. El corazón se me puso a mil. El reflejo en el cristal me dejó adivinar su ánimo pensativo, por la mirada perdida y la expresión adusta. Los brazos cruzados delataban una inquietud inherente, como si se encontrara fuera de su elemento. Se le veía lejano y apartado. Un hombre intrínsecamente solo.

Advirtió mi presencia, o tal vez percibió mis sentimientos. Se dio la vuelta y luego se quedó inmóvil. Yo aproveché la oportunidad para empaparme de él, mirándole de hito en hito. Era magnífico de arriba abajo. Con un atractivo tan sensual que me dolían los ojos sólo de verle. Un encantador mechón que le venía a la cara me hizo mover los dedos por las ganas de tocarlo. Y el modo en que me observaba él a mí… me aceleró las pulsaciones.

—Eva. —Se aproximó con paso enérgico y airoso, cogió una de mis manos y se la llevó a la boca. Su mirada no podía ser más intensa.

La sensación de sus labios en mi piel me puso la carne de gallina y despertó el recuerdo de aquella boca tentadora en otras partes de mi cuerpo. Me excité inmediatamente.

—Hola.

La satisfacción se asomó a sus ojos.

—Hola. Estás increíble. No veo el momento de lucirte por ahí.

Expresé con el suspiro el placer que sentía ante el cumplido.

—A ver si estoy a tu altura.

Gideon frunció ligeramente el entrecejo.

—¿Has cogido todo lo necesario?

Cary se acercó con un chal de terciopelo negro y unos guantes largos.

—Aquí tienes. He metido en el bolso la barra de labios.

—Eres un cielo, Cary.

Me hizo un guiño como diciéndome que había visto los condones en el bolsillo interior.

—Bajaré con vosotros.

Gideon cogió el chal y me lo echó por los hombros. Liberó la parte del pelo que había quedado debajo, y el contacto de sus manos con mi cuello me afectó de tal manera que apenas me di cuenta cuando Cary me enfundó los guantes.

El tiempo que duró el descenso del ascensor hasta la entrada fue todo un ejercicio de supervivencia a la tensión sexual aguda. No parecía que Cary se diera cuenta; iba a mi izquierda, con las manos en los bolsillos y silbando. Gideon, al otro lado era una fuerza irresistible. Aunque ni se movía ni emitía ningún sonido, yo notaba la potente energía que irradiaba. Me ardía la cara por la fuerza magnética que había entre nosotros y mi respiración se hizo entrecortada. Fue un alivio que se abrieran las puertas y saliéramos de aquel espacio cerrado.

Dos mujeres esperaban para entrar. Se quedaron con la boca abierta cuando vieron a Gideon y Cary, y eso me distendió y me hizo sonreír.

—Señoras —las saludó Cary, con una sonrisa que realmente no era justa. Casi se podía ver el cortocircuito que tenía lugar en sus cerebros.

Por el contrario, Gideon hizo una leve inclinación de cabeza y me condujo adelante con una mano en la zona dorsal de mi espalda, piel con piel. El contacto fue eléctrico y me produjo una oleada de calor.

Le apreté una mano a Cary.

—Resérvame un baile.

—Por supuesto. Hasta luego.

Fuera, nos esperaba una limusina. El chófer abrió la puerta en cuanto Gideon y yo salimos. Me deslicé hasta un extremo del asiento y me coloqué el vestido. Cuando Gideon se sentó junto a mí, me di cuenta de lo bien que olía. Inhalé aquel aroma, instándome a mí misma a relajarme y disfrutar de su compañía. Él me cogió la mano y me acarició la palma con las yemas de los dedos, cuyo roce hizo saltar chispas de lujuria.

—Eva… —Apretó un botón y el cristal de separación del conductor comenzó a subir.

Acto seguido me atrajo hacia él y puso su boca en la mía, besándome apasionadamente.

Por mi parte, hice lo que había querido hacer desde que le vi en mi cuarto de estar: le sujeté por el pelo y le devolví el beso. Me encantaba el modo que tenía de besarme, como si no tuviera más remedio, como si fuese a enloquecer si tenía que esperar más tiempo. Le succioné la lengua, ahora que sabía cuánto le gustaba, ahora que sabía cuánto me gustaba a mí y lo mucho que me hacía desear chuparle en cualquier otro sitio con las mismas ansias.

Pasó las manos por mi espalda desnuda y yo gemí, sintiendo el empuje de su erección contra la cadera. Cambié de posición para sentarme sobre él, quitando la falda de en medio y agradeciéndole mentalmente a mi madre la idea de mandarme aquel vestido provisto de una abertura tan práctica. Con una pierna a cado lado de su cuerpo, le abracé a la altura de los hombros y profundicé más con mis besos. Le lamí dentro de la boca, le mordisqueé el labio inferior, le acaricié toda la lengua con la mía…

Gideon me agarró por la cintura y me hizo a un lado. Se apoyó en el respaldo del asiento, con el cuello arqueado para mirarme a la cara y el torso palpitante.

—¿Qué me estás haciendo?

Le pasé las manos por el pecho, por encima de la camisa, y noté la dureza implacable de sus músculos. Fui siguiendo con los dedos las turgentes líneas del abdomen mientras me hacía una idea de cómo estaría desnudo.

—Te estoy tocando. Disfrutando contigo como una loca. Te deseo, Gideon.

Me agarró de las muñecas para impedir el avance de mis movimientos.

—Luego. Estamos en medio de Manhattan.

—Nadie nos ve.

—Ya, pero no es momento ni lugar para empezar algo que necesita horas. Estoy volviéndome loco desde esta tarde.

—Pues vamos a asegurarnos de que lo terminamos ahora.

Me apretó las manos con más fuerza.

—No podemos hacerlo aquí.

—¿Por qué no? —Entonces me asaltó un pensamiento sorprendente—. ¿Nunca lo has hecho en una limusina?

—No —dijo, tensando las mandíbulas—. ¿Y tú?

Desvié la mirada sin contestar y vi el tráfico y los peatones que pululaban a nuestro alrededor. Estábamos sólo a un paso de la gente, pero el cristal oscuro nos ocultaba y a mí me daba alas. Quería complacerle. Quería saber que era capaz de descubrir el interior de Gideon Cross, y nada me lo impedía salvo él mismo.

Balanceé las caderas contra él, rozándome con toda la longitud de su firme polla. Él emitía sonidos sibilantes al soltar el aliento con los dientes apretados.

—Te necesito, Gideon —le dije jadeando, inhalando su perfume, que era más intenso ahora que estaba excitado. Pensé que podría estar un poco ebria sólo del tentador aroma de su piel—. Me vuelves loca.

Me soltó las muñecas y me cogió la cara con las manos, presionando con fuerza sus labios contra los míos. Llevé la mano a su bragueta y le desabroché dos botones que daban acceso a la cremallera. Él se puso rígido.

—Necesito esto —susurré contra sus labios—. Dámelo.

No se relajó, pero tampoco intentó detenerme. Cuando tuve el pene en mi poder, emitió un sonido a la vez quejumbroso y erótico. Lo apreté delicadamente, con una suavidad premeditada. Estaba duro como una piedra, y caliente. Lo acaricié de arriba a abajo con las manos cerradas, de la raíz a la punta, conteniendo la respiración cuando él se estremecía debajo de mí.

Entonces me sujetó por los muslos y buscó bajo el vestido con los dedos hasta encontrar la puntilla roja del tanga.

—Tienes un coño tan dulce… —murmuró junto a mi boca—. Quiero tenerte extendida y lamerte hasta que me exijas la polla.

—Si quieres, te la exijo ya. —Seguí tocándole con una mano mientras buscaba el bolso con la otra para coger un condón.

El dedo que deslizó bajo el tanga encontró ya la superficie resbaladiza.

—Apenas te he tocado —susurró, con los ojos brillantes dirigidos a mí desde la sombra del respaldo— y ya estás preparada.

—No puedo evitarlo.

—No quiero que lo evites. —Me penetró con el dedo, mordiéndose el labio inferior cuando yo me contraje sin remedio en torno a él—. No sería justo cuando yo no soy capaz de parar lo que me estás haciendo. —Rasgué el envoltorio con los dientes y se lo di con el anillo del condón sobresaliendo.

—A mí no se me dan bien.

Su mano se curvó sobre la mía.

—Me estoy saltando todas las reglas contigo.

El tono grave de su voz me provocó una cálida ola de confianza.

—Las reglas están hechas para romperlas.

Vi un instante la blancura de sus dientes; luego presionó un botón del panel que había a su lado y dijo:

—Conduce hasta que te diga.

Las mejillas me ardían. Los faros de un coche traspasaron el cristal oscuro e iluminaron mi cara, delatando mi rubor.

—Vaya, Eva —susurró, desenrollando el condón con destreza—, me seduces para hacer el amor en la limusina, y luego te sonrojas cuando le digo al chófer que no interrumpa mientras lo hacemos.

Esa ironía repentina me hizo desearle desesperadamente. Colocando las manos en sus hombros para guardar el equilibrio, me puse de rodillas, elevándome hasta la altura necesaria para quedarme en el aire sobre la gruesa verga de Gideon. Movió las manos por mis caderas y oí el rasgar de las bragas. El ruido repentino y lo impetuoso de aquel acto aguijonearon mi pasión hasta un punto supremo.

—Despacio —ordenó con voz ronca, levantando las caderas para bajarse más los pantalones.

Su erección me rozaba entre las piernas al moverse, y yo me quejaba, anhelante y vacía, como si los orgasmos que me había dado antes no hubieran sino acuciado mi deseo en vez de saciarlo.

Se tensó cuando rodeé el pene con los dedos y coloqué su prominente glande entre los lubricados pliegues de mi hendidura. Los efluvios de nuestra fogosidad hacían el aire húmedo y cargado, una seductora mezcla de ardor y feromonas que soliviantaba a todas las células de mi cuerpo, me producía un hormigueo en la piel y ponía los pechos pesados y tiernos.

Esto era lo que yo quería desde el momento en que le vi: poseerle, subirme a su cuerpo magnífico y meterlo bien dentro de mí.

—Dios santo, Eva —exclamó, jadeante, cuando por fin bajé mi cuerpo sobre el suyo, mientras seguía masajeándome los muslos.

Cerré los ojos, sintiéndome desvalida. Había querido intimidad con él y ahora esto parecía demasiado íntimo. Estábamos vis a vis, a pocos centímetros uno del otro, escondidos en un pequeño espacio mientras el resto del mundo circulaba a nuestro alrededor. Notaba su agitación, sabía que él se sentía tan descentrado como yo.

—Eres tan prieta… —sus palabras, entrecortadas, iban unidas por un hilo de deliciosa agonía. Le absorbí aún más, dejándolo entrar más dentro. Inspiré profundamente, sintiéndome exquisitamente elástica.

—Y tú la tienes tan grande…

Presionando la palma abierta contra mi bajo vientre, me tocó el palpitante clítoris con la yema del pulgar y empezó a masajearlo en círculos lentos, suaves y expertos. Todo en mi interior se contrajo y se estrechó, succionándolo con más fuerza. Le miré con los ojos entreabiertos. Estaba tan hermoso tumbado debajo de mí con su elegante esmoquin y aquel poderoso cuerpo entregado a la necesidad primaria de la cópula…

Torció el cuello, con la cabeza clavada en el respaldo, como si luchara contra unas ataduras invisibles.

—¡Ay, Señor! —exclamó entre dientes—. Voy a correrme entero.

Aquella oscura promesa me excitó aún más. El sudor me empañaba la piel. Estaba tan húmeda y tan caliente que me deslizaba como la seda a lo largo de su verga hasta envainarla por completo. Se me escapó un grito al llegar a la raíz. Entraba tan hondo que casi no podía soportarlo y me forzaba a balancearme para evitar la inesperada molestia. Pero a mi cuerpo no parecía importarle que fuera demasiado grande. Se ondulaba, se contraía, vibraba, al borde del orgasmo.

Gideon, con la respiración agitada, soltó una palabrota y me asió por la cadera con la mano libre, instándome a yacer de espaldas. En esta posición me abrí hasta tenerlo dentro entero. Su temperatura subió de inmediato, su torso irradiaba un calor voluptuoso a través de la ropa. Unas gotas de sudor perlaban su labio superior.

Me incliné hacia delante y pasé la lengua por la bella curva de su boca, saboreando la sal con un balbuceo de placer. Gideon movía las caderas, lleno de impaciencia. Me elevé cuidadosamente unos centímetros antes de que él me frenara con cierta rudeza.

—Despacio —volvió a advertirme, con un tono imperioso que me subió la libido.

Volví a bajar, apresando el pene otra vez y experimentando un dolor extrañamente exquisito al notar que penetraba casi demasiado. Nuestras miradas se engarzaron a la vez que el placer se extendía desde el punto en que estábamos unidos. Me sorprendió pensar que estábamos los dos completamente vestidos salvo por las partes más íntimas de nuestro cuerpo. Me pareció carnal hasta la locura, igual que los sonidos que él hacía expresando que su placer era tan intenso como el mío.

Completamente exaltada, aplasté su boca con la mía, mientras le aferraba por las raíces del pelo, empapado de sudor. Le besé sin dejar de menear las caderas, dejándome llevar por el arrebatador movimiento de su pulgar y sintiendo crecer el orgasmo con cada impulso de su pene largo y grueso hacia mi tierno interior.

En algún momento perdí la cabeza, los instintos más primitivos se impusieron y sólo el cuerpo mandaba. No podía centrarme en nada, salvo en la absoluta necesidad de follar, de montar su polla hasta que la tensión explotara y me liberase de aquella ansia enloquecedora.

—¡Qué bueno es esto! —musité, totalmente entregada—. Te sientes… ¡Dios mío, es demasiado bueno!

Gideon marcaba el ritmo con ambas manos, inclinándome hacia un lado de modo que su enorme glande frotaba oblicuamente un lugar suave y muy sensible de mis profundidades. Comprendí, por mi propia contracción y mis temblores, que iba a correrme precisamente gracias a eso, a sus expertos impulsos dentro de mí.

Gideon.

Me agarró de la nuca justo cuando el orgasmo hacía presa de mí, empezando con extáticos espasmos que se transmitían hacia fuera en oleadas hasta convertirme en una pura convulsión. Me vio descomponerme cuando yo hubiera preferido cerrar los ojos. Poseída por aquella mirada fija, me corrí con más intensidad que nunca, gimiendo y estremeciéndome a cada embate de placer.

—Joder, joder, joder —mascullaba, dándome empellones con las caderas, y tirando de las mías hacia abajo para que recibieran sus embestidas. Me golpeaba en lo más profundo con cada envite. Lo sentía cada vez más grueso y duro.

Le contemplé fijamente, quería verle fuera de sí por mí. Sus ojos, frenéticos por la necesidad, perdían el rumbo a la vez que iba disminuyendo el control sobre sí mismo, su precioso rostro desencajado por la brutal carrera hacia el clímax.

¡Eva! —se corrió con un rugido animal de éxtasis salvaje, un sonido que me fascinó por su fiereza. Se estremeció cuando el orgasmo se apoderó de él, y sus rasgos se suavizaron un instante con un toque de inesperada vulnerabilidad.

Le cogí la cara con las manos y le besé sutilmente los labios, reconfortándolo mientras él dejaba escapar bocanadas de aire que me rozaban las mejillas.

—Eva. —Me estrechó entre sus brazos, presionando su cara húmeda contra la curva de mi cuello.

Sabía exactamente cómo se sentía. Desnudo. Al descubierto.

Nos quedamos así mucho tiempo, abrazados, absorbiendo las réplicas. Volvió la cabeza y me besó suavemente, aliviando mis confusas emociones con las caricias de su lengua en mi boca.

—¡Guau! —respiré, conmovida.

—Sí —salió de su boca.

Sonreí, aturdida pero eufórica.

Gideon me apartó de las sienes los mechones húmedos de cabello y pasó los dedos por mi cara casi con veneración. Me estudiaba de un modo que me ponía un nudo en el pecho. Me miraba atónito y… agradecido, con ojos cálidos y dulces.

—No quiero estropear este momento…

La frase quedó flotando en el aire y yo traté de completarla.

—¿Pero…?

—Pero no puedo faltar a esa cena. Tengo que dar un discurso.

—Ya. —El momento efectivamente se había estropeado.

Me separé de él con cuidado, mordiéndome el labio al notar cómo salía de mi cuerpo dejándome humedecida. La fricción fue suficiente para hacerme querer más. La erección apenas se había reducido.

—¡Maldita sea! —dijo bruscamente—. Te deseo otra vez.

Me agarró antes de que me apartara, sacó un pañuelo de algún sitio y me limpió entre las piernas con delicadeza. Era un acto sumamente íntimo, semejante al coito que acabábamos de compartir. Cuando estuve seca me acomodé en el asiento a su lado y saqué el lápiz de labios de la cartera. Miré a Gideon por encima del espejo de la polvera mientras se quitaba el condón y lo ataba. Después lo envolvió en una servilleta y lo tiró a un receptáculo oculto para basura. Se adecentó y le dijo al conductor que se dirigiera a nuestro destino. Luego, se arrellanó en el asiento y miró por la ventana.

Con cada segundo que transcurría sentía que Gideon se distanciaba, que nuestra conexión se desbarataba poco a poco. Me quedé encogida en el extremo del asiento, retirada de él, manteniendo el alejamiento que sentía crecer entre nosotros. Toda la calidez que había experimentado se convirtió en una notoria frialdad, y me sentí tan destemplada que me arropé con el chal. No movió ni un músculo cuando me giré a su lado para guardar la polvera, como si no se diera cuenta de que yo estaba allí.

Bruscamente, Gideon abrió el bar y sacó una botella. Sin mirarme, preguntó:

¿Brandy?

—No, gracias.

Mi voz sonó en un susurro, pero no pareció percatarse. O tal vez no le importaba. Se sirvió una copa y se la tomó de un trago.

Confusa y herida, me puse los guantes intentando comprender qué era lo que había fallado.