Una vez terminada la conversación con Kay Spalter, Hardwick mantuvo un largo silencio, algo muy poco propio de él. En lugar de hacer comentarios, se quedó de pie frente a la ventana del estudio, perdido en una serie de cálculos y conjeturas.
Gurney, sentado ante el escritorio, lo estuvo observando.
—Suéltalo ya, Jack. Te sentirás mejor.
—Tenemos que hablar con Lex Bincher. Cuanto antes. Quiero decir, ahora. Hay unos cuantos puntos de mierda que debemos aclarar. Esa es la «jodida prioridad número uno», creo yo.
Gurney sonrió.
—Pues para mí la «jodida prioridad número uno» es realizar una visita a la residencia de ancianos donde murió Mary Spalter.
Hardwick se volvió de la ventana y lo miró directamente.
—¿Lo ves? A eso voy. Hemos de reunirnos con Lex, sentarnos los tres y ponernos de acuerdo, antes de deslomarnos siguiendo la primera pista inútil que salte ante nuestras narices.
—Esto podría ser más que una pista inútil.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Quienquiera que estuviese estudiando el terreno ese domingo en el apartamento, tres días antes de que Mary Spalter falleciera, tenía que saber que ella iba a morir muy pronto. O sea, que su muerte accidental no fue ningún accidente.
—¡Alto, Sherlock! ¡No tan deprisa! Esa hipótesis exige un acto de fe brutal, por no decir un salto al vacío.
—¿Para creer la historia de Estavio Bolocco, quieres decir?
—Sí. Para creer que un pringado de un túnel de lavado, que vive de okupa en un bloque hecho mierda y va ciego de vete a saber qué, es capaz de recordar el día de la semana en el que vio entrar a alguien en ese apartamento hace ocho meses.
—Te acepto que hay un problema de credibilidad en el testigo. Pero yo creo, aun así…
—¿A eso lo llamas un problema de credibilidad? ¡Yo lo llamo una puta locura!
Gurney respondió en voz baja.
—Te oigo perfectamente. No discuto lo que dices. Sin embargo, si suponemos (y ya sé que es mucho suponer) que el señor Bolocco esté en lo cierto sobre el día de la semana, entonces la naturaleza del crimen sería totalmente distinta de la que proponía en el juicio la versión de la Fiscalía. Joder, Jack, piénsalo. ¿Por qué podría haber sido asesinada la madre de Carl?
—Esto es una pérdida de tiempo.
—Tal vez sí, tal vez no. Aceptemos, hipotéticamente, que su muerte no fue un accidente. A mí se me ocurren dos modos de abordar el motivo de su asesinato. Uno, que ella y Carl fueran objetivo primordial: los dos igualmente para los fines del asesino, fuesen cuales fuesen. O dos, que ella solo fuera un trampolín, un medio para asegurarse de que Carl, el objetivo principal, se encontraría a la intemperie, en ese cementerio, en una fecha y a una hora previsibles.
El tic de Hardwick había reaparecido en la comisura de sus labios con más fuerza que nunca. Empezó dos veces a hablar y se detuvo. Al tercer intento, dijo:
—Esto es lo que querías desde el principio, ¿no? Lanzar todas las putas piezas al aire y ver qué pasaba cuando cayeran al suelo, ¿eh? Tomar un caso clarísimo de mala práctica policial (algo tan simple como que Mick, la Bestia, investigador jefe del caso, se estaba follando a una posible sospechosa, Alyssa Spalter) y convertirlo en la reinvención de la puta rueda, ¿no es eso? ¡Ahora ya quieres convertir un asesinato en dos! ¡Mañana serán media docena! ¿Qué coño pretendes?
Gurney bajó aún más la voz.
—Solo estoy siguiendo el hilo, Jack.
—¡A la mierda el hilo, joder! Mira, estoy seguro de que hablo también por Lex, no solo por mí mismo. La cuestión es que hay que centrarse. ¿Entiendes? Centrarse, centrarse y centrarse. Permíteme que lo deje claro de una vez por todas. Solo hay un puñado de preguntas que requieren respuesta sobre la investigación del asesinato de Carl Spalter y el juicio de Kay Spalter. Una: ¿qué debería haber hecho Mick Klemper y no hizo? Dos: ¿qué no debería haber hecho Mick Klemper y sí hizo? Tres: ¿qué le ocultó Mick Klemper al fiscal? Cuatro: ¿qué le ocultó el fiscal al abogado defensor? Cinco: ¿qué debería haber hecho el abogado defensor y no hizo? Cinco putas preguntas. Encuentra las respuestas adecuadas y la condena de Kay Spalter será revocada. Así de simple. Bueno, dime, ¿estamos en la misma onda?
Hardwick se había ido congestionando por momentos.
—Calma, amigo. Estoy seguro de que al final estaremos en la misma onda. Pero no me hagas imposible llegar a ese punto.
Hardwick le dirigió a Gurney una larga y dura mirada; luego meneó la cabeza con frustración.
—Lex Bincher está adelantando la pasta para los gastos de la investigación. Si tú vas a gastar dinero en cualquier cosa que no sea obtener una respuesta a esas cinco preguntas, él tendrá que dar su aprobación por anticipado.
—No hay problema.
—No hay problema —repitió Hardwick entre dientes, mirando otra vez por la ventana—. Ojalá pudiera creerlo, campeón.
Gurney no dijo nada.
Al cabo de un rato, Hardwick suspiró con cansancio.
—Le contaré a Bincher todo lo que me has explicado.
—Bien.
—Pero, por el amor de Dios, no dejes…, no permitas… —No terminó la frase; se limitó a menear otra vez la cabeza.
Gurney percibía la tensión de Hardwick, que estaba desesperado por llegar al destino, pero horrorizado ante las incertidumbres que presentaba el trayecto.
Entre los anexos del expediente del caso figuraba la dirección de la residencia de ancianos de Mary Spalter: un complejo con asistencia permanente situado en Twin Lakes Road, en Indian Valley, no lejos de Cooperstown, más o menos a medio camino entre Walnut Crossing y Long Falls. Gurney introdujo la dirección en su GPS. Una hora más tarde, el artilugio anunció que estaba llegando a su destino.
Tomó un pulcro sendero de macadán que cruzaba un elevado muro de piedra seca y se dividía luego en una bifurcación. Las flechas indicaban RESIDENTES por un lado y VISITANTES Y REPARTOS por el otro.
Siguiendo por este último lado, llegó a una zona de aparcamiento frente a un bungaló de tablilla de cedro. Un elegante y discreto cartel situado junto a un pequeño jardín de rosas llevaba la inscripción: EMMERLING OAKS. UNA COMUNIDAD SEGURA PARA LA TERCERA EDAD. PREGUNTE EN EL INTERIOR.
Aparcó y llamó a la puerta.
Una agradable voz femenina respondió de inmediato.
—Adelante.
Accedió a una luminosa y ordenada oficina. Una mujer atractiva de cuarenta y tantos, con un bronceado de rayos UVA, estaba sentada frente a un reluciente escritorio alrededor del cual había varias sillas de aspecto confortable. En las paredes se veían fotos de bungalós de diversos tamaños y colores.
Tras examinarlo de arriba abajo, la mujer sonrió:
—¿Puedo ayudarle?
Él le devolvió la sonrisa.
—No lo sé. He venido aquí siguiendo un impulso. Seguramente es una pista inútil.
—Ah —dijo, interesada—. ¿Qué clase de pista está siguiendo?
—Ni siquiera de eso estoy seguro.
—Bueno, entonces… —respondió la mujer, frunciendo el ceño—. ¿Qué es lo que quiere? ¿Y quién es usted?
—Ah, disculpe. Me llamo Dave Gurney. —Sacó la cartera con cierta torpeza y se adelantó para mostrarle su placa dorada—. Soy detective.
Ella examinó la placa.
—Aquí dice «retirado».
—Estaba retirado. Pero, debido a este caso de asesinato, parece que he dejado de estarlo.
Ella abrió aún más los ojos.
—¿Se refiere al caso Spalter?
—¿Lo conoce?
—¿Conocerlo? —dijo, sorprendida—. Claro.
—¿Por la repercusión en los medios?
—Por eso, y por el factor personal.
—¿Porque la madre de la víctima vivía aquí, quiere decir?
—Hasta cierto punto, pero… ¿le importa explicarme a qué viene todo esto?
—Bueno, verá: me han pedido que examine algunos aspectos del caso que no quedaron claros.
Ella le dirigió una mirada astuta.
—¿Se lo ha pedido un miembro de la familia?
Gurney asintió, sonriente, como reconociendo la perspicacia de su interlocutora.
—¿Cuál de ellos? —preguntó la mujer.
—¿A cuántos conoce?
—A todos.
—¿Kay? ¿Jonah? ¿Alyssa?
—A Kay y Jonah, por supuesto. A Carl y Mary, mientras estuvieron vivos. A Alyssa solo de nombre.
Gurney iba a preguntarle cómo era que los conocía a todos cuando le vino a la cabeza la respuesta más obvia. Por alguna razón no había relacionado de forma inmediata el nombre del lugar, Emmerling Oaks, con lo que había descubierto durante su visita a Willow Rest: que Emmerling era el nombre del abuelo de Carl. Por lo visto, la empresa familiar poseía más cosas, aparte de bloques de apartamentos y cementerios.
—¿Le gusta trabajar para Spalter Realty?
Ella entornó los párpados.
—Primero debe responder a mi pregunta. ¿Por qué está aquí?
Gurney tenía que tomar una decisión rápida, basándose en lo que le decía su instinto sobre aquella mujer, mientras sopesaba los riesgos y los beneficios de revelar la verdad en mayor o menor grado. Apenas tenía elementos para decidirse. Solo contaba con un atisbo de algo que acaso había malinterpretado: la sensación fugaz de que, al pronunciar el nombre de Carl, ella lo había hecho con la misma aversión que Paulette Purly.
Tomó una decisión.
—Vamos a expresarlo así —dijo, bajando la voz para imprimirle un tono confidencial—: Hay ciertos aspectos de la condena de Kay Spalter que son cuestionables.
La reacción de la mujer fue repentina, excitada; se quedó boquiabierta.
—¿Quiere decir que no fue ella, después de todo? ¡Dios mío, lo sabía!
Esa explosión animó a Gurney a abrir un poco más la puerta.
—¿Usted no la creía capaz de matar a Carl?
—Ah, era muy capaz. Pero ella jamás lo habría hecho así.
—¿Con un rifle, quiere decir?
—Quiero decir desde tan lejos.
—¿Por qué no?
La mujer ladeó la cabeza y lo miró con aire escéptico.
—¿Hasta qué punto conoce a Kay?
—Seguramente no tan bien como usted…, señorita…, señora…
—Carol. Carol Blissy.
Él le tendió la mano por encima del escritorio.
—Encantado de conocerla, Carol. Y le agradezco sinceramente que se moleste en hablar conmigo. —Ella le estrechó la mano breve pero firmemente. Tenía los dedos y la palma cálidos. Gurney prosiguió—. Estoy trabajando con el equipo jurídico de Kay. He mantenido con ella una reunión cara a cara y una larga conversación telefónica. La reunión me permitió conocerla un poco como persona, pero tengo la sensación de que usted la conoce mucho mejor que yo.
Carol Blissy pareció complacida. Se ajustó distraídamente el cuello de su blusa negra de seda. Llevaba anillos relucientes en los cinco dedos de la mano.
—Cuando he dicho que ella jamás lo habría hecho así, quería decir que ese no es su estilo. Si la conoces un poco, sabes que es de esas personas que van siempre de frente, que no actúa de forma solapada ni a distancia. Si ella hubiese querido matar a Carl, no le habría disparado desde quinientos metros. Habría ido directa hacia él y le habría partido la cabeza con un hacha. —Hizo una pausa, como escuchando sus propias palabras, y esbozó una mueca—. Perdone, ha sonado horrible. Pero ya entiende lo que quiero decir, ¿no?
—Entiendo perfectamente a qué se refiere. Kay me produce la misma impresión. —Se detuvo; observó admirado la mano de la mujer—. Qué anillos tan preciosos, Carol.
—Ah. —Ella bajó la vista para mirarlos—. Gracias. Sí, supongo que son bonitos. Me parece que tengo bastante ojo para la joyería. —Se humedeció las comisuras de los labios con la punta de la lengua y volvió a levantar la vista hacia él—. ¿Sabe?, todavía no me ha dicho por qué está aquí.
Ahora sí debía tomar una decisión, la decisión que había estado postergando, sobre cuánto iba a revelarle. Había considerables riesgos y beneficios aparejados a cada grado de franqueza. En este caso, la imagen que Gurney se había ido formando de Carol Blissy le impulsó a aventurarse más lejos de lo que habría ido normalmente. Tenía la sensación de que la sinceridad se vería recompensada con una actitud de colaboración.
—Esto es un asunto delicado. No algo que pueda soltar de buenas a primeras sin saber con quién estoy hablando. —Inspiró hondo—. Tenemos nuevas pruebas que indican que la muerte de Mary Spalter podría no haber sido un accidente.
—¿No fue… un accidente?
—No debería explicárselo, pero quiero contar con su ayuda y debo ser franco con usted. Creo que el caso Spalter fue un doble asesinato. Y no creo que Kay tuviera nada que ver en ello.
A ella le costó unos segundos asimilar estas palabras.
—¿La va a sacar de la cárcel?
—Eso espero.
—¡Fantástico!
—Pero necesito su ayuda.
—¿Qué clase de ayuda?
—Supongo que tendrán aquí cámaras de seguridad.
—Desde luego.
—¿Durante cuánto tiempo conservan los archivos de vídeo?
—Mucho más tiempo de lo que nos hace falta. En su día, usábamos aquellos vídeos tan voluminosos de entonces y teníamos que reciclarlos una y otra vez. Pero la capacidad del nuevo sistema es enorme, y nosotros nunca lo manipulamos. El propio sistema borra de forma automática los archivos más antiguos cuando ya no queda capacidad. Pero no creo que eso suceda durante un año aproximadamente, por lo menos en el caso de los archivos de las cámaras activadas por movimiento. En el caso de los archivos generados por las cámaras de funcionamiento continuo del gimnasio y la unidad de enfermería, es distinto. Esos archivos se borran con más frecuencia.
—¿Es usted la persona que se encarga de que todo esto funcione como es debido?
Ella sonrió.
—Soy la persona que se encarga de todo. —Sus dedos, cargados de anillos, alisaron una arruga imaginaria de su blusa de seda.
—Estoy seguro de que hace un trabajo excelente.
—Lo intento. ¿Qué es lo que le interesa de nuestros archivos de vídeo?
—Los visitantes que estuvieron en el Emmerling Oaks el día que murió Mary Spalter.
—¿Sus visitas personales, en concreto?
—No, todos los visitantes, incluido el personal de reparto y los operarios de reparación o mantenimiento. Todo aquel que accedió a las instalaciones aquel día.
—¿Con qué urgencia lo necesita?
—¿Con qué urgencia quiere que Kay salga de la cárcel? —Gurney sabía que estaba dando a entender unos resultados inmediatos que, por decirlo suavemente, eran una exageración, aun suponiendo que los archivos de vídeo contuvieran el tipo de prueba concluyente que esperaba encontrar.
Carol lo instaló frente a un ordenador en una habitación que ocupaba el tercio trasero del bungaló; luego fue a otro edificio y le envió por e-mail varios pesados archivos de vídeo. Cuando regresó, le dio algunas indicaciones para navegar por el sistema. Lo hacía inclinándose de tal modo sobre su hombro que a Gurney no le resultaba fácil concentrarse.
Cuando la mujer ya se volvía a la oficina de enfrente, él le preguntó de la manera más informal posible:
—¿Le gusta trabajar para Spalter Realty?
—Seguramente no debería hablar sobre el tema. —Le dirigió una mirada juguetona que parecía sugerir que era posible convencerla de ciertas cosas que seguramente no debería hacer.
—Me ayudaría mucho saber qué piensa de la familia Spalter.
—Quiero ayudarle. Pero… quedará entre nosotros, ¿no?
—Por supuesto.
—Bueno… Kay era fantástica. Con mal genio, pero fantástica. Carl era horrible. Frío como el hielo. Lo único que le importaba era el resultado del balance. Y Carl era el jefe. Jonah se mantenía al margen, porque no quería tener nada que ver con Carl.
—¿Y ahora?
—Ahora, al morir Carl, es Jonah quien ha quedado al frente. —Miró a Gurney con cautela—. Todavía no lo conozco muy bien.
—Yo no lo conozco en absoluto, Carol. Pero voy a decirle lo que he oído. Es un santo. Es un farsante. Es una persona fantástica. Es un chiflado religioso. ¿Tiene algo que añadir a estos comentarios?
Ella sostuvo su mirada inquisitiva y sonrió.
—Creo que no. —Volvió a humedecerse las comisuras de los labios—. A decir verdad, no soy la persona indicada para hablar de la gente de este tipo. No es que sea muy religiosa.
Durante las tres horas siguientes, Gurney revisó los archivos de vídeo de las tres cámaras de seguridad que consideró más probable que hubieran captado algo útil: la cámara del aparcamiento, la de la oficina de Carol Blissy y la que registraba el paso de vehículos por la puerta automática para residentes.
Los vídeos del aparcamiento y de la oficina eran los más interesantes. Había un pintor de brocha gorda que le llamó la atención porque parecía el clásico pintor de tira cómica: que se tropezaba, que se paraba justo antes de meter el pie en el cubo de pintura y se daba de morros. Había un repartidor de pizza de ojos desorbitados que parecía salido de un casting para el papel de psicópata de una película de terror para adolescentes. Y había también un repartidor de una floristería.
Gurney pasó media docena de veces las dos breves secuencias en las que aparecía ese individuo. La primera mostraba un monovolumen azul oscuro que se detenía en el aparcamiento; no llevaba identificación, solo un letrero en la puerta del conductor: FLORES FLORENCE. La segunda, con audio, mostraba al conductor entrando en la oficina de Carol, diciendo que venía a entregar unas flores —crisantemos— a la señora Marjorie Stottlemeyer y pidiendo indicaciones para llegar a su apartamento.
El conductor era bajo y frágil (cómo de bajo no resultaba fácil decirlo porque la cámara estaba en alto y distorsionaba la imagen). Llevaba unos vaqueros ceñidos, chaqueta de cuero, bufanda, una gorra con orejeras y gafas de sol envolventes. Pese a los repetidos visionados, Gurney no tenía muy claro si aquella persona delgada y bajita era un hombre o una mujer. Otro detalle, sin embargo, le quedó más claro con cada visionado: pese a que el repartidor había mencionado un solo nombre, llevaba dos ramos de crisantemos para entregar.
Gurney fue a buscar a Carol Blissy a su oficina y le pasó la secuencia.
Ella abrió la boca, sorprendida.
—¡Ah, sí! —Acercó una silla y se sentó muy cerca de él—. Páselo otra vez.
Cuando volvió a verla, asintió.
—Lo recuerdo bien.
—¿Se acuerda de… él? —dijo Gurney—. ¿O era ella?
—Es curioso que lo pregunte. Eso es precisamente lo que recuerdo: la duda que me entró. La voz y la manera de moverse no parecían ni de un hombre ni de una mujer.
—¿Qué quiere decir?
—Era más bien… como un pequeño… duende. Sí, un duendecillo. Es lo más aproximado que se me ocurre.
Gurney recordó la palabra «menudita» que Bolo había usado.
—Usted le indicó a esa persona un apartamento en particular.
—Sí, el apartamento de Marjorie Stottlemeyer.
—¿Sabe si le fueron entregadas las flores?
—Sí. Porque ella me llamó después. Había un problema con esas flores, aunque no recuerdo ahora de qué se trataba.
—¿Todavía vive aquí?
—Oh, sí. La gente viene aquí a quedarse. Solo hay cambios cuando fallece un residente.
Gurney se preguntó cuántos de los fallecidos allí terminaban en Willow Rest. Pero ahora tenía entre manos cuestiones más acuciantes.
—¿Conoce bien a esa señora Stottlemeyer?
—¿Qué quiere saber de ella?
—¿Cómo anda de memoria? ¿Y estaría dispuesta a responder a unas preguntas?
Carol Blissy parecía intrigada.
—Marjorie tiene noventa y tres años, conserva la cabeza totalmente clara y es muy chismosa.
—Perfecto —dijo Gurney volviéndose hacia ella, que llevaba un perfume con un sutil aroma a rosas—. Me sería de gran ayuda que la llamara y le dijera que un detective ha venido a preguntar por la persona que le entregó esas flores el pasado mes de diciembre, y que estaría muy agradecido si pudiera dedicarle unos minutos.
—No hay problema. —La mujer se levantó, rozándole la espalda con la mano al dirigirse a su oficina.
Al cabo de tres minutos volvió con el teléfono.
—Marjorie dice que está a punto de tomar un baño, que luego dormirá una siesta y después tendrá que prepararse para la cena, pero que puede hablar por teléfono con usted ahora.
Gurney asintió, alzando los pulgares, y tomó el teléfono.
—Hola. ¿Señora Stottlemeyer?
—Llámeme Marjorie. —Tenía una voz aguda y nítida—. Carol me dice que anda usted buscando a esa peculiar criaturita que me trajo el misterioso ramo. ¿Por qué?
—Podría no ser nada o podría tratarse de algo bastante serio. Cuando dice que le llevó un «misterioso ramo»…
—¿Un asesinato? ¿Es eso?
—Marjorie, espero que comprenda que, por el momento, debo medir mis palabras.
—Entonces es un asesinato. ¡Ay, Dios mío! Ya sabía yo desde el principio que había algo extraño.
—¿Desde el principio?
—Esos crisantemos… yo no los encargué. No había tarjeta de regalo. Y todas las personas que me han conocido lo suficiente para regalarme flores están seniles o muertas.
—¿Era solo un ramo?
—¿Qué quiere decir con solo uno?
—¿Solo un ramo de flores, no dos?
—¿Dos? ¿Por qué diantre iba a recibir dos? Uno solo ya era lo bastante absurdo. ¿Cuántos admiradores muertos cree usted que tengo?
—Gracias, Marjorie. Me ha sido de gran ayuda. Una pregunta más: esa «peculiar criaturita», como usted ha dicho, que le entregó las flores, ¿era un hombre o una mujer?
—Me avergüenza decirlo, pero no lo sé. Ese es el problema de envejecer. En el mundo en el que yo crecí, existía una diferencia real entre hombres y mujeres. Vive la difference! ¿No lo había oído nunca? Es francés.
—Esa criatura, ¿le hizo alguna pregunta?
—¿Sobre qué?
—No sé. Cualquier pregunta.
—Ninguna pregunta. Apenas abrió la boca. «Flores para usted», dijo…, algo así. Con una vocecita chillona. Tenía una nariz curiosa.
—¿Curiosa?
—Afilada. Como un pico.
—¿Recuerda algún otro detalle extraño?
—No, nada más. Esa nariz como un pico ganchudo.
—¿Qué estatura tenía?
—La mía, como máximo. Quizás unos centímetros menos.
—¿Y usted mide…?
—Uno cincuenta y ocho, exactamente. Ojos azules. Los míos, no los suyos. Los suyos estaban ocultos por unas gafas de sol. No había ni pizca de sol ese día. Había un cielo gris como panza de burro. Pero las gafas de sol ya no solo son para el sol, ¿no es cierto? Son un artículo de moda. ¿Lo sabía? Un artículo de moda.
—Gracias por su tiempo, Marjorie. Ha sido usted de gran ayuda. Estaremos en contacto.
Gurney cortó la llamada y le devolvió a Carol el teléfono.
Ella parpadeó.
—Ahora recuerdo cuál era el problema.
—¿Qué problema?
—El motivo de que Marjorie me llamara ese día. Era para preguntar si el repartidor no se había dejado una tarjeta de regalo encima de mi mesa. Porque no venía ninguna con las flores. Pero ¿qué era eso que preguntaba sobre el número de ramos, sobre si eran uno o dos?
—Si mira atentamente el vídeo —dijo Gurney—, verá que esos crisantemos estaban en dos envoltorios separados. Eran dos, y no uno, los ramos que debía entregar.
—No lo entiendo. ¿Eso qué significa?
—Significa que la «criaturita» hizo una segunda parada en la residencia, después de visitar a la señora Stottlemeyer.
—O antes, porque ella ha dicho que el repartidor solo llevaba un ramo.
—Apostaría a que el otro ramo estaba escondido momentáneamente frente a su casa.
—¿Por qué?
—Porque creo que esa criatura vino aquí a matar a Mary Spalter, y que trajo el segundo ramo para que le proporcionara una excusa para llamar a su puerta, y para que la señora Spalter tuviera un motivo para abrirla.
—No le sigo. ¿Por qué no traer un solo ramo y decirme que iba a entregárselo a la señora Spalter? ¿Por qué mezclar en el asunto a Marjorie Stottlemeyer? No tiene sentido.
—Yo creo que sí lo tiene. Si en su registro de visitas hubiera constado que se le había hecho una entrega a Mary Spalter poco antes de su muerte, todo el asunto habría sido investigado con más detenimiento. Para el asesino era importante que la muerte de Mary pareciera un accidente. Y funcionó. Sospecho que ni siquiera se hizo una autopsia completa.
Ella estaba boquiabierta.
—Entonces… está diciendo… que realmente tuvimos aquí a un asesino…, en mi oficina…, en casa de Marjorie… y…
De repente, parecía asustada, vulnerable. Y, de súbito también, Gurney se vio asaltado por el temor de estar haciendo lo que se había dicho a sí mismo desde el principio que no debía hacer. Estaba yendo demasiado deprisa; sumando una suposición tras otra y confundiéndolas con conclusiones racionales. Le vino a la cabeza otra pregunta perturbadora: ¿por qué le estaba explicando a aquella mujer con tanto detalle su hipótesis del asesinato? ¿Pretendía asustarla? ¿Observar su reacción? ¿O solo quería contar con alguien que ratificara la línea que él iba trazando para unir los puntos, como si eso demostrara algo?
¿Y si resultaba que estaba uniendo los puntos equivocados y creando un cuadro totalmente erróneo? ¿Y si esos supuestos «puntos» solo eran hechos aleatorios y aislados? En momentos como ese, siempre recordaba con incomodidad que todos los habitantes de la Tierra de una latitud ven las mismas estrellas en el cielo. Y, sin embargo, no hay dos culturas que vean las mismas constelaciones. Él había visto pruebas de aquel fenómeno una y otra vez: las pautas que percibimos vienen determinadas por las historias que deseamos creer.