—Por cierto —dijo Gurney—, ¿llevas el arma encima?
—Siempre —contestó Hardwick—. Mi tobillo se sentiría desnudo sin su pequeña cartuchera. En mi humilde opinión, en ciertas ocasiones, las balas son tan importantes como el cerebro para solucionar algunos problemas. ¿Por qué lo preguntas? ¿Estás pensando en darle un giro dramático a todo esto?
—Nada de giros dramáticos por ahora. Hemos de estar mucho más seguros de lo que está pasando.
—Parecías muy seguro hace un minuto.
Gurney torció el gesto.
—De lo único de lo que estoy seguro es de que mi versión del asesinato de Perry es posible. O de que no es imposible. Scott Ashton podría haber matado a Jillian Perry. Podría. Pero necesitamos cavar más, más hechos. Ahora mismo no hay ninguna prueba que la sustente y ningún motivo. No tenemos nada más que especulación por mi parte, un ejercicio lógico.
—Pero y si…
El sonido de la pesada puerta de la capilla en el piso de abajo abriéndose y cerrándose, seguida por un clic metálico, hizo que se callara. Ambos se inclinaron hacia la escalera de detrás del umbral de la oficina y aguzaron el oído para escuchar posibles pisadas.
Al cabo de un minuto apareció Scott Ashton en lo alto de la escalera de piedra y entró en la oficina, moviéndose con el mismo aire de poder y control del que habían sido testigos en la pantalla. Se hundió en la silla mullida de respaldo alto de detrás de su escritorio, se quitó el Bluetooth y lo dejó en el cajón de encima. Juntó las manos en el enorme escritorio negro, entrelazando lentamente los dedos, salvo los pulgares, que mantuvo en paralelo, como para facilitar una atenta comparación entre ambos, algo que parecía interesarle. Después de sonreír un momento a sus propios pensamientos, separó las manos, levantando las palmas con los dedos ligeramente separados en un extraño gesto de despreocupación.
Entonces metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una pistola de pequeño calibre. La acción fue absurdamente despreocupada, tan similar a sacar un paquete de cigarrillos que, por un segundo, Gurney pensó que era eso lo que había hecho.
En un movimiento casi adormilado, apuntó con la Beretta semiautomática de calibre 25 a un punto situado en algún lugar intermedio entre Gurney y Hardwick, pero tenía la mirada clavada en Hardwick.
—Hágame un favor, detective. Ponga las manos en los reposabrazos de la silla. Ahora mismo, por favor. Gracias. Ahora, permanezca sentado como está y levante lentamente los pies del suelo. Gracias. Le agradezco su cooperación. Levántelos más. Gracias. Ahora, por favor, extienda las piernas hacia delante, hacia mi mesa. Siga extendiéndolas hasta que pueda apoyar los pies en la mesa. Gracias. Eso está muy bien. Es usted muy servicial.
Hardwick siguió todas estas instrucciones con la seriedad relajada de un hombre que escucha a un instructor de yoga. Una vez que tuvo los pies apoyados en la mesa, Ashton se estiró desde su lado del escritorio, buscó bajo la pernera derecha del detective y sacó la Kel-Tec P-32 de su cartuchera. La miró, la sopesó en la mano y la dejó en el cajón de arriba del escritorio.
Se sentó otra vez y sonrió.
—Ah, sí. Mucho mejor. Demasiada gente armada en una habitación normalmente es preludio de una tragedia. Por favor, detective, ya puede bajar los pies. Creo que todos podemos relajarnos ahora que el orden de las cosas está claro.
Ashton los miró, divertido.
—Debo decir que el día se ha puesto fascinante. Tantos… acontecimientos. Y usted, detective Gurney, ha puesto esa pequeña mente suya a trabajar a todo trapo. —La voz de Ashton ronroneaba con meloso sarcasmo—. Una trama muy escabrosa la que ha descrito. Suena a guion de cine. Scott Ashton, famoso psiquiatra, asesinó a su mujer en presencia de un centenar de invitados a su boda. Y lo único que tuvo que decirle fue: «No abras los ojos». Nunca hubo un Héctor Flores. El machete ensangrentado fue un ingenioso engaño. Tenía un hacha de carnicero en el bolsillo. Una caída seudoaccidental en las rosas. Un hábil cambio de traje en el cuarto de baño. Y etcétera. Una ingeniosa conspiración destapada. Un sensacional caso de asesinato resuelto. Mercaderes de la perversión al descubierto. Justicia para los muertos. Los vivos vivirán felices en adelante. ¿Es más o menos así?
Si esperaba una reacción de estupefacción o miedo, se llevó una decepción. Uno de los puntos fuertes de Gurney cuando lo atacaban por sorpresa era reaccionar con suavidad pero con un tono un poco airado, que podría ser apropiado para circunstancias más seguras. Es lo que hizo en ese momento.
—Es un buen resumen —dijo.
No reveló sorpresa por que Ashton hubiera escuchado su conversación mientras estaba abajo, probablemente tenía un micrófono oculto. Seguro que le había llegado a través de su auricular. Gurney se reprendió por no haber reparado en la anomalía que suponía que Ashton hablara por un móvil en la capilla; era obvio que empleaba el auricular para otra cosa. Que algo tan claro se le hubiera pasado por alto era hasta doloroso, aunque trató de ocultar aquella sensación.
No sabía cómo aquel tipo respondería ante su indiferencia. Esperaba que le hubiera molestado un poco siquiera. Cualquier duda, por pequeña que fuera, que surgiera en él sería un punto a favor de Gurney.
Ashton desplazó su mirada a Hardwick, cuyos ojos estaban clavados en la pistola. El psicólogo negó con la cabeza, como si estuviera reprendiendo a un niño malo.
—Como dicen en las películas, detective, ni se le ocurra. Le metería tres balas en el pecho antes de que se levantara de la silla.
Luego se dirigió a Gurney en el mismo tono.
—Y usted, detective, es como una mosca que se ha colado en la casa. Zumba alrededor, camina por el techo. Buzz. Ve lo que puede ver. Buzz. Pero no entiende lo que ve. Buzz. Y de repente, ¡plas! Todo el zumbar para nada. Todo ese buscar y mirar para nada. Porque no puede entender lo que ve. ¿Cómo iba a hacerlo? Solo es una mosca. —Empezó a reír en silencio.
Gurney sabía que debía hacer que todo ocurriera más despacio. Si Ashton era el asesino, tal y como parecía, debía luchar por hacerse con el control emocional de la situación. Así que tenía que prolongar el proceso, implicar a su oponente y hacer durar el juego hasta que se presentara la oportunidad final. Se recostó en su silla y sonrió.
—Pero en este caso, Ashton, la mosca ha acertado, ¿eh? De lo contrario, no tendría esa pistola en la mano.
Ashton dejó de reír.
—¿Acertado? ¿La fantástica mente deductiva se enorgullece de haber acertado? ¿Después de que lo alimentara con todos esos pequeños detalles? El dato de que algunas de nuestras graduadas habían desaparecido, o el de las discusiones por los coches, el hecho de que todas las jóvenes en cuestión aparecieron en anuncios de Karmala… Si no me hubiera visto tentado de tomarle el pelo, de hacer la competición interesante, no habría llegado más lejos que sus estúpidos colegas.
Ahora Gurney rio.
—Hacer la competición interesante no tuvo nada que ver. Sabía que nuestro siguiente paso sería hablar con antiguas estudiantes, y todos esos hechos habrían salido a la luz de inmediato. Así que no nos dio nada que no fuéramos a conseguir nosotros mismos en un día o dos. Fue un esfuerzo patético para comprar nuestra confianza con información que no podía mantener oculta.
Al leer la expresión de Ashton —un intento congelado de aparentar ecuanimidad— se convenció de que había acertado de pleno. Pero, en ciertas ocasiones, en el control de una confrontación de ese tipo, se corría el peligro de tener demasiada razón o dar demasiado de lleno.
Las siguientes palabras le dieron la espantosa sensación de que era uno de aquellos casos.
—No tiene sentido perder más tiempo. Quiero que vean algo. Quiero que vean cómo termina la historia.
Se levantó y con su mano libre arrastró la pesada silla a un punto cercano a la puerta abierta de la oficina, que formaba un triángulo con el gran monitor de pantalla plana en la mesa de detrás de su escritorio y el par de sillas de enfrente del escritorio, que estaban ocupadas por Gurney y Hardwick; una posición, con su espalda hacia la puerta, desde la que podía observar la pantalla y a ellos al mismo tiempo.
—No me miren —dijo Ashton, señalando al ordenador—. Miren la pantalla. Telerrealidad. Mapleshade: episodio final. No es el final que pretendía escribir, pero en la telerrealidad hay que ser flexible. Muy bien. Estamos todos en nuestros asientos. La cámara está funcionando, la acción está en marcha, pero creo que convendría poner un poco más de luz ahí abajo. —Cogió el pequeño control remoto del bolsillo y pulsó un botón.
La nave de la capilla se hizo más brillante al encenderse los apliques de la pared. Hubo una breve interrupción en el zumbido de conversaciones cuando las chicas en los grupos de discusión miraron a su alrededor a las lámparas.
—Esto está mejor —dijo Ashton, sonriendo con satisfacción a la pantalla—. Considerando su contribución, detective, quiero estar seguro de que puede verlo todo con claridad.
«¿Qué contribución?», quería preguntar Gurney. En lugar de eso, se llevó la mano a la boca para contener un bostezo. Entonces miró su reloj.
Ashton le dedicó una mirada larga y fría.
—No les aburriré mucho más. —En su rostro apareció una sucesión de minúsculos tics—. Es usted un hombre educado, detective. Dígame: ¿conoce el significado del concepto medieval «condigno castigo»?
Curiosamente, lo conocía. De una clase de filosofía del instituto. Condigno castigo: castigo en perfecto equilibrio con la ofensa. Castigo de una naturaleza idealmente apropiada.
—Sí, lo conozco —respondió, arrancando un atisbo de sorpresa en los ojos de Ashton.
Entonces, en el borde de su campo de visión, Gurney detectó algo más, una sombra en rápido movimiento. ¿O era el borde de una prenda oscura, una manga quizá? Fuera lo que fuese, había desaparecido en el receso del rellano de la escalera, donde apenas había sitio para un hombre de pie, justo al otro lado del umbral de la oficina.
—Entonces podrá apreciar el daño que su ignorancia ha causado.
—Cuéntemelo —dijo Gurney, con una expresión de creciente interés que esperaba que ocultara (mejor que su fingido bostezo) el temor que estaba sintiendo.
—Tiene unas dotes mentales extraordinarias, detective. Un cerebro muy eficiente. Una notable calculadora de vectores y probabilidades.
Aquello estaba bastante lejos de ser verdad, al menos en ese momento. Se preguntó, con un escalofrío de terror, si Ashton estaba siendo irónico: tal vez veía su verdadero estado de ánimo y ahora estaba bromeando.
Gurney sentía que su cerebro, responsable de sus grandes victorias profesionales, estaba resbalando de costado en el barro, perdiendo tracción y dirección, mientras trataba de encajar demasiadas cosas al mismo tiempo: el Héctor irreal; el Jykynstyl irreal; y las decapitadas Jillian Perry, Kiki Muller, Melanie Strum y Savannah Liston. Y también la muñeca sin cabeza que había aparecido en la sala de costura de Madeleine.
¿Dónde estaba el centro de todo ello, el lugar en el que convergía todo? ¿Era en Mapleshade? ¿En la casa de arenisca de la que se ocupaban las «hijas» de Steck? ¿En algún oscuro café de Cerdeña, donde en ese mismo momento Giotto Skard podría estar tomándose un expreso, acechando como una araña arrugada en el centro de su telaraña, donde convergían todos los hilos de sus empresas?
Preguntas sin responder que se apilaban con rapidez.
Y ahora una muy personal: ¿por qué no había considerado la posibilidad de que hubiera micrófonos en la sala?
Siempre había sentido que el concepto de pulsión de muerte era un paradigma más que simplista, del que se abusaba, pero en ese momento se preguntó si no sería la mejor explicación de su conducta.
¿O simplemente su disco duro mental estaba demasiado lleno de detalles que no había podido digerir?
Detalles sin digerir, teorías poco firmes y asesinatos.
Cuando todo lo demás falla, vuelve al presente.
El consejo de Madeleine: estar aquí, en el aquí y el ahora. Prestar atención.
Atención al momento: el santo grial de la conciencia.
Ashton estaba en medio de una frase:
—… tragicómica torpeza del sistema de justicia criminal, que no es sistemático ni justo, pero que sin duda alguna es criminal. Cuando trata con delincuentes sexuales, el sistema es absurdamente diplomático e inepto hasta el ridículo. De los delincuentes que condena, no ayuda a ninguno y empeora a la mayoría. Libera a los que son lo bastante listos para engañar a los llamados profesionales que los evalúan. Las listas públicas de delincuentes sexuales son incompletas e inútiles. Bajo la protección de esta trampa de relaciones públicas, el sistema suelta a serpientes que devoran niños. —Miró a Gurney, a Hardwick, otra vez a Gurney—. Este es el lamentable sistema al que todo su fino engranaje mental, toda su lógica, todas sus capacidades para la investigación y toda su inteligencia sirven en última instancia.
Era un discurso extraño, pensó Gurney, una elegante diatriba con el tono estudiado de quien lo ha hecho antes —posiblemente en conferencias con sus colegas—, aunque estaba animado por una furia palpable que distaba mucho de ser artificial. Al mirar a los ojos de Ashton, reconoció aquella furia como una emoción que había visto antes. La había percibido en víctimas de abuso sexual. Recordó haberla visto en los ojos de una mujer de cincuenta años que estaba confesando el asesinato con un hacha de su padrastro de setenta y cinco años, que la había violado cuando ella tenía cinco.
Su defensa en el tribunal fue que quería estar segura de que su propia nieta no tendría que temer de él, que ninguna nieta de nadie tendría que tenerle miedo. Sus ojos estaban llenos de una rabia salvaje y protectora, y a pesar de los intentos que hizo su abogado para que callara, continuó jurando que el único deseo que le quedaba era matar a todos los monstruos, a todos los violadores, matarlos a todos y hacerlos pedazos. Cuando la sacaron de la sala, estaba chillando, gritando que esperaría a las puertas de las prisiones y mataría a todos los delincuentes que liberaran, a todos los que quedaran sueltos en el mundo. Usaría hasta el último gramo de fuerza que Dios le había dado para hacerlos pedazos.
Fue entonces cuando Gurney sintió que todo encajaba, cuando encontró la respuesta para la ecuación simple que lo explicaba todo.
Miró a Scott Ashton, posado como un halcón con ojos brillantes en su gran silla eclesiástica, y vio, por primera vez, quién era en realidad aquel hombre.
Gurney habló con tanta naturalidad como si hubieran estado discutiendo el tema toda la mañana.
—No hay ninguna posibilidad de que Tirana vuelva a hacer daño a nadie.
Al principio Ashton no reaccionó, aparentemente no había oído las palabras de Gurney, y mucho menos las acusaciones de asesinato que implicaban.
Sin embargo, detrás de él, en el oscuro rellano, Gurney detectó otro movimiento, más identificable esta vez como un brazo con una manga marrón; al final de él un pequeño reflejo de algo metálico. Luego, como antes, se retiró en el oscuro hueco de detrás del umbral.
Hasta ese momento la cabeza de Ashton había estado ligeramente inclinada hacia la izquierda. Ahora giró, en el movimiento en arco más pequeño imaginable, hacia la derecha. Se cambió la pistola de la mano derecha a la izquierda, que permanecía en su regazo. Elevó la mano derecha tentativamente a un lado de su cabeza, de manera que las yemas de los dedos tocaron un poco la oreja y la sien, permaneciendo allí en un gesto que era al mismo tiempo delicado y desconcertante. Combinado con el ángulo de la cabeza, creaba la peculiar impresión de un hombre que escuchaba una melodía esquiva.
Finalmente sus ojos buscaron los de Gurney y bajó la mano al brazo de la silla, levantando al mismo tiempo la otra, que empuñaba la pistola. Una sonrisa surgió y se desdibujó en su cara, como una flor absurda, de vida fugaz.
—Es un hombre listo, muy listo.
El murmullo de fondo de voces que emanaba de los altavoces del monitor de detrás se hizo cada vez más alto, más agudo.
Ashton al parecer no se fijó.
—Tan listo, tan perceptivo, tan ansioso por impresionar. Me pregunto a quién quiere epatar.
—Algo está ardiendo —dijo Hardwick en un tono de voz alta y urgente.
—Es usted un niño —continuó Ashton siguiendo su propia línea de pensamiento—. Un chico que ha aprendido un truco de cartas y no deja de mostrárselo una y otra vez a las mismas personas, tratando de recrear la reacción que tuvieron la primera vez.
—¡Joder, algo está ardiendo! —repitió Hardwick, señalando la pantalla.
Gurney estaba mirando de forma alterna a la pistola y a los ojos engañosamente calmados del hombre que la sostenía. Lo que estuviera ocurriendo en la pantalla tendría que esperar. Quería que Ashton continuara hablando.
Hubo otro movimiento en el rellano, y un hombre pequeño, vestido con un chaqueta de punto marrón, entró lenta y silenciosamente en el umbral de la oficina. Gurney tardó un segundo extra en identificarlo como Hobart Ashton.
Gurney se obligó a mantener sus ojos en la pistola de Scott Ashton. Se preguntó cuánto de lo que estaba ocurriendo comprendía el padre, si es que comprendía algo. ¿Qué pensaba hacer, si es que pensaba hacer algo? ¿Cuál era la razón de su acercamiento furtivo? ¿Por qué había subido la escalera y se había escondido en el rellano? Algo más urgente, ¿podía ver la pistola de su hijo desde donde estaba? ¿Comprendería lo que significaba? ¿Hasta qué punto deliraba? Y quizá, lo más importante, ¿el anciano podía crear a propósito o inadvertidamente, una distracción momentánea, que concediera a Gurney una oportunidad para lanzarse a través de la sala y arrebatarle la pistola antes de que Ashton pudiera usarla contra él?
Una repentina intervención interrumpió sus pensamientos.
—¡Mierda! ¡La capilla está en llamas! —gritó Hardwick.
Gurney miró a la pantalla sin perder de vista dónde permanecían Scott Ashton y su padre. En la pantalla, la transmisión de vídeo de alta definición mostraba claramente el humo que procedía de los apliques en las paredes de la capilla. Las chicas o bien habían salido de sus bancos o bien se precipitaban a hacerlo. Se congregaban en el pasillo central y en la plataforma elevada más cercana a la posición de la cámara.
Gurney se levantó de manera refleja, seguido por Hardwick.
—Cuidado, detective —dijo Ashton, cambiando la pistola a su mano derecha y apuntando al pecho de Gurney.
—Abra las puertas —ordenó Gurney.
—Ahora mismo no.
—¿Qué demonios cree que está haciendo?
Desde el monitor llegó un estallido de gritos. Gurney miró atrás justo a tiempo de ver a una de las chicas utilizando un extintor que se había convertido en un lanzallamas y proyectaba un chorro de líquido inflamable a lo largo de uno de los bancos de piedra. Otra chica vino corriendo hasta allí con otro extintor: el mismo resultado, un chorro de líquido que prendió en el momento en que entró en contacto con las llamas. Estaba claro que habían manipulado los extintores para revertir su efecto. Gurney recordó un caso de asesinato de hacía veinte años, en el Bronx: al cabo del tiempo, se descubrió que habían vaciado uno de los extintores de una pequeña ferretería y lo habían recargado con gasolina en gel: napalm casero.
En la capilla cundía el pánico.
—¡Abra esas putas puertas, imbécil! —le gritó Hardwick a Ashton.
El padre de Ashton metió la mano en el bolsillo del jersey y sacó algo con un extremo brillante. Al desdoblarse una pequeña hoja desde el mango, Gurney se dio cuenta de lo que era: una sencilla navaja, de las que suelen llevar los boy scouts para tallar un palo. El hombre sostuvo la navaja a un costado y se quedó de pie, inexpresivo, con los ojos clavados en el alto respaldo de la silla de su hijo.
La mirada de Scott Ashton estaba fija en Gurney.
—No es el final que habría preferido, pero es el que su brillante interferencia requiere. Es la segunda mejor solución.
—Dios, sáquelas de ahí, cabrón maniaco —gritó Hardwick.
—Hice todo lo posible —dijo Ashton con calma—. Tenía esperanzas. Cada año se ayudaba a unas pocas, pero al cabo de un tiempo tuve que admitir que a la mayoría no. La mayoría salían tan envenenadas como el día que llegaban, nos dejaban para ir al mundo, para envenenarlo y destruir a otros.
—No podía usted evitarlo —dijo Gurney.
—Yo tampoco lo creía, hasta… que recibí mi misión y mi método. Si alguna elegía llevar una vida envenenada, yo como mínimo podía limitar su exposición, limitar el periodo de su toxicidad para los otros.
Los gritos y chillidos que llegaban desde los altavoces del monitor se estaban volviendo más caóticos. Hardwick empezó a moverse hacia Ashton con los ojos desorbitados. Gurney estiró la mano para sujetarlo, al mismo tiempo que el otro levantaba su pistola con calma, apuntando al pecho de Hardwick.
—Por el amor de Dios, Jack —dijo Gurney—, contente.
Hardwick se detuvo, con los músculos de la mandíbula tensándose.
Gurney le ofreció a Ashton una sonrisa cargada de admiración.
—De ahí el pacto entre caballeros.
—Ah. El señor Ballston ha estado hablando.
—Sobre Karmala, sí. Me gustaría saber más.
—Ya sabe mucho.
—Cuénteme el resto.
—Es una historia sencilla, detective. Vengo de una familia disfuncional. —Sonrió horriblemente, logrando expresar las pesadillas enterradas en el más manido de los términos de la psicología popular. Los tics se movieron a través de sus labios como insectos bajo la piel—. Al final me rescataron, me adoptaron, recibí una educación. Me atrajo cierto tipo de trabajo. Fracasé en gran medida. Mis pacientes continuaron violando niños. No sabía qué hacer hasta que se me ocurrió que las relaciones familiares proporcionaban una forma de reunir a las peores chicas del mundo con los peores hombres del mundo. —Sonrió otra vez—. Castigo condigno. Una solución perfecta. —La sonrisa se desvaneció—. Jillian, que era una mujer lista, averiguó solo un poco más de lo que debería, oyó unas cuantas palabras de una conversación telefónica que no debería haber oído. Alimentó su desafortunada curiosidad y se convirtió en una posible amenaza para todo el proceso. Por supuesto, nunca lo comprendió todo. Pero imaginó que podía sacar partido para obtener beneficio personal. El matrimonio fue su primera exigencia. Yo sabía que no sería la última. Resolví la situación de una manera que me pareció particularmente satisfactoria. Satisfacción condigna. Durante un tiempo todo fue bien. Luego llegó usted. —Apuntó la pistola a la cara de Gurney.
En la pantalla, dos bancos estaban en llamas, llamas que se alzaban desde la mitad de los apliques. Algunas de las cortinas estaban ardiendo. La mayoría de las chicas estaban en el suelo, algunas se cubrían la cara, otras trataban de respirar a través de trozos de ropa hechos jirones, algunas lloraban, otras tosían, unas pocas vomitaban.
Hardwick parecía a punto de explotar.
—Entonces llegó usted —repitió Ashton—. Listo, listo, David Gurney. Y este es el resultado. —Señaló con la pistola a la pantalla—. ¿Cómo es que su inteligencia no le dijo que terminaría así? ¿De qué otra forma podía terminar? ¿De verdad pensaba que las iba a soltar? ¿Tan estúpido es el listo, el listo de David Gurney?
Hobart Ashton dio unos pocos pasos cortos hasta el respaldo de la silla de su hijo.
Hardwick gritó.
—¿Esta es su solución, Ashton? ¿Es esta, loco de mierda? ¿Quemar a ciento veinte adolescentes? ¿Esta es su puta solución?
—Oh, sí, sí, sí que lo es. ¿De verdad pensaban que cuando me atraparan por fin las dejaría marchar? —Ahora la voz de Ashton se estaba elevando, fuera de control, precipitándose hacia Gurney y Hardwick como una fiera salvaje con vida propia—. ¿Creían que iba a dejar un nido de serpientes sueltas entre todos los niños del mundo? Estas bestias tóxicas, estas bestias viscosas, viperinas. Bestias dementes, podridas y babosas. Que se desli…
Ocurrió tan deprisa que Gurney casi pensó que no lo había visto. El repentino destello de un brazo desde detrás del sillón, un rápido movimiento en curva… y eso fue todo, el discurso de Ashton cortado en medio de una palabra. Y a continuación el viejo, moviéndose con rapidez, atléticamente, hacia el lado de la silla, cogiendo el cañón del arma de Ashton, arrancándosela de la mano de un tirón y el angustiante sonido del hueso de un dedo al romperse. La cabeza de Ashton se inclinó hacia su pecho, y su cuerpo empezó a caer hacia delante, doblándose, derrumbándose de costado en el suelo, en posición fetal. Fue entonces cuando el método del asesinato quedó en evidencia por toda la sangre que empezó a acumularse en torno a la garganta de Ashton.
Los músculos de las mandíbulas de Hardwick se abultaron.
El hombrecillo de la chaqueta de punto marrón limpió su navaja en el respaldo de la silla en la que Ashton había estado sentado, la dobló hábilmente con una mano y volvió a guardársela en el bolsillo.
Entonces miró a Ashton y, como si fuera una bendición al alma en tránsito de su hijo, dijo en voz baja:
—Capullo.