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En lo alto de la angosta escalera había un pequeño rellano, extrañamente iluminado por una de las estrechas ventanas escarlatas del edificio. Gurney llamó a la única puerta del rellano. Como las puertas del vestíbulo, parecía pesada, lúgubre, poco halagüeña.

—Pasen. —La voz melosa de Ashton sonó forzada.

La puerta, a pesar de su peso y de que parecía que iba a rechinar, se abrió de manera fluida y silenciosa para darles paso a una habitación bien proporcionada que podría haber pasado por el gabinete privado de un obispo. Librerías de castaño ocupaban dos de las paredes sin ventanas. Había una pequeña chimenea de piedra cubierta de hollín con morillos de bronce viejo. Una antigua alfombra persa cubría todo el suelo, salvo un borde de impecable madera de cerezo de dos o tres palmos de ancho alrededor de toda la estancia. Varias lámparas grandes, encima de mesas auxiliares, daban un brillo ambarino a las tonalidades oscuras de la madera.

Scott Ashton estaba sentado con ceño de preocupación tras un escritorio ornado de roble negro, colocado en un ángulo de noventa grados con la puerta. Detrás de él, en un aparador de roble con cabezas de león labradas en las patas, se hallaba la principal concesión de la sala al siglo presente: un gran monitor de ordenador de pantalla plana. Ashton señaló vagamente a Gurney y Hardwick un par de sillas de terciopelo rojo de respaldo alto situadas frente a él, de la clase que uno podría encontrar en la sacristía de una catedral.

—Las cosas no hacen más que empeorar —dijo Ashton. Gurney supuso que se estaba refiriendo al asesinato de Savannah Liston y que estaba a punto de ofrecer algunas palabras vagas de acuerdo o condolencia.

—Francamente —continuó, dándole la espalda—, este nuevo giro que relaciona el caso con el crimen organizado me resulta casi incomprensible.

En ese momento, se fijó en el auricular Bluetooth, que, junto con la extrañeza de sus comentarios, dejó claro que estaba en medio de una llamada telefónica.

—Sí, lo entiendo… Lo entiendo… Me refiero a que cada paso adelante hace que el caso parezca más extraño… Sí, teniente. Mañana por la mañana… Sí… Sí, lo entiendo. Gracias por informarme.

Ashton se volvió hacia sus invitados, pero por un momento pareció perdido en la conversación que acababa de terminar.

—¿Noticias? —preguntó Gurney.

—¿Están informados de esta… teoría de conspiración criminal? ¿Esta… gran trama que podría implicar a mafiosos de Cerdeña? —La expresión de Ashton parecía tensa, entre ansiosa e incrédula.

—Algo he oído —dijo Gurney.

—¿Cree que hay alguna posibilidad de que sea cierta?

—Una posibilidad, sí.

Ashton negó con la cabeza, contempló su escritorio con expresión desconcertada, luego levantó la mirada hacia los dos detectives.

—¿Puedo preguntarles por qué están aquí?

—Solo una corazonada —dijo Hardwick.

—¿Una corazonada? ¿A qué se refiere?

—En todos los casos hay un punto en común donde todo converge. Así que el lugar en sí se convierte en clave. Podría ser de gran ayuda para nosotros dar una vuelta, ver lo que podamos ver.

—No estoy seguro de que…

—Todo lo que ha ocurrido parece tener un vínculo que lo devuelve a Mapleshade. ¿Estaría de acuerdo con eso?

—Supongo. Quizá. No lo sé.

—¿Me está diciendo que no ha pensado en ello? —Había cierta brusquedad en el tono de Hardwick.

—Por supuesto que he pensado en ello. —Ashton parecía perplejo—. Es solo que no puedo… verlo con claridad. Quizás es que me falta distancia.

—¿El apellido Skard significa algo para usted? —preguntó Gurney.

—El detective al teléfono acaba de hacerme la misma pregunta, algo sobre una horrible banda familiar de Cerdeña. La respuesta es no.

—¿Está seguro de que Jillian nunca lo mencionó?

—¿Jillian? No. ¿Por qué iba a hacerlo?

Gurney se encogió de hombros.

—Es posible que Skard fuera el verdadero apellido de Héctor Flores.

—¿Skard? ¿Cómo iba Jillian a saber eso?

—No lo sé, pero aparentemente hizo una búsqueda en Internet para averiguar más sobre ello.

Ashton negó con la cabeza otra vez, y el gesto se pareció a un escalofrío involuntario.

—¿Cuánto más espantoso ha de volverse esto antes de acabar? —Era más un gemido de protesta que una pregunta.

—¿Ha dicho algo al teléfono ahora mismo sobre mañana por la mañana?

—¿Qué? Ah, sí. Otro giro. Su teniente siente que este ángulo de la conspiración lo hace todo más urgente, así que está apretando la agenda para hablar con nuestras estudiantes mañana por la mañana.

—Entonces, ¿dónde están?

—¿Qué?

—Sus estudiantes. ¿Dónde están?

—Oh. Disculpe, es que todo esto ha supuesto un gran… Están abajo, en la capilla. Ha sido un día complicado. Oficialmente, las estudiantes de Mapleshade no tienen comunicación con el mundo exterior. Ni televisión, ni radio, ni ordenadores, ni iPods, ni móviles, nada. Pero siempre hay filtraciones, siempre alguien logra meter algún artefacto u otro, y por supuesto están enteradas de la muerte de Savannah y, bueno, ya se lo pueden imaginar. Así que hemos entrado en lo que un centro más severo llamarían «modo de confinamiento». Por supuesto, no lo denominamos así. Aquí todo está diseñado para que sea más suave.

—Salvo el alambre de espino —dijo Hardwick.

—El objetivo de la alambrada es mantener los problemas fuera, no a la gente dentro.

—Nos estábamos preguntando sobre eso.

—Puedo asegurarle que es por seguridad, aquí no hay nadie encerrado.

—¿Así que ahora mismo están abajo en la capilla? —preguntó Hardwick.

—Exacto. Como dije, les resulta tranquilizante.

—Nunca habría pensado que fueran religiosas —dijo Gurney.

—¿Religiosas? —Ashton sonrió sin humor—. Difícilmente. Hay algo en las iglesias de piedra, las ventanas góticas, la luz apagada… Calman el alma de una manera que no tiene nada que ver con la teología.

—¿Las estudiantes no sienten que las están castigando? —preguntó Hardwick—. ¿Qué pasa con las que no estaban nerviosas?

—Las que están inquietas se calman, se sienten mejor. Las que están bien desde el principio comprenden que son la principal fuente de paz para las otras. En resumen, las inquietas no se sienten señaladas, y las calmadas se sienten valiosas.

Gurney sonrió.

—Tiene que haber dedicado mucho esfuerzo para trazar este método.

—Forma parte de mi trabajo.

—¿Les da un marco de referencia para que comprendan lo que está ocurriendo?

—Puede expresarlo así.

—Como lo que hace un mago —dijo Gurney—. O un político.

—O cualquier predicador competente, o un maestro o un doctor —afirmó Ashton con suavidad.

—A propósito —apuntó Gurney, para comprobar cómo reaccionaría ante un giro brusco en la conversación—, ¿sufrió Jillian alguna herida en los días anteriores a la boda, cualquier cosa que la hubiera hecho sangrar?

—¿Sangrar? No que yo sepa. ¿Por qué lo pregunta?

—Hay una duda respecto a cómo llegó la sangre al machete ensangrentado.

—¿Duda? ¿Cómo? ¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que el machete podría no ser el arma homicida.

—No lo entiendo.

—Podrían haberlo dejado en el bosque antes del asesinato de su mujer, no después.

—Pero… me dijeron…, su sangre…

—Algunas conclusiones podrían haber sido prematuras. Pero esta es la cuestión: si dejaron el machete en el bosque antes del crimen, entonces la sangre tenía que haber procedido de Jillian antes del asesinato. La pregunta es: ¿tiene alguna idea de cómo pudo ocurrir eso?

Ashton parecía desconcertado. Tenía la boca abierta. Parecía estar a punto de hablar, pero no lo hizo hasta al cabo de un momento:

—Bueno…, sí, lo sé…, al menos en teoría. Como puede que sepan, Jillian recibía tratamiento por un trastorno bipolar. Tomaba una medicación que requería pruebas de sangre periódicas para garantizar que los parámetros permanecían dentro del rango terapéutico. Le sacaban sangre una vez al mes.

—¿Quién le extraía la sangre?

—Una practicante local. Creo que trabajaba para un proveedor de servicios médicos de Cooperstown.

—¿Y qué hacía con la muestra de sangre?

—La llevaba al laboratorio, donde se realizaba el test de nivel de litio y se hacía el informe.

—¿La llevaba inmediatamente?

—Imagino que hacía varias paradas, su ruta de clientes asignados, fuera cual fuese, y al final de cada día entregaba las muestras en el laboratorio.

—¿Tiene su nombre y el del proveedor del laboratorio?

—Sí. Reviso (revisaba debería decir) una copia del informe del laboratorio cada mes.

—¿Tiene un registro de cuándo se extrajo la última muestra de sangre?

—No tengo un registro específico, pero siempre era el segundo viernes del mes.

Gurney pensó un momento.

—Eso sería dos días antes de que asesinaran a Jillian.

—¿Está pensando que Flores de alguna manera intervino en algún punto del proceso y se hizo con la sangre? Pero ¿por qué? Me temo que no comprendo lo que están diciendo sobre el machete. ¿Qué sentido tiene?

—No estoy seguro, doctor. Pero tengo la sensación de que la respuesta a esas preguntas es la pieza que falta en el centro del caso.

Ashton alzó las cejas de una manera que expresaba más desconcierto que escepticismo. Sus ojos parecían estar moviéndose entre los inquietantes puntos de algún paisaje interior. Al final, los cerró y se recostó en su silla alta, agarrando con las manos los extremos elaboradamente labrados de los reposabrazos, respirando de manera más profunda y controlada, como si estuviera llevando a cabo alguna clase de ejercicio mental de relajación. Pero cuando abrió los ojos otra vez, tenía peor aspecto.

—Qué pesadilla —dijo. Se aclaró la garganta, pero sonó más como un lamento que como una tos—. Díganme algo, caballeros: ¿alguna vez han sentido que han fracasado por completo? Así es como me siento ahora mismo. Cada nuevo horror…, cada muerte…, cada descubrimiento sobre Flores o Skard o como se llame es… Cada extravagante revelación sobre lo que ha estado ocurriendo en realidad en la escuela, todo prueba mi fracaso absoluto. ¡Qué idiota descerebrado he sido! —Negó con la cabeza, o más bien la movió adelante y atrás en un movimiento lento, como si estuviera atrapado por algún tipo de corriente subterránea—. Ese estúpido y fatal orgullo. Pensar que podría curar una plaga con un poder tan increíble y primitivo.

—¿Una plaga?

—No es el término que mi profesión aplica comúnmente al incesto y al daño que causa, pero creo que es bastante preciso. Cuanto más tiempo trabajo en este campo, más me convenzo de que de todos los crímenes que los seres humanos cometen los unos contra los otros, el más destructivo de lejos es el abuso sexual de un menor a manos de un adulto, en especial de un progenitor.

—¿Por qué dice eso?

—¿Por qué? Es sencillo. Los dos modos primarios de relaciones humanas son el parental y el de pareja. El incesto destruye los patrones diferenciados de estas dos relaciones al aplastarlos juntos; básicamente contamina ambos. Creo que se produce un daño traumático en las estructuras neuronales que sostienen las conductas naturales de cada uno de estos modos de relación y que los mantienen separados. ¿Entienden lo que estoy diciendo?

—Eso creo —apuntó Gurney.

—Se me escapa —dijo Hardwick, que había estado observando en silencio la larga conversación entre los dos hombres.

Ashton le lanzó una mirada reprobatoria.

—Una terapia eficaz de esa clase de trauma necesita reconstruir los límites entre el repertorio de respuestas padre-hija y el repertorio de respuestas de pareja. Lo trágico es que ninguna terapia puede equipararse en fuerza (en el descomunal impacto) a la violación que busca reparar. Es como reconstruir con una cucharita de té una pared derribada por una excavadora.

—Pero… ¿no fue ese el problema al que eligió dedicar su carrera? —preguntó Gurney.

—Sí. Y ahora está más que claro que he fracasado. Total y miserablemente.

—No lo sabe.

—¿Se refiere a que no todas las exalumnas de Mapleshade han elegido desaparecer en algún submundo psicosexual? ¿No todas han sido asesinadas por placer? ¿No todas han continuado teniendo hijos y violándolos? ¿No todas han salido tan enfermas y trastornadas como entraron? ¿Cómo puedo saberlo? Lo único que sé en este momento es que Mapleshade bajo mi control, guiado por mis instintos y decisiones, se ha convertido en un imán para el horror y el asesinato, un coto de caza de un monstruo. Bajo mi liderazgo, Mapleshade ha sido destruido por completo. Eso lo sé.

—Entonces…, ¿ahora qué? —preguntó Hardwick con brusquedad.

—¿Ahora qué? Ah. La voz de una mente pragmática. —Ashton cerró los ojos y no dijo nada durante al menos un minuto entero. Cuando habló otra vez, lo hizo con tensa vulgaridad—. ¿Ahora qué? ¿El siguiente paso? El siguiente paso para mí es bajar a la capilla, dar la cara, hacer lo que pueda para calmar sus nervios. ¿Cuál es su siguiente paso…? No tengo ni idea. Dicen que han venido por una corazonada. Será mejor que le pregunten a su instinto qué hacer a continuación.

Se levantó de su enorme silla de terciopelo y cogió del cajón del escritorio algo parecido al control remoto de la puerta de un garaje.

—Las luces y las cerraduras de abajo se controlan de manera electrónica —dijo, explicando el mecanismo.

Empezó a irse, llegó hasta la puerta, volvió y encendió el gran monitor de ordenador que tenía detrás de su escritorio. Apareció una imagen: el interior de la capilla, con suelo de piedra y altas paredes también pétreas cuya incolora austeridad quedaba rota por intermitentes cortinas color borgoña e indescifrables tapices. Los bancos de madera oscura no estaban puestos en las habituales filas típicas de las iglesias, sino que los habían reordenado en media docena de zonas de asientos, cada una formada por un triángulo de tres bancos, evidentemente para facilitar la conversación. Había un buen número de chicas adolescentes. Desde los altavoces del monitor se oyó el sonido de voces femeninas.

—Hay una cámara de alta resolución y un micrófono abajo, que transmite a este ordenador —dijo Ashton—. Observen y escuchen. Quizá puedan entender todo esto mejor. —Entonces se dio la vuelta y salió de la oficina.