Estaba descontento con los detalles de la solución final, por su brusco desvío de la elegante sencillez de una cuchilla afilada, una cuchilla cuidadosamente discriminadora. Pero no veía ningún camino más despejado hacia el destino último. Estaba consternado por la imprecisión de todo ello, por el abandono de las finas distinciones que eran su punto fuerte, pero había llegado a verlo como inevitable. Las bajas colaterales solo serían un mal necesario. Se consoló en la medida de lo posible recordándose que su acción planeada era la definición misma —la esencia misma— de una guerra justa. Lo que iba a hacer era innegablemente necesario, y si una acción era necesaria, entonces sus consecuencias inevitables estaban justificadas. Las muertes de niñas inocentes podían considerarse lamentables. Pero ¿quién decía que eran inocentes? En realidad, nadie era inocente en Mapleshade. Uno podía argumentar que ni siquiera eran niñas. Puede que no fueran legalmente adultas, pero tampoco eran niñas. No en el sentido normal del término.
Así que había llegado el día; el acontecimiento era inminente; la oportunidad perdida no se volvería a presentar. Disciplina y objetividad debían ser sus consignas. No había tiempo para estremecerse. Debía aferrarse a la realidad.
Edward Vallory había visto esa realidad con claridad meridiana.
El héroe de El jardinero español no se estremeció.
Ahora era su turno de asestar el golpe final a las zorras y embusteras, el cuerpo del demonio.
«Tiene un cuerpo bonito», una frase reveladora. Pensando en la pregunta que plantea. ¿Un cuerpo de qué?
Voz de la serpiente. Boca que se desliza. Sudor en los labios.
Sobre las cabezas de estas serpientes, descargaré mi espada de fuego y nadie se escabullirá.
En el cieno de sus corazones clavaré mi estaca de fuego y ninguno continuará latiendo.
Así se hará, a la descendencia enferma de Eva se le dará muerte y se pondrá fin a sus abominaciones.
Por todas las razones que he escrito.