Anderson, Hardwick y Blatt fueron enviados a la escena del crimen en Buena Vista, con un equipo seleccionado por la sargento Wigg y una brigada canina. Avisaron a la Oficina del Forense. Gurney preguntó si podía acompañar a la gente del DIC a la escena. Rodriguez, como era previsible, lo rechazó. En cambio, le dio a Wigg la orden de coordinar y acelerar el trabajo de laboratorio con las botas. Kline dijo algo sobre acordar una estrategia de control de daños para una conferencia de prensa programada, y él y el capitán salieron a hablar en privado, dejando a Gurney y Holdenfield solos en la sala de conferencias.
—Así pues… —dijo Holdenfield. Parecía mitad pregunta, mitad observación.
—Así pues… —repitió él.
Holdenfield se encogió de hombros, miró a su maletín, donde había vuelto a dejar sus anuncios de Karmala.
Gurney supuso que ella quería saber más sobre por qué antes se había mostrado tan inquieto. Ya le había dicho que era difícil de explicar. Y todavía no estaba listo para hablar de ello, aún no había calibrado qué implicaba todo aquello, todavía no había calculado hasta dónde podían llegar los daños.
—Es una larga historia —dijo.
—Me encantaría escucharla.
—A mí me encantaría contarla, pero… es complicado. —La primera parte era menos cierta que la segunda. Se preguntó por qué lo había dicho. Sonrió—. Quizás en otra ocasión.
—De acuerdo. —Ella también sonrió—. En otra ocasión.
Sin poder hablar directamente con los técnicos de laboratorio y sin tener ninguna razón para quedarse en las instalaciones de la Policía del estado, Gurney se dirigió a Walnut Crossing.
La información que se había ido acumulando durante el día se arremolinaba en su cabeza.
La confesión surrealista de Ballston, aquella voz elegante emanando de una mente infernal, describiendo cómo había cortado la cabeza de su víctima como una cortesía hacia Karmala; la decapitación de Savannah Liston haciendo eco de la muñeca decapitada en la cama, que a su vez remitía a la novia decapitada en la mesa. Y las botas de goma. Una vez más, las botas. ¿De verdad pensaba que las pruebas de laboratorio revelarían algo? El día lo había dejado demasiado agotado como para saber qué pensar en realidad.
La llamada que recibió de Sheridan Kline cuando estaba terminando un bol de restos de espaguetis añadió hechos, pero no sirvió para avanzar en el caso. Además de repetir todo lo que Rodriguez había transmitido de Luntz, le reveló que la brigada canina había encontrado un machete manchado de sangre en una zona boscosa detrás del bungaló y que el forense estimaba que la muerte se produjo más o menos cuando Luntz había recibido aquella críptica llamada, antes del amanecer.
A lo largo de su carrera, Gurney se había enfrentado a desafíos en numerosas ocasiones. De vez en cuando se había encontrado con casos, como el reciente horror de Mellery, en los cuales creía que podía salir perdedor. Pero nunca se había sentido tan ampliamente superado. Sin duda, tenía una teoría general sobre lo que podría estar pasando y quién podría estar detrás —toda la operación de los Skard, con Héctor Flores reclutando chicas malas para saciar el placer asesino de los hombres más enfermos del mundo—, pero era solo una teoría. E incluso si fuera válida, no se acercaba a explicar la mecánica retorcida de los asesinatos en sí. No arrojaba luz sobre la localización imposible del machete. No explicaba la función de las botas ni la elección exacta de las víctimas.
¿Por qué tenían que morir Jillian Perry, Kiki Muller y Savannah Liston?
Lo peor de todo era que, sin saber por qué habían matado a ninguna de las tres, ¿cómo iban a proteger a quien estuviera en peligro?
Después de agotarse explorando los mismos callejones sin salida una y otra vez, Gurney se quedó dormido a medianoche.
Cuando se despertó siete horas más tarde, un viento a ráfagas levantaba olas de lluvia gris contra las ventanas del dormitorio. La ventana de al lado de su cama, la única de la casa que había dejado sin cerrar, estaba abierta quince centímetros por arriba: no tanto como para que entrara el agua, pero más que suficiente para que se colara un viento que hacía que las sábanas y la almohada se hubieran humedecido.
La atmósfera deprimente, la falta de luz y color en el mundo, lo tentaron a quedarse en la cama, por incómodo que estuviera, pero sabía que sería un error, así que se obligó a levantarse y meterse en el cuarto de baño. Tenía los pies fríos. Abrió el grifo de la ducha.
Gracias a Dios, pensó una vez más, por la magia primigenia del agua.
Limpiadora, restauradora, simplificadora. El chorro cosquilleante le masajeó la espalda y le relajó los músculos del cuello y los hombros. Sus pensamientos nudosos e hiperactivos empezaron a disolverse en la calma del agua. Como las olas besando la arena…, como un opiáceo benigno…, la fuerza del agua en su piel hacía la vida más sencilla y mejor.