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—Quizás es exactamente lo que era —dijo Becker arrastrando las palabras.

Cuando Gurney bajó del benevolente frescor del Mercedes con chófer al asfalto achicharrante, delante de la terminal del aeropuerto, estaba al teléfono con Darryl Becker, dándole un informe lo más detallado y literal posible de su reunión con Jordan Ballston.

—No creo que fuera mentira —contestó Gurney—. He tenido alguna experiencia con psicóticos que se descompensan. Apostaría a que había energía real liberándose en esa risa de loco y en la imagen de mujeres decapitadas que la acompañaba. Pero lo fundamental es que no tenemos tiempo para discutirlo. Le recomiendo encarecidamente que se tome en serio las palabras de Ballston y que adopte de inmediato las medidas pertinentes.

—Supongo que no está sugiriendo que drenemos el océano Atlántico; así pues, ¿en qué está pensando?

—El hijo de perra tiene un barco, ¿verdad? Seguro que lo tiene. Encuentre el maldito barco, ponga en él a todos los técnicos de que disponga. Dé por hecho que transportó al menos dos cadáveres en él. Dé por hecho que todavía hay algún indicio en alguna parte de ese barco (en una grieta, en una rendija, en un rincón) y no deje de mirar hasta que lo encuentre.

—Ya, ya. Sin embargo, solo para introducir un punto de racionalidad en todo esto, deje que señale que ni siquiera sabemos a ciencia cierta si Ballston tiene un barco. No…

Gurney lo interrumpió: —Le estoy diciendo que lo tiene. Si alguien tiene un barco en todo este maldito estado, es él.

—Como estaba explicando —dijo Becker—, no tenemos datos de que sea propietario de un barco, y mucho menos sabemos qué clase de embarcación podría ser, o dónde podría estar, o cuándo se produjeron esos supuestos transportes de cadáveres, o de quién eran esos cuerpos, o si para empezar había algún cadáver. ¿Entiende?

—Darryl, he de hacer otras llamadas. Se lo diré una última vez: tiene un barco. Llevó los cadáveres de al menos dos víctimas en él. Encuéntrelo. Halle las pruebas. Hágalo ahora. Hemos de conseguir que este cerdo hable. Hemos de descubrir qué demonios está pasando. Esto va a ir mucho más allá de Ballston, y tengo un mal presagio. Un muy mal presagio y muy urgente. —Hubo un silencio demasiado largo para que Gurney se sintiera cómodo—. ¿Sigue ahí, Darryl?

—No le prometo nada. Haremos lo que podamos.

Mientras recorría el interminable vestíbulo hasta la puerta de su vuelo, llamó a Sheridan Kline. Se puso Ellen Rackoff.

—Estará en el tribunal toda la tarde —dijo—. Imposible interrumpirlo.

—¿Y Stimmel?

—Creo que está en su oficina. ¿Prefiere hablar con él que conmigo?

—Es una necesidad, no una preferencia personal. —A Gurney la idea de querer hablar con aquel ayudante implacablemente adusto de Kline no le entraba en la cabeza—. Hay un asunto de suma urgencia del que va a tener que ocuparse, si Sheridan está ocupado.

—Muy bien, vuelva a llamar otra vez a este número. Si no lo cojo yo, le saltará a él.

Gurney siguió las instrucciones de Ellen Rackoff y, al cabo de treinta segundos, Stimmel cogió el teléfono con una voz que irradiaba todo el encanto de una ciénaga.

Gurney le contó lo suficiente de la historia para explicar su visión del caso en ese momento: que era presumiblemente enorme, que combinaba elementos de eficiencia despiadada con enajenación sexual, que Héctor Flores, Jordan Ballston y las muertes conocidas hasta el momento eran solo las piezas visibles de un monstruo subterráneo, y que si quince o veinte exalumnas de Mapleshade habían desaparecido, había posibilidades de que todas ellas aparecieran violadas, torturadas y decapitadas.

Concluyó:

—O usted o Kline han de contactar durante la próxima hora con el fiscal del distrito de Palm Beach para conseguir dos cosas. Primera, asegurarse de que el Departamento de Policía de esa localidad disponga de suficientes recursos para encontrar el barco de Ballston y ponerlo bajo el microscopio lo antes posible. Segunda, convencer al fiscal de Palm Beach de que la manera de funcionar es la cooperación plena. Ha de ser muy convincente sobre la cuestión de que Nueva York tiene la parte más grande de este caso, y que quizás haya que llegar a un acuerdo con Ballston para que nos lleve a Karmala Fashion, o a la organización que esté en la raíz de lo que demonios esté pasando.

—¿Cree que el fiscal de Florida va a renunciar a Ballston para facilitarle la vida a Sheridan? —Su tono dejaba claro que consideraba absurda esa idea.

—No estoy hablando de que renuncie. Estoy hablando de convencer a Ballston de que le espera, con absoluta certeza, la inyección letal, a menos que coopere. Y de inmediato.

—¿Y si coopera?

—Si lo hace, completa y sinceramente, sin reservas, se podrían considerar otros resultados.

—Es una venta difícil. —Su tono daba a entender que si él fuera el fiscal de Florida sería imposible.

—Conseguir que Ballston hable podría ser nuestra única oportunidad —dijo Gurney.

—¿Nuestra única oportunidad para qué?

—Hay un montón de chicas desaparecidas. A menos que dobleguemos a Ballston, dudo mucho que encontremos viva a ninguna de ellas.

La intensidad del día pasó factura a Gurney en el tramo final de su viaje a casa, y su cerebro empezó a apagarse. Con los motores del avión zumbando en sus oídos como un ruido blanco y amorfo que le hacía perder contacto con el presente, vagó a la deriva a través de escenas desagradables y momentos deshilvanados que no había recordado desde hacía una década: las visitas que hizo a Florida después de que sus padres se trasladaran del Bronx a una casita alquilada en Magnolia, una pequeña localidad que parecía ser la esencia de lo lóbrego y lo putrefacto; una cucaracha del tamaño de un ratón escabulléndose bajo la capa de hojas en descomposición en el porche de la casa; agua del grifo que tenía gusto a alcantarilla, y sus padres, que insistían en que no sabía a nada; las veces que su madre lo llevaba aparte para quejarse con lágrimas de amargura de su matrimonio, de su padre, del egoísmo de su padre, de sus migrañas, de su insatisfacción sexual.

Aquellos sueños inquietos, recuerdos oscuros y su creciente deshidratación dejaron a Gurney en un estado de depresión ansiosa durante el resto del vuelo. En cuanto bajó del avión en Albany, compró una botella de agua de un litro al precio inflado del aeropuerto y se bebió la mitad de camino al cuarto de baño. Entró en el aseo para silla de ruedas, que era relativamente espacioso, y se quitó sus elegantes pantalones, el polo y los mocasines. Abrió la caja de Giacomo Emporium que contenía su ropa y se la puso. Luego dejó la ropa nueva en la caja y, cuando salió del aseo, la tiró en el cubo de basura. Fue al lavabo y se quitó el gel del cabello con abundante agua. Se secó con fuerza con una toalla de papel y se miró en el espejo, asegurándose de que era él mismo otra vez.

Eran exactamente las 18.00, según el reloj de la cabina del aparcamiento, cuando pagó los doce dólares y se levantó la barrera de rayas amarillas. Se dirigió hacia la I-88 Oeste con el sol vespertino destellando a través del parabrisas.

Al llegar a la salida de la carretera del condado que conducía desde la interestatal a través de los Catskills septentrionales hasta Walnut Crossing, ya había pasado una hora; se había terminado el litro de agua y se sentía mejor. Siempre le sorprendía que una cosa tan simple —no había nada más simple que el agua— tuviera tal capacidad para calmar sus pensamientos. Poco a poco fue mejorando, y cuando llegó al camino que serpenteaba a través de las colinas hasta su granja, ya se sentía casi normal.

Entró en la cocina justo cuando Madeleine estaba sacando una bandeja del horno. La dejó encima de la cocina, miró a su marido con las cejas levantadas y dijo con algo de sarcasmo:

—Menuda sorpresa.

—Yo también me alegro de verte.

—¿Te apetece cenar?

—Te decía en la nota que te he dejado esta mañana que estaría en casa para la cena, y aquí estoy.

—Felicidades —dijo Madeleine, sacando otro plato de uno de los armarios altos y poniéndolo al lado del que ya estaba en la encimera.

Dave la miró con los ojos entrecerrados.

—Quizá deberíamos intentarlo otra vez. ¿Puedo salir y volver a entrar?

Ella le devolvió una parodia ampliada de su expresión, pero luego la suavizó.

—No. Tienes razón. Aquí estás. Coge cuchillo y tenedor, y comamos. Tengo hambre.

Entre los dos sirvieron los platos de la bandeja de verduras asadas y muslos de pollo y los llevaron a la mesa redonda, junto a la puerta cristalera.

—Creo que hace el calor suficiente para abrirla —dijo, y lo hizo.

Al sentarse, los envolvió un aire refrescante, dulce. Madeleine cerró los ojos y una sonrisa a cámara lenta le arrugó las mejillas. En la quietud, Gurney pensó que podía oír el leve arrullo de las huilotas en los árboles del otro lado del prado.

—¡Qué maravilla! —exclamó Madeleine casi en un susurro. Luego suspiró, abrió los ojos y empezó a comer.

Al menos pasó un minuto antes de que hablara otra vez.

—Bueno, cuéntame cómo te ha ido el día —dijo, mirando una chirivía en la punta del tenedor.

Gurney pensó en ello, frunciendo el ceño.

Madeleine esperó y lo observó.

Él colocó los codos en la mesa y entrelazó los dedos delante de la barbilla.

—¿El día? Bien. Lo más destacado fue el momento en que el psicópata se deshizo en risitas. Se le ocurrió una imagen graciosa. Una imagen en la que salían dos mujeres a las que había violado, torturado y decapitado.

Madeleine examinó su expresión, con los labios apretados.

Al cabo de un rato, él dijo:

—Así que ha sido esa clase de día.

—¿Has conseguido lo que esperabas?

Se frotó el nudillo de su índice lentamente por los labios.

—Eso creo.

—¿Significa eso que has resuelto el caso Perry?

—Creo que tengo parte de la solución.

—Enhorabuena.

Se hizo un largo silencio entre ellos.

Madeleine se levantó, recogió los platos y a continuación los cuchillos y tenedores.

—Ha llamado hoy.

—¿Quién?

—Tu cliente.

—¿Val Perry? ¿Has hablado con ella?

—Dijo que estaba devolviendo tu llamada, que tenía a mano tu número de casa pero no el del móvil.

—¿Y?

—Y quería que supieras que no tienes que molestarla por tres mil dólares. «Debería gastar lo que demonios necesite gastar para encontrar a Héctor Flores». Textual. Parece el cliente ideal. —Se oyó el ruido de los platos cuando Madeleine los dejó en el fregadero—. ¿Qué más se puede pedir? Oh, por cierto, hablando de decapitación…

—¿Hablando de qué?

—Tu hombre en Florida que decapita gente… Acaba de recordarme que te pregunte por la muñeca.

—¿La muñeca?

—La de arriba.

—¿Arriba?

—¿Qué es esto, el juego del eco?

—No sé de qué estás hablando.

—Te estoy preguntando sobre la muñeca que está en la cama de mi cuarto de costura.

Gurney negó con la cabeza, levantando las palmas de las manos en ademán desconcertado.

Hubo un destello de preocupación en los ojos de Madeleine. —La muñeca. La muñeca rota de la cama. ¿No sabes nada de eso?

—¿Te refieres a una muñeca de niña?

La voz de Madeleine se alzó, alarmada.

—¡Sí, David! ¡Una muñeca de niña!

Gurney se levantó y caminó deprisa hacia las escaleras del vestíbulo, las subió de dos en dos, y en cuestión de segundos estaba de pie en el umbral del dormitorio desocupado que Madeleine usaba para sus labores de costura. El anochecer agonizante solo proyectaba una luz tenue y gris sobre la cama de matrimonio. Gurney pulsó el interruptor de la pared y una lámpara de la mesita de noche le proporcionó toda la iluminación que necesitaba.

Había una muñeca corriente apoyada en una de las almohadas. Sentada, sin ropa. No tenía nada de especial, salvo el hecho de que le habían quitado la cabeza, que habían colocado sobre la colcha, de cara al cuerpo.