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Por más que con frecuencia fuera tensa, la relación con Madeleine siempre había sido para Gurney el principal pilar de su estabilidad. Pero en ese momento se sentía incapaz de ser sincero con ella.

Con la desesperación de un hombre que se ahoga, abrazó su único otro pilar, su identidad de detective, e intentó canalizar todas sus energías en resolver el crimen.

Estaba convencido de que el siguiente paso que debía dar en ese proceso era mantener una conversación con Jordan Ballston. Necesitaba hablar con él. Rebecca había insistido en que el miedo sería la clave para romper la cáscara del rico psicópata, y Gurney no tenía motivos para estar en desacuerdo. Y también sabía que sería difícil.

Miedo.

Era algo con lo que Gurney tenía en ese momento una familiaridad pura, íntima. Quizás esa experiencia podría servirle. ¿Qué era exactamente lo que tanto lo atemorizaba? Recuperó los tres mensajes de texto que le habían causado alarma y los releyó con atención:

Cuántas pasiones, cuántos secretos, cuántas fotografías maravillosas.

¿Está pensando en mis chicas? Ellas están pensando en usted.

Es un hombre muy interesante, debería haber sabido que mis hijas lo adorarían. Fue fantástico que viniera a la ciudad, la próxima vez ellas irán a verle. ¿Cuándo? ¿Quién sabe? Ellas quieren que sea una sorpresa.

Aquellas palabras hacían que sintiera en su pecho una sensación de mareante vacío.

Esas amenazas virulentas lo envolvían en banalidades etéreas.

Muy inconcretas y al mismo tiempo malignas.

Inconcretas. Sí, eso era. Le recordó la explicación de su profesor de literatura favorito acerca del poder emotivo de Harold Pinter: «Los peligros que nos generan el máximo terror no son aquellos que se han expresado, sino los que configura nuestra imaginación. No son las largas diatribas de un hombre airado lo que nos hiela la sangre en las venas, sino la amenaza de una voz plácida».

De inmediato había sentido lo acertado de aquella reflexión, y años de experiencia no habían hecho sino reforzar esa sensación. Lo que somos capaces de imaginar es siempre peor que aquello que la realidad sitúa ante nosotros. El mayor temor, de lejos, es el miedo hacia lo que imaginamos que acecha en la oscuridad.

Así que quizá la mejor manera de hacer sentir pánico a Ballston sería darle la oportunidad de que se asustara a sí mismo. Su ejército de abogados rechazaría cualquier ataque frontal. Gurney necesitaba una puerta trasera para franquear las murallas.

La estrategia de defensa de Ballston se basaba en una negación categórica de cualquier conocimiento de Melanie Strum viva o muerta, además de en la creación de una hipótesis alternativa que implicara el acceso de otros individuos a su casa, que explicara la presencia del cadáver de la joven. Una estrategia así se derrumbaría con consecuencias desastrosas para Ballston si podía establecerse un vínculo anterior entre él y la chica. En el mejor de los casos, la naturaleza de ese vínculo también explicaría cómo se relacionaban los asesinatos de Melanie Strum, Jillian Perry y Kiki Muller, así como las desapariciones de las otras exalumnas de Mapleshade. Pero tanto si lo explicaba como si no, Gurney estaba seguro de que descubrir la ruta de Melanie al congelador del sótano de Ballston sería un salto gigantesco hacia la solución final. Y la posible exposición de ese vínculo sería el mayor temor de Ballston.

La cuestión era cómo desencadenar ese miedo, cómo usarlo como punto de entrada en la psique de Ballston, como vía para sortear las almenas custodiadas por sus abogados. ¿Existía una persona, un lugar o una cosa cuya mención abriera la puerta? ¿Mapleshade? ¿Jillian Perry? ¿Kiki Muller? ¿Héctor Flores? ¿Edward Vallory? ¿Allessandro? ¿Karmala Fashion? ¿Giotto Skard?

Y por difícil que fuera elegir el nombre mágico, la parte más complicada sería manejar el diálogo que siguiera, el arte de Pinter de sugerir sin especificar, de desconcertar sin proporcionar detalles. El reto consistiría en proporcionar el oscuro espacio en el cual Ballston imaginaría lo peor, la soga con la que podría ahorcarse.

Eran más de las diez y Madeleine ya se había ido a acostar. Gurney, en cambio, estaba bien despierto, paseando a lo largo de la gran cocina, inmerso en posibilidades, evaluaciones de riesgo, logística. Redujo las potenciales llaves para abrir la puerta de Ballston a los tres nombres que consideraba más prometedores: Mapleshade, Flores, Karmala.

De entre estos, finalmente puso a Karmala, por un milímetro, en lo alto de la lista. Todas las chicas de Mapleshade de las que se sabía que habían desaparecido habían salido en anuncios casi pornográficos de Karmala Fashion; Karmala no parecía estar en el negocio en el que se suponía que estaba; estaba relacionado con los Skard, y se rumoreaba que estos andaban metidos en una empresa de sexo criminalizado, y el asesinato de Melanie Strum era un crimen sexual. De hecho, el nombre de Edward Vallory y la política de admisiones de Mapleshade sugerían que todo lo relacionado con el caso hasta el momento era, en cierto modo, un delito sexual o su resultado.

Gurney era consciente de que la cadena lógica hasta Karmala no era perfecta, pero exigir la lógica perfecta (por más que le atrajera ese concepto) no conducía a soluciones, sino a una parálisis. Había aprendido que en el trabajo policial, como en la vida, la pregunta clave no era: «¿Estoy absolutamente seguro de lo que creo?». La pregunta que importaba era: «¿Estoy lo bastante seguro para actuar según esa creencia?».

En este caso, la respuesta de Gurney era afirmativa. Se habría jugado algo a que algún detalle respecto a Karmala incomodaría a Jordan Ballston. Según el viejo reloj de encima del aparador, eran poco más de las diez cuando hizo la llamada al Departamento de Policía de Palm Beach para conseguir el número de Ballston.

Nadie asignado al caso Strum estaba de servicio esa noche, pero el sargento de guardia pudo darle el teléfono móvil de Darryl Becker.

Para su sorpresa, este respondió tras el primer tono.

Gurney explicó lo que quería.

—Ballston no habla con nadie —dijo Becker, tozudo—. Las comunicaciones entran y salen a través de Markham, Mull & Sternberg, su principal bufete de abogados. Pensaba que lo había dejado claro.

—Yo podría tener una forma de llegar a él.

—¿Cómo?

—Voy a tirar una bomba por su ventana.

—¿Qué clase de bomba?

—La clase de bomba que hará que quiera hablar conmigo.

—¿Se trata de algún jueguecito, Gurney? He tenido un día muy largo. Quiero hechos.

—¿Está seguro?

Becker se quedó en silencio.

—Mire, si puedo desequilibrar a este mal nacido será positivo para todos. En el peor de los casos estaríamos en el punto de partida. Lo único que va a darme es un número de teléfono, no autorización oficial para que haga nada, así que si hay alguna consecuencia, que no creo que la haya, no le caerá encima. De hecho, ya he olvidado por adelantado de dónde saqué el número.

Se produjo otro breve silencio, seguido por unos pocos clics en un teclado y a continuación Becker leyó un número que empezaba con el prefijo de Palm Beach. Luego colgó.

Gurney pasó varios minutos imaginando y luego sumergiéndose en una versión simple del tipo de personaje infiltrado con capas por el que había abogado en sus clases en la academia; en este caso debía ser un hombre frío y reptiliano, que acechara bajo un fino barniz de modales civilizados.

Una vez que tuvo claras las ideas en relación con la actitud y el tono que debía adoptar, activó el bloqueador de identidad en su teléfono e hizo la llamada al número de Palm Beach. Esta fue directamente a su buzón de voz.

Una voz de malcriado, imperiosa, anunció: «Soy Jordan. Si quiere recibir una respuesta, por favor, deje un mensaje específico en relación con el objeto de su llamada». El «por favor» sonaba con una condescendencia rasposa que implicaba lo contrario de su significado normal.

Gurney habló con voz pausada y cierta torpeza, como si las implicaciones de un discurso educado fueran para él una danza extraña y difícil. También añadió el más sutil atisbo de un acento del sur de Europa.

—El objeto de mi llamada es su relación con Karmala Fashion, que he de discutir con usted lo antes posible. Volveré a llamarle dentro de, más o menos, treinta minutos. Por favor esté disponible para responder el teléfono y seré más «específico» en ese momento.

Gurney estaba haciendo tres suposiciones fundamentales: que Ballston estaba en casa, como requería su libertad bajo fianza; que un hombre en su comprometida situación filtraba sus llamadas y comprobaba sus mensajes de manera obsesiva; y que la manera en que escogiera manejar la prometida llamada a los treinta minutos revelaría la naturaleza de su implicación con Karmala.

Hacer una suposición era arriesgado. Hacer tres era una locura.