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Una vez que Madeleine hubo terminado con los cazos, las sartenes y los platos, se preparó una taza de infusión de hierbas y se instaló con la bolsa de hacer punto en uno de los mullidos sillones, al fondo de la sala. Gurney, con una de las carpetas del caso Perry en la mano, pronto la siguió al sillón del lado opuesto de la chimenea. Se sentaron en sociable aislamiento, cada uno bajo la luz de una lámpara distinta.

Dave abrió la carpeta y sacó el informe del VICAP. Eran unas siglas curiosas. En el FBI significaban Programa de Aprehensión de Criminales Violentos. En el Departamento de Investigación Criminal de Nueva York respondían a Programa de Análisis de Crímenes Violentos. Pero se trataba del mismo formulario, procesado por los mismos ordenadores y distribuidos a los mismos destinatarios. Le gustaba más la versión de Nueva York. Decía lo que era, sin hacer ninguna promesa.

El formulario de treinta y seis páginas era, como mínimo, amplio, pero solo resultaba útil en la medida en que el oficial que lo cumplimentaba lo hacía de manera concienzuda y precisa. Uno de los propósitos era descubrir modus operandi similares en otros delitos archivados, pero en este caso no había ninguna anotación de coincidencia en el programa de análisis comparado. Estudió detenidamente las treinta y seis páginas para asegurarse de que no había pasado por alto nada importante en la primera revisión.

Le estaba costando mucho concentrarse, seguía pensando que debería llamar a Kyle y seguía buscando excusas para posponerlo. La diferencia horaria entre Nueva York y Seattle había proporcionado un conveniente obstáculo durante los últimos tres años, pero Kyle estaba otra vez en Manhattan, se había matriculado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Columbia, y Gurney ya no tenía excusas. Aquello no significaba que hubiera dejado de posponerlo, ni siquiera que las causas se hubieran hecho transparentes para él.

En ocasiones lo desdeñaba como el producto natural de la frialdad de sus genes celtas. Esa era la forma más cómoda de ver las cosas, pues apenas implicaba ninguna responsabilidad personal. Otras veces se convencía de que estaba relacionado con una espiral de culpabilidad: la culpa que se originaba al no llamar creaba a su vez una resistencia mayor a llamar, y más culpa. Hasta donde alcanzaba a recordar, había experimentado en grandes dosis esa emoción lacerante: la sensación de responsabilidad de un hijo único por el matrimonio tenso y asombroso de sus padres. Incluso en ocasiones pensaba que el problema era que veía demasiado de su primera esposa en Kyle, excesivos recuerdos de demasiados desacuerdos desagradables.

Y luego estaba el factor de la decepción. En medio de la crisis del mercado de valores, cuando Kyle anunció que cambiaba la banca de inversión por la Facultad de Derecho, Gurney había fantaseado por un momento con la delirante idea de que el joven podía tener cierto interés en seguir sus pasos en el mundo de la ley y el orden. Pero pronto quedó claro que Kyle simplemente estaba tomando una nueva ruta hacia su viejo objetivo de éxito material.

—¿Por qué no lo llamas y listo? —Madeleine lo estaba mirando, con las agujas de tejer apoyadas en las rodillas, encima de una bufanda de color naranja a medio terminar.

Dave la miró un poco sorprendido, pero no tanto como antes, por esa sensibilidad extraordinaria de su mujer.

—Es la expresión que se te pone cuando estás pensando en él —dijo ella, como si estuviera explicando algo obvio—. No es una cara de felicidad.

—Lo haré. Llamaré.

Dave comenzó a examinar el formulario VICAP con renovada urgencia, como un hombre encerrado en una habitación que busca una salida oculta. No surgió nada que pareciera diferente de lo que ya recordaba. Hojeó el resto de informes de la carpeta.

Uno de los diversos análisis del material de la recepción de la boda en DVD concluía con este resumen: «Las ubicaciones de todas las personas presentes en la propiedad de Ashton durante el marco temporal del homicidio han sido verificadas a través del tiempo codificado en las imágenes de vídeo». Gurney sabía muy bien qué significaba aquello y recordaba lo que Hardwick le había dicho la noche que vieron el vídeo, pero quería estar seguro.

Cogió el teléfono móvil del aparador y llamó al número de Hardwick. Enseguida lo desviaron al buzón de voz: «Hardwick. Deje un mensaje».

—Soy Gurney. Tengo una pregunta sobre el vídeo.

Menos de un minuto después de dejar el mensaje, su teléfono sonó. No se molestó en comprobar el identificador de llamadas.

—¿Jack?

—¿Dave? —Era una voz de mujer, familiar, pero que no pudo situar de inmediato.

—Lo siento, esperaba otra llamada. Soy Dave.

—Soy Peggy Meeker. Tengo tu dirección de correo electrónico y acabo de mandarte un mensaje. Luego he pensado que debía llamar por si necesitabas saber esto de inmediato. —Tenía la voz acelerada por el entusiasmo.

—¿De qué se trata?

—Querías información sobre la obra de Edward Vallory, la trama, personajes, todo lo que se conociera. Bueno, no vas a creerlo, pero he llamado al Departamento de Literatura de la Wesleyan y, ¿sabes quién sigue allí?, el profesor Barkless, el que impartía el curso.

—¿El curso?

—El curso de literatura al que asistí. El curso de drama isabelino. Le dejé un mensaje y me ha llamado. ¿No es increíble?

—¿Qué te ha dicho?

—Bueno, esa es la parte más increíble. ¿Estás listo para esto?

Sonó un tono de llamada en espera en el teléfono de Gurney, pero no hizo caso.

—Adelante.

—Bueno, para empezar, el nombre de la obra era El jardinero español. —Hizo una pausa esperando una reacción.

—Continúa.

—El nombre del personaje protagonista era Héctor Flores.

—¿Hablas en serio?

—Y hay más. La cosa se pone cada vez mejor. Un crítico coetáneo describió parcialmente la trama. Es una de esas obras complicadas donde la gente se disfraza y personas de sus propias familias no los reconocen y todas esas situaciones disparatadas, pero el argumento principal… —sonó otro pitido de la llamada en espera—, que es bastante descabellado, es que la madre de Héctor Flores lo echó de casa, y luego mató a su padre y sedujo a su hermano. Años más tarde, Héctor regresa, disfrazado de jardinero, y, para resumir, engaña a su hermano (utilizando más disfraces y confusión de identidades) para que le corte la cabeza a su madre. Todo era muy excesivo y tal vez por eso se destruyeron todos los ejemplares de la obra después de la primera representación. No está claro si la trama se basa en una variante antigua del mito de Edipo o si era solo una pieza grotesca inventada por Vallory. O tal vez estaba influida de alguna manera por La tragedia española, de Thomas Kyd, que también es un poco excesiva en lo emocional, así pues, ¿quién sabe? Pero esos son los hechos básicos, directamente del profesor Barkless.

El cerebro de Gurney iba aún más deprisa que la voz sin aliento de Peggy Meeker.

Después de un momento, ella preguntó:

—¿Quieres que te lo explique otra vez?

Otra señal sonora.

—¿Has dicho que está todo en un mensaje que me has enviado?

—Sí, todo explicado. Y he puesto el número de teléfono de mi profesor por si quieres llamarle. Es muy emocionante, ¿no? ¿No te da una perspectiva completamente nueva del caso?

—Más bien refuerza una de las perspectivas existentes. Ya veremos cómo funciona.

—Claro. Bueno, ya me contarás.

Bip.

—Peggy, me parece que tengo una llamada persistente. Deja que me despida por ahora. Y gracias. Esto podría ser muy útil.

—Por supuesto, encantada de ayudar. Genial. Dime qué más puedo hacer.

—Lo haré. Gracias otra vez.

Cambió a la otra llamada.

—Tardas bastante en contestar. La pregunta no debe de ser muy urgente.

—Ah, sí. Jack. Gracias por llamar.

—Y la pregunta es…

Gurney sonrió. Hardwick era un sibarita de la brusquedad, cuando no estaba demasiado ocupado siendo un sibarita de la vulgaridad.

—¿Hasta qué punto estás seguro de la ubicación de cada uno de los presentes en la recepción durante el tiempo que Jillian estuvo en la cabaña?

—Del todo.

—¿Cómo lo sabes?

—Por la forma en que estaban situadas las cámaras no había puntos ciegos. Todo el mundo (invitados, personal de cátering, músicos) está en la grabación, todo el tiempo.

—Con excepción de Héctor.

—Con excepción de Héctor, que estaba en la cabaña.

—¿Quién crees que estaba en la cabaña?

—¿A qué te refieres?

—Estoy tratando de separar lo que sabemos de lo que pensamos que sabemos.

—¿Quién coño más iba a estar allí?

—No lo sé, Jack. Y tú tampoco. Por cierto, gracias por avisarme de la movida de la rehabilitación.

Hubo un largo silencio.

—¿Quién coño te ha contado eso?

—Tú desde luego no.

—¿Qué coño tiene eso que ver con nada?

—Soy un gran fan de la transparencia, Jack.

—¿La transparencia? Te voy a dar transparencia a tope. El capullo de Rodriguez me quitó el caso Perry porque le dije que perseguir a todos los mexicanos ilegales del estado de Nueva York era la pérdida de tiempo más grande que me habían asignado jamás. Para empezar, nadie va a admitir que trabaja aquí de manera ilegal, evadiendo impuestos. Y seguro que no iban a admitir que tenían contacto con alguien buscado por asesinato. Dos meses más tarde, en mi día libre, me llamaron por una situación de emergencia: la persecución de un par de idiotas que dispararon a un gasolinero en la autopista, y alguien en la escena va y le dice al capitán Marvel que yo olía a alcohol, así que me empapeló. El cabrón tuvo la oportunidad que había estado soñando para pillarme a contrapié. ¿Y qué hizo? El cabrón me metió en un puto centro de rehabilitación lleno de tarados. Veintiocho malditos días. ¡Con escoria, Davey! ¡Una puta pesadilla! ¡Escoria! Lo único en lo que pude pensar durante veintiocho días fue en matar a ese capitán capullo arrancándole la cabeza. ¿Es suficiente transparencia para ti?

—Claro, Jack. El problema es que la investigación descarriló y hay que empezar de nuevo desde cero. Y necesita tener asignadas personas que estén más interesadas en la solución de lo que lo están en joderse el uno al otro.

—¿Eso es un hecho? Bueno, mucha suerte, señor Voz de la Puta Razón.

Había colgado.

Gurney dejó el teléfono encima de la carpeta. Cobró conciencia del sonido de las agujas de tejer de Madeleine al entrechocar y la miró.

Ella sonrió sin levantar la vista.

—¿Problemas?

Dave rio sin humor.

—Solo que hay que reorganizar y reorientar por completo la investigación y no tengo poder para hacer que eso suceda.

—Piénsalo. Encontrarás una manera.

Pensó en ello.

—¿Quieres decir a través de Kline?

Ella se encogió de hombros.

—Durante el caso Mellery me dijiste que tenía grandes ambiciones.

—No me sorprendería que se imagine siendo presidente algún día. O por lo menos gobernador.

—Bueno, ahí lo tienes.

—¿Qué es lo que tengo?

Ella se concentró durante unos instantes en una alteración en su técnica de punto. Luego miró hacia arriba, aparentemente desconcertada por la incapacidad de su marido para comprender lo obvio.

—Ayúdale a ver cómo se relaciona esto con sus grandes ambiciones.

Cuanto más lo sopesaba Dave, más perspicaz le parecía el comentario de Madeleine. Como animal político, Kline era hipersensible a la dimensión mediática de cualquier investigación. Era la vía más segura para llegar a él.

Gurney cogió el teléfono y marcó al número del fiscal. El mensaje grabado ofrecía tres opciones: volver a llamar entre las 8 y las 18 horas de lunes a viernes, dejar un nombre y número de teléfono para recibir una llamada durante el horario de oficina, o llamar al número de emergencia de veinticuatro horas para cuestiones que requirieran asistencia inmediata.

Gurney anotó el número de emergencia en su lista de teléfonos, pero antes de hacer la llamada decidió dedicar un poco más de tiempo a estructurar lo que iba a decir —primero al que respondiera, y después a Kline si la llamada pasaba la criba—, porque se dio cuenta de que era fundamental lanzar la granada adecuada por encima de la pared.

El ruidoso cliqueo de las agujas se detuvo.

—¿Has oído eso? —Madeleine inclinó ligeramente la cabeza en dirección a la ventana más cercana.

—¿Qué?

—Escucha.

—¿Qué he de escuchar?

—Chis…

Justo cuando estaba a punto de insistir en que no oía nada, lo oyó: los aullidos débiles de coyotes lejanos. Luego, otra vez nada. Solo la imagen persistente en su mente de animales como pequeños lobos flacos, corriendo en un grupo disperso, de manera salvaje y despiadada como el viento a través de un campo iluminado por la luna más allá de la cumbre norte.

Sonó el teléfono cuando todavía lo tenía en la mano. Miró el identificador: GALERÍA REYNOLDS. Echó un vistazo a Madeleine. Nada en su expresión sugería que imaginara quién era quien llamaba.

—Soy Dave.

—Quiero acostarme. Vamos a hablar.

Después de un silencio incómodo, Gurney respondió:

—Tú primero.

Ella musitó una risa suave e íntima que era más ronroneo que risa.

—Quiero decir que quiero acostarme temprano, irme a dormir, y por si ibas a llamarme más tarde para hablar de mañana, será mejor hablar ahora.

—Buena idea.

Otra vez la risa aterciopelada.

—Estoy pensando en una cosa muy simple. No puedo aconsejarte qué decirle a Jykynstyl, porque no sé qué te preguntará. Así que debes ser tú mismo: el prudente detective de Homicidios. El hombre tranquilo que lo ha visto todo. El hombre del lado de los ángeles que lucha contra el diablo y siempre gana.

—No siempre.

—Bueno, eres humano, ¿no? Ser humano es importante. Eso te hace real, no un héroe falso, ¿ves? Así que lo único que has de hacer es ser tú mismo. Eres un hombre mucho más impresionante de lo que piensas, David Gurney.

Él vaciló.

—¿Eso es todo?

Esta vez la risa fue más musical, más divertida.

—Eso es todo para ti. Ahora para mí. ¿Has leído alguna vez el contrato, el que firmaste para la exposición del año pasado?

—Supongo que lo hice en su momento. No últimamente.

—Dice que la Galería Reynolds tiene derecho a un cuarenta por ciento de comisión sobre las obras expuestas, al treinta por ciento por las obras catalogadas y al veinte por ciento por todas las obras futuras creadas para clientes que han sido presentados al artista a través de la galería. ¿Te suena familiar?

—Vagamente.

—Vagamente. Muy bien. Pero te parece bien o ¿tienes algún problema con él a partir de ahora?

—Está bien.

—Perfecto. Porque lo hemos pasado bien trabajando juntos. Lo siento, ¿tú no?

Madeleine, inescrutable, parecía obsesionada con el borde ornamentado de su bufanda, que iba avanzando poco a poco. Puntada tras puntada tras puntada. Clic. Clic. Clic.