Durante veinticuatro años había estado sumergido hasta el cuello en asesinatos y caos. La mitad de su vida. Incluso entonces, en su jubilación… ¿Qué había dicho Madeleine durante la carnicería del caso Mellery? ¿Que incluso en ese momento la muerte parecía atraerle con más fuerza que la vida?
Gurney lo negó. Y argumentó la cuestión desde un punto de vista semántico: no era la muerte lo que captaba su atención y su energía, sino el desafío de desentrañar el misterio de un crimen. Se trataba de justicia.
Y por supuesto, ella lo había mirado con expresión irónica. Madeleine no estaba impresionada por sus supuestos principios, que tal vez invocaba para ganar discusiones.
Una vez que se desconectó del debate, la verdad reptó en su interior. La verdad era que los misterios criminales y el proceso de exponer a la gente que había detrás lo atraían de una manera casi física. Era una fuerza primigenia y mucho más poderosa que nada que lo empujara a quitar la maleza de entre las matas de espárragos. Las investigaciones de asesinato captaban su atención más que ninguna otra cosa en su vida.
Esa era la buena noticia. Y también la mala. Buena porque era real, y algunos hombres pasaban por la vida sin nada que los excitara, salvo sus fantasías. Mala porque tenía la fuerza de una marea que lo arrastraba lejos del resto de las cosas que contaban en su vida, incluida Madeleine.
Trató de recordar dónde estaba ella en ese mismo momento y descubrió que se le había olvidado, Dios sabe por qué. ¿Por Jay Jykynstyl y su zanahoria de cien mil dólares? ¿Por el rencor tóxico en el DIC y su efecto distorsionador de la investigación? ¿Por el significado provocador de la obra perdida de Edward Vallory? ¿Por la ansiedad de Peggy, la mujer del hombre de las arañas, por unirse a la caza? ¿Por el eco de la voz temblorosa de Savannah Liston denunciando la desaparición de sus antiguas compañeras de clase? Lo cierto es que eran muchas las cosas que podrían haber apartado de su memoria dónde estaba Madeleine.
Entonces oyó un coche que subía por el camino del prado y lo recordó: su reunión del viernes por la noche con sus amigas de labores y costura. Pero si ese era su coche, volvía a casa mucho antes de lo habitual. Al dirigirse a la ventana de la cocina para comprobarlo, el teléfono sonó en el escritorio del estudio, detrás de él, y fue a cogerlo.
—Dave, me alegro de pillarte al teléfono y que no me salte el contestador. Tengo un par de complicaciones, pero no te preocupes. —Era Sonya Reynolds con un destello de ansiedad coloreando su excitación característica.
—Iba a llamarte… —empezó Gurney. Había planeado hacer más preguntas para formarse una impresión más firme sobre la cena del día siguiente con Jykynstyl.
Sonya lo cortó.
—La cena ahora es un almuerzo. Jay ha de coger un avión a Roma. Espero que no te suponga un problema. Si lo es, tendrás que conseguir que no lo sea. Y la segunda complicación es que yo no voy a ir. —Esa era la parte que obviamente más preocupaba a Sonya—. ¿Has oído lo que he dicho? —preguntó al ver que Gurney no reaccionaba.
—El almuerzo no es problema para mí. ¿No puedes venir?
—Desde luego que puedo y desde luego que me gustaría, pero…, bueno, en lugar de tratar de explicarlo, mejor te cuento lo que me dijo él. Deja que te comente primero lo increíblemente impresionado que está con tu trabajo. Se refirió a él como «potencialmente muy fructífero». Está entusiasmado. Pero esto es lo que dijo: «Quiero ver por mí mismo quién es este David Gurney, este artista increíble que resulta que es detective. Quiero entender en quién estoy invirtiendo. Quiero estar expuesto a la mente e imaginación de este hombre sin la obstrucción de una tercera persona». Le dije que era la primera vez en mi vida que se referían a mí como «una obstrucción». Le dejé claro que no me gustaba nada que me pidieran que no fuera. Pero le dije que por él haría una excepción y me quedaría en casa. Estás muy callado, David. ¿En qué estás pensando?
—Me estaba preguntando si ese hombre es un chiflado.
—Es Jay Jykynstyl. Chiflado no es la palabra que utilizaría. Diría que es bastante inusual.
Gurney notó que la puerta lateral se abría y se cerraba; oyó unos ruidos en la antesala de la cocina.
—David, ¿por qué estás tan callado? ¿Estás pensando?
—No, solo… No lo sé, ¿qué quiere decir con «invertir» en mí?
—Ah, esa es la buena noticia de verdad. Es la principal razón por la que quería estar en la cena, el almuerzo o lo que sea. Escucha esto. Es información fundamental. Quiere poseer todas tus obras. No solo una o dos cosas. Todas. Y espera que incrementen su valor.
—¿Cómo?
—Todo lo que compra Jykynstyl sube de valor.
Gurney captó un movimiento con el rabillo del ojo y vio a Madeleine en el umbral del estudio. Estaba frunciendo el ceño, preocupada.
—¿Sigues ahí, David? —La voz de Sonya era al mismo tiempo efervescente e incrédula—. ¿Siempre estás tan callado cuando alguien te ofrece un millón de dólares para empezar y el cielo como límite?
—Me parece extraño.
Madeleine añadió un pequeña mueca de enfado al ceño de preocupación y volvió a la cocina.
—¡Por supuesto que es raro! —exclamó Sonya—. El éxito en el mundo del arte siempre es raro. Lo raro es lo normal. ¿Sabes por cuánto se vendieron los cuadrados de colores de Mark Rothko? ¿Por qué lo raro tiene que ser un problema?
—Deja que asimile esto, ¿vale? ¿Puedo llamarte más tarde?
—Será mejor que me llames, David, mi chico del millón de dólares. Mañana será un gran día. Necesito prepararte para eso. Siento que estás pensando otra vez. Dios mío, David, ¿en qué estás pensando ahora?
—Es solo que me está costando mucho creer que esto sea real.
—David, David, David, ¿sabes lo que te dicen cuando vas a aprender a nadar? Deja de luchar contra el agua. Relájate y flota. Relájate, respira y deja que el agua te sostenga. Aquí es lo mismo. Basta de luchar con lo real, lo irreal, lo loco, lo no loco, todas estas palabras. Acepta la magia. La magia del señor Jykynstyl. Y sus mágicos millones. Ciao!
¿Magia? No había ningún concepto en la Tierra más ajeno a Gurney que la magia. Ningún concepto tan poco significativo, tan insoportablemente absurdo.
Se quedó de pie junto a su escritorio, mirando por la ventana oeste. El cielo por encima de la cumbre, que hacía tan poco era rojo sangre, se había desvaído en un manto oscuro de malva y granito, y la hierba del campo alto de detrás de la casa solo conservaba un vago recuerdo del verde.
Hubo un estruendo en la cocina, el sonido de ollas resbalando del escurreplatos sobrecargado en el fregadero y, luego, el sonido de Madeleine recolocándolas.
Gurney emergió del estudio oscuro a la cocina iluminada. Madeleine estaba secándose las manos con uno de los paños de cocina.
—¿Qué ha pasado con el coche? —preguntó.
—¿Qué? Oh. Un choque con un ciervo. —El recuerdo era claro, escalofriante.
Ella lo miró con alarma, dolor.
Dave continuó.
—Salió corriendo del bosque. Justo delante de mí. No hubo forma de… esquivarlo.
Madeleine tenía los ojos como platos, lanzó un pequeño grito de asombro.
—¿Qué le ha pasado al ciervo?
—Muerto. Al instante. Lo comprobé. Ninguna señal de vida.
—¿Qué hiciste?
—¿Qué hice? ¿Qué podía…?
Su mente se inundó de repente con la imagen del animal junto a la cuneta de la carretera, con la cabeza torcida, los ojos abiertos con la mirada perdida, una imagen impregnada de emociones de hacía mucho tiempo, de otro accidente, emociones que le oprimían el corazón con dedos congelados y casi lo detenían.
Madeleine lo miró, parecía saber lo que estaba pensando, estiró el brazo y le acarició la mano. A medida que se recuperaba poco a poco, Dave miró a los ojos de su mujer y vio una tristeza que simplemente formaba parte de todas las cosas que ella sentía, incluso de la alegría. Sabía que ella había afrontado hacía mucho tiempo la muerte de su hijo de una manera a la que él nunca había estado dispuesto o no había sido capaz de estarlo. Sabía que algún día tendría que hacerlo. Pero todavía no, no en ese momento.
Tal vez eso era parte de lo que se interponía entre él y Kyle, el hijo adulto de su primer matrimonio. Pero esas ideas las sentía como teorías de terapeuta y no le servían de nada.
Se volvió hacia la cristalera y se quedó mirando el atardecer. Ya había oscurecido tanto que hasta el granero rojo había perdido su color.
Madeleine se volvió hacia el fregadero y empezó a secar la vajilla. Cuando habló por fin, su pregunta llegó desde una dirección inesperada.
—Así que esperas tenerlo todo listo la próxima semana; ¿el criminal entregado a los buenos en una caja con un lazo?
La percibió en su voz antes de mirarla: la sonrisa inquisitiva, carente de humor.
—Si es lo que dije, entonces ese es el plan.
Ella asintió con la cabeza, sin disimular su escepticismo.
Hubo un largo silencio mientras Madeleine continuaba secando la vajilla con más atención de la habitual, guardando los cacharros secos en el aparador de pino, alineándolos con una pulcritud que comenzó a crisparle los nervios.
—Por cierto —dijo cuando la pregunta saltó de nuevo en su mente, saliendo de manera más agresiva de lo que pretendía—, ¿por qué estás en casa?
—¿Perdón?
—¿No es noche de costura?
Madeleine asintió con la cabeza.
—Hemos decidido terminar un poco antes.
Dave pensó que había percibido algo extraño en su voz.
—¿Cómo es eso?
—Hubo un pequeño problema.
—¿Ah, sí?
—Bueno…, en realidad… Marjorie Ann vomitó.
Gurney parpadeó.
—¿Qué?
—Vomitó.
—¿Marjorie Ann Highsmith?
—Exacto.
Él volvió a parpadear.
—¿Qué quieres decir con que vomitó?
—¿Qué diablos crees que quiero decir?
—¿Dónde? ¿Allí mismo en la mesa?
—No, en la mesa no. Se levantó de la mesa y corrió hacia el cuarto de baño y…
—¿Y?
—Y no llegó a tiempo.
Gurney reparó en que cierta luz casi imperceptible había vuelto a las pupilas de Madeleine, un destello de humor sutil con el cual lo veía casi todo, un humor que equilibraba su tristeza, una luz que últimamente había estado ausente. En ese momento, Dave deseaba avivar la llama de esa luz, pero sabía que si lo intentaba con mucha fuerza, solo conseguiría apagarla.
—¿Supongo que hubo un poco de lío?
—Oh, sí un poco de lío. Y no… eh… no se quedó en el mismo sitio.
—No… ¿qué?
—Bueno, no solo vomitó en el suelo. En realidad, vomitó en los gatos.
—¿En los gatos?
—Esta noche nos tocaba reunirnos en la casa de Bonnie. ¿Te acuerdas de que Bonnie tiene dos gatos?
—Sí, más o menos.
—Los gatos estaban acostados juntos en una cama que Bonnie colocó para ellos en el pasillo, junto al cuarto de baño.
Gurney se echó a reír; una ligereza repentina se apoderó de él.
—Sí, bueno, Marjorie Ann llegó hasta los gatos.
—Oh, Dios… —Ya estaba doblado sobre sí mismo.
—Y vomitó bastante. Quiero decir que era… sustancial. Bueno, los gatos saltaron de la cama y entraron saltando en la sala de estar.
—Cubiertos de…
—Ah, sí, bien cubiertos. Corriendo por la sala, por encima de los sofás, sillas. Fue… una barbaridad.
—¡Cielo santo! —Gurney no podía recordar la última vez que se había reído tanto.
—Y, por supuesto —concluyó Madeleine—, después de eso nadie podía comer. Y no podíamos quedarnos en la sala de estar. Naturalmente, queríamos ayudar a Bonnie a limpiar, pero no nos ha dejado.
Después de un breve silencio, él preguntó:
—¿Te gustaría comer algo ahora?
—¡No! —Ella se estremeció—. No menciones la comida.
La imagen de los gatos hizo reír otra vez a Dave.
Sin embargo, la sugerencia de comida al parecer provocó en la mente de Madeleine una asociación atrasada que apagó el brillo en sus ojos.
Cuando su marido por fin dejó de reír, ella preguntó:
—¿Así es que estaréis solo tú, Sonya y el coleccionista loco en la cena de mañana por la noche?
—No —dijo Dave, contento por primera vez de que Sonya no fuera a estar presente—. Solo el coleccionista loco y yo.
Madeleine enarcó una ceja burlona.
—Pensaba que ella hubiera matado por asistir a esa cena.
—En realidad, la cena se ha cambiado por un almuerzo.
—¿Un almuerzo? ¿Ya te han degradado?
Gurney no mostró ninguna reacción, pero, por absurdo que pareciera, el comentario le escoció.