Gurney no sabía cómo interpretarlo. De camino a casa esa tarde, le estaba costando mucho mantenerse concentrado en algo.
El «mundo del arte» no era un lugar del que supiera nada, pero sospechaba que comparar a un policía con alguien de ese mundillo era como equiparar un loro con un rottweiler. El año anterior, con sus retratos de archivo policial, no había hecho más que meter un dedo del pie en el agua, lo cual no le había mostrado apenas nada de ese mundo más allá de la escena de la galería de la ciudad universitaria. Y ese no era exactamente el campo de acción de coleccionistas multimillonarios excéntricos. Desde luego, no era la clase de lugar donde la silla de un diseñador de moda podía venderse por veintiocho millones de dólares, o donde una celebridad misteriosa con el improbable nombre de Jay Jykynstyl ofrecería comprar la foto manipulada por ordenador de un asesino en serie por cien mil dólares.
Además de eso —la más que fantástica oferta que estaban poniendo sobre la mesa—, la sensual Sonya nunca le había parecido más disponible. Había insinuado que podría pedir una habitación en el Pato corredor, que también era un hotel, si terminaba bebiendo demasiado en la comida y no podía coger el coche. Rechazar esa invitación no tan sutil había exigido un nivel de integridad que al principio no estaba seguro de poseer. Aunque quizás «integridad» era una palabra demasiado ampulosa. La simple verdad era que nunca había engañado a Madeleine, y no se sentía cómodo con la idea de empezar a hacerlo.
Entonces se preguntó si estaba rechazando sinceramente la invitación de Sonya o si solo estaba posponiendo el momento de aceptarla. Había accedido a reunirse con el rico y extravagante señor Jykynstyl para cenar ese próximo sábado en Manhattan, para escuchar los detalles de su oferta —la cual, si era legítima, sería difícil de rechazar—, y Sonya actuaría como intermediaria entre ellos para cualquier venta que pudiera producirse. Así que no era que la estuviera apartando de su vida. Más bien al contrario.
Todo el conflicto rebotaba en su cabeza con una energía desagradable. Trató de concentrarse otra vez en el caso Perry, reconociendo al hacerlo la ironía de tratar de calmarse hurgando en ese monstruoso nido de víboras.
Su mente acelerada llegó a colapsarse de tal manera que, agotado, estuvo a punto de matarse al quedarse dormido al volante. Solo se salvó por una serie de baches en el arcén de la autopista que lo devolvieron a la plena conciencia. Unos pocos kilómetros más adelante se detuvo en una gasolinera y compró una taza de café malo, cuyo sabor amargo trató de suavizar con un exceso de leche y azúcar. Aun así, el sabor le hizo esbozar una mueca.
De nuevo en el coche, sacó una lista de nombres y números de teléfono que había reunido del expediente del caso y llamó primero a Scott Ashton y luego a Withrow Perry, y en ambas ocasiones le salió el buzón de voz. Su mensaje a Ashton consistió en una petición de que le devolviera la llamada para discutir una nueva línea de investigación. En su mensaje a Perry solicitó reunirse con el ocupado neurocirujano lo antes posible, con un pequeño gancho al final: «Recuérdeme que le pregunte por su rifle Weatherby».
En cuanto cortó la comunicación, sonó el teléfono. Era otra Perry.
—Dave, soy Val. Quiero que vaya a una reunión.
—¿A qué reunión?
Explicó que había llamado a Sheridan Kline, el fiscal del condado, y le había dicho todo lo que Gurney le había contado.
—¿Como qué, por ejemplo?
—Como el hecho de que toda la cuestión es mucho más profunda de lo que los policías creen, que tiene raíces, quizás alguna clase de venganza retorcida, que Héctor Flores probablemente no es Héctor Flores, y que si lo que están buscando es a un mexicano ilegal (cosa que están haciendo), no van a encontrarlo. Le he dicho que estaban perdiendo el tiempo de todos y que son una panda de inútiles.
—¿Es el término que ha usado? ¿Panda de inútiles?
—En cuatro meses no han averiguado ni la mitad que usted en dos días. O sea, que sí, les he llamado «panda de inútiles», que es lo que son.
—Desde luego sabe cómo alborotar el gallinero.
—Si es lo que hace falta, que así sea.
—¿Qué ha dicho Kline?
—¿Kline? Kline es un político. Mi marido (corrijo: el dinero de mi marido) tiene cierta influencia en la política del estado de Nueva York. Así que el fiscal Kline ha expresado interés en conocer cualquier idea sobre una línea de investigación alternativa del caso. También parece que le conoce muy bien, y preguntó cómo es que usted se implicó. Le dije que era asesor. Una palabra estúpida, pero le satisfizo.
—Ha dicho algo de una reunión.
—En su oficina a las tres de la tarde. Usted, él y alguien de la Policía del estado, no ha dicho quién. Estará allí, ¿verdad?
—Estaré allí.
Bajó del coche para lanzar la taza de café en una papelera que había junto a los surtidores de gasolina. Pasó un antiguo tractor Farmall naranja tirando de un carro sobrecargado de heno. El olor de heno, estiércol y diésel con aceite se mezcló en el aire. Cuando volvió al coche, su teléfono estaba sonando otra vez.
Era Ashton.
—¿Qué nueva línea de investigación? —dijo citando el mensaje de Gurney.
—Necesito que me proporcione algunos nombres: compañeras de clase de Jillian, desde que entró en Mapleshade; y también, sus psicólogos, terapeutas, cualquiera que tratara con ella de manera regular. Además sería útil contar con una lista de posibles enemigos: cualquiera que pudiera haber querido hacer daño a Jillian.
—Me temo que se está metiendo en un callejón sin salida. No puedo darle ninguna de las cosas que me está pidiendo.
—¿Ni siquiera una lista de sus compañeras de clase? ¿Nombres de los miembros del personal con los que podría haber hablado?
—Quizá no le he explicado de un modo claro la política de absoluta confidencialidad del centro. Mantenemos solo el mínimo de registros académicos que exige el estado, y no los conservamos ni un día más de lo que estipulan las regulaciones. Por ejemplo, no estamos obligados por ley a retener los nombres y las direcciones del personal antiguo, y por eso no lo hacemos. No mantenemos registros de «diagnósticos» o «tratamientos», porque oficialmente no proporcionamos ni lo uno ni lo otro. Nuestra política consiste en no informar de nada a nadie, y preferimos que el estado cierre Mapleshade que infringir esa política. Contamos con la confianza de los estudiantes y de sus familias que pocos centros disfrutan, y consideramos que esa confianza única es inviolable.
—Elocuente discurso —dijo Gurney.
—Lo he dado antes —reconoció Ashton—, y es probable que lo vuelva a hacer.
—Así que incluso si una lista de estudiantes que Jillian conocía o de miembros del personal en los que podría haber confiado pudiera ayudarnos a encontrar al asesino, ¿eso no marcaría ninguna diferencia?
—Si quiere expresarlo así.
—Supongamos que darnos esas listas pudiera salvar su propia vida. ¿Cambiaría?
—No.
—¿No le inquieta el incidente de la taza de té?
—No tanto como para dar un golpe letal a Mapleshade. ¿Responde eso a todas sus preguntas…?
—¿Y enemigos fuera de la escuela?
—Supongo que Jillian tenía unos cuantos, pero no tengo nombres.
—¿Y de usted?
—Competidores académicos, envidiosos profesionales, pacientes con el ego magullado, locos que no sufren en silencio…, quizás unas pocas almas en total.
—¿Algunos nombres que quiera compartir?
—Me temo que no. Ahora he de pasar a mi siguiente reunión.
—Tiene un montón de reuniones.
—Adiós, detective.
El teléfono de Gurney no sonó otra vez hasta que estaba atravesando Dillweed, aparcando delante de Abelard’s. Pensaba que le vendría bien una taza de café decente que borrara el horrible gusto que el anterior le había dejado.
El nombre de la persona que llamaba le hizo sonreír.
—Detective Gurney, soy Agatha Smart, la secretaria del doctor Perry. Ha solicitado una cita así como información sobre el rifle de caza del doctor Perry, ¿es así?
—Sí. Me estaba preguntando cuándo podría…
Ella lo interrumpió.
—Puede presentar las preguntas por escrito. El doctor decidirá si le concede una cita.
—No sé si lo he dejado claro en el mensaje, pero esto forma parte de la investigación del asesinato de su hijastra.
—Somos conscientes de eso, detective. Como he dicho, puede presentar preguntas por escrito. ¿Quiere la dirección?
—No hará falta —dijo Gurney, pugnando por contener su irritación—. Todo se reduce a una pregunta muy simple. ¿Puede decir a ciencia cierta dónde estaba su rifle la tarde del 17 de mayo?
—Como he dicho antes, detective…
—Transmita la pregunta, señora Smart. Gracias.