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Todavía no tenía un nombre definitivo para la experiencia. «Sueño» no reflejaba su poder. Es cierto que la primera vez que ocurrió estaba a punto de quedarse dormido, con los sentidos desconectados de todas las feas realidades de un mundo desagradable, con el ojo de su mente libre para ver lo que fuera, pero ahí terminaba el parecido con un sueño común.

«Visión» era una palabra más grande, mejor, pero tampoco lograba transmitir ni una fracción del impacto.

«Guiding Light»[2] capturaba cierta faceta de ello, un aspecto importante, pero la asociación con una serie de televisión contaminaba irremisiblemente el significado.

¿Una meditación guiada, pues? No. Eso sonaba trillado y poco excitante: todo lo contrario de la experiencia real.

¿Una fábula vital?

Ah, sí. Eso se acercaba. Era, al fin y al cabo, la historia de su salvación, el nuevo patrón del propósito de su vida. La alegoría fundamental de su cruzada.

Su inspiración.

Lo único que tenía que hacer era apagar las luces, cerrar los ojos, dejarse llevar por el potencial infinito de la oscuridad.

Y convocar a la bailarina.

En el abrazo de la experiencia, la fábula vital, él sabía quién era, mucho más claramente que cuando sus ojos y su corazón se distraían por la basura brillante y las zorras viscosas del mundo, por el ruido, por la seducción y la inmundicia.

En el abrazo de la experiencia, en su absoluta claridad y pureza, sabía con exactitud quién era. Aunque ahora fuera técnicamente un fugitivo, ese hecho —como su nombre en el mundo, el nombre por el cual la gente común lo conocía— era secundario respecto a su verdadera identidad.

Su verdadera identidad era Juan el Bautista.

Solo de pensarlo se le ponía carne de gallina.

Él era Juan el Bautista.

Y la bailarina era Salomé.

Desde la primera vez que la había experimentado, la historia había sido toda suya, suya para vivirla y cambiarla. No tenía que terminar de la manera estúpida en la que concluía en la Biblia. Ni hablar. En eso radicaba la belleza. Y la emoción.