24

Gurney sentía una necesidad imperiosa de clasificar y revisar, de coger la masa de datos y posibilidades que se agolpaban en su mente y ordenarla de manera manejable. Aunque la llovizna había cesado por fin, fuera de la casa de Ashton no había un sitio lo bastante seco para sentarse, así que regresó a su coche. Sacó el bloc de espiral con sus notas sobre Calvin Harlen, pasó a una página nueva, cerró los ojos y empezó a reproducir la grabación mental de su reunión con Ashton.

Este proceso disciplinado enseguida le pareció inútil. Por más que trataba de repasar los detalles en un orden cronológico, de sopesarlos, de hacerlos encajar como piezas de un puzle con piezas similares, un hecho de enormes proporciones seguía abriéndose paso a codazos por delante de todos los demás: Jillian Perry había abusado sexualmente de otros niños. No era algo fuera de lo común que una víctima de abusos, o un miembro de la familia de la víctima, buscara venganza. No era inédito que esa venganza adoptara forma de asesinato.

El impacto de esta posibilidad ocupó su mente. Encajaba como ningún otro aspecto del caso lo había hecho hasta entonces. Por fin había un motivo que tenía sentido, que no conllevaba una inmediata oleada de dudas, que no creaba más problemas de los que resolvía. Y ello ocasionaba ciertas implicaciones. Por ejemplo: las preguntas clave sobre Héctor Flores podrían no ser dónde y cómo desapareció, sino de dónde vino y por qué. Había que mover el foco de lo que pudiera haber ocurrido en Tambury para llevar a Flores a cometer un asesinato, a lo que podría haber ocurrido en el pasado que lo llevó a él hasta aquel lugar.

Se sentía demasiado inquieto como para quedarse sentado. Salió del coche, miró alrededor de la casa, el garaje con tejado de pizarra, la pérgola que conducía al jardín de atrás. ¿Fue esa la primera visión que tuvo Héctor Flores de la enorme propiedad tres años y medio antes? ¿O había estado vigilándola durante cierto tiempo, observando a Ashton ir y venir? Cuando llamó a la puerta por primera vez, ¿a cuánta distancia veía sus planes? ¿Jillian había sido su objetivo desde el principio? ¿Ashton, el director de la escuela a la que ella había asistido, era una ruta hacia ella? ¿O sus planes eran más generales, quizás un asalto violento sobre una o más agresoras que Mapleshade había acogido? O para el caso, ¿podía ser que el objetivo original fuera el propio Ashton, el protector, el doctor que ayudaba a las abusadoras? ¿El asesinato de Jillian podría haber matado dos pájaros de un tiro: su muerte y el dolor de Ashton?

Fueran cuales fuesen los detalles, las preguntas eran las mismas: ¿quién era Héctor Flores en realidad? ¿Qué espantosa transgresión había llevado a un asesino tan decidido a la casa de Ashton? Un asesino con tal capacidad de engaño y previsión que había conseguido una invitación para vivir en una cabaña situada en el jardín trasero de la que sería su víctima. Una telaraña en la que había aguardado el momento ideal.

Héctor Flores. Una araña paciente.

Gurney fue a la cabaña y abrió la puerta.

El interior tenía el aspecto desnudo de un apartamento de alquiler. Sin muebles, sin posesiones, sin nada más que un tenue olor de detergente o desinfectante. Suponía que habían limpiado poco después del horror del día de la boda y que la cabaña no había vuelto a usarse desde entonces. El diseño de planta era el más simple: una gran sala para todo situada delante y dos estancias más pequeñas detrás: un dormitorio y una cocina; también había un pequeño cuarto de baño con aseo entre ellos. Gurney se quedó de pie en medio de la sala y dejó que su mirada viajara lentamente por el suelo, las paredes, el techo. Su cerebro no estaba preparado para aceptar que un lugar pudiera tener un aura, pero cada escena de homicidio que había visitado a lo largo de los años lo afectaba de una manera que era al mismo tiempo extraña y familiar.

Tras responder a una llamada recibida a través del servicio de emergencias, el hecho de entrar en la escena de un crimen violento con su sangre y sus cartílagos, huesos astillados y cerebros salpicados nunca dejaba de encender en él ciertos sentimientos: repulsión, pena, rabia. Sin embargo, visitar el lugar en una fecha posterior —después de la inevitable limpieza y una vez eliminados todos los indicios tangibles de la carnicería— lo afectaba igual de intensamente, aunque de otra manera. Una habitación empapada en sangre era como un bofetón en la cara. Después, vacía y limpia, la misma habitación era una mano fría en el corazón, una garra que le recordaba que en el centro del universo había un vacío ilimitado, cuya temperatura era de cero absoluto.

Se aclaró la garganta ruidosamente, como si confiara en que el ruido lo transportara de esas cavilaciones morbosas a un pensamiento más práctico. Entró en la pequeña cocina, examinó los cajones y armarios vacíos. Luego fue al dormitorio, directo a la ventana a través de la cual había salido el asesino. La abrió, miró al exterior y pasó a través del hueco. Fuera, el suelo estaba solo un palmo más bajo que el suelo del interior. Se quedó de pie de espaldas a la cabaña, mirando al bosquecillo aterrador. La atmósfera era húmeda, silente; la fragancia de hierbas de los jardines allí olía más a bosque. Avanzó con zancadas largas y decididas, contando los pasos. A los 140 atisbó una cinta amarilla encima de una estaca de plástico clavada como un delgado palo de escoba en el suelo.

Fue hasta ese lugar, mirando a su alrededor en todas direcciones. Su ruta se circunscribía a su derecha por un empinado barranco. La cabaña a su espalda quedaba escondida por el follaje, igual que la carretera que conocía por las fotos de satélite de Google que se extendía cincuenta metros más adelante. Examinó la zona de suelo cubierto de hojas donde habían escondido parcialmente el machete, buscando una explicación a la incapacidad de la Brigada Canina para seguir la pista a partir de allí. La idea de que Flores se hubiera cambiado los zapatos en ese punto, o que los hubiera cubierto con plástico y hubiera avanzado a través del bosque hasta la carretera, o a través del bosque a otra casa de Badger Lane (¿la de Kiki Muller?) parecía improbable. La cuestión que había inquietado a Gurney antes no tenía respuesta: ¿qué sentido tendría dejar medio rastro, un rastro que condujera hasta el arma? Y si el objetivo era que el arma se encontrara, ¿por qué semienterrarla? Y luego estaba el pequeño misterio de las botas, el único elemento personal que Flores había dejado tras de sí, en lo que se había centrado el perro que seguía el rastro. ¿Cómo encajaban con la huida de Flores?

Puesto que las botas se encontraron en la casa, ¿eso sugería que la senda que conducía al machete podía ser una parte de un camino circular? ¿Podría Flores haber salido de la cabaña, deshacerse del machete y regresar por el mismo camino, otra vez a través de la ventana? Eso resolvería parte del misterio del rastro de olor. Pero creaba una dificultad mayor: situaba a Flores de nuevo en la cabaña en el momento en que había sido hallado el cadáver, sin ninguna forma de volver a abandonarla sin que lo vieran antes de la llegada de la Policía. Además de eso, la hipótesis de la ida y vuelta no respondía la otra pregunta: ¿por qué había dejado una pista hasta el machete? A menos que la idea completa fuera crear la impresión de que había huido a través del bosque, escondiendo apresuradamente el machete en su huida, cuando en realidad había vuelto a la cabaña. Pero ¿en la cabaña, dónde? ¿Dónde podía esconderse un hombre en un edificio tan pequeño? ¿En una construcción que un equipo de técnicos de pruebas cuya experiencia se basaba en no pasar nada por alto había peinado durante seis horas?

Gurney regresó a través del bosque, trepó por la ventana de la cabaña y volvió a explorar las tres habitaciones, buscando puntos de acceso a lugares situados por encima del techo o debajo del suelo. La inclinación del techo era escasa, probablemente se trataba de una estructura apuntalada que tendría una zona limitada hacia el centro donde cabría un hombre sentado o agachado. No obstante, como ocurría con la mayoría de los espacios inútiles, no había ningún punto de entrada. El suelo también parecía carente de fisuras, sin ninguna forma de bajar al espacio que pudiera existir debajo. Fue de un ambiente a otro, comprobando la posición de cada pared desde cada lado para asegurarse de que no había espacios interiores desconocidos.

La idea de que Flores hubiera regresado del bosque con aquellas botas, se hubiera escondido y hubiera permanecido sin ser visto en su pequeña cabaña de siete por siete se estaba deshaciendo tan rápidamente como la había concebido. Gurney cerró la puerta, volvió a poner la llave bajo la roca negra y regresó a su coche. Hurgó en su carpeta del caso y localizó el teléfono móvil de Scott Ashton.

La grabación suave de barítono, la esencia de la tranquilidad, lo invitó a dejar un mensaje que sería respondido lo antes posible, comunicando a través de su tono dulzón la sensación de que todos los problemas en la vida de una persona en última instancia podían controlarse. Se identificó y dijo que tenía unas cuantas preguntas más sobre Flores.

Miró su reloj. Eran las 10.31. Podría ser una buena ocasión para contactar con Val Perry y compartir con ella sus opiniones iniciales sobre el caso, para ver si todavía estaba ansiosa por que lo investigara. Cuando estaba a punto de hacer la llamada, el teléfono sonó en su mano.

—Gurney. —Responder al teléfono de la manera en que lo había hecho durante muchos años en el Departamento de Policía de Nueva York era un hábito difícil de abandonar.

—Soy Scott Ashton. He recibido su mensaje.

—Me estaba preguntando…, ¿llevó a Flores en su coche alguna vez?

—Ocasionalmente. Cuando había que hacer compras. A semilleros, almacenes de madera, esa clase de lugares. ¿Por qué?

—¿Alguna vez se fijó en que tratara de evitar que lo vieran sus vecinos? ¿Que escondiera la cara o algo así?

—Bueno…, no lo sé. Es difícil de decir. Tendía a agacharse en el asiento. Llevaba un sombrero con ala que se curvaba por delante. Gafas de sol. Supongo que eso podría haber sido una forma de esconderse. O no. ¿Cómo iba a saberlo? O sea, de vez en cuando he echado mano de otros trabajadores cuando Héctor tenía el día libre, y podrían haberse comportado de manera similar. No es algo en lo que me fijara.

—¿Alguna vez llevó a Flores a Mapleshade?

—¿A Mapleshade? Sí, varias veces. Se había ofrecido voluntario para instalar un pequeño jardín de flores detrás de mi oficina. Cuando surgieron otros proyectos, también se prestó a ayudar en ellos.

—¿Estableció algún contacto con las estudiantes?

—¿Adónde quiere llegar?

—No tengo ni idea —dijo Gurney.

—Podría haber hablado con alguna de las chicas, o podrían haber hablado ellas con él. Yo no lo vi, pero es posible.

—¿Cuándo fue eso?

—Se presentó voluntario para ayudar en Mapleshade poco después de llegar aquí. Así que hace unos tres años, mes arriba, mes abajo.

—¿Y durante cuánto tiempo?

—¿Sus viajes a la escuela? Hasta… el final. ¿Tiene todo esto algún significado que me esté perdiendo?

Gurney no hizo caso de la pregunta y planteó otra.

—Hace tres años. En ese momento Jillian todavía estudiaba allí, ¿no?

—Sí, pero… ¿Adónde quiere ir a parar?

—Ojalá lo supiera, doctor. Solo una pregunta más. ¿Alguna vez Jillian le habló de personas a las que temiera?

Después de una pausa lo bastante larga para hacer que Gurney empezara a pensar que la conexión se había cortado, Ashton contestó:

—Jillian no tenía miedo de nadie. Tal vez esa fue la causa de su muerte.

Gurney se quedó sentado en el coche, mirando a través de la pérgola hacia el lugar de la trágica recepción de boda, tratando de dar sentido a la novia y al novio como pareja. Por más que fueran compañeros en su genialidad, al menos si había que creer a Ashton, tener coeficientes intelectuales equiparables no parecía un motivo suficiente para el matrimonio. Recordó que Val afirmaba que su hija tenía un interés malsano por los hombres desequilibrados. ¿Podía eso incluir a Ashton, en apariencia el paradigma de la estabilidad racional? Poco probable. ¿Tenía Ashton una personalidad tan protectora como para sentirse atraído por alguien tan patentemente enfermo como Jillian? No daba esa impresión. Cierto, su especialidad profesional se orientaba en esa dirección, pero nada indicaba que aquel hombre tuviera una personalidad protectora o paternal. O Jillian solo era una materialista más que vendía su cuerpo al mejor postor, en este caso Ashton. Nada hacía pensar eso.

Entonces, ¿cuál era el factor misterioso que hacía que ese matrimonio pareciera una buena idea? Gurney concluyó que no iba a averiguarlo sentado en el encantador sendero de entrada de la casa de Ashton.

Dio marcha atrás, se detuvo solo lo justo para marcar el número de Val Perry y avanzó poco a poco por la larga calle en sombra.

Le sorprendió y complació que Perry respondiera después del segundo tono. Su voz tenía una sensualidad sutil, pese a que lo único que dijo fue:

—¿Hola?

—Soy Dave Gurney, señora Perry. Me gustaría explicarle dónde estoy y lo que he estado haciendo.

—Le he dicho que me llame Val.

—Val. Perdón. ¿Tiene un par de minutos?

—Si está haciendo progresos, tengo todo el tiempo que quiera.

—No sé si estoy haciendo muchos progresos, pero quiero que sepa en qué estoy pensando. No creo que la llegada de Héctor Flores a Tambury hace tres años fuera accidental y no creo que lo que le hizo a su hija fuera una decisión repentina. Me juego algo a que su nombre no es Flores y dudo que sea mexicano. Sea quien sea, creo que tenía un propósito y un plan. Creo que vino aquí por algo que ocurrió en el pasado, algo relacionado con su hija o con Scott Ashton.

—¿Qué clase de cosa del pasado? —Sonó como si estuviera esforzándose por permanecer calmada.

—Podría tener que ver con el motivo por el cual mandó a Jillian a Mapleshade. ¿Sabe de alguna cosa que hiciera Jillian que pudiera provocar que alguien quisiera matarla?

—¿Se refiere a si le jodió la vida a algunos niños pequeños? ¿Si les causó pesadillas y dudas que los acompañarían el resto de sus vidas? ¿Si los asustó y los hizo sentir culpables y locos? ¿Si quizá lo bastante locos para que hicieran a otros lo mismo que ella les hizo? ¿Si quizá lo bastante locos para suicidarse? ¿Si alguien podría querer que ella se pudriera en el Infierno por eso? ¿Se refiere a eso?

Gurney se quedó en silencio.

Cuando ella volvió a hablar, su tono era de cansancio.

—Sí, hizo cosas que podrían hacer que alguien quisiera matarla. Hubo veces en que yo misma podría haberla matado. Por supuesto, eso es…, eso es exactamente lo que terminé haciendo, ¿no?

A Gurney se le ocurrió un lugar común sobre el perdonarse a uno mismo, pero, en cambio, dijo:

—Si quiere fustigarse, tendrá que hacerlo en otro momento. Ahora mismo estoy trabajando en el caso que me ha asignado. La he llamado para decirle lo que estoy pensando, y es lo contrario de la posición oficial de la Policía. Esa colisión podría crear problemas. Necesito saber hasta dónde quiere llevar esto.

—Siga la pista adonde lleve, cueste lo que cueste. Quiero llegar al final de esto. Quiero llegar al final. ¿Está claro?

—Una última pregunta. Puede considerarla de mal gusto, pero tengo que hacerla. ¿Es concebible que Jillian tuviera una aventura con Flores?

—Si era un hombre, bien parecido y peligroso, diría que es mucho más que concebible.

El humor de Gurney, junto con su visión del caso, variaron más de una vez en su trayecto a casa.

La idea de que el asesino de Jillian estuviera relacionado con su caótico pasado, un pasado en común con Héctor Flores, le hacían sentir que pisaba suelo firme y que estaba siguiendo una dirección prometedora en la cual insistir con sus investigaciones. La presentación ritual del cadáver, con la cabeza cercenada situada en el centro de la mesa de cara al cuerpo, constituía una declaración retorcida que iba más allá del simple homicidio. Incluso se le ocurrió que la escena del asesinato creaba un eco irónico respecto de la fotografía erótica que Ashton tenía sobre la chimenea, las dos fotos de Jillian manipuladas en una escena: Jillian mirando a Jillian con avidez.

Dios mío. ¿Era una broma? ¿Era posible que la disposición del cuerpo en la cabaña fuera una parodia sutil de la pose de Jillian Perry en un anuncio de moda? La idea le dio arcadas, una rara reacción para un hombre cuyos años como policía de Homicidios lo habían expuesto a prácticamente todo lo que las personas podían hacerles a otras personas.

Aparcó en el arcén, delante de una tienda de material de granja, hurgó en los papeles que tenía en el asiento de al lado y encontró el número del móvil de Jack Hardwick. Al llamar, su mirada vagó a la colina situada detrás de las oficinas, punteada con tractores grandes y pequeños, empacadoras, cortacéspedes y rastrillos giratorios. Luego se fijó en que algo se movía. ¿Un perro? No, un coyote. Un coyote trotando por la colina, viajando en línea recta, casi con determinación, se le ocurrió a Gurney.

Hardwick respondió al quinto tono, justo cuando la llamada iba a ser desviada al buzón de voz.

—Davey, Davey, ¿qué pasa?

Gurney hizo una mueca: su reacción habitual al tono de voz sarcástico de Hardwick. Aquello le recordaba a su padre. No el sonido de lija en sí, sino el agudo cinismo que le daba forma.

—Tengo una pregunta para ti, Jack. Cuando me metiste en este asunto de Perry, ¿de qué creías que iba?

—Yo no te metí en esto, solo te ofrecí una oportunidad.

—Muy bien, como quieras. Así pues, ¿de qué creías que iba esta oportunidad?

—Nunca llegué lo bastante lejos para formarme una opinión.

—Ja.

—Cualquier cosa que dijera sería pura especulación, así que no voy a decirla.

—No me gustan los juegos, Jack. ¿Por qué quieres que me involucre? Mientras estás pensando en cómo no responder a esta pregunta, te haré otra: ¿por qué está cabreado Blatt? Me topé con él ayer y fue más que desagradable.

—No es relevante.

—¿Qué?

—No es relevante. Mira, hemos sufrido una pequeña reorganización aquí. Como te he dicho, hubo tensión entre Rodriguez y yo en relación con el derrotero que estaba tomando la investigación. Así que yo estoy fuera y Blatt dentro. Es un capullo ambicioso, inepto, igual que el capitán Rod. Lo llamo Capullo Júnior. Esta es su oportunidad de reivindicarse, de mostrar que puede controlar un caso grande. Pero en lo más profundo sabe que es un zurullo inútil. Ahora entras tú, la gran estrella de la gran ciudad, el genio que resolvió el caso de asesinato de Mellery, etcétera. Por supuesto que te odia. ¿Qué coño esperabas? Pero eso no tiene relevancia. ¿Qué coño va a hacer? Sigue con lo que estás haciendo, Sherlock, y no pierdas el sueño por Blatt.

—¿Para eso me llamaste? ¿Para hacer quedar mal a Capullo Júnior?

—Para ver que se hace justicia. Para que peles las capas de esta cebolla tan interesante.

—¿Eso es lo que crees que es?

—¿Tú no?

—Podría ser. Te sorprendería si descubriéramos que Flores fue a Tambury con un plan para matar a alguien.

—Me sorprendería que no fuera así.

—Vuélveme a contar por qué te echaron del caso.

—Te lo he dicho… —empezó Hardwick con exagerada impaciencia, pero Gurney lo cortó.

—Sí, sí, fuiste grosero con el capitán Rod. ¿Por qué me da la sensación de que hubo algo más que eso?

—Porque es lo que piensas de todo. No confías en nadie. No eres una persona confiada, Davey. Mira, he de echar un meo. Hablamos después.

Gurney pensó que a Hardwick nada le gustaba más que una salida de listillo. Colgó el teléfono y volvió a arrancar el coche. Todavía flotaban nubes finas sobre el valle, pero detrás brillaba el disco blanco del sol y los postes de teléfono estaban empezando a proyectar tenues sombras en la carretera desierta. La fila de tractores azules en venta, todavía húmedos a causa de la lluvia matinal, empezó a brillar en la verde colina.

Durante la segunda mitad del viaje a casa, su mente se ocupó de elementos y fragmentos extraños del caso: el comentario de Madeleine sobre que el lugar en el que había aparecido el machete no tenía sentido, la decisión por parte de un hombre sumamente racional de casarse con una mujer más que trastornada, el tren de Carl dando vueltas en torno al árbol, la interpretación de la La lista de Schindler de la bala que atravesó la taza de té, la ciénaga de desorden sexual en la cual todo parecía enfangado.

A la hora en que salió de la autopista del condado y estaba siguiendo el camino de tierra que zigzagueaba desde el valle del río hacia las colinas, sus pensamientos lo habían dejado exhausto. Había un CD que sobresalía del reproductor del salpicadero. Lo metió, buscando distracción. La voz que emergió de los altavoces, acompañada por unos acordes lúgubres en una guitarra acústica, tenía el ritmo del sonsonete lastimero de Leonard Cohen en su estado más lúgubre. El intérprete era un folkie de mediana edad con el improbable nombre de Leighton Lake, a quien él y Madeleine habían ido a ver a una sala de conciertos local para la cual ella había comprado una suscripción anual. Durante el descanso, ella había adquirido uno de los CD de Lake. De todas las canciones que contenía, Gurney descubrió que la que estaba escuchando en ese momento, Al final de mi tiempo, era, de lejos, la más deprimente.

Hubo una vez

que tenía todo el tiempo

del mundo. Qué tiempo

pasé entonces, cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Mentía a mis amantes,

perseguía a todas las demás.

Dejé atrás a todas mis amantes,

cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Cogía lo que quería.

Nunca lo pensaba dos veces.

Tenía una vida de tiempo

cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Mentía a mis amantes,

perseguía a todas las demás.

Dejé atrás a todas mis amantes,

cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

No queda nadie a quien mentir,

nadie a quien dejar,

en este momento de mi vida,

al final de mi tiempo

en este mundo.

Mentía a mis amantes,

perseguía a todas las demás.

Dejé atrás a todas mis amantes,

cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Todo el tiempo del mundo.

Mientras Lake canturreaba el estribillo sensiblero, Gurney estaba pasando entre su granero y el estanque, con la vieja casa ya visible detrás de las plantas de solidago, en lo alto del prado. Al pulsar el botón para apagar el reproductor, lamentando no haberlo hecho antes, sonó su teléfono móvil.

El identificador de llamada decía «Galería Reynolds».

«Dios mío. ¿Qué demonios querrá?».

—Gurney. —Su voz era profesional, con un ápice de sospecha.

—¡Dave! Soy Sonya Reynolds. —Su voz, como de costumbre, irradiaba un nivel de magnetismo animal que podría haberle costado la lapidación en algunos países—. Tengo fabulosas noticias para ti —susurró—. Y no me refiero a nada un poco fabuloso. ¡Me refiero a fabuloso para cambiar tu vida para siempre! Hemos de vernos lo antes posible.

—Hola, Sonya.

—¿Hola? Te llamo para darte el mayor regalo que te van a dar nunca y es lo único que sabes decir.

—Me alegro de oírte. ¿De qué estamos hablando?

Su respuesta fue una sonora risa musical, un sonido tan inquietantemente sensual como todo lo demás en ella.

—Oh, ¡ese es mi Dave! El detective Dave con penetrantes ojos azules. Dudando de todo. Como si yo fuera…, ¿cómo lo llamáis?, ¿un sospechoso, como en la tele? Como si yo fuera un sospechoso, así llamáis al malo, ¿eh? Como si yo fuera un sospechoso que te vende la moto. —Tenía un ligero acento que le recordaba el universo alternativo que había descubierto en películas francesas e italianas en sus años de estudiante.

—¿Qué moto? De momento no me has vendido nada.

Otra vez la risa, que le recordó sus luminosos ojos verdes.

—Y no voy a hacerlo a menos que te vea. Mañana. Tendrá que ser mañana. Pero no has de venir a Ithaca. Puedo ir yo. A desayunar, a comer, a cenar, mañana, cuando quieras. Tú dime la hora y elegiremos el sitio. Te garantizo que no lo lamentarás.