20

Muchas de las casas de Badger Lane, sobre todo las que estaban hacia el final de la calle de Ashton, eran viejas y grandes. Se podía observar que habían sido mantenidas o restauradas con una costosa atención por el detalle. El resultado era una elegancia informal por la cual Gurney sentía un resentimiento que se habría negado a identificar como envidia. Incluso medida por los elevados estándares de Badger Lane, la propiedad de Ashton llamaba la atención: una impecable casona de dos plantas de piedra amarillo pálido rodeada por rosas silvestres, enormes arriates de forma irregular y pérgolas cubiertas de hiedra que servían de pasillos entre distintas zonas de un césped en suave pendiente. Aparcó en un sendero de adoquines que conducía a la clase de garaje que un agente inmobiliario llamaría cochera clásica. Al otro lado del césped se alzaba el pabellón clásico donde habían tocado los músicos de la boda.

Gurney bajó de su coche y de inmediato notó un aroma en el aire. Mientras pugnaba por definirlo, un hombre salió rodeando la parte de atrás de la casa principal con una sierra de podar en la mano. Scott Ashton tenía un aspecto conocido pero diferente, con menos vitalidad en persona que en el vídeo. Iba vestido de campo, con ropa informal pero cara: pantalones de tweed de Donegal y camisa de franela hecha a medida. Reparó en la presencia de Gurney sin mostrar placer ni desagrado.

—Llega a tiempo —dijo. Su voz era calmada, sosegada, impersonal.

—Le agradezco su disposición para recibirme, doctor Ashton.

—¿Quiere entrar? —Era simplemente una pregunta, no una invitación.

—Me sería útil ver antes la zona de detrás de la casa, la localización de la cabaña del jardín. También la mesa del patio donde estaba sentado usted cuando la bala destrozó la taza de té.

Ashton respondió haciendo un movimiento con la mano para que Gurney lo siguiera. Al pasar a través de la pérgola que conectaba el garaje y la zona del sendero lateral de la casa con el jardín principal que había detrás de esta —la pérgola a través de la cual los invitados de la boda habían entrado en la recepción—, Gurney experimentó una extraña mezcla de reconocimiento y desubicación. El pabellón, la cabaña, la parte de atrás de la casa principal, el patio de piedra, los arriates, los bosques de alrededor… Todo resultaba reconocible, pero alterado por el cambio de estación, la ausencia de gente, el silencio. El extraño aroma en el aire, exóticamente herbal, era más intenso allí. Gurney preguntó al respecto.

Ashton hizo un movimiento vago hacia los semilleros que bordeaban el patio.

—Manzanilla, anémona, malva, bergamota, tanaceto, boj. La intensidad relativa de cada componente cambia con la dirección de la brisa.

—¿Tiene un nuevo jardinero?

Los rasgos de Ashton se tensaron.

—¿En lugar de Héctor Flores?

—Tengo entendido que se ocupaba de la mayor parte del trabajo en torno a la casa.

—No, no lo he sustituido. —Ashton se fijó en la sierra de podar que llevaba y sonrió sin calidez—. Salvo por mí. —Se volvió hacia el patio—. Ahí tiene la mesa que quería ver.

Condujo a Gurney a través de un hueco en el murete de piedra hasta una mesa de hierro con un par de sillas a juego situada cerca de la puerta de atrás de la casa.

—¿Quiere sentarse aquí? —Una vez más era una pregunta, no una invitación.

Gurney se había acomodado en la silla que le brindaba la mejor vista de las zonas que recordaba del vídeo cuando un ligero movimiento atrajo su atención hacia la otra punta del patio. Allí, en un pequeño banco situado junto a la soleada fachada posterior de la casa, había un hombre anciano sentado con una ramita en la mano. La movía de lado a lado, haciendo que la ramita pareciera un metrónomo. Tenía el cabello gris, la piel cetrina y una expresión de perplejidad.

—Es mi padre —dijo Ashton, sentado en la silla de enfrente de la de Gurney.

—¿Ha venido de visita?

Ashton hizo una pausa.

—Sí, de visita.

Gurney respondió con expresión de curiosidad.

—Lleva dos años en una residencia privada como resultado de la demencia y de una afasia progresivas.

—¿No puede hablar?

—Desde hace al menos un año.

—¿Lo ha traído aquí de visita?

Los ojos de Ashton se entrecerraron como si pudiera estar a punto de decirle a Gurney que no era asunto suyo, pero entonces su expresión se suavizó.

—La muerte de Jillian… creó… una sensación de soledad. —Parecía confundido por la palabra y vaciló—. Creo que fue una semana o dos después de su muerte cuando decidí traer a mi padre a pasar una temporada aquí. Pensaba que estar con él, cuidando de él… —Una vez más se quedó en silencio.

—¿Cómo se las arregla, yendo cada día a Mapleshade?

—Viene conmigo. Es sorprendente, pero no resulta un problema. Físicamente está bien. No tiene dificultades para caminar. Ni con las escaleras. Ni para comer. Puede cuidar de sus… necesidades de higiene. Aparte de la cuestión del habla, el déficit se da, sobre todo, en que no se orienta… Por lo general está confundido sobre dónde se encuentra, piensa que está de nuevo en el apartamento de Park Avenue, donde vivíamos cuando yo era niño.

—Bonito barrio. —Gurney miró a través del patio al banco donde estaba el viejo.

—Buen barrio, sí. Era una especie de genio de las finanzas. Hobart Ashton. Miembro leal de una clase social en la que todos los nombres de los hombres parecían colegios de secundaria privados.

Era un viejo chiste y sonaba rancio. Gurney sonrió con educación.

Ashton se aclaró la garganta.

—No ha venido para hablar de mi padre. No tengo mucho tiempo. Así pues, ¿qué puedo hacer por usted?

Gurney puso las manos en la mesa.

—¿Es aquí donde estuvo sentado el día del disparo?

—Sí.

—¿No le pone nervioso estar en el mismo sitio?

—Muchas cosas me ponen nervioso.

—No lo habría dicho nunca, mirándole.

Hubo un largo silencio que rompió Gurney.

—¿Cree que el asesino acertó a lo que estaba apuntando?

—Sí.

—¿Qué le hace pensar que no le apuntaba a usted y falló?

—¿Ha visto La lista de Schindler? Hay una escena en la que Schindler trata de convencer al comandante del campo para que perdone la vida a judíos a los cuales normalmente ejecutaría por infracciones menores. Le explica que pudiendo matarlos, teniendo un perfecto derecho a hacerlo, elegir salvarlos como si fuera un dios sería la mayor prueba de su poder sobre ellos.

—¿Es lo que piensa que hizo Flores? ¿Probar, al perdonarle y romper la taza de té, que tiene el poder de matarlo?

—Es una hipótesis razonable.

—Suponiendo que el que disparó fuese Flores.

Ashton sostuvo la mirada de Gurney.

—¿En quién más piensa?

—Le dijo al agente de la investigación, al primero de ellos, que Withrow Perry poseía un rifle del mismo calibre que el de los fragmentos de bala recogidos de este patio.

—¿Lo ha conocido o ha hablado con él?

—Todavía no.

—Cuando lo haga, creo que la noción del doctor Withrow Perry reptando por esos bosques con una mira telescópica le parecerá completamente ridícula.

—Pero ¿no es tan ridícula en el caso de Héctor Flores?

—Héctor ha demostrado que es capaz de cualquier cosa.

—Esa escena que ha mencionado de La lista de Schindler… Ahora que lo pienso, creo recordar que el comandante no hace caso del consejo durante mucho tiempo. No tiene la paciencia necesaria, y muy pronto vuelve a matar a los judíos que no se comportan como él quiere.

Ashton no respondió. Su mirada vagó hacia la colina boscosa que había detrás del pabellón y se quedó allí.

La mayoría de las decisiones de Gurney eran conscientes y bien calculadas, con una llamativa excepción: decidir cuándo era el momento de cambiar el tono de una entrevista. Eso era una cuestión visceral y ese le pareció el momento adecuado. Se echó hacia atrás en su silla de hierro y dijo:

—Marian Eliot es una gran admiradora suya.

Los signos fueron sutiles; quizá Gurney estaba imaginándoselos, pero tuvo la impresión, por la extraña mirada que Ashton le dedicó, que por primera vez en la conversación lo había pillado a contrapié. Ashton se recuperó enseguida.

—Marian es fácil de embelesar —dijo con su voz suave de psiquiatra—, siempre y cuando uno no trate de ser encantador.

Gurney se dio cuenta de que coincidía exactamente con su propia percepción.

—Cree que es usted un genio.

—Ella tiene sus intereses.

Gurney trató de dar otro giro.

—¿Qué opinaba de usted Kiki Muller?

—No tengo ni idea.

—¿Era su psiquiatra?

—Lo fui muy poco tiempo.

—Un año no me parece poco tiempo.

—¿Un año? Más bien dos meses o ni siquiera dos meses.

—¿Cuándo terminaron los dos meses?

—No puedo decírselo. Restricciones de confidencialidad. Ni siquiera debería haberle dicho lo de los dos meses.

—Su marido me dijo que tenía una cita con usted cada martes hasta la semana en que ella desapareció.

Ashton solo ofreció un fruncimiento de cejas de incredulidad y negó con la cabeza.

—Deje que le pregunte algo, doctor Ashton. Sin revelar nada que Kiki Muller pudiera haberle dicho durante el tiempo en que estuvo viéndole, ¿puede decirme por qué su tratamiento terminó tan deprisa?

Lo consideró, pareció incómodo al responder.

—Yo lo interrumpí. —Cerró los ojos un momento. Pareció tomar una decisión—. En mi opinión, ella no estaba interesada en la terapia. Solo estaba interesada en estar aquí.

—¿Aquí? ¿En su propiedad?

—Se presentaba media hora antes a las sesiones, luego se entretenía al terminar, supuestamente fascinada con el paisaje, las flores o lo que fuera. La cuestión es que su atención siempre iba allí donde estaba Héctor. Pero ella no lo reconocía, lo cual hacía que sus palabras conmigo fueran falsas e inútiles. Así que dejé de verla después de seis o siete sesiones. Estoy corriendo un riesgo al decirle esto, pero parece un hecho importante si ella estaba mintiendo sobre la duración del tratamiento. La verdad es que ella dejó de ser mi paciente al menos nueve meses antes de su desaparición.

—¿Podría haber estado viendo a Héctor en secreto todo ese tiempo, diciéndole a su marido que venía a sesiones con usted?

Ashton respiró hondo y soltó el aire lentamente.

—Detestaría reconocer que algo tan descarado estaba ocurriendo delante de mis narices, aquí mismo, en esa maldita cabaña. Pero es coherente con el hecho de que los dos huyeran juntos… después.

—Este Héctor Flores —dijo Gurney de repente—, ¿qué clase de persona imagina que era?

Ashton se estremeció.

—¿Se refiere a cómo es posible que siendo psiquiatra pudiera estar equivocado hasta tal punto respecto a alguien al que estuve observando a diario durante tres años? La respuesta es embarazosamente simple: ceguera en la persecución de un objetivo que se había convertido en demasiado importante para mí.

—¿Qué objetivo era ese?

—La educación y el desarrollo de Héctor Flores. —Ashton puso cara de haber probado algo amargo—. Su notoria evolución de jardinero a erudito iba a ser el tema de mi siguiente libro, una exposición del poder de la educación sobre la naturaleza.

—Y después de eso —dijo Gurney con más sarcasmo del que pretendía—, ¿un segundo libro bajo otro nombre que demoliera el argumento de su primer libro?

Los labios de Ashton se alargaron en una fría sonrisa a cámara lenta.

—Ha tenido una conversación muy instructiva con Marian.

—Lo cual me recuerda otra cosa que quería preguntarle. Sobre Carl Muller. ¿Es consciente de su estado emocional?

—No como profesional.

—Como vecino, entonces.

—¿Qué es lo que quiere saber?

—Dicho con sencillez: quiero saber lo loco que está.

Una vez más Ashton presentó su sonrisa carente de humor.

—Basándome en las cosas que he oído, supongo que está en plena evasión de la realidad. En concreto, de la realidad adulta. De la realidad sexual.

—¿Todo eso lo deduce de que juega con trenes eléctricos?

—Hay una pregunta clave que uno debe hacerse sobre la conducta inapropiada: ¿hay una edad en la cual esa conducta sería apropiada?

—No sé si le entiendo.

—La conducta de Carl parece apropiada para un chico prepubescente. Eso sugiere que podría ser una forma de regresión en la cual el individuo vuelve al último momento seguro y feliz de su vida. Diría que Carl ha regresado a un tiempo de su vida antes de que las mujeres y el sexo entraran a formar parte de la ecuación, antes de que experimentara el dolor de que una mujer lo engañara.

—Está diciendo que, de alguna manera, descubrió la aventura de su mujer con Flores y eso lo llevó a caer al abismo.

—Es posible, si ya fuera frágil con antelación. Es coherente con su conducta actual.

Un banco de nubes, que se habían materializado como por ensalmo en el cielo azul, pasó gradualmente delante del sol, lo que hizo que la temperatura en el patio bajara al menos diez grados. Ashton no pareció notarlo. Gurney metió las manos en los bolsillos. Mala circulación en los dedos y consiguiente sensibilidad al frío: otro recordatorio de que los genes de su padre dominaban más su cuerpo con cada año que pasaba.

—¿Un descubrimiento como ese podría bastar para que la matara? ¿O matara a Flores?

Ashton torció el gesto.

—¿Tiene alguna razón para creer que Kiki y Héctor estén muertos?

—Ninguna, salvo por el hecho de que ninguno de los dos ha sido visto en los últimos cuatro meses. Pero tampoco tengo pruebas de que estén vivos.

Ashton miró su reloj, un antiguo Cartier bien bruñido.

—Está pintando una imagen complicada, detective.

Gurney se encogió de hombros.

—¿Demasiado complicada?

—No me corresponde decirlo. No soy psicólogo forense.

—¿Qué es?

Ashton pestañeó, quizá por lo abrupto de la pregunta.

—¿Perdón?

—¿Su campo de especialización…?

—Conducta sexual destructiva, sobre todo abuso sexual.

Era el turno de pestañear de Gurney.

—Tenía la impresión de que era director de una escuela para chicas con problemas.

—Sí. Mapleshade.

—¿Mapleshade es para chicas de las que han abusado sexualmente?

—Lo siento, detective. Está abriendo un tema del que no se puede hablar en poco tiempo sin el riesgo de que haya malentendidos, y ahora no tengo tiempo para tratarlo con detalle. Quizás otro día. —Miró otra vez su reloj—. La cuestión es que tengo dos citas esta tarde y he de prepararme. ¿Tiene preguntas más sencillas?

—Dos. ¿Es posible que estuviera equivocado con respecto a que Héctor Flores fuera mexicano?

—¿Equivocado?

Gurney esperó.

Ashton pareció agitado, se movió hasta el borde de la silla.

—Sí, podría estar equivocado con eso, junto con todo lo demás que he pensado sobre él. ¿Segunda pregunta?

—¿Significa algo para usted el nombre de Edward Vallory?

—¿Se refiere al mensaje de texto en el teléfono de Jillian?

—Sí. «Por todas las razones que he escrito. Edward Vallory».

—No. El primer investigador del caso me lo preguntó. Le dije entonces que no me era un nombre familiar y sigue siendo así. Me dijeron que la compañía de teléfonos rastreó el mensaje hasta llegar al teléfono móvil de Héctor.

—Pero ¿no tiene ni idea de por qué usaría el nombre de Edward Vallory?

—Ninguna. Lo siento, detective, pero he de prepararme para mis citas.

—¿Puedo verle mañana?

—Estaré todo el día en Mapleshade, con la agenda llena.

—¿A qué hora se va por la mañana?

—¿De aquí? A las nueve y media.

—¿Qué le parece a las ocho y media, pues?

La expresión de Ashton vagó entre la consternación y la preocupación.

—Muy bien. Entonces, a las ocho y media de la mañana.

De camino a su coche, Gurney miró al fondo del patio. El sol ya se había puesto, pero la ramita metrónomo de Hobart Ashton todavía se movía adelante y atrás con un ritmo lento y monótono.