El lugar que propuso Marian Eliot para llevar a cabo su conversación fue su propia casa, que se hallaba al otro lado del camino, a cien metros de la de Carl Muller, colina abajo. La ubicación exacta resultó no ser tanto su casa como su sendero de entrada, donde la mujer reclutó la ayuda de Gurney para que sacara sacos de musgo de turba y mantillo de la parte de atrás del Land Rover.
Ella había cambiado el garrote por una azada y estaba de pie al borde de un jardín de rosas, a unos tres metros del vehículo. Mientras Gurney levantaba los sacos y los colocaba en una carretilla, Eliot le preguntó por su papel preciso en la investigación y su posición en la cadena de mando de la Policía del estado.
Su explicación de que era «asesor de pruebas» que había sido contratado por la madre de la víctima de manera externa al proceso oficial del DIC fue recibida con una mirada escéptica y los labios apretados.
—¿Qué demonios se supone que significa eso?
Gurney decidió arriesgarse y respondió sin rodeos.
—Le diré lo que significa si no se lo cuenta a nadie. Me permite llevar a cabo una investigación sin esperar a que el estado emita una licencia oficial de investigador privado. Si quiere comprobar mi historial como detective de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York, llame al rinoceronte listo, cuyo nombre, por cierto, es Jack Hardwick.
—Ja. ¡Buena suerte con el estado! ¿Cree que podría empujar esta carretilla hasta allí?
Gurney lo interpretó como su forma de aceptar la situación tal como era. Hizo tres viajes más entre la parte de detrás del Land Rover y el jardín de rosas. Después del tercero, ella lo invitó a sentarse en un banco de hierro forjado pintado con esmalte blanco, bajo un manzano muy crecido cuya fruta aún estaba verde y fuera de su alcance.
Marian Eliot se volvió para poder verlo de frente.
—¿Qué es todo eso de las piezas que faltan?
—Ya llegaremos a las piezas que faltan, pero antes necesito plantear unas cuantas preguntas que me ayuden a orientarme. —Estaba buscando a tientas un equilibrio entre firmeza y ligereza, observando el lenguaje corporal de la mujer en busca de signos que indicaran la necesidad de un cambio de ritmo—. Primera pregunta: ¿cómo describiría al doctor Ashton en una frase o dos?
—No lo intentaría. No es la clase de hombre que pueda definirse en una frase o dos.
—¿Un hombre complejo?
—Mucho.
—¿Algún rasgo predominante de personalidad?
—No sabría cómo responder a eso.
Gurney sospechaba que la forma más rápida de conseguir algo de Marian Eliot sería dejar de insistir. Se sentó otra vez y estudió las formas de las ramas del manzano, retorcidas por una serie de podas antiguas.
Había acertado. Al cabo de un momento, la mujer empezó a hablar.
—Le contaré algo de Scott, algo que hizo, pero tendrá que interpretar usted mismo lo que significa, si eso equivale a un rasgo de personalidad. —Articuló la frase con desagrado, como si le resultara un concepto demasiado simplista para aplicarlo a seres humanos.
—Cuando Scott todavía estaba en la Facultad de Medicina, escribió el libro que lo hizo famoso; bueno, famoso en ciertos círculos académicos. Se titulaba La trampa de la empatía. Argumentaba de manera contundente (con datos biológicos y psicológicos que respaldaban su hipótesis) que la empatía es, en esencia, un defecto de frontera, que los sentimientos de empatía que los seres humanos tienen unos con otros son en realidad efecto de la confusión. Su tesis era que nos ocupamos uno del otro, porque en alguna parte del cerebro no logramos distinguir entre el propio yo y el del otro. Llevó a cabo un experimento elegantemente simple en el cual los sujetos observaban a un hombre pelando una manzana. Mientras la estaba pelando, la mano del hombre parecía resbalar y el cuchillo le cortaba el dedo. Los sujetos eran grabados en vídeo para realizar un análisis posterior de sus reacciones al corte. Prácticamente, todos los sujetos se estremecieron de manera refleja. Solo dos de los cien no tuvieron ninguna reacción y, cuando se hicieron test psicológicos a esos dos, revelaron características mentales y emocionales comunes con los sociópatas. La opinión de Scott era que estremecerse durante una fracción de segundo cuando alguien se corta es porque durante ese tiempo no somos capaces de distinguir entre esa persona y nosotros mismos. En otras palabras: el límite del ser humano normal es imperfecto de la misma manera en que el del sociópata es perfecto. El sociópata nunca se confunde a sí mismo y sus necesidades con las de otra persona y, por consiguiente, no tiene sentimientos relacionados con el bienestar de los demás.
Gurney sonrió.
—Una idea que debió de suscitar reacciones.
—Oh, sí. Por supuesto, gran parte de la reacción tenía que ver con la elección de palabras de Scott: perfecto e imperfecto. Algunos de sus colegas interpretaron su lenguaje como una glorificación del sociópata. —Los ojos de Marian Eliot brillaban de excitación—. Pero todo eso formaba parte de su plan. En resumen: consiguió la atención que quería. A la edad de veintitrés años era el tema de conversación del mundillo.
—Así que es listo y sabe cómo…
—Espere —lo interrumpió ella—, ese no es el final de la historia. Unos meses después de que su libro armara una controversia, se publicó otro libro que en esencia era un ataque en toda regla a la teoría de la empatía de Scott. El título del libro con la tesis opuesta era Corazón y alma. Era riguroso y bien argumentado, pero su tono era completamente diferente. Su mensaje era que lo único que cuenta es el amor, y que la «porosidad de frontera», como Scott había descrito la empatía, era de hecho un salto evolutivo hacia delante y la esencia misma de las relaciones humanas. La gente de la profesión estaba dividida en grupos opuestos. Se generaron decenas de artículos periodísticos. Se escribieron cartas apasionadas. —Eliot se sentó contra el brazo del banco, observando la expresión de Gurney.
—Tengo la sensación de que hay más —dijo este.
—La verdad es que sí. Un año después se descubrió que Scott Ashton había escrito ambos libros. —Hizo una pausa—. ¿Qué opina de eso?
—No estoy seguro de qué pensar de ello. ¿Cómo se recibió en la profesión?
—Rabia total. Sensación de que les habían tomado el pelo a todos. Parte de verdad hay en eso. Pero los libros en sí eran intachables. Ambas contribuciones eran perfectamente legítimas.
—¿Y cree que todo eso fue para atraer la atención sobre sí mismo?
—No —soltó—. ¡Por supuesto que no! El tono era para captar la atención. Hacerse pasar por dos autores en conflicto entre ellos era captar atención. Pero había un propósito más profundo, un mensaje más profundo destinado a cada lector: has de decidirte, encontrar tu propia verdad.
—¿Diría que Ashton es un tipo listo?
—Brillante, en realidad. Nada convencional e impredecible. Sabe escuchar como nadie y aprende deprisa. Y es una figura extrañamente trágica.
Gurney tenía la impresión de que, a pesar de tener casi setenta años, Marion Eliot estaba afligida con algo que no podría reconocer: estaba locamente enamorada de un hombre que tenía casi tres décadas menos que ella.
—¿Se refiere a «trágico» en el sentido de lo que ocurrió en el día de su boda?
—Va un poco más allá de eso. El asesinato, por supuesto, terminó formando parte de ello. Pero considere los arquetipos míticos incorporados en la historia desde el principio hasta el final. —Hizo una pausa, dándole tiempo a tal consideración.
—No estoy seguro de haberla entendido.
—Cenicienta… Pigmalión… Frankenstein.
—¿Está hablando de la evolución de la relación de Scott Ashton con Héctor Flores?
—Exacto. —Le dedicó una sonrisa de aprobación, como si él fuera un buen estudiante—. La historia tiene un inicio clásico: un extraño entra en el pueblo, hambriento, buscando trabajo. Un terrateniente local, un hombre acaudalado, lo contrata, lo acoge en su casa, lo prueba en diversas tareas, ve potencial en él, le da cada vez más responsabilidad, le proporciona una nueva vida. El pobre trabajador doméstico, en efecto, es elevado mágicamente a una nueva vida rica. No es la historia de Cenicienta en sus detalles de género, pero desde luego sí en su esencia. Sin embargo, en la relación Ashton-Flores, la historia de Cenicienta es solo el primer acto. Luego se pone en marcha un nuevo paradigma, cuando el doctor Ashton queda cautivado por la oportunidad de moldear a su estudiante en algo más grande, cuando quiere llevarlo a su máximo potencial, esculpir la estatua en una especie de perfección, dar vida a Héctor Flores en el sentido más completo posible. Le compra libros, un ordenador, cursos en línea, pasa cada día horas supervisando su educación, empujándolo hacia una especie de perfección. No es exactamente como el mito de Pigmalión, pero se parece mucho. Ese fue el segundo acto. El tercero, por supuesto, se convirtió en la historia de Frankenstein. Concebido para ser la mejor de las criaturas humanas, resulta que Flores alberga los peores defectos y que llevó la desolación y el horror a la vida del genio que lo creó.
Asintiendo lenta y apreciativamente, Gurney asimiló todo ello, fascinado no solo por los paralelismos entre el cuento de hadas y los sucesos de la vida real, sino también por la insistencia de Marian Eliot en su enorme significado. Los ojos de la mujer ardían con convicción y algo de triunfalismo. La pregunta que Gurney se hacía era: ¿el triunfo estaba relacionado de algún modo con la tragedia, o simplemente reflejaba una satisfacción académica en relación con la profundidad de su propia comprensión?
Después de un breve silencio en el que su excitación remitió, la mujer preguntó:
—¿Qué estaba esperando descubrir de Carl?
—No lo sé. Quizá por qué su casa está mucho más ordenada en el interior que fuera.
Gurney no lo dijo completamente serio, pero Marian Eliot respondió con un tono de mujer de negocios.
—Cuido de Carl regularmente. No ha sido él mismo desde que desapareció Kiki. Es comprensible. Mientras estoy ahí, dejo las cosas donde creo que deberían estar. En realidad no es nada. —Miró por encima del hombro de Gurney en dirección a la casa de Muller, escondida detrás de una hectárea de árboles—. Cuida mejor de sí mismo de lo que usted cree.
—¿Ha oído su opinión sobre los latinos?
Ella emitió un suspiro breve y exasperado.
—La postura de Carl en esta cuestión no es muy diferente de los discursos de campaña de ciertas figuras públicas.
Gurney le dedicó una mirada de curiosidad.
—Sí, lo sé, es un poco intenso con eso, pero considerando…, bueno, considerando la situación con su esposa… —La voz de Eliot se fue apagando.
—¿Y el árbol de Navidad en septiembre? ¿Y las felicitaciones navideñas?
—Le gustan. Lo alivian. —Se levantó, cogió con mano firme la azada que había apoyado en el tronco del manzano y saludó con la cabeza a Gurney en un gesto rápido que indicaba que daba la conversación por concluida. Desde luego, hablar sobre la locura de Carl no era su actividad favorita—. Tengo trabajo que hacer. Buena suerte con sus investigaciones, señor Gurney.
O bien lo había olvidado, o bien conscientemente había elegido no seguir su anterior interés por las piezas faltantes del rompecabezas. Gurney se preguntó de qué se trataba.
El gran Airedale al parecer notó un cambio en la atmósfera emocional, pues apareció de repente al lado de su dueña.
—Gracias por su tiempo. Y su percepción —dijo Gurney—. Espero que me dé la oportunidad de hablar otra vez con usted.
—Ya veremos. A pesar de mi jubilación, soy una mujer ocupada.
Eliot se volvió al jardín de rosas con su azada y empezó a cavar con fuerza en el duro suelo, como si estuviera combatiendo con un elemento díscolo de su propia naturaleza.