A las diez de la mañana, Gurney había enviado a Val Perry una propuesta de contrato y había marcado los tres números de Scott Ashton que ella le había dado —el de su casa, el móvil personal y el de la Academia Residencial de Mapleshade—, para intentar concertar una reunión. Había dejado mensajes en el buzón de voz en los dos primeros, y un tercer mensaje a una asistente que se identificó solo como señora Liston.
A las 10.30, Ashton le devolvió la llamada, dijo que había recibido los tres mensajes más uno de Val Perry en el que le explicaba el papel de Gurney.
—Me ha dicho que quiere hablar conmigo.
Su voz, conocida por el vídeo, parecía más sonora y más suave por teléfono, con una calidez impersonal, como una voz de anuncio de producto caro; muy adecuada para un psiquiatra famoso, pensó Gurney.
—Así es, señor —dijo—. En cuanto a usted le venga bien.
—¿Hoy?
—Hoy sería ideal.
—En la academia a mediodía o en mi casa a las dos. Usted decide.
Gurney eligió lo segundo. Si salía para Tambury inmediatamente, tendría tiempo para dar una vuelta, formarse una idea de la zona, de la calle de Ashton en particular, quizá para hablar con un vecino o dos. Se acercó a la mesa, cogió la lista de entrevistas del DIC que le había proporcionado Hardwick e hizo una marca con lápiz al lado de cada nombre con dirección en Badger Lane. De la misma pila, eligió la carpeta «Resúmenes de interrogatorios» y se dirigió a su coche.
El pueblo de Tambury debía en parte su carácter aletargado y recluido al hecho de haber crecido en torno a un cruce de dos carreteras del siglo XIX que habían sido circunvaladas por carreteras más modernas, lo cual normalmente produce un declive económico. No obstante, la situación de Tambury en un valle elevado de la cara norte de las montañas y con vistas de postal en las cuatro direcciones la había salvado. La combinación de la paz de lugar apartado y una gran belleza lo convertía en una localidad atractiva para ricos jubilados y propietarios de segundas residencias.
Sin embargo, no toda la población encajaba en esa descripción. La antigua granja láctea de Calvin Harlen, ahora destartalada y rodeada de maleza, se hallaba en un rincón de Higgles Road y Badger Lane. Apenas pasaba de mediodía cuando la voz clara de bibliotecaria del GPS de Gurney leyó el tramo final de su trayecto de una hora y cuarto desde Walnut Crossing. Aparcó en el lado norte de Higgles Road y miró la propiedad derruida, cuyo rasgo más característico era una montaña de tres metros de estiércol, coronada por monstruosas malas hierbas, apilada junto a un granero que se inclinaba de manera imponente hacia ella. Al fondo, hundiéndose en un campo lleno de maleza, se extendía una línea irregular de coches oxidados puntuada por un autobús escolar amarillo sin ninguna rueda.
Gurney abrió su carpeta de resúmenes de interrogatorios y colocó uno encima. Leyó:
Calvin Harlen. Edad 39. Divorciado. Autónomo, trabajos esporádicos (reparaciones domésticas, segar el césped, barrer la nieve, despiece de ciervos en temporada, taxidermia). Trabajo de mantenimiento general para Scott Ashton hasta la llegada de Héctor Flores, que se hizo cargo de sus labores. Asegura que tenía un contrato verbal con Ashton que este rompió. Afirma (sin datos que lo apoyen) que Flores era un extranjero ilegal, gay, seropositivo, adicto al crac. Se refirió a él como «hispano repugnante», a Ashton como «mentiroso de mierda», a Jillian Perry como «zorra mocosa» y a Kiki Muller como «zorra de hispanos». Ningún conocimiento del homicidio, sucesos relacionados o localización del sospechoso. Asegura que la tarde del homicidio estaba trabajando en su granero, solo.
El sujeto tiene escasa credibilidad. Inestable. Antecedentes por detenciones múltiples en un periodo de veinte años por cheques sin fondos, violencia doméstica, alcoholismo y desorden público, acoso, amenazas, asalto. (Véase informe unificado de antecedentes adjunto).
Gurney cerró la carpeta y la puso en el asiento del pasajero. Aparentemente la vida de Calvin Harlen había sido una audición prolongada para el papel de paleto blanco ideal.
Dave Gurney bajó del coche, lo cerró y cruzó la carretera sin tráfico hasta una extensión de tierra llena de surcos que servía como una especie de camino de entrada a la propiedad. Este se bifurcaba en dos sendas no muy bien definidas, separadas por un triángulo de hierba raquítica: una hacia la pila de estiércol y el granero a la derecha; la otra a la izquierda, hacia una casa maltrecha de dos plantas. Habían pasado tantas décadas desde la última vez que la habían pintado que los retazos de pintura en la madera podrida ya no tenían un color definido. El techo del porche se aguantaba sobre unos cuantos postes de cuatro por cuatro más recientes que la casa, pero que distaban mucho de ser nuevos. En uno de los postes había un letrero de contrachapado que anunciaba «Despiece de ciervos» en rojo, goteando, con letras pintadas a mano.
Desde dentro de la casa se oyó el estallido del ladrido frenético de al menos dos perros que parecían grandes. Gurney esperó para ver si el estruendo llevaba a alguien a la puerta.
Un hombre salió del granero, o al menos de algún lugar situado de detrás de la pila de estiércol: delgado, ajado, con la cabeza afeitada, que sostenía lo que parecía ser, o un destornillador muy fino, o un picahielos.
—¿Has perdido algo? —Estaba sonriendo como si la pregunta fuera un chiste inteligente.
—¿Que si he perdido algo? —dijo Gurney.
—¿Dices que estás perdido?
Fuera cual fuese aquel juego, el hombre delgado parecía estar pasándoselo muy bien.
Gurney tenía ganas de tirarlo al suelo para que fuera él el que se preguntara cuál era el juego.
—Conozco a alguna gente con perros —dijo Gurney—. Si es la clase adecuada de perro, puedes ganar mucho dinero. Si no, tienes mala suerte.
—¡Cierra el pico!
Gurney necesitó un segundo o dos —y el repentino final de los ladridos en la casa— para darse cuenta de a quién le había gritado el hombre flaco.
Sabía que aquello podía volverse peligroso, que todavía tenía la opción de alejarse, pero quería quedarse, sentía el lunático impulso de discutir con aquel lunático. Empezó a estudiar el suelo que le rodeaba y cogió una pequeña piedra oval del tamaño del huevo de un petirrojo. La masajeó lentamente entre las palmas como para calentarla, la hizo girar en el aire como si fuera una moneda, la cogió y cerró el puño en torno a ella.
—¿Qué coño estás haciendo? —preguntó el hombre, dando una pasito para acercarse.
—Chis —dijo Gurney con suavidad. Dedo por dedo, fue abriendo poco a poco el puño, examinó la piedra de cerca, sonrió y la lanzó por encima del hombro.
—¿Qué coño…?
—Lo siento, Calvin, no quería ofenderte. Es así como tomo las decisiones, y me hace falta concentración.
Los ojos del hombre se agrandaron.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Todo el mundo te conoce, Calvin. ¿O prefieres que te llame señor Hard-On[1]?
—¿Qué?
—Calvin, pues. Más sencillo. Más bonito.
—¿Quién coño eres? ¿Qué quieres?
—Quiero saber dónde puedo encontrar a Héctor Flores.
—Héc… ¿Qué?
—Lo estoy buscando, Calvin. Voy a encontrarlo. Pensaba que podrías ayudarme.
—¿Cómo coño…? ¿Quién…? No serás poli, ¿no?
Gurney no dijo nada, solo dejó que su expresión adquiriera su mejor imitación de un asesino despiadado. La expresión de hombre de hielo pareció fascinar a Harlen, e hizo que abriera un poco más los ojos.
—Flores, el hispano, ¿a ese estás buscando?
—¿Puedes ayudarme, Calvin?
—No lo sé, ¿cómo?
—Quizá podrías simplemente contarme todo lo que sabes sobre nuestro amigo común. —Gurney hizo inflexión en las últimas tres palabras con una amenaza tan irónica que por un segundo temió que se había pasado. Pero la sonrisa inane de Harlen eliminó el miedo de que algo pudiera ser exagerado con ese tipo.
—Sí, claro, ¿por qué no? ¿Qué quieres saber?
—Para empezar, ¿sabes de dónde vino?
—De la parada de autobús en el pueblo donde venían esos hispanos, por ahí. Holgazanean —dijo, haciéndolo sonar como si fuera un término legal para referirse a masturbarse en público.
—¿Y antes de eso? ¿Sabes de dónde vino originalmente?
—De algún estercolero mexicano, de donde coño salgan.
—¿Nunca te lo dijo?
Harlen negó con la cabeza.
—¿Alguna vez te dijo algo?
—¿Como qué?
—Lo que sea. ¿Alguna vez hablaste con él?
—Una vez. Por teléfono. Y es otra razón por la que sé que es un mentiroso. El pasado…, no sé, octubre, noviembre. Llamé al doctor Ashton por lo de barrer la nieve, pero el hispano cogió el teléfono y quería saber qué deseaba yo. Le digo que quiero hablar con el doctor, ¿por qué coño tenía que hablar con él? Me suelta que tenía que decirle de qué quería hablar y que él se lo contaría al doctor. Le digo que no llamaba para hablar con él, que se fuera a tomar por culo. ¿Quién coño cree que es? Estos cabrones mexicanos han venido aquí con su puta gripe porcina, el sida y la lepra de mierda, se llevan los seguros, roban trabajos, no pagan impuestos, nada, putos enfermos estúpidos. Si vuelvo a ver ese cerdo cabrón, le meteré un tiro en la cabeza. No, primero le volaré los cojones.
En medio de la perorata de Harlen, uno de los perros de la casa empezó a ladrar otra vez. Harlen se volvió a un lado, escupió en el suelo, negó con la cabeza, gritó:
—Cierra la boca.
Los ladridos se detuvieron.
—¿Has dicho que había otra razón por la que sabías que era un mentiroso?
—¿Qué?
—Has dicho que hablar con Flores por teléfono era otra razón por la que sabías que era un mentiroso.
—Exacto.
—¿Mentiroso por qué?
—Vino un capullo que no hablaba ni una puta palabra en inglés. Al año siguiente hablaba como un puto, como un puto, no sé…, pero lo sabe todo.
—Sí, ¿y qué supusiste, Calvin?
—Supuse que a lo mejor era todo mentira, ¿lo pillas?
—Cuéntame.
—Joder, nadie aprende inglés tan deprisa.
—¿Crees que, en realidad, no era mexicano?
—Solo digo que era un peliculero, que buscaba alguna cosa.
—¿Qué estás diciendo?
—Está clarísimo, tío. Si es tan listo ¿por qué coño vino a la casa del doctor a preguntar si podía barrer las hojas? Tenía un plan, joder.
—Es interesante, Calvin. Eres un tipo brillante. Me gusta tu forma de pensar.
Harlen asintió, luego volvió a escupir en el suelo como para hacer hincapié en que estaba de acuerdo con el cumplido.
—Y hay otra cosa. —Bajó la voz a un tono de conspiración—. Ese hispano nunca te dejaba que le vieras la cara. Siempre llevaba uno de esos sombreros de rodeo y gafas de sol. ¿Sabes lo que estoy pensando? Pienso que temía que lo vieran, siempre escondido en la casa grande o en esa puta casa de muñecas. Igual que la zorra.
—¿De qué zorra hablas?
—La zorra a la que le cortaron la cabeza. Te adelantaba en la carretera y apartaba la vista como si fueras un mierda. Como si fueras un perro muerto, ¡la muy zorra! Así que me parece que a lo mejor tenía algo en la recámara, eso es, ella y el señor cerdo. Los dos eran demasiado culpables para mirar a nadie a los ojos. Así que estoy pensando, eh, un momento, a lo mejor era más que eso. Quizás el hispano no quiere que lo identifiquen. ¿Alguna vez has pensado en eso?
Cuando Gurney concluyó la entrevista, dándole las gracias a Harlen y diciéndole que estarían en contacto, no estaba seguro de qué había averiguado ni de si podría merecer la pena. Si Ashton había empezado a emplear a Flores en lugar de a Harlen para hacer trabajos en su propiedad, este sin duda tendría un gran resentimiento, y todo el resto, toda la bilis que Harlen había estado escupiendo, podría surgir directamente del golpe a su cartera y a su orgullo. O quizás había algo más. Tal vez, como había asegurado Hardwick, toda la situación tenía capas ocultas, no era lo que parecía en absoluto.
Gurney volvió a su coche en el arcén de Higgles Road y escribió tres notas breves para él en un pequeño bloc de espiral:
¿Flores no es quien dice ser? ¿No es mexicano?
¿Flores teme que Harlen lo reconozca del pasado? ¿O teme que Harlen pueda identificarlo en el futuro? ¿Por qué, si Ashton podría identificarlo?
¿Alguna prueba de una aventura entre Flores y Jillian? ¿Alguna relación anterior entre ellos? ¿Algún motivo para el asesinato anterior a Tambury?
Contempló con escepticismo sus propias preguntas, dudando de que alguna de ellas condujera a un hallazgo útil. Calvin Harlen, enfadado y paranoico, no era una fuente fiable.
Miró el reloj del salpicadero: la una del mediodía. Si se saltaba la comida, tendría tiempo para una entrevista más antes de su cita con Ashton.
La propiedad de los Muller era la penúltima de Badger Lane, justo antes del paraíso ajardinado de Ashton. Estaba a un mundo de distancia del antro de Harlen en la esquina de Higgles Road.
Gurney aparcó nada más pasar un buzón de correos en el que constaba la dirección de Carl Muller que había leído en su hoja maestra de entrevistas. La casa era muy grande, de estilo colonial, con los clásicos ribetes y contraventanas negras, apartada de la calle. A diferencia de las viviendas meticulosamente cuidadas que la precedían, tenía una sutil aura de desatención: una contraventana un poco torcida, una rama rota caída en el césped delantero, hierba descuidada, hojas caídas apelmazadas en el sendero, una silla plegable patas arriba que el viento había arrastrado hasta un sendero de ladrillos junto a la puerta lateral.
De pie junto a la puerta delantera de paneles, oyó música que sonaba apagada en algún lugar del interior. No había timbre, solo un antiguo llamador de cobre que Gurney usó varias veces con impactos crecientes antes de que la puerta se abriera por fin.
El hombre que apareció delante de él no tenía buen aspecto. Calculó que su edad estaría en algún lugar entre los cuarenta y cinco y los sesenta, en función de qué parte de su aspecto fuera atribuible a la enfermedad. Su cabello lacio hacía juego con el color beis grisáceo de su cárdigan.
—Hola —dijo sin el menor atisbo de saludo o curiosidad.
A Gurney le impactó la extraña manera en la que ese hombre hablaba con un desconocido.
—¿Señor Muller?
El hombre pestañeó, parecía que estaba escuchando una reproducción grabada de la pregunta.
—Soy Carl Muller. —Su voz tenía el carácter pálido y atonal de su piel.
—Me llamo Dave Gurney, señor. Participo en la búsqueda de Héctor Flores. Me preguntaba si podría concederme un minuto o dos de su tiempo.
La reproducción de la cinta tardó más esta vez.
—¿Ahora?
—Si es posible, señor. Sería muy útil.
Muller asintió lentamente. Retrocedió e hizo un gesto vago con la mano.
Gurney entró en el oscuro vestíbulo central de una casa del siglo XIX, bien conservada con suelo de planchas anchas y con bastantes elementos de la carpintería original. Oyó de manera más identificable la música que había oído amortiguada antes de entrar. Era Adeste fideles, extrañamente fuera de estación, y parecía proceder del sótano.
Había también otro sonido, una especie de zumbido rítmico y bajo, también procedente de algún lugar situado debajo de ellos. A la izquierda de Gurney, una puerta de doble hoja conducía a un comedor formal con una chimenea enorme. Delante de él, el amplio pasillo se extendía hasta la parte de atrás de la casa, donde una puerta con paneles de cristal daba a lo que parecía un jardín sin fin. A un lado del pasillo, una amplia escalera con una elaborada balaustrada conducía al segundo piso. A su derecha había un salón anticuado amueblado con sofás mullidos y sillones y mesas antiguas y aparadores sobre los que colgaban paisajes marinos al estilo de Winslow. La impresión de Gurney era que el interior de la casa estaba mejor cuidado que el exterior. Muller sonrió completamente alelado, como si esperara que le dijeran qué hacer a continuación.
—Una casa encantadora —dijo Gurney con amabilidad—. Parece muy confortable. Quizá podamos sentarnos un momento y hablar.
Una vez más ese tono extraño:
—Muy bien.
Al ver que Muller no se movía, Gurney hizo un gesto inquisitivo hacia el salón.
—Por supuesto —dijo Muller, pestañeando como si acabara de despertarse—. ¿Cómo ha dicho que se llama? —Sin esperar una respuesta, caminó hacia un par de sillones enfrentados situados delante de la chimenea—. Así pues —dijo como si tal cosa cuando ambos se sentaron—, ¿de qué se trata?
El tono de la pregunta sonó rara, despistada, como todo lo demás en Carl Muller. A menos que el hombre tuviera alguna tendencia inherente a la confusión —poco probable en la rigurosa profesión de la ingeniería naval—, la explicación tenía que ser alguna forma de medicación, quizá comprensible en el periodo subsiguiente a que su esposa desapareciera con un asesino.
Quizá por la posición de los conductos de calefacción, Gurney notó que los compases del Adeste fideles y el tenue zumbido que subía y bajaba era más audible en esa sala que en el pasillo. Estuvo tentado de preguntar por ello, pero pensó que sería mejor permanecer concentrado en lo que verdaderamente quería saber.
—Es usted detective —dijo Muller; una afirmación, no una pregunta.
Gurney sonrió.
—No lo entretendré mucho, señor. Solo hay unas pocas cosas que quiero preguntarle.
—Carl.
—¿Disculpe?
—Carl. —Estaba mirando a la chimenea, hablando como si las cenizas del último fuego hubieran nublado su memoria—. Me llamo Carl.
—Vale, Carl. Primera pregunta —dijo Gurney—: antes del día de su desaparición, ¿la señora Muller había tenido algún contacto con Héctor Flores del que tuviera constancia?
—Kiki —dijo, otra revelación desde las cenizas.
Gurney repitió su pregunta.
—¿Lo tendría, no? ¿Dadas las circunstancias?
—Las circunstancias eran…
Muller cerró y abrió los ojos en un proceso demasiado letárgico para describirlo como un pestañeo.
—Sus sesiones de terapia.
—¿Sesiones de terapia? ¿Con quién?
Muller miró a Gurney por primera vez desde que había entrado en la habitación, pestañeando más deprisa ahora.
—Con el doctor Ashton.
—¿El doctor tiene una consulta en su casa? ¿En la puerta de al lado?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo había estado viéndolo?
—Seis meses. Un año. ¿Menos? ¿Más? No me acuerdo.
—¿Cuándo fue su última sesión?
—El martes. Eran siempre los martes.
Por un momento, Gurney estaba desconcertado.
—¿Se refiere al martes antes de que desapareciera?
—Exacto, el martes.
—¿Y cree que la señora Muller, Kiki, habría tenido contacto con Flores cuando se presentó en la consulta de Ashton?
Muller no respondió. Su mirada había regresado a la chimenea.
—¿Alguna vez habló de él?
—¿De quién?
—De Héctor Flores.
—No era la clase de persona de la que hubiéramos hablado.
—¿Qué clase de persona era él?
Muller murmuró una sonrisita sin humor y negó con la cabeza.
—Sería obvio, ¿no?
—¿Obvio?
—Por su nombre —dijo Muller con repentino e intenso desdén. Todavía estaba mirando a la chimenea.
—¿Un nombre español?
—Son todos iguales. Salta a la vista, joder. Están apuñalando a nuestro país por la espalda.
—¿Los mexicanos?
—Los mexicanos son solo la punta del cuchillo.
—¿Esa es la clase de persona que era Héctor?
—¿Ha estado alguna vez en esos países?
—¿Países latinos?
—Los países con climas cálidos.
—No puedo decir que haya ido, Carl.
—Sitios sucios, todos y cada uno de ellos: México, Nicaragua, Colombia, Brasil… Todos y cada uno de ellos, sucios.
—¿Como Héctor?
—¡Sucios!
Muller miró la rejilla de hierro cubierta de cenizas como si estuviera mostrando imágenes exasperantes de esa suciedad.
Gurney se quedó sentado en silencio durante un minuto, esperando a que la tormenta amainara. Observó los hombros del hombre relajándose lentamente, aferrándose con menos fuerza a los brazos de la silla, cerrando los ojos.
—¿Carl?
—¿Sí? —Muller reabrió los ojos. Su expresión se había tornado asombrosamente anodina.
Gurney habló con voz suave.
—¿Alguna vez ha tenido constancia de que algo inapropiado podría haber estado pasando entre su mujer y Héctor Flores?
Muller parecía perplejo.
—¿Cómo ha dicho que se llama?
—¿Mi nombre? Dave. Dave Gurney.
—¿Dave? ¡Qué curiosa coincidencia! ¿Sabe cuál es mi segundo nombre?
—No, Carl, no lo sé.
—Carl David Muller. Miró a media distancia. «Carl David», me llamaba mi madre. «Carl David Muller, vete a tu habitación. Carl David Muller, será mejor que te portes bien o Santa Claus podría perder tu lista de Navidad. Has oído lo que te digo, Carl David».
Se levantó de su silla, enderezó la espalda y entonó las palabras en la voz de una mujer —«Carl David Muller»—, como si el nombre y la voz tuvieran el poder de romper la barrera con otro mundo. Se fue de la sala.
Gurney oyó que se abría la puerta delantera.
Vio que Muller la sostenía entornada.
—Ha sido muy agradable —dijo Muller con voz anodina—. Ahora debe irse. A veces me olvido. Se supone que no he de dejar que la gente entre en casa.
—Gracias, Carl, le agradezco que me haya dedicado su tiempo.
Sorprendido por lo que parecía algún tipo de descomposición psicótica, Gurney pensó en irse para evitar crear una tensión adicional. Luego haría algunas llamadas desde su coche y esperaría a que llegara ayuda.
Cuando estaba a medio camino de su coche, se lo pensó mejor. Podría ser más conveniente mantener al hombre vigilado. Volvió a la puerta de la calle, confiando en que no tendría problemas en convencer a Muller de que lo dejara entrar una segunda vez, pero la puerta no estaba cerrada del todo. Llamó. No hubo respuesta. La abrió y miró al interior. Muller no estaba allí, pero vio entornada una puerta del pasillo que antes había estado cerrada. Al entrar en el recibidor, llamó con la voz más suave y agradable que pudo.
—¿Señor Muller? ¿Carl? Soy Dave. ¿Está ahí, Carl?
No hubo respuesta, pero una cosa era segura: el sonido de zumbido, más un susurro metálico, ahora que podía oírlo con más claridad, así como el himno navideño de Adeste fideles, procedía de algún lugar situado tras la puerta entreabierta. Se acercó y la abrió del todo con el pie. Una escalera apenas iluminada conducía al sótano.
Con cautela, Gurney empezó a bajar. Después de unos pocos pasos, volvió a llamar.
—¿Señor Muller? ¿Está ahí abajo?
Un coro de voces infantiles de soprano empezaron a repetir el himno en latín: «Adeste, fideles, laeti, triumphantes. Venite, venite in Bethlehem».
La caja de la escalera estaba encerrada por ambos lados hasta abajo, de manera que solo una pequeña rendija del sótano era visible para Gurney mientras bajaba poco a poco los peldaños. La parte que podía ver parecía «acabada», con las tradicionales baldosas de vinilo y paneles de pino de otros millones de sótanos americanos. Durante un breve momento, lo ordinario de ello le resultó extrañamente tranquilizador. Esa sensación desapareció cuando salió de la escalera y volvió a la fuente de luz.
En el extremo de la sala había un gran árbol de Navidad, cuya parte superior se combaba contra el techo de más dos metros setenta. Sus centenares de pequeñas luces eran la fuente de iluminación de la estancia. Había guirnaldas de colores, cintas metálicas y decenas de adornos de metal en las formas tradicionales de Navidad, desde los simples orbes a ángeles de cristal soplado: todos ellos colgados de ganchos plateados. La habitación estaba inundada de fragancia de pino.
Al lado del árbol, paralizado detrás de una enorme plataforma del tamaño de dos mesas de pimpón estaba Carl Muller. Tenía las manos en dos palancas de control fijadas a una caja metálica negra. Un tren eléctrico zumbaba alrededor del perímetro de la plataforma. Trazaba figuras de ochos en el centro, subía y bajaba suaves pendientes, rugía a través de túneles de montaña, cruzaba pequeños pueblos y granjas, franqueaba ríos, atravesaba bosques…, vueltas y vueltas…, una y otra vez…
Los ojos de Muller —puntos refulgentes en la tez pálida de su rostro— brillaban con todos los colores de las tres luces. Le recordó una persona afectada de progeria, la extraña enfermedad que aceleraba el envejecimiento y hacía que un niño pareciera un viejo.
Al cabo de un rato, Gurney volvió a subir. Decidió ir a la casa de Scott Ashton y ver qué sabía el doctor de la enfermedad de Muller. Los trenes y el árbol proporcionaban pruebas razonables de que era una situación continuada, no una crisis aguda que requería intervención.
Cerró de golpe la pesada puerta de la casa con un ruido sordo. Al volver por el camino de ladrillos hasta donde había aparcado el coche, vio que una mujer mayor estaba saliendo de un Land Rover antiguo aparcado justo detrás de su Outback.
La mujer abrió la puerta de detrás, pronunció unas pocas palabras severas y recortadas, y sacó un terrier muy grande, un Airedale.
La mujer, como su imponente perro, tenía algo en ella que era al mismo tiempo patricio y nervudo. Su tez era tan propia de estar al aire libre como enfermiza era la de Muller. Fue hacia Gurney con el paso decidido de un excursionista, llevando al perro sujeto con una correa corta y agarrando un bastón más como un garrote que como un bastón. A medio camino, se detuvo con los pies separados, con el bastón plantado con firmeza a un lado y el perro al otro, bloqueando su camino.
—Soy Marian Eliot —anunció, como alguien podría anunciar: «Soy tu juez y jurado».
A Gurney el nombre le resultaba conocido. Había aparecido en la lista de vecinos entrevistados por el equipo del DIC.
—¿Quién es usted? —preguntó la mujer.
—Me llamo Gurney. ¿Por qué lo pregunta?
Eliot apretó con más fuerza su bastón largo y retorcido: cetro y arma potencial. Era una mujer acostumbrada a que le respondieran, no a que le preguntaran, pero sería un error dejarse engañar por ella. Eso impediría ganarse su respeto.
La mujer entrecerró los ojos.
—¿Qué está haciendo aquí?
—Estaría tentado de decir que no es asunto suyo, si su preocupación por el señor Muller no fuera tan obvia.
No estaba seguro de si había tocado la nota adecuada de firmeza y sensibilidad hasta que, concluida la mirada penetrante, ella preguntó:
—¿Está bien?
—Depende de lo que signifique bien.
Hubo un destello de algo en su expresión que sugería que ella comprendía su evasiva.
—Está en el sótano —añadió Gurney.
La mujer arrugó la cara, asintió y pareció imaginar algo.
—¿Con los trenes? —Su voz imperiosa se había suavizado.
—Sí. ¿Es algo normal en él?
Marian Eliot estudió el extremo superior de su gran bastón como si fuera una fuente de información útil para los siguientes pasos que dar. No mostró ningún interés en responder a la pregunta de Gurney. Así pues, decidió dar un empujón a la conversación desde un ángulo diferente.
—Participo en la investigación del asesinato de Perry. Recuerdo su nombre de la lista de personas que fueron interrogadas en mayo.
Ella hizo un sonido de desdén.
—No fue un interrogatorio. Al principio contactó conmigo… Recordaré su nombre en un momento… Investigador jefe Hardpan, Hardscrabble, Hard algo… Un tipo agreste, pero nada estúpido. Fascinante en cierto modo, como un rinoceronte listo. Por desgracia, desapareció del caso y lo sustituyó alguien llamado Blatt, o Splatt, o algo así. Blatt-Splat era un poco menos rudo y mucho menos inteligente. Solo hablamos brevemente, pero la brevedad fue una bendición, créame. Cuando conozco a un hombre como ese, compadezco a los profesores que tuvieron que soportarlo de septiembre a junio.
El comentario provocó un recuerdo de las palabras que acompañaban al nombre de Marian Eliot en la hoja de cubierta del archivo de la entrevista: «Profesora de Filosofía, jubilada (Princeton).».
—En cierto modo, por eso estoy aquí —dijo Gurney—. Me han pedido que haga un seguimiento de algunas de las entrevistas, para poner más detalles en la imagen, quizá para poder comprender mejor qué ocurrió realmente.
Eliot alzó las cejas.
—¿Qué ocurrió realmente? ¿Tiene dudas al respecto?
Gurney se encogió de hombros.
—Faltan algunas piezas de este puzle.
—Pensaba que las últimas cosas que faltaban eran el asesino mexicano del hacha y la mujer de Carl.
Parecía tanto intrigada como enfadada por el hecho de que la situación pudiera no ser como había supuesto. Los ojos agudos e interrogadores del Airedale parecían percibirlo todo.
—¿Quizá podríamos hablar en otro sitio? —propuso Gurney.