Tenía sentido empezar por el principio, examinando el retrato robot de Héctor Flores.
Gurney tenía sentimientos encontrados sobre los retratos faciales generados por ordenador. Construidos a partir de las percepciones de testigos, eran reflejo de las fortalezas y debilidades de todo testimonio ocular.
En el caso de Héctor Flores, no obstante, había una buena razón para confiar en el parecido. Los detalles descriptivos los había proporcionado un hombre con la capacidad de observación de un psiquiatra y del que se decía que había estado en contacto diario con el sujeto durante más de tres años. Una reproducción por ordenador con información de esa calidad podía rivalizar con una buena fotografía.
La imagen era la de un varón de unos treinta y cinco años, bien parecido pero sin nada de particular. La estructura facial era regular, sin ningún rasgo predominante. Piel prácticamente sin arrugas; ojos oscuros y carentes de emoción. El pelo era negro, limpio, peinado de manera informal. Gurney solo logró apreciar una marca discernible, extrañamente asombrosa en medio de una apariencia por lo demás tan ordinaria: al hombre le faltaba el lóbulo de la oreja derecha.
Adjunto al retrato robot estaba el inventario de características físicas. (Gurney supuso que las había proporcionado sobre todo Ashton y, por lo tanto, que tenían un alto grado de precisión). La altura de Héctor Flores constaba como de un metro setenta y cinco; peso: sesenta y cinco kilos; raza/nacionalidad: hispano; ojos: castaño oscuro; pelo negro, liso; tez morena, clara; dientes desiguales, con un incisivo de oro, superior izquierdo. En la sección de cicatrices y otras marcas identificativas, había dos entradas: el lóbulo de la oreja y una gran cicatriz en la rodilla derecha.
Gurney miró otra vez la foto, buscó alguna chispa de locura, un atisbo de la mente del hombre con hielo en las venas que decapitó a una mujer, usó la cabeza para desviar la sangre y que no le salpicara, y luego puso la cabeza en la mesa, de cara al cuerpo del que procedía. En los ojos de algunos asesinos —Charlie Manson, por ejemplo— había una intensidad demoniaca, urgente e indisimulada, pero la mayoría de los asesinos que Gurney había llevado ante la justicia durante su carrera como detective de Homicidios estaban impulsados por una locura menos obvia. La cara anodina, no comunicativa, de Héctor Flores —en la cual Gurney no podía ver ningún atisbo de la violencia gratuita del crimen— lo situaba en esta categoría.
Había una página grapada al formulario. Estaba escrita en ordenador, con el encabezamiento: «Declaración complementaria proporcionada por el doctor Ashton el 11 de mayo de 2009». Venía firmada por Ashton y corroborada por Hardwick en calidad de investigador jefe del caso. La declaración era breve, considerando el periodo y los sucesos que cubría.
Mi primer contacto con Héctor Flores fue a finales de abril de 2006, cuando vino a mi casa como jornalero en busca de empleo. A partir de entonces, empecé a darle trabajo en el jardín: para segar, rastrillar, echar mantillo, fertilizante, etcétera. Al principio, casi no hablaba inglés, pero aprendió deprisa y me impresionó con su energía e inteligencia. En las semanas siguientes, al ver que era un carpintero habilidoso, empecé a confiarle diversos proyectos de mantenimiento y reparación. A mediados de julio estaba trabajando en la casa y su entorno siete días por semana, añadiendo la limpieza del hogar a su lista de tareas. Se estaba convirtiendo en el empleado doméstico ideal, que mostraba gran iniciativa y sentido común. A finales de agosto preguntó si, en lugar de parte del dinero que le estaba pagando, le permitiría ocupar la pequeña cabaña sin amueblar de detrás de la casa en los días que estaba aquí. Pese a algunos recelos, acepté, y poco después empezó a vivir allí, aproximadamente cuatro días por semana. Se hizo con una mesita y dos sillas en una venta de segunda mano, y después con un ordenador barato. Dijo que era todo lo que quería. Dormía en un saco de dormir e insistía en que era la manera en que se sentía más cómodo. Con el paso del tiempo, empezó a explorar diversas oportunidades educativas en Internet. Entre tanto, su interés por el trabajo no dejó de crecer y empezó a evolucionar hacia una especie de asistente personal. Al final del una invitación más, que rechazó. Vestía todo de negro: camiseta, tejanos, cinturón, zapatos. Quizás eso debería haber significado algo para mí. Esa fue la última vez que lo vi.
En ese punto de la transcripción, Hardwick había insertado unas notas manuscritas a los márgenes: «Después de la entrega y revisión de la declaración escrita de Scott Ashton, esta se complementó con las siguientes preguntas y respuestas».
J. H. Así pues, ¿no sabía nada o casi nada del pasado de este hombre?
S. A. Así es.
J. H. ¿No le proporcionó información sobre sí mismo?
S. A. Exacto.
J. H. Sin embargo, ¿confió en él lo suficiente para dejarle vivir en su propiedad, tener acceso a su casa, responder su teléfono?
S. A. Soy consciente de que suena estúpido, pero contemplaba su negación a hablar de su pasado como una forma de honradez. Me refiero a que si hubiera querido ocultar algo, habría sido más persuasivo construir un pasado ficticio. Pero no lo hizo. Desde una óptica inversa, eso me impresionó. De manera que sí, confiaba en él aunque se negara a hablar de su pasado.
Gurney leyó la declaración completa una segunda vez, más despacio, y luego una tercera. El relato le resultaba extraordinario tanto por lo que omitía como por lo que mencionaba. Entre los elementos que faltaban había una singular carencia de rabia. Y una ausencia asombrosa del horror visceral que en el día anterior a realizar esta declaración había hecho que el hombre saliera trastabillando de la cabaña segundos después de haber entrado en ella, gritando y derrumbándose.
¿El cambio era tan solo el resultado de una medicación? Un psiquiatra tenía fácil acceso a sedantes apropiados. ¿O se trataba de algo más que eso? Resultaba imposible saberlo por una declaración sobre el papel. Sería interesante reunirse con aquel tipo, mirarlo a los ojos, oír su voz.
Al menos el fragmento de la declaración que se refería a la ausencia de muebles en la cabaña y a la insistencia de Flores en mantenerla de esa manera respondía en parte al misterio de que no se mencionara nada de ello en el informe de pruebas; en parte, pero no del todo. No explicaba por qué no había ropa ni zapatos ni productos de higiene personal. No explicaba qué había ocurrido con el ordenador. O por qué, si había prescindido de todos sus objetos personales, Flores se había dejado un par de botas.
La mirada de Gurney vagó sobre las pilas de documentos dispuestos delante de él. Recordaba haber visto antes no solo un informe de incidente, el referido al asesinato, sino dos, y se preguntaba por qué. Estiró el brazo y sacó el segundo de debajo del primero.
Era del Departamento de Policía de Tambury Village en respuesta a una llamada recibida a las 16.45 del 17 de mayo de 2009; justo una semana después del crimen. El demandante constaba como doctor Scott Ashton del 42 de Badger Lane, Tambury, Nueva York. El informe fue presentado por el sargento Keith Garbelly. Se señalaba que se había enviado copia al Departamento de Investigación Criminal en la comisaría regional de la Policía del estado a la atención del investigador jefe J. Hardwick. Gurney supuso que lo que estaba leyendo era una copia de esa copia.
El denunciante estaba sentado a la mesa del patio en el lado sur de la residencia, de cara a la zona ajardinada, con una taza de té en la mesa, como era su costumbre cuando hacía buen tiempo. Oyó un único disparo de escopeta y al mismo tiempo vio que la taza de té se hacía añicos. Corrió a la casa a través de la puerta de atrás (patio) y llamó al Departamento de Policía de Tambury. Cuando llegué a la escena (con refuerzos detrás), el denunciante parecía tenso, ansioso. El interrogatorio inicial se llevó a cabo en la sala de estar. El denunciante no podía determinar el origen del disparo, suponía que se había producido desde «larga distancia, más o menos desde esa dirección» (hizo un gesto hacia la ventana de atrás que daba a la colina boscosa situada a, al menos, trescientos metros). El denunciante desconocía las posibles causas del suceso, salvo que estuviera «posiblemente relacionado con el asesinato de mi mujer». Afirmó que desconocía cuál podría ser esa relación. Especulaba que tal vez Héctor Flores también quería matarlo a él, pero no supo proporcionar ninguna razón o motivo.
La copia del formulario de seguimiento de la investigación, añadido al informe de incidente inicial, era obra del DIC, lo cual revelaba que se había producido una rápida derivación del caso, consecuente con la responsabilidad principal del DIC. Tenía tres entradas breves y una larga, todas ellas firmadas con las iniciales «J. H.».
Registro de la propiedad de Ashton, bosque, colinas: negativo. Interrogatorios en la zona: negativo.
La reconstrucción de la taza revela que el punto de impacto se produjo en el centro, de arriba abajo y de izquierda a derecha. Refuerza la hipótesis de que esa taza, y no Ashton, era el objetivo del que disparó.
Los fragmentos de bala recuperados en la zona del patio son demasiado pequeños para extraer conclusiones balísticas. Mejor hipótesis: calibre pequeño a medio de rifle de alta potencia, equipado con mira sofisticada en manos de alguien con buena puntería.
Hipótesis sobre el arma y conclusión de la taza como objetivo: se comunicaron a Scott Ashton para determinar si conocía a alguien con esa clase de equipamiento y habilidades de disparo. El sujeto parecía inquieto. Cuando se le presionó, nombró a dos personas con rifle y mira similar: el suyo y el del padre de Jillian, el doctor Withrow Perry. A Perry, dijo, le gustaba hacer salidas de caza exóticas y era un tirador experto. Ashton afirmaba que había comprado su propio rifle (un Weatherby del calibre 257) a sugerencia de Perry. Cuando le pedí verlo, descubrió que no estaba en el estuche de madera en el cual lo guardaba, escondido en el armario de su estudio. No podía asegurar la última vez que había visto el arma, pero dijo que podría haber sido dos o tres meses antes. Cuando se le preguntó si Héctor Flores conocía su existencia y dónde estaba, repuso que lo había acompañado a Kingston el día que lo compró y que el mismo Flores había construido la caja de roble en la que lo guardaba.
Gurney dio la vuelta al formulario, buscó la hoja de seguimiento del interrogatorio que debería haberse realizado posteriormente a Withrow Perry, pasando páginas de la pila de la que procedía, pero no logró encontrarla. O quizá no estaba. Tal vez se había perdido, como sucedía a veces durante la transferencia del caso de un investigador jefe a otro, en este caso del descabellado Hardwick al torpe Blatt. Era probable.
Fue a por una segunda taza de café.