Como de costumbre, Madeleine fue la primera en levantarse a la mañana siguiente.
Gurney se despertó con el silbido y el gorgoteo de la cafetera, y de repente cayó en la cuenta de que había olvidado arreglar los frenos de la bici de su mujer.
Justo después de esa punzada notó una sensación de inquietud respecto a su plan de reunirse esa mañana con Val Perry. Aunque en su conversación con Jack Hardwick había hecho hincapié en que su voluntad de hablar con ella no implicaba un compromiso posterior —que la reunión era sobre todo un gesto de cortesía y condolencia con alguien que había sufrido una pérdida terrible—, ya empezaba a formarse una nube de arrepentimiento sobre su cabeza. Dejándola de lado lo mejor que pudo, se duchó, se vistió y salió con paso firme a la despensa a través de la cocina, murmurando un buenos días a Madeleine, que estaba sentada en su posición habitual a la mesa del desayuno, con una rebanada de pan tostado en la mano y un libro abierto delante. Tras ponerse el chaquetón, que había descolgado del gancho de la despensa, Gurney salió por la puerta lateral y se dirigió al cobertizo del tractor, donde guardaba las bicicletas y kayaks. El sol todavía no había aparecido, y la mañana era fría, al menos para primeros de septiembre.
Sacó la bicicleta de Madeleine de detrás del tractor y la colocó a la luz, a la entrada del cobertizo abierto. El cuadro de aluminio estaba asombrosamente frío. Las dos llaves pequeñas que eligió del juego que tenía en la pared del cobertizo estaban igual de frías.
Maldiciendo, golpeándose dos veces los nudillos con los bordes afilados de la horquilla —la segunda vez se hizo sangre—, ajustó los cables que controlaban la posición de las zapatas de freno. Crear el espacio adecuado —permitiendo que la rueda se moviera con libertad cuando el freno estaba sin apretar y al mismo tiempo proporcionando una presión adecuada contra la llanta cuando se apretaba la manilla— era un proceso de ensayo y error que tuvo que repetir cuatro veces hasta que quedó bien. Por fin, con más alivio que satisfacción, declaró el trabajo finalizado, guardó las llaves y se dirigió de nuevo a la casa, con una mano entumecida y la otra dolorida.
Pasar junto a la leñera y la pila de troncos adyacentes le hizo preguntarse por décima vez en otros tantos días si debería alquilar o comprar una sierra cortaleña. Ambas decisiones comportaban desventajas. El sol todavía no estaba alto, pero las ardillas ya habían iniciado su actividad diaria de ataque a los comederos para pájaros, suscitando otra pregunta que parecía no tener una respuesta feliz. Y, por supuesto, estaba la cuestión del abono para los espárragos.
Entró en la cocina y puso las manos bajo el agua caliente.
Cuando el dolor remitió, anunció:
—Ya tienes los frenos arreglados.
—Gracias —dijo Madeleine, alborozada pero sin levantar la vista del libro.
Media hora más tarde —con sus pantalones de lana color lavanda, cortavientos rosa, guantes rojos y gorra de lana naranja bajada hasta las orejas— salió al cobertizo, se montó en su bici, bajó despacio y, dando botes por el sendero del prado, desapareció en el camino más allá del granero.
Gurney pasó la siguiente hora pensando sobre lo que sabía de aquel crimen, a partir de lo que le había contado Hardwick. Cada vez que repasaba el escenario, le inquietaba más su exceso teatral, casi operístico.
A las nueve en punto de la mañana, la hora señalada para su reunión con Val Perry, se acercó a la ventana para ver si ella estaba subiendo por el camino.
Hablando del rey de Roma, por la puerta asoma. En este caso, al volante de un Porsche Turbo del color verde de los coches de carreras británicos, un modelo que Gurney creía que costaba unos 160.000 dólares. El elegante vehículo, con su poderosísimo motor ronroneando con suavidad, pasó junto al granero y el estanque, y ascendió lentamente por el prado hasta la pequeña zona de aparcamiento contigua a la casa. Gurney, con una mezcla de curiosidad cauta y un poco más de excitación de la que habría querido reconocer, salió a recibir a su invitada.
La mujer que bajó del coche era alta y sinuosamente delgada; vestía con una blusa de raso de color crema y pantalones negros también de raso. Llevaba el cabello negro cortado en un flequillo recto sobre la frente, como Uma Thurman en Pulp Fiction. Era, como Hardwick había prometido, una preciosidad. Pero había algo más, una tensión tan atractiva como su aspecto.
Ella examinó su entorno con unas pocas miradas apreciativas que daban la sensación de absorberlo todo sin revelar nada. Un arraigado hábito de circunspección, pensó Gurney.
La mujer caminó hacia él con el atisbo de una mueca, ¿o era la expresión habitual de su boca?
—Señor Gurney, soy Val Perry. Le agradezco que haya encontrado tiempo para recibirme —dijo, extendiendo la mano—. ¿O debería llamarle detective Gurney?
—Dejé el cargo en la ciudad cuando me retiré. Llámeme Dave. —Se estrecharon las manos. La intensidad de la mirada y la fuerza del apretón de la mujer sorprendieron a Gurney—. ¿Quiere pasar?
Ella vaciló, examinando el jardín y el pequeño patio de piedras azules.
—¿Podemos sentarnos aquí fuera?
La pregunta sorprendió a Gurney. Aunque el sol ya estaba muy por encima de la cumbre oriental en un cielo sin nubes, y pese a que el rocío prácticamente había desaparecido de la hierba, la mañana seguía siendo fría.
—Trastorno afectivo estacional —dijo ella con una sonrisa a modo de explicación—. ¿Sabe lo que es?
—Sí. —Le devolvió la sonrisa—. Creo que yo también padezco un caso leve.
—El mío es algo más que leve. A partir de esta época del año necesito el máximo de luz, a ser posible, solar. De lo contrario me dan ganas de suicidarme. Así que, si no le importa, Dave, ¿podríamos sentarnos aquí fuera? —En realidad no era una pregunta.
La parte de detective de su cerebro, dominante e integrada, no afectada por el tecnicismo de su retiro, se preguntó sobre el trastorno estacional y se preguntó si no habría otra razón. ¿Una necesidad de control excéntrica, un deseo de que los demás se plegaran a sus caprichos? ¿Un deseo, por la razón que fuere, de mantenerlo a contrapié? ¿Claustrofobia neurótica? ¿Un intento de reducir el riesgo de que la grabaran? Y si el hecho de que la grabaran constituía una preocupación, ¿tenía una base práctica o paranoica?
Dave la condujo al patio que separaba las puertas cristaleras del lecho de espárragos. Le indicó un par de sillas plegables a ambos lados de una mesita de café que Madeleine había comprado en una subasta.
—¿Aquí está bien?
—Muy bien —dijo ella, apartando una de las sillas y sentándose sin molestarse en limpiar el asiento.
«No le preocupa estropear sus, obviamente, caros pantalones. Y lo mismo vale para el bolso de color crudo que ha dejado encima de la mesa todavía húmeda».
La mujer estudió la cara de Gurney con interés.
—¿Cuánta información le ha dado ya el investigador Hardwick?
«Tono duro en la voz, expresión fuerte en los ojos almendrados».
—Me dio los datos básicos que rodearon los hechos que condujeron y siguieron al… asesinato de su hija. Señora Perry, si me permite parar un momento, lo primero que he de decirle es que la acompaño en el sentimiento.
Al principio, ella no reaccionó en absoluto. Luego asintió, pero el movimiento fue tan leve que podría haberse tratado de un simple temblor.
—Gracias —dijo abruptamente—, se lo agradezco.
Estaba claro que no lo hacía.
—Pero la cuestión no es lo que yo siento. La cuestión es Héctor Flores. —Articuló el nombre con labios apretados, como si mordiera a propósito con una muela cariada—. ¿Qué le contó Jack Hardwick de él?
—Dijo que había pruebas claras y convincentes de su culpabilidad…, que era un personaje extraño y controvertido…, que su historial sigue sin determinar y que su móvil es incierto. Se desconoce su paradero actual.
—¡Se desconoce su paradero actual! —repitió la mujer con cierta furia, inclinándose hacia él sobre la pequeña mesa y apoyando las manos sobre la superficie de metal húmedo. Su anillo de boda era una simple alianza de platino, pero el de compromiso estaba coronado por el diamante más grande que Gurney había visto jamás—. Lo ha resumido a la perfección —continuó ella, con un brillo en los ojos tan desaforado como el de la joya—. «Se desconoce su paradero actual». Eso es inaceptable. Intolerable. Voy a contratarle para que le ponga remedio.
Gurney suspiró suavemente.
—Creo que nos estamos adelantando un poco.
—¿Qué se supone que significa eso? —La presión de sus manos en la mesa le había puesto los nudillos blancos.
Él respondió como si estuviera medio dormido, su reacción habitual a las muestras de emoción.
—Todavía no sé si tiene sentido que me involucre en una situación que es objeto de una investigación policial activa.
Los labios de ella se torcieron en una sonrisa fea.
—¿Cuánto quiere?
Gurney negó lentamente con la cabeza.
—¿No ha oído lo que le he dicho?
—¿Cuánto quiere? Ponga un precio.
—No tengo ni idea de lo que quiero, señora Perry. Hay muchas cosas que no sé.
Ella separó las manos de la mesa y las situó en su regazo, entrelazando los dedos como si fuera una técnica para mantener el autocontrol.
—Lo diré de manera sencilla. Encuentre a Héctor Flores. Deténgalo o mátelo. Haga lo que haga, le daré lo que quiera. Lo que quiera.
Gurney se apartó de la mesa, dejando vagar su mirada por las matas de espárragos. Al fondo, había un comedero rojo para los colibríes colgado de un gancho. Él oía el tono que subía y bajaba, provocado por el batir de las alas de dos de los pequeños pájaros al volar con violencia el uno hacia el otro, ambos reclamando el derecho exclusivo al agua con azúcar, o eso parecía. Por otra parte, podría tratarse de un extraño resto de una danza primaveral de apareamiento y lo que parecía directamente un instinto asesino podía ser otro instinto.
Se esforzó por concentrar su atención en los ojos de aquella mujer, tratando de discernir lo que había detrás de esa belleza: el contenido real de ese envase perfecto. Había rabia en su interior, sin lugar a dudas. Desesperación. Un pasado difícil, apostaba a ello. Remordimientos. Soledad, aunque ella no admitiría la vulnerabilidad que implicaba esa palabra. Inteligencia. Impulsividad y terquedad: el impulso de coger algo sin pensar, el empeño terco de no soltarlo. Y algo más oscuro. ¿Un desprecio de su propia vida?
«Basta», se dijo. Era demasiado fácil confundir la especulación con perspicacia. Demasiado fácil enamorarse de una conjetura y seguirla al abismo.
—Hábleme de su hija —dijo.
Algo en la expresión de la mujer cambió, como si también ella estuviera dejando de lado cierta línea de pensamiento.
—Jillian era difícil —respondió con el tono dramático de la frase inicial de un cuento leído en voz alta.
Gurney sospechaba que lo que escucharía a continuación era algo que Val Perry había dicho muchas veces.
—Más que difícil —continuó ella—. Jillian dependía de la medicación para ser simplemente difícil y no absolutamente imposible. Era desenfrenada, narcisista, promiscua, maquinadora, viciosa. Adicta a oxicodona, oxicontina, éxtasis y cocaína, crac. Una mentirosa de campeonato. Peligrosamente precoz. Horriblemente sintonizada con la debilidad de otras personas e impredeciblemente violenta. Con una pasión malsana por los hombres desequilibrados. Y eso con los beneficios de la mejor terapia que el dinero podía pagar. —Era extraño, pero parecía excitada con esta letanía de injurias; sonó más como una sádica atacando a un desconocido con una cuchilla que como una madre describiendo los trastornos emocionales de su hija—. ¿Hardwick le contó lo que estoy diciendo de Jillian? —preguntó.
—No recuerdo esos detalles.
—¿Qué le dijo?
—Mencionó que venía de una familia con mucho dinero.
Ella prorrumpió en un sonido alto y rasposo, un sonido que a él le sorprendió oír procedente de una boca tan delicada. Le sorprendió aún más darse cuenta de que era un estallido de risa.
—¡Oh, sí! —gritó, con la dureza de la risa todavía presente en la voz—. Somos, sin lugar a dudas, una familia con mucho dinero. Podría decir que estamos podridos de dinero. —Articuló la vulgaridad con desdén—. ¿Le sorprende que no me exprese como debería una madre afligida?
El espectro desgarrador de su propia pérdida limitó la respuesta de Gurney, haciendo que le costara hablar. Por fin dijo:
—He visto reacciones a la muerte más extrañas que la suya, señora Perry. No estoy seguro de cómo hemos…, de cómo alguien en sus circunstancias… se supone que tiene que expresarse.
Ella pareció considerarlo.
—Ha dicho que ha visto reacciones más extrañas a la muerte, pero ¿alguna vez ha visto una muerte más extraña? ¿Una muerte más extraña que la de Jillian?
Gurney no respondió. La pregunta sonaba histriónica. Cuanto más miraba a esos ojos intensos, más difícil le resultaba reunir lo que veía en una personalidad. ¿Siempre había sido tan fragmentada, o algo en la muerte de su hija la había roto en esas piezas incompatibles?
—Cuénteme algo más de Jillian —dijo.
—¿Como qué?
—Aparte de las características personales que ha mencionado, ¿sabe algo de la vida de su hija que pudiera haber dado a Flores un motivo para matarla?
—¿Me está preguntando por qué Héctor Flores hizo lo que hizo? No tengo ni idea. Ni la Policía tampoco. Han pasado cuatro meses rebotando entre dos teorías igual de estúpidas. Según una, Héctor era homosexual y estaba secretamente enamorado de Scott Ashton, resentido por la relación de Jillian con él, y los celos lo impulsaron a matarla. Y la oportunidad de matarla con su vestido de novia sería irresistible para su sensibilidad de reina del drama. Es una bonita historia. Su otra teoría contradice la primera. Un ingeniero naval y su mujer vivían al lado de la casa de Scott. El ingeniero pasaba mucho tiempo fuera, de viaje, en barco. La mujer desapareció el mismo día que Héctor. Así que los genios de la Policía concluyeron que tenían una aventura, que Jillian lo descubrió y amenazó con revelarlo para recuperar a Héctor, con quien también tenía una aventura, y una cosa llevó a la otra y…
—¿Y le cortó la cabeza en la fiesta de su boda para que no hablara? —intervino Gurney con incredulidad.
Al oírse a sí mismo, lamentó de inmediato la brutalidad del comentario. Estaba a punto de disculparse, pero la mujer no mostró ninguna reacción a ello.
—Le he dicho que son estúpidos. Según ellos, Héctor Flores era un homosexual en el armario enamorado hasta la desesperación de su jefe o un macho latino que se follaba a cualquier mujer a la vista y usaba su machete con cualquiera que protestara. Quizás echaran una moneda al aire para decidir qué cuento creerse.
—¿Qué contacto tuvo personalmente con Flores?
—Ninguno. Nunca tuve el placer de conocerlo. Por desgracia, tengo una imagen muy vívida de él en mi mente. Vive en mi cabeza, sin ninguna otra dirección. Como ha dicho, se desconoce su paradero actual. Tengo la sensación de que vivirá en mí hasta que lo capturen o lo maten. Con su ayuda espero resolver ese problema.
—Señora Perry, ha hablado de matar en varias ocasiones, así que he de dejarle algo claro, para que no haya malentendidos. No soy un sicario. Si eso forma parte del encargo, explícito o tácito, ha de buscar en otra parte, desde ya.
Ella examinó su rostro.
—El encargo es encontrar a Héctor Flores… y llevarlo ante la justicia. Eso es. Ese es el encargo.
—Entonces he de preguntarle… —empezó Gurney, luego se detuvo cuando un movimiento de color marrón grisáceo en el prado captó su atención.
Un coyote, probablemente el mismo que había visto el día anterior, estaba cruzando el campo. Gurney siguió su progreso hasta que desapareció entre los arces, al otro lado del estanque.
—¿Qué es? —preguntó ella volviéndose en la silla.
—Quizás un perro suelto. Perdón por la distracción. Lo que quiero saber es ¿por qué yo? Si el dinero es ilimitado, como ha dicho, podría contratar a un pequeño ejército. O podría contratar a gente que sería, digámoslo así, menos cuidadosa con la responsabilidad de que un fugitivo se presente a un juicio. La pregunta es: ¿por qué yo?
—Jack Hardwick me lo recomendó. Dijo que era usted el mejor. El mejor de todos. Dijo que si alguien podía resolverlo, ponerle fin, era usted.
—¿Y lo creyó?
—¿No debería?
—¿Por qué lo hizo?
Se pensó la respuesta, como si hubiera mucho en juego en ella.
—Él era el agente oficial del caso. El investigador jefe. Me pareció rudo, obsceno, cínico, pinchaba a la gente siempre que podía. Horroroso. Pero casi siempre acertado. Puede que esto no tenga mucho sentido para usted, pero comprendo a personas tan espantosas como Jack Hardwick. Incluso confío en ellas. Así que aquí estamos, detective Gurney.
Él miró las matas de espárragos, calculando, por alguna razón de la que no era consciente, el punto magnético hacia el que se inclinaban en masa. Presumiblemente, estaría a 180 grados de los vientos preponderantes de la montaña, en el sotavento de la tormenta. Ella parecía satisfecha con el silencio. Gurney aún podía oír el modulado zumbido de las alas de los colibríes que continuaban su ritual de combate, si es que de eso se trataba. En ocasiones duraba una hora o más. Resultaba difícil comprender cómo una confrontación, o una seducción, tan prolongada constituía un uso eficiente de energía.
—Hace unos minutos ha mencionado que Jillian tenía un interés enfermizo en hombres desequilibrados. ¿Incluía a Scott Ashton en esa descripción?
—Dios mío, no, por supuesto que no. Scott fue lo mejor que le pasó nunca a Jillian.
—¿Aprobaba su decisión de matrimonio?
—¿Aprobarla? ¡Qué pintoresco!
—Lo expresaré de otra forma, ¿estaba complacida?
La mujer esbozó una sonrisa en los labios, pero sus ojos miraban con frialdad.
—Digamos que Jillian tenía ciertos… déficits significativos. Déficits que exigían la intervención profesional para el futuro inmediato. Estar casada con un psiquiatra, uno de los mejores en su campo, podía, sin duda, suponer una ventaja. Sé que suena… mal, en cierto modo. Explotador, quizá. Pero Jillian era única en muchos aspectos. Y única en su necesidad de ayuda.
Gurney levantó una ceja, confundido.
Ella suspiró.
—¿Sabe que el doctor Ashton es el director de la escuela especial a la que asistía Jillian?
—¿Eso no crearía un conflicto de…?
—No —lo interrumpió Perry, como si estuviera acostumbrada a discutir ese punto—. Era psiquiatra, pero cuando entró en la escuela, nunca fue su médico. Así que no había problemas éticos, ninguna cuestión médico-paciente. Por supuesto, la gente hablaba. Rumores, rumores, rumores. «Él es médico y ella paciente, bla, bla, bla». Pero la realidad legal y ética se parecía más a la de una antigua estudiante que se casa con el director de su colegio. Jillian se fue de allí cuando tenía diecisiete años. Ella y Scott no se relacionaron personalmente hasta al cabo de un año y medio después. Fin de la historia. Por supuesto, no fue el final de las habladurías. —El desafío destelló en sus ojos.
—Es casi como pasearse al borde del precipicio —comentó Gurney, tanto para sí mismo como para ella.
Una vez más la mujer estalló en una risa asombrosa.
—Si Jillian pensaba que estaban paseando al borde del precipicio, para ella eso habría sido lo mejor. Siempre disfrutó de estar abocada al precipicio.
«Interesante», pensó Gurney. Igual de interesante que el destello en los ojos de Val Perry. Quizá Jillian no era la única enamorada del precipicio.
—¿Y el doctor Ashton? —preguntó con voz suave.
—A Scott le da igual lo que piense la gente. —Ese era un rasgo que ella sin duda admiraba.
—Así que cuando Jillian tenía dieciocho, quizá diecinueve años, le propuso matrimonio.
—Diecinueve. Jillian lo propuso y él aceptó.
Gurney observó la extraña excitación que la mujer transmitía.
—Así que el doctor aceptó su propuesta. ¿Cómo se sintió al respecto?
Al principio pensó que no lo había oído. Luego en voz baja y ronca, apartando la mirada, ella dijo:
—Aliviada.
Miró las matas de espárragos de Gurney como si en algún sitio entre ellas pudiera localizar una explicación apropiada para sus sentimientos rápidamente cambiantes. Se había levantado una suave brisa mientras habían estado hablando y las partes superiores de las matas oscilaban con suavidad.
Gurney esperó, sin decir nada.
Ella pestañeó, apretando y relajando los músculos de la mandíbula. Cuando habló, lo hizo con visible esfuerzo, pronunciando las palabras como si cada una de ellas fuera pesada, como sucede en los sueños.
—Me sentí aliviada de que me quitaran la responsabilidad de las manos.
La mujer abrió la boca como si fuera a decir algo más, pero luego la cerró con un ligero movimiento de cabeza. Un gesto de desaprobación, pensó Gurney. Desaprobación por sí misma. ¿Era esa la raíz de su deseo de ver muerto a Héctor Flores? ¿Pagar una deuda de culpabilidad con su hija?
«Uf. Despacio. No pierdas contacto con los hechos».
—No pretendía… —Dejó que su voz se fuera apagando, sin dejar claro lo que no pretendía.
—¿Qué opina de Scott Ashton? —preguntó Gurney en un tono enérgico, lo más alejado posible del temperamento oscuro y complejo de ella.
Perry respondió al instante, como si la pregunta fuera una vía de escape.
—Scott Ashton es brillante, ambicioso, decidido… —Hizo una pausa.
—¿Y?
—Y frío al tacto.
—¿Por qué cree que quería casarse con una…?
—¿Con una mujer tan loca como Jillian? —Se encogió de hombros de manera poco convincente—. ¿Tal vez porque era asombrosamente hermosa?
Gurney asintió, poco convencido.
—Sé que no puede resultar más trillado, pero Jillian era especial, muy especial. —Dio a la palabra un énfasis y un color casi morbosos—. ¿Sabe que su coeficiente intelectual era de ciento sesenta y ocho?
—Eso no está nada mal.
—Sí. Es la puntuación más alta que nadie obtuvo jamás en el test. Se lo hicieron tres veces para asegurarse.
—Así pues, además de todo lo que ha mencionado, ¿Jillian era un genio?
—Oh, sí, un genio —coincidió, recuperando un destello de animación en la voz—. Y, por supuesto, ninfómana. ¿He olvidado mencionar eso?
Buscó una reacción en la cara de Gurney.
Él miró a la distancia, más allá de las copas de los árboles y del granero.
—Y lo único que quiere que haga es buscar a Héctor Flores.
—No quiero que lo busque, quiero que lo encuentre.
A Gurney le encantaban los rompecabezas, pero este le parecía más bien una pesadilla. Además, Madeleine nunca…
«Cielos, pensar en su nombre y…».
Sorprendentemente allí estaba, vestida en una explosión de color rojo y naranja, acercándose poco a poco por el prado, empujando la bicicleta por el inclinado sendero lleno de surcos.
La mujer se volvió, ansiosa, en su silla para seguir la mirada de Gurney.
—¿Está esperando a alguien?
—A mi esposa.
No dijeron nada más hasta que Madeleine llegó al borde del patio de camino al cobertizo. Las mujeres intercambiaron insulsas miradas educadas. Gurney las presentó, diciendo solo —para mantener la apariencia de confidencialidad— que Val era «una amiga de un amigo» que había pasado a pedir consejo profesional.
—Esto es muy apacible —dijo Perry, poniendo énfasis y haciendo que pareciera como una palabra extranjera cuya pronunciación estaba practicando—. Tiene que encantarle.
—Sí —dijo Madeleine. Dedicó una breve sonrisa a la mujer y empujó su bicicleta hacia el cobertizo.
—Bueno —intervino la otra con inquietud, después de que Madeleine se perdiera de vista detrás de los rododendros en la parte de atrás del jardín—, ¿hay algo más que pueda contarle?
—¿No le molestaba en absoluto la diferencia de edad de diecinueve a treinta y ocho años?
—No —soltó, confirmando la sospecha de Gurney de que no era así.
—¿Qué opina su marido de su decisión de contratar a un detective privado?
—Me apoya —dijo.
—¿Y eso exactamente qué significa?
—Apoya lo que quiero hacer.
Gurney esperó.
—¿Me está preguntando cuánto está dispuesto a pagar mi marido? —Una mueca de rabia eliminó parte de la belleza de su rostro.
Gurney negó con la cabeza.
—No es eso.
Ella parecía no escucharle.
—Le he dicho que el dinero no es un problema. Le he dicho que estamos podridos de dinero, podridos, señor Gurney, podridos, y gastaré lo que haga falta para que hagan lo que quiero.
Puntos de color cereza estaban apareciendo en la piel color vainilla de Val Perry y sus palabras sonaron con desprecio.
—Mi marido es el neurocirujano mejor pagado de este puto mundo. Gana más de cuarenta millones de dólares al año. Vivimos en una puta casa de doce millones de dólares. Mire esta puta piedra en mi dedo. —Fijó la mirada en el anillo como si fuera un tumor en su mano—. Esta mierda de brillante vale dos millones de dólares. Por el amor de Dios, no me hable de dinero.
Gurney estaba recostado con los dedos apoyados bajo la barbilla. Madeleine había vuelto y estaba de pie en silencio al borde del patio. Se acercó a la mesa.
—¿Se encuentra bien? —preguntó, como si el arrebato al que acababa de asistir no tuviera más significado que una serie de estornudos.
—Lo siento —se disculpó la mujer con vaguedad.
—¿Quiere un poco de agua?
—No, estoy bien, estoy perfectamente… Yo… No, en realidad, un poco de agua me vendría bien. Gracias.
Madeleine sonrió, asintió con afabilidad y entró en la casa por las puertas cristaleras.
—Me refería —dijo la mujer, estirándose la blusa con nerviosismo—, lo que quería decir, aunque lo he exagerado… Quería decir que el dinero no es un problema. Lo importante es el objetivo. Sean cuales sean los recursos necesarios para alcanzar el objetivo, están disponibles. Era lo que estaba intentando decir. —Apretó los labios como para asegurarse de que no iba a perder de nuevo los estribos.
Madeleine volvió con un vaso de agua y lo dejó en la mesa. La mujer lo cogió, se bebió la mitad y lo dejó con cuidado.
—Gracias.
—Bueno —dijo Madeleine con un malicioso centelleo en la mirada al volver a entrar en la casa—, si necesita algo más, dé un grito. —Aquella indirecta era difícil de pasar por alto.
La mujer se sentó erguida y muy quieta. Parecía estar esforzándose por recuperar la compostura. Al cabo de un minuto respiró hondo.
—No estoy segura de qué decir a continuación. Quizá no hay nada que añadir, más que pedir su ayuda. —Tragó saliva—. ¿Me ayudará?
Interesante. Podría haber dicho: «¿Aceptará el caso?». ¿Había considerado esa forma de plantearlo y se había dado cuenta de que la manera que había usado era mejor, un planteamiento que sería más difícil de rechazar?
Al margen de cómo se lo hubieran pedido, Gurney sabía que sería una locura decir que sí.
—Lo siento —dijo—. Creo que no puedo.
Ella no reaccionó, se quedó sentada, agarrada al borde de la mesa, mirándolo a los ojos. Gurney se preguntó si lo había oído.
—¿Por qué no? —preguntó con voz débil.
Gurney pensó en lo que iba a decir.
«¿Por qué no? Para empezar, señora Perry, se parece usted mucho a las descripciones que ha hecho de su hija. Mi inevitable colisión con los investigadores oficiales podría convertirse en un gran descarrilamiento de trenes. Y la potencial reacción de Madeleine al involucrarme en otro caso de asesinato podría redefinir nuestros problemas conyugales».
Lo que en realidad dijo fue:
—Mi implicación podría entorpecer los esfuerzos policiales en marcha y eso sería perjudicial para todos los implicados.
—Ya veo.
Gurney no vio en la expresión de la mujer una comprensión real o una aceptación de su decisión. La observó, esperando su siguiente movimiento.
—Comprendo su reticencia —dijo—. En su lugar, sentiría lo mismo. Lo único que le pido es que no tome una decisión hasta que vea el vídeo.
—¿El vídeo?
—¿No lo mencionó Jack Hardwick?
—Me temo que no.
—Bueno, está todo ahí, todo el… suceso.
—¿Se refiere a un vídeo de la recepción donde se produjo el asesinato?
—Eso es exactamente lo que quiero decir. Todo está grabado. Cada minuto. Todo está en un bonito DVD.