LA VUELTA A CASA DE LUCA Y DULCE CON LA PEQUEÑA Nora llenó de alegría a todos. En especial a Lola, que se desvivía por aquella muñequita. Luca y Hugo, e incluso la pequeña Lía, intentaron hablar con su madre sobre el tema que a todos preocupaba, Ian. Pero era inútil. Nora no quería hablar y zanjó el tema diciéndoles que por el momento necesitaba pensar.
Pasados diez duros días y harta de escuchar los comentarios y consejos de todo el mundo, decidió aceptar un par de trabajos que le harían estar fuera de casa durante un par de semanas. Tras hablar con Lola y Giorgio para que se encargaran de Lía, hizo sus maletas y se marchó a París.
Una mañana, en el gimnasio, Chiara repartió sus invitaciones de boda entre sus amistades.
—Vendrás, ¿verdad? —preguntó a Richard.
—Por supuesto. No me perdería tu boda por nada del mundo.
—¡Qué invitación tan original! —exclamó Bárbara al abrirla.
—La hicieron las gemelas —sonrió Chiara al ver el dibujo que sus hijas amablemente diseñaron para la invitación—. Cuando Arturo y yo les dijimos que nos íbamos a casar, ellas hablaron de preparar las invitaciones de boda y bueno… —sonrió al ver los monigotes vestidos de novios—, nos pareció tan buena idea que participasen en los preparativos, que escaneamos los dibujos y los mandamos imprimir para la invitación.
—Qué preciosidad —sonrió Marga al mirarla—. Ha sido una preciosa idea.
—Están emocionadas —sonrió Chiara al pensar en ellas—. Ayer fuimos a la prueba del vestido y se quedaron sin palabras cuando me vieron vestida de novia. Pero más se emocionaron cuando les probé a ellas dos y a Lía sus vestidos de organdí. Son como tres melocotoncitos. Están preciosas.
—¿Cuándo se probará Nora el suyo? —preguntó preocupada Marga.
—Espero que cuando vuelva de su viaje —respondió torciendo el gesto.
—Ayer por la mañana vino al gimnasio el ojos bonitos —cotilleó Richard—. Llegó sobre las siete de la mañana y estuvo hasta las diez, cuando llegó la pesadita de Raquel.
—¿Ayer estuvo aquí Ian? —preguntó Blanca al escucharle sorprendida de que no la hubiera llamado a su llegada de Escocia.
—Sí —asintió Richard—. Estuvo en la sala de musculación machacándose. ¡Dios, qué cuerpo tiene ese morenazo! Qué pena que sea heterosexual. Aunque tengo que deciros que se ha dejado barba en plan leñador y está de lo más osito.
En ese momento se unió María al grupo.
—Buenas. ¿Qué ocurre aquí?
—Toma, esta es para ti —entregó Chiara una de las invitaciones—. Espero que vengas, me haría mucha ilusión.
—Irá conmigo —anunció Blanca, que tomó a María por la cintura.
—Hummm… Algo había escuchado —aplaudió Richard—. ¿Cuándo os habéis liado, foquitas mías, y por qué yo no me he dado cuenta?
—Quizá ¿porque somos discretas? —aclaró Blanca con una sonrisa en la boca, mientras sacaba el móvil del bolso.
—¿Vas a llamarle? —preguntó Chiara.
—Sí. Ahora mismo.
Tras hablar con él, quedó en verle en dos horas. Hora y media después, ya estaba plantada ante la puerta de Ian, que al abrir le sonrió encantador.
—Highlander, te echaba de menos susurró abrazándole con cariño.
—Y yo a ti, pesada —sonrió al escucharla.
Tras un silencio entre los dos, Blanca pasó e Ian cerró la puerta.
—Me gustas más sin barba —le señaló, y al recordar el comentario de Richard indicó—: Así pareces un osito leñador.
Al escucharla, Ian sonrió.
—Vaya, veo que Richard hace bien su trabajo.
Blanca, con una picarona sonrisa, asintió:
—¿Qué tal por Escocia?
—Mejor de lo que pensaba, en especial por mis padres. Desde que han vuelto se comportan como dos recién casados —sonrió y puso los ojos en blanco al pensar en situaciones que había vivido con ellos.
—¡Debo darte la enhorabuena!
Ian asintió.
—Es lo mejor que me ha pasado últimamente. Ver que mis padres vuelven a estar juntos me ha ayudado bastante a creer que cuando dos personas se quieren, finalmente triunfa eso que las románticas como Vanesa llaman amor.
Tras un silencio más que significativo comentó:
—¿Cómo lo llevas?
—Lo mejor que puedo —pensar en Nora le enfermaba—. Aunque tendrá que pasar un tiempo hasta que logre controlar mi vida y en especial mis impulsos.
—¿Has vuelto a hablar con ella?
—No —encogió los hombros pesadamente—. ¿Para qué?
—Está de viaje —comunicó y vio cómo prestaba atención a aquello—. No lo está pasando bien. Se hace la fuerte, pero no lo es.
—Yo tampoco lo estoy pasando bien —murmuró y bebió un trago de café—. Pero aquí me tienes, dispuesto a continuar con mi vida y aceptar su decisión.
—En serio, ¿no vas a volver a llamarla? Quizá…
El la miró con gesto ceñudo y Blanca, por primera vez en su vida, cerró el pico.
—¿Sabes, Blanca? Si fuera por mí, la estaría llamando las veinticuatro horas del día, pero la madurez que ella no ve en mí me indica que no lo haga. Por lo tanto, y zanjando el tema, ¿dónde te apetece invitarme a comer?
Diez días después, Nora llegó a casa con energías renovadas, o eso creía. Sus hijos estaban felices de tener de nuevo a su madre con ellos. Lía no paró de contarle todo lo que había hecho en aquellos días mientras ella mantenía en sus brazos a la pequeña Nora y sonreía. Luca, Dulce y Hugo, sin decir nada, observaron la tristeza que nuevamente existía en los ojos de Nora.
Dos días más tarde, Chiara quedó con Nora a las nueve de la mañana en el club para sudar un poco antes de ir a la tienda de novias. En un principio, a Nora no le gustó mucho la idea. Pero tras pensarlo detenidamente, algún día tenía que ser el primero en volver al club. Quizá era una buena idea, y más sabiendo que Ian solía acudir por la noche. Sí, definitivamente debía comenzar a normalizar su vida. Una vez que entró en el club, los recuerdos dolorosos se apoderaron de ella. Pero tomó aire y los apartó.
—¿Estás bien? —preguntó Chiara al ver su gesto.
—Perfectamente —asintió con energía sentándose en la bicicleta—. No te preocupes, todo está superado.
—¿Estás segura? —preguntó incrédula al ver cómo su amiga se tocaba el pelo. Eso quería decir que estaba nerviosa—. ¿Realmente el tema Ian ya no te afecta?
—Nada de nada —asintió con una sonrisa mientras saludaba a Blanca—. Creo que el tiempo que he estado fuera me ha hecho darme cuenta de que lo mejor que pude hacer fue acabar con aquella historia. Por él y por mí.
—¿Cuándo has llegado, guapetona mía? —gritó Richard dándole un cariñoso empujón.
—Hace un par de días —sonrió mientras pedaleaba en la bicicleta.
—Hemos decidido ejercitar nuestro cuerpo antes de acudir a probarnos los vestidos de la boda —aclaró Chiara, mirándole a los ojos con una picara sonrisa.
—Queremos estar despampanantes en la boda del año —se mofó Blanca.
—Cómo me gusta veros tan entregadas al deporte —sonrió Richard apoyándose en una silla al entender las intenciones de Chiara y Blanca.
Quince minutos después, Ian entró en la sala de musculación. Al ver a Nora, se paró sin saber si seguir o dar marcha atrás. Pero al ver que Chiara, Blanca y Richard lo miraban, decidió comportarse como una persona civilizada y saludar.
—Anda, si está aquí mi leñador escocés favorito —gritó Richard.
Chiara y Blanca no dijeron nada, solo observaron. Al escuchar aquello, a Nora se le congeló la sangre, mientras levantaba la vista para encontrarse con los intensos ojos negros de Ian y una barba incipiente. En ese momento el tiempo se paró, y el aire se llenó de sentimientos y frustraciones. Aquellos segundos fueron los que confirmaron a todos que aquello de «prueba superada» no era verdad.
—Ian, ¿cuándo has llegado? —preguntó despreocupadamente Chiara, bajándose de la bicicleta para estamparle dos besos. Nora observó pero no se movió.
—Hace días —respondió y miró con frialdad a Blanca, que le sonrió.
Ian, intentando aparentar normalidad, miró a Nora y saludó.
—Hola, Nora.
Ella no habló. No podía. Solo movió la cabeza a modo de saludo y continuó pedaleando mientras Chiara continuaba hablando con él.
—Arturo quería llamarte para hablar contigo.
—Esperaré su llamada —sonrió al escuchar aquello.
Arturo era un tipo estupendo, y quería seguir manteniendo su amistad.
—Bueno, os dejo. Voy a ver si me entreno un poco —y clavando sus ojos en Blanca dijo, tomándola del brazo—: Ven conmigo, compañera, vamos a entrenar.
Unos pasos más adelante Ian, con el ceño fruncido, le susurró:
—Eres una maldita alcahueta tocapelotas. ¿Qué coño crees que haces?
Blanca lo miró y cuando iba a responder, Raquel llegó y como siempre interrumpió, momento que Blanca aprovechó para escapar con Richard. Sin más, Ian se trasladó justo al otro lado de la sala de musculación seguido por una sombra llamada Raquel. Saludó con afecto a varios chicos y chicas y tras sentarse en un remo, comenzó a mover sus fabulosos bíceps.
—Esta me la pagas —susurró Nora apretando los dientes.
Con fingida indiferencia, Chiara preguntó:
—¿Pero no me habías dicho que estaba superado?
—Me voy ahora mismo —dijo Nora, que paró de pedalear molesta por aquel encontronazo nada fortuito.
—Ni se te ocurra bajarte de la bicicleta —siseó Chiara entre dientes—. ¿Qué quieres? ¿Que vea cómo te escondes como un conejito asustado cada vez que aparece?
Nora volvió a pedalear. Pero ver cómo Raquel, la muy asquerosa, se pavoneaba ante Ian y la miraba como si le hubiera arrebatado un trofeo le hizo resoplar.
—¡Por dios, Nora! Los dos sois adultos y ambos debéis rehacer vuestras vidas. Tú, por tu lado, y él, por el suyo —y al ver que Raquel le tocaba el tatuaje del brazo, Chiara aprovechó—: ¿Lo ves? Si él es capaz de rehacer su vida, ¿por qué no lo vas a hacer tú?
—Te odio —murmuró a regañadientes mientras observaba cómo aquella imbécil le presentaba a dos jovencitas más.
—Calla y pedalea, avestruz —se mofó Chiara, consciente del efecto que causaba aquello en su amiga.
Y eso hizo, cerró el pico y pedaleó, aunque su mirada furtiva se cruzó con la de él en un par de ocasiones. «No debo mirarlo, no debo mirarlo», se repetía una y otra vez, pero lo hacía.
Era impresionante lo guapo que estaba, aun con barba. No podía apartar sus ojos de él. Medio extasiada, se fijó en cómo la camiseta de tirantes blanca que llevaba y su pelo oscuro se humedecían por el sudor. Sus brazos comenzaron a brillar por el esfuerzo realizado con el remo, y fue tal la concentración de Nora por él, que era capaz de oírle soltar sus quejidos, secos y varoniles, desde el otro lado de la sala. Eso la excitó.
«Ay, dios… Qué sexy es. Esto me va a matar», pensó mientras sus ojos continuaban clavados en aquel hombre moreno de ojos negros, que desprendía sensualidad.
Media hora más tarde, mientras caminaba como una posesa por la cinta estática sudorosa y cansada, Nora observó a través de los espejos que este hablaba muy animado con una de las chicas. Durante minutos miro como reían los dos. ¿De qué hablarían?
—Si continúas mirándolos con esa cara, pensarán que te pasa algo —dijo con sutileza Chiara, que al igual que Nora se daba cuenta de todo.
—¡Vete al cuerno! —resopló sudando como una cerda.
A Nora le dolía sentir y ver cómo Ian no la volvió a mirar a través de los cristales ni una sola vez. Se había olvidado de ella.
«Está ligando delante de mis ojos, el muy cerdo», pensó a punto del infarto. «No. No es un cerdo, solo está rehaciendo su vida», se respondió segundos después al ver cómo aquella mujer le escribía algo en la mano y se despedían mirándose a los ojos. Finalmente, sin poder más, paró de golpe la cinta estática y sin decir nada a Chiara, que rápidamente la siguió, salió de la sala de musculación para entrar en el vestuario. Allí encontró consuelo momentáneo bajo la ducha. Aunque el consuelo duró poco, al escuchar la conversación de las chicas que estaban en las taquillas de al lado.
—Ha quedado en llamarme esta tarde —rió nerviosa la rubia—. Quizá quede con él hoy para cenar hoy o mañana.
—Como cotilleo —apostilló la amiga—, te diré que Richard me ha contado que está soltero y sin compromiso, que es policía y que ayudó a resolver un caso en el club.
—Me encantan los policías. Son muy sexys —aplaudió la rubia y metiendo prisa a su amiga dijo—: De todas formas, luego hablamos. Tengo prisa. Me esperan en los juzgados. Tengo un juicio a la una y media y no quiero llegar tarde.
Dos segundos después, desaparecieron mientras Nora, pálida, apenas podía respirar.
—Nora… —llamó Chiara al ver el dolor latente en los ojos de su amiga.
Esta comenzó a vestirse. Necesitaba salir de allí.
—No quiero escuchar nada ahora, Chiara —murmuró mirándola a los ojos con una triste sonrisa—. Esto me duele de una manera que no te puedes ni imaginar, pero tengo que superarlo por mí y por él. Ahora, por favor, prométeme que nunca más volverás a hacerme una encerrona como esta.
—Te lo prometo —susurró Chiara, que abrazó a su amiga mientras sus dedos índice y anular se cruzaban en su espalda como cuando eran pequeñas.