CICARELLI, TE VEO VENIR

«MAMMA MÍA. Quién puede escuchar algo así sin que se le rompa el corazón», pensó Chiara al escuchar por decimoctava vez aquel lastimoso y triste mensaje de Ian.

—Por qué no le llamas y le dices te quiero de una santa vez. El mensaje es claro. Quiere estar contigo, pero está dolido —apostilló Chiara—. Joder, Nora, a su manera te pide disculpas por perder los modales con Giorgio.

—Yo también estoy dolida —gimoteó como una adolescente con la nariz roja como un tomate.

—¿Por qué estás tú dolida? —gritó Chiara, pero su amiga no contestó—. No lo entiendo. Creo que lo más fácil es llamarle y aclarar las cosas. Ian es un hombre bastante sensato y te quiere, Nora. No olvides eso.

—El problema es que no sé qué es lo más sensato. Ni yo misma lo sé.

—¡Me vas a volver loca! —protestó Chiara encendiéndose un nuevo cigarro—. ¿Qué es eso que tanto tienes que pensar? ¿Acaso no le quieres?

Nora negó con la cabeza.

—No me digas que de nuevo vas a volver con el rollito de si es ética o moral vuestra historia.

Nora no contestó y Chiara pensó: «Ay… madre, Cicarelli, que te veo venir», pero continuó hablando.

—Además, te voy a decir una cosa —la señaló con el dedo—: Me da igual lo que pienses, entiendo perfectamente la reacción de Ian al golpear a Giorgio. Tú sabes muy bien que dijo que le partiría la cara cuando lo viera, ¡tú lo sabías!

—¿Pero cómo iba a saber yo que lo iba a hacer? —gimió mirándola con cara de enfado—. Me estás diciendo que debo disculpar que por comportarse como un irracional, le haya partido el labio e hinchado el ojo a Giorgio en el hospital. ¿Pero en qué clase de persona te estás convirtiendo?

—En la clase de persona que sabe que quien toque a lo que yo más quiero, soy capaz de matar —puntualizó Chiara.

—Qué ridícula eres a veces.

—¡Anda, mi madre! —protestó al escuchar aquello—. Perdona, Cicarelli, pero aquí la ridícula llorona y patética que no se aclara eres tú.

—¿Patética? —gritó levantándose con rabia—. ¿Mi comportamiento te parece patético?

—Totalmente patético —gruñó mirándola a los ojos—. ¿Qué coño hacías besando a Giorgio?

Nora no contestó. Volvió a llorar. Eso descompuso más a Chiara.

—Venga… vale, no se debe ir por la vida golpeando a la gente, tienes razón.

—¡No me des la razón como a los tontos! —gritó Nora.

—Oh… muy bien. Pues deja de llorar como una imbécil despeluchada —gritó tocándole el alborotado pelo rojo—, porque estás patética —dijo marcando cada sílaba.

Nora la miró con odio. Chiara no se amilanó.

—Me da igual cómo me mires, Cicarelli. Llámalo o no lo llames, pero haz lo que creas conveniente para ti. Y piensa lo que vas a hacer, porque en ese mensaje Ian no ha dicho nada más que la verdad. Analiza sus palabras y decide lo que quieres hacer con tu puñetera vida.

Tras un complicado silenció, Nora habló.

—Tienes razón, ¡soy patética! Pero aparte de todo eso, también soy adulta, madre y abuela —dijo secándose los ojos con un pañuelo de papel.

—Perdona, te ha faltado una cosa por decir: ¡eres tonta!

—¡Vete al cuerno! —gritó Nora comenzando de nuevo a llorar.

—Lo que te voy a decir no te va a gustar. Pero en este caso, por muy adulta que seas, Ian tiene las cosas mucho más claras que tú, ¿no le da vergüenza?

—¿Sabes lo que me dijo hace poco? —sollozó, y Chiara le dio un nuevo pañuelo—. Que le gustaría tener un hijo conmigo. ¡Un hijo!

—Normal, Nora. Está enamorado de ti y quiere una vida plena contigo.

—¿Pero cómo voy a hacerle eso? Dentro de cuatro o cinco años, si nuestra historia no funciona, me odiará, y un hijo en común será una carga para toda su vida. Ay, Chiara, es tan joven, que a veces me da miedo.

—¿Y por qué no iba a funcionar? —se quejó aquella harta—. ¿Tú crees que yo puedo escuchar esto cuando me caso con Arturo dentro de unos meses?

Nora, en ese momento, la entendió.

—Tienes razón —se secó los ojos—. Soy patética.

—A ver, Nora, ¿odias a Giorgio por haber tenido hijos con él?

—¡Claro que no! Lo nuestro no funcionó. Pero nuestros hijos son lo mejor de aquella relación.

Chiara, al escuchar lo que deseaba, sonrió y prosiguió:

—¿Y por qué Ian no puede ser ese príncipe azul que todas buscamos? Es guapo, atento, cariñoso y encima un cañón de tío.

—Demasiado perfecto para mí —gimió y volvió a llorar.

—Ay Nora… te juro que a veces te mataba —protestó con cariño su amiga—. Vamos a ver: yo me voy a casar con Arturo dentro de tres meses y deseamos tener un hijo —Nora la miró—. Mi primera boda no salió bien, pero ¿eso quiere decir que no puedo volver a intentarlo? ¿Eso quiere decir que ya no tengo que intentar ser feliz con alguien que me quiera y me cuide?

—Tu caso es diferente, Chiara. Tú lo sabes.

—Mira, guapa, ¡vete a la mierda! —soltó sin poder contener más aquella patética conversación—. ¿Por qué es diferente? ¿Porque Arturo tiene la misma edad que yo?

Nora asintió. Necesitaba convencerse de aquello.

—¡Venga, Nora, por dios! Entonces, si piensas así, ¿por qué te casaste con Giorgio, si eras doce años menor que él? ¿Acaso él te ha querido como tú te has merecido? ¿Realmente me vas a decir que no has sido más feliz con Ian durante este último año que en tus veinte años de matrimonio con Giorgio?

—Es diferente —volvió a repetir.

—Las diferencias son las que uno quiere ver, sobre todo cuando concierne al corazón. Ian, desde un principio, te ha demostrado su madurez en muchos aspectos, y creo que esta vez eres tú la que está dejando mucho que desear. El solo piensa en quererte, mientras tú te empeñas en poner obstáculos por todos lados. ¿Por qué no puedes quererle tal y como es? Es una persona estupenda, íntegra, trabajadora, que te adora y quiere a tus hijos. ¿Pero no te das cuenta, pedazo de tonta, de la felicidad que te estás negando a ti y a él?

Nora estaba cansada. No quería pensar ni hablar más.

—Se acabó el tema, Chiara —susurró levantándose—. Basta ya.

—Muy bien, señora avestruz —gritó enfadada mientras caminaba hacia la puerta—. Esconde la cabeza debajo de la tierra. ¡Eso lo haces muy bien! —dijo mientras abría la puerta de la calle para salir—. Pero recuerda que quizá, cuando la saques, aquello que te esperaba ya no esté.

Aquella noche, cuando la oscuridad invadió su habitación, decidió hacer una de las cosas más duras que había hecho en su vida. Decir adiós a Ian. Cogió con frialdad el teléfono, marcó su número y rezó para que saltara el contestador. Así ocurrió.

—Hola… soy Nora. Escuché tu mensaje —suspiró para no llorar—, y creo que tienes razón. No te quiero como te mereces. Quizá si nos hubiéramos conocido en otro momento todo sería diferente, pero… son demasiadas cosas las que nos separan, y reconozco que soy yo la que no lo pone fácil —silencio—. Me cuesta hacer esto pero, como decías, la decisión la debo tomar yo. En fin —tragó para poder continuar aunque sus lágrimas corrían descontroladas por la cara—, me gustaría que ambos recordáramos nuestra historia como algo bonito. Eres una persona maravillosa, Ian, y te mereces lo mejor en la vida y sinceramente, creo que lo mejor para ti no soy yo.

Tras estas difíciles palabras cortó la comunicación. No había vuelta atrás. Le acababa de decir al motor de su vida que no quería estar con él. ¿Estaba loca? No, pensó, era lo que tenía que hacer. Con los años, aquella diferencia de edad les separaría. Mejor dejarlo ahora que alargarlo. Con la cabeza a punto de explotar, se metió en la cama, donde lloró y lloró hasta sumirse en un inquieto sueño.

Aquella noche, cuando Ian llegó a casa, su corazón se quebró de dolor al escuchar el mensaje. Pero debía aceptar la decisión de Nora, aunque eso le doliera con toda el alma. Tras una interminable noche, por la mañana llamó a Santamaría. Le pidió unos días de vacaciones y, tras meter unas cuantas cosas en una bolsa, salió de su apartamento sin querer mirar atrás. Montó en un taxi que le llevó al aeropuerto y, con los ojos nublados por el dolor, embarcó rumbo a Escocia.