PAPÁ, TE QUIERO

A PESAR DE SU VIAJE A FRANCIA, IAN REGRESÓ A MADRID un día antes que Nora. Tal y como se habían prometido en Sintra, dieron una oportunidad a su relación. Ahora caminaban por la calle cogidos de la mano, se besaban en público y Nora comprobó cómo la gente seguía su curso sin escandalizarse. Eran una pareja.

«Quizá soy demasiado exagerada», pensó al comprobarlo.

El verano llegó y la relación entre los hijos de Nora e Ian comenzó a ser un poco más cotidiana. Nora habló con Hugo de su relación con Ian. De los tres, era el que peor lo llevaba. Pero tras oírle decir que él solo quería verla feliz, Nora invitó a Ian a cenar y no pudo ser más dichosa. La pequeña Lía se encariñó con Ian. Eso causó dolor a Giorgio, que tenía que escuchar a su hija cosas como «anoche cenó Ian en casa» o «ayer paseamos con Ian por el parque».

Giorgio, desde su regreso de Venecia, casi todos los días llamaba a la clínica por las noches. Allí le informaban de que Loredana progresaba muy despacito pero bien. El tratamiento, poco a poco, comenzaba a dar sus resultados, y se emocionó cuando una tarde pudo hablar con ella y comprobar que la tranquilidad y la cordura volvían a su madre. Aunque un dolor inmenso le recorrió el corazón cuando le preguntó por Enrico y tuvo que mentir.

La vida de Giorgio estaba tomando otro cariz. Las noches de soledad le servían para lamerse las heridas. Le recordaban lo que había tenido y por su mala cabeza ya no conservaba. Repasó muchas veces su vida con Nora, la cantidad de veces que la había dejado colgada con los niños en un acto del colegio. ¡Había sido un completo cretino! Y por eso se encontraba en aquella situación.

Se acercaba el cumpleaños de Lía, y Nora pensó en organizar una gran fiesta en el jardín. Al comentárselo a Giorgio, se ofreció a colaborar y tras pedir consentimiento a Nora, llamó a una empresa que llevó el catering, los castillos hinchables y el personal. La fiesta de su hija tenía que ser la mejor.

A las cinco en punto comenzaron a llegar niños. Hubo payasos y magos, aunque lo mejor para la niña fue cuando abrió el regalo de su padre, un precioso cachorro de collie tricolor. Eso provocó la revolución general de todos los críos. La tarde fue fantástica para Giorgio hasta que apareció Ian. Presenciar cómo Nora le besaba y Lía se enganchaba a él le dolió. A Ian tampoco se le había escapado la presencia de Giorgio. En un par de ocasiones ambos se miraron, dejando muy claras sus intenciones.

—Qué suerte tienes —susurró Chiara al observar a Ian saltar en el castillo hinchable con todos los niños, incluidos los payasos de Luca, Valentino y Hugo—. Encima de guapo, sexy. ¡Míralo!, revolcándose con todos los críos. Eres la envidia de las madres. Fíjate, fíjate cómo babean todas.

Aquello la hizo sonreír.

—Sí. Mañana seré la comidilla del colegio. Pero no me importa, me siento maravillosamente bien —asintió al recordar la cara de sorpresa de algunas madres al saber que ese guapo moreno era su pareja.

—Nunca te he preguntado esto… ¿Es bueno en la cama? —sonrió con picardía Chiara mientras cogía un nuevo trozo de tarta.

—Como dirías tú —rió Nora—, es una máquina, ¡un Ferrari rojo!

Al escucharla, Chiara exclamó divertida:

—¡Nora Cicarelli! Te estás conviniendo en una mujerzuela.

Ambas rieron, y Chiara se fijó en que Giorgio estaba solo al fondo del jardín con una copa.

—¿Y a ese qué le pasa?

Nora lo miró.

—Llevo un rato observándolo. Por su cara, no lo está pasando excesivamente bien.

—Tendrá que acostumbrarse —señaló Chiara.

—A veces me siento culpable.

—¿Por qué? —preguntó Chiara metiéndose un trozo de tarta en la boca.

—Por ser tan feliz.

—¡Mira! —Añadió dándole un empujón—. Siento verlo así, pero prefiero mil veces que sea él quien sufra a que seas tú —y aclarándose la garganta indicó—: Por cierto, luego tengo que comentarte una cosita.

—Mamá, mamá —gritó en ese momento Lía—. ¡Ven a saltar con nosotros!

Nora sonrió y tras mirar a Chiara, que negó con la cabeza, esta le dijo:

—Anda, ve, ya hablaremos más tarde.

En ese momento Dulce, la novia de Luca, se acercó a Chiara con un enorme helado en las manos.

—Oye, ¡qué buena pinta tiene ese helado!

—Está de muerte —contestó Dulce gesticulando—. ¿Y tu tarta?

—De vicio. Creo que voy a repetir —respondió Chiara.

Nora llegó hasta el castillo hinchable y tras quitarse los zapatos, se introdujo en él para saltar junto a su hija y los demás. En el otro lado del jardín, Giorgio se tragaba su orgullo al ver a Nora junto a sus hijos e Ian riendo y compartiendo algo que hasta hacía poco siempre había sido suyo, y nunca había disfrutado.

Aquella noche, extrañada por no haber recibido la llamada de sus padres, Nora les llamó. Sonrió al oír la voz de su padre, quien se alegró al escucharla. Hablaron sobre el viaje a Mérida y Sintra. Luego Giuseppe felicitó a Lía, y un buen rato después fue Susana quien la felicitó. Cuando Lía pasó el teléfono a Nora, notó la frialdad en su voz.

—Mama, ¿te ocurre algo?

—Depende —respondió Susana con sequedad.

Nora llevaba semanas esperando aquella conversación, y el momento había llegado.

—¿Depende? ¿Qué quieres decir con eso, mamá?

—Mira, Nora, sabes que existen cosas en la vida a las que no me gustaría tener que volver a enfrentarme. Sufrí mucho con las locuras de tu tía y…

—Mamá, Ian es maravilloso —interrumpió Nora.

—Vaya, se llama Ian —dijo sarcásticamente Susana al escuchar a su hija.

—Sí, mamá, se llama Ian MacGregor, es escocés e italiano y tiene 28 años —luego, suavizando la voz, dijo—: Y lo mejor de todo es que me quiere.

—¡Por dios, Nora! —se enfadó su madre sin escucharla—. Qué vergüenza me da oírte decir eso. ¿Acaso has perdido la razón? A todos los jovencitos les gustan las maduritas. No te das cuenta de que solo busca sexo.

—Mamá, creo que te estás equivocando —intentó no enfadarse.

—Creo que te estás equivocando tú —gritó Susana—. Giorgio nos contó algo que tú deberías habernos contado. Y no se te ocurra montársela, porque papá y yo le prometimos que no te lo diríamos.

—Él mismo me lo contó a su vuelta de Venecia —susurró sin entender la actitud de su madre. Parecía que su hijo era Giorgio y no ella—. No es justo que te tomes esto así.

—Está mal lo que haces. Muy mal, Nora. ¿Qué ejemplo darás a tus hijos? Llevando una vida tan amoral, tan promiscua.

—¿Me estás diciendo que mi vida no es normal? —se enfadó Nora.

—Pues claro que no es normal que andes revolcándote con un hombre más joven que tú, sin pensar en las consecuencias.

—Si lo conocieras, comprobarías que en muchas cosas es más maduro que yo. Y en lo referente a los niños, ellos están encantados, se llevan fenomenal y…

Pero su madre la interrumpió.

—Para ser más maduro que tú no hace falta buscar mucho —la hirió.

—Mamá, te estás pasando mucho y me voy a enfadar de un momento a otro.

—No, Nora. ¡Te estás pasando tu! ¿Cómo puedes hacer algo así a tu edad? Qué vergüenza. Estarás en boca de todo el mundo como si fueras una fulana, una cualquiera.

En ese momento se oyó gritar a Giuseppe, que se enzarzo en una discusión con su mujer.

—Mamá, papá… sigo aquí —gritó Nora, que escuchaba a sus padres discutir en italiano desde el otro lado del teléfono.

—¡Nora! —dijo su padre arrebatándole el teléfono a su mujer—. Quizá no estás haciendo lo que más me gusta, pero sinceramente, hija, a estas alturas de la vida, me da igual. Ese hombre con el que estás ¿es buena persona y te hace feliz?

—Sí, papá, mucho —respondió con los ojos llenos de lagrimas.

De fondo se oía gritar a su madre: «Dile a tu hija que tenemos una conversación pendiente». Su padre era comprensivo, siempre lo había sido y siempre lo sería. Eso la hizo sonreír.

—Pues entonces, no se hable más —sentenció su pudre—. Sigue con tu vida y lo que tenga que ser, será. Besos para Chiara, para ti y para los niños.

—Una cosa más, papá —exclamó Nora al recordar aquel detalle—. Ian es medio napolitano. Su madre es napolitana —se carcajeó al imaginar la cara de su padre en esos momentos.

Giuseppe, divertido, resopló desde el otro lado del teléfono.

—Pero bueno, Nora, ¿no puedes buscarte un hombre normal? ¿Todos han de llevar la locura de los napolitanos?

—Papá, te quiero.

—Más te quiero yo a ti, mi amor —respondió Giuseppe, que colgó el teléfono mientras miraba la cara de enfado de su mujer.