PIENSA EN MÍ

LOS PRIMEROS DÍAS DE NORA EN MÉRIDA FUERON UN verdadero caos. Hubo modelos que no pasaron los controles de peso, y eso desestabilizó bastante la organización. La noticia no estaba solo en la ropa que se exhibiría, ahora también era noticia saber quién no cumplía los controles de peso y quién superaba el índice de masa corporal de un 18%. Finalmente, dejando fuera a alguna modelo conocida, la dirección dio por zanjada la polémica del peso y se centró de nuevo en el concurso.

La mañana del primer desfile, fotógrafos llegados de todas partes del mundo se arremolinaban en la sala de acreditaciones hasta conseguir la suya, con la que entrar al salón y poder hacer su trabajo. Nora, tras conseguir su pase, entró en la espaciosa sala donde los fotógrafos se arremolinaban ante lo que sería el pasillo por donde las modelos desfilarían. Tras observar durante unos minutos agarrada a su Canon, decidió echarle valor y meterse en todo aquel lío. Se sorprendió cuando comprobó cómo todos hacían su trabajo y evitaban mover al de al lado o empujarlo. Y así pudo fotografiar durante varios días las propuestas de los nuevos creadores.

Por la noche, cuando llegaba al hotel rendida por los innumerables desfiles, llamaba a casa. Tras hablar con alguno de sus hijos y comprobar que todo estaba bien, llamaba al servicio de habitaciones para que le trajeran la cena. Hubo otras noches en las que salió a cenar con compañeros de otras agencias a sitios famosos y pintorescos de Mérida. A pesar de sus salidas para desconectar del trabajo, cada noche, ruando volvía sola a su habitación y se tumbaba en la cama, su ultimo pensamiento era para Ian. Su boca, sus labios, su sonrisa. Lo añoraba demasiado. En más de una ocasión marcó su número, pero colgaba asustada por sus sentimientos. ¿Verdaderamente se había vuelto a enamorar? ¿O simplemente lo deseaba por cómo la hacía vibrar cada vez que la tocaba?

Tras varios días de intenso trabajo, por fin llegó su recompensa: Sintra. El hotel era un precioso palacio romántico del siglo XVIII, con cuidados detalles y una belleza impresionante. Como niña con zapatos nuevos, siguió al botones, que muy amable la llevó hasta su habitación. Una vez allí, dio una propina al simpático chico y se quedó sola. Tras admirar su cálida habitación en colores pastel, se dirigió hacia su balcón. Al abrirlo, comprobó que desde allí tenía una vista privilegiada del palacio Da Pena.

Por la noche llamó a sus hijos y, tras hablar con Lola y Lía, llamó a Chiara, quien sonrió al percibir la alegría en la voz de Nora.

—Chiara, es una pasada, y eso que todavía no he visto nada —suspiró al mirar el palacio Da Pena iluminado al anochecer—. Me encantaría que estuvieras aquí para compartirlo contigo.

—¡Disfrútalo por las dos! —sonrió consciente de la sorpresa que esperaba a su amiga—. Ahora lo importante es que lo pases bien y disfrutes a tope. Cuando vuelvas, quiero que me cuentes muchas cosas, a ser posible bonitas, agradables y positivas. Quién sabe, quizá en tu cuarenta cumpleaños encuentres allí lo que realmente buscas.

—Madre mía, cuarenta años —suspiró al escuchar a su amiga.

—Ya me contarás cuando vuelvas, si en tu caso existe vida tras los terribles cuarenta —se mofó Chiara—. Quizá, a partir de ahora, tu vida encuentre morbo y perversión.

—De momento he encontrado paz y tranquilidad —asintió Nora—. Y con eso, de momento, me vale.

—Bueno, aunque ya te lo he dicho antes, ¡felicidades!

—Gracias, Chiara —sonrió al escucharla.

—Cuando vuelvas, celebraremos tu cumpleaños con una fiesta salvaje. Invitaremos a todas las amigas de Lía y de mis hijas, compraremos chuches, contratamos a dos payasos que nos hagan reír y nos inflaremos a patatas fritas. ¿Qué le parece el planazo?

—Excelente —rió al pensar en ella y sus excentricidades.

—¡Oye, Nora! —dijo antes de colgar—. Prométeme que lo pasarás bien y que te tomarás un buen Dom Pérignon fresquito a mi salud.

—Uf… qué rico —se relamió antes de cortar la comunicación—. Te lo prometo.

Sobre las diez de la noche pensó en dar un paseo por los alrededores del hotel, pero finalmente la pereza y el cansancio la vencieron y decidió quedarse en la habitación. Tras ducharse y ponerse el mullido albornoz del hotel, puso la televisión y después de buscar algo entretenido por varios canales, encontró la película La casa del lago, de Sandra Bullock y Keanu Reeves. La había visto más de veinte veces, pero le encantaba ver cómo la vida de dos personas tan diferentes e iguales a la vez se complicaba hasta que el destino y el tiempo finalmente les unía.

«Qué bonito es el amor cuando todo encaja», suspiró.

—Cuando terminó la película abrió el balcón. El aire frío inundó en segundos su cuerpo y la habitación. Tiró de la manta que tenía en la cama, se enrolló en ella y una vez cubierta, salió a admirar la belleza de la luna de la sierra de Sintra y del palacio Da Pena. El aire fresco corrió por su cara mientras sus pensamientos volaban lejos, muy lejos de allí. En ese momento escuchó que llamaban a la puerta, y extrañada (linio.

—Buenas noches, señorita —dijo el camarero con una bandeja en la mano—. Le envían esta botella de Dom Pérignon. Espero que la disfrute.

—¿Seguro que es para mí? —preguntó extrañada—. Quizá se equivocara usted al traerla.

—No existe equivocación alguna —sonrió el camarero mientras dejaba la bandeja encima del minibar—. Espero que sea de su agrado.

—Gracias —cerró la puerta y comprendió que había sido Chiara.

Una vez cerró la puerta, olió la botella y al percibir su aroma floral, no se pudo contener. Cogió una de las copas, se sirvió y con ella en la mano volvió al balcón. Una vez allí, y mientras disfrutaba de su Dom Perignon, observo el perfil de la sierra de Simia sumida en sus pensamientos.

—Bonito paisaje —dijo una voz a su derecha.

Al mirar, casi se le cae la copa de las manos al ver quién estaba apoyado en la barandilla de la terraza de al lado con un precioso ramo de rosas rojas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó sin ocultar su euforia.

Ian, más guapo que nunca, respondió:

—Escuché tanto hablar de este lugar, que me picó la curiosidad —dijo con una cautivadora sonrisa—. Pero perdona que te corrija: esto es espectacular, pero tú eres increíblemente preciosa.

Tiras decir esto, a Nora se le saltaron las lágrimas e Ian, sin poder contener más las ganas por abrazarla, se subió a la barandilla de la terraza y de un salto llegó hasta Nora. Ella lo recibió con un amoroso abrazo y con cálidos besos. Ian la había seguido a Sintra.

—Feliz cumpleaños, cariño.

Un temblor de sensualidad recorrió su cuerpo mientras sus brazos rodeaban el cuello de Ian, que tras mirarla con deseo posó su boca húmeda y caliente sobre la de ella. En ese instante, Nora sintió las piernas como chicles y soltó un gemido de placer cuando él metió sus manos dentro de su albornoz.

«Te echaba de menos», pensó mientras una fina película de transpiración comenzaba a recubrir su piel.

Fue tal el éxtasis que sintió al estar junto a él, que cuando abrió de nuevo los ojos estaba tumbada encima de la cama, desnuda y sin el albornoz. ¿Cómo había llegado hasta allí? Sin dejar de mirarle a los ojos, Nora abrió sus piernas e Ian la penetró con suavidad mientras ella se acoplaba alrededor de él, y comenzaron un baile caliente y dulzón que a los dos apasionó. Enloquecida por la pasión, gritó su nombre mordiéndole el hombro, mientras clavaba los talones en el colchón con el fin de levantar sus caderas para recibir las embestidas de Ian, hasta que un lujurioso y perverso orgasmo les derrotó.

A la mañana siguiente, pletóricos de alegría, juntos y cogidos de la mano bajaron a la recepción del hotel. Allí pidieron un plano de la zona y tras desayunar decidieron salir a visitar el tan nombrado palacio Da Pena. Pero antes, como antesala de lo que iban a ver, pararon en el castillo de los Moros, un castillo medieval en cuyas piedras los templarios guardaron infinidad de secretos.

Tras aquella visita, cogieron un autobús que les subió a toda pastilla por sinuosas curvas hasta el palacio, Aquello era como estar de pronto en mitad de un cuento. El ambiente aquella mañana, nuboso y con niebla, envolvía todo en un halo especial de magia y misterio. Nora hizo muchas fotos. Aquello era como estar en otro mundo, donde en cualquier momento Campanilla o la Bella Durmiente saldrían a recibirles, Incluso hubo momentos en los que parecía que el tiempo se había detenido.

—Esto es precioso —manifestó encantado mientras ella le hacía una foto—. Qué razón tenías.

—Dios mío, Ian, ¿has visto aquello de allí? —gritó señalando una imagen demoniaca que parecía sujetar un balcón.

El palacio era una conjugación de estilos gótico, árabe, renacentista, barroco e incluso oriental. A pesar de ser un día nuboso, los colores ocres, rosa palo, amarillo y el verdor de los jardines hacían del lugar un sitio mágico y espectacular.

Nora tuvo que dejar su cámara al entrar en el interior del palacio. No se podían hacer fotos. Eso le molestó. Los salones estaban tal cual los decoraron sus antiguos inquilinos hacía años, con muebles oscuros y sobrios hechos con poderosas y robustas maderas.

—¿Sabes? —dijo Ian al mirar a su alrededor—. Todo esto me recuerda muchísimo a Escocia. Allí tenemos infinidad de castillos con curiosas leyendas. Te gustará. Espero que algún día me dejes enseñártelo.

—Estaré encantada —asintió mirándolo con una sonrisa.

Tras un dulce beso, Ian, consciente de cómo reaccionaba su cuerpo cada vez que ella se acercaba, preguntó:

—¿Y de quién dices que era esto?

—Aquí vivió Lord Byron. Pero fue el rey Fernando II quien compró en 1839 lo Que quedaba del monasterio de Nuestra Señora de la Pena, del siglo XVI, que estaba en ruinas. Con el tiempo, le encargó a un arquitecto alemán, el barón Ludwig von Eschwege, su reconstrucción para convertirlo en una residencia de verano. Las obras duraron casi cincuenta años. Entonces la reina María murió y el rey Fernando volvió a casarse, con una cantante de ópera llamada Elisa Llensler, a quien bautizaron con el nombre de condesa de Edla, Ella, a los cuatro años de la muerte del rey, vendió todo esto al Estado, que lo transformó en un museo.

—Qué lámparas más espectaculares —dijo mientras la escuchaba.

—Las lámparas en su gran mayoría son de cristal de Bohemia, y los muebles son únicos y trabajados en estilo romántico y rococó. ¿Ves aquel precioso espejo? —señaló uno a la derecha—. Se cuenta que era el preferido de la reina María. En él se miraba cada mañana antes de salir a pasear.

—¡Vaya! —susurró mientras la veía disfrutar con aquello—. Eres más experta en este lugar de lo que yo creía.

Ella sonrió.

—Hay un viejo dicho español: «Salir a ver el mundo y no pasar por Sintra es ir ciego» —él asintió—. Mamá estuvo aquí hace muchísimos años, y siempre me habló de este lugar como un sitio para perderse y pensar —susurró besándole sensualmente. No le importó la gente que pasaba a su lado.

—Pelirroja. Si sigues besando así, tendré que buscar un rincón en el palacio para acabar lo que estás empezando —sonrió mientras caminaban hacia el mirador. Desde allí se podía admirar un impresionante y verdoso paisaje con el mar al fondo.

—Eres tremendo, Ian MacGregor. ¿Serías capaz? —sonrió ella separándose de él. Intentó sofocar el calor que aquellas palabras y su mirada provocaban en ella.

—Por ti soy capaz de muchas más cosas de las que piensas. Por lo tanto, si no quieres que te desnude encima de la cama de Lord Byron, sigue contándome cosas y no me vuelvas a provocar.

—De acuerdo —se sonrojó por la pasión que ponía en sus palabras, en sus miradas y sobre todo en su entrepierna—. En 1969 hubo un terremoto que provocó increíbles daños en el palacio, y sobre la década de los noventa se inició su restauración —comentó sentándose en el mirador—. Sus jardines acogen plantas de diferentes lugares del mundo, como helechos de Nueva Zelanda. El retablo de la capilla que hemos visitado antes es de mármol. Las vidrieras de las ventanas, alemanas, y los tapices, árabes. Pero para mi gusto, una de las cosas más bonitas son las serpientes enlazadas que rodean las columnas de los pasillos y corredores.

Durante horas inspeccionaron todos y cada uno de los rincones del palacio. Cuando la curiosidad de Nora quedó saciada, cogieron el autobús que les volvió a dejar en el centro de Sintra. Recorrieron sus estrechas calles y miraron en tiendas de artesanía ubicadas en sus callejones. Allí Ian le compró una preciosa pulsera antigua.

Visitaron el palacio nacional, la iglesia de San Martinho y el ayuntamiento, que destacaba por sus redondas torres acristaladas. Tras la última visita, el hambre se apoderó de ellos y acudieron a un restaurante cercano. Degustaron bacalao, crema de gambas feijoada y de postre, queijoada, un postre típico portugués. Después de comer acudieron al museo del juguete, donde rieron al ver los cacharros de otras épocas, y en la tienda de souvenirs Nora compró algo para Lía y las niñas de Chiara.

Cuando llegaron al hotel estaban agotados. La noche anterior apenas habían dormido y aquel día no habían parado. Tras ducharse, hicieron el amor y cuando anocheció, llamaron al servicio de habitaciones. Pidieron una botella bien fría de Dom Pérignon, patatas fritas con ketchup, pequeños bocadillos de pan blanco y unos pasteles de chocolate.

—Me alegro mucho de que hayas venido —susurró Nora en la cama, desnuda, pletórica de alegría y abrazada a aquel hombre—. Creo que llevaba tiempo sin ser tan feliz. Por cierto —dijo tocándole el brazo—, siempre me gustó tu tatuaje. ¿Qué es?

—Es el dragón del escudo de armas de mi familia en Escocia. Todos los varones de mi familia lo tenemos tatuado.

—Eres tremendamente sexy —susurró pasando sus dedos por encima de aquel dragón.

Ian la miró.

—Nora, tenemos que hablar.

—¿Qué pasa? —preguntó asustada.

—Necesito aclarar nuestra situación.

En ese momento Nora iba a comenzar a decir algo, pero él, con un movimiento de mano, señaló:

—Por favor, escucha sin interrumpir lo que tengo que decir, ¿de acuerdo? —ella asintió y dejándola sin habla él dijo—: ¡Te quiero! Eres la primera mujer que me quita el sueño, el apetito y me varía el humor. Sé que tienes miedo por nuestra ridícula diferencia de edad, pero… Te quiero porque eres encantadora. Te quiero porque me haces reír. Te quiero porque sin ti mi vida ya no tiene sentido.

Al escucharle, Nora, emocionada, se llevó las manos a la cara, pero Ian se las retiró.

—Piensa en ti y en mí y olvídale del que dirán. ¿Qué nos importa a nosotros eso, si somos felices y nos queremos? ¿Acaso es pecado enamorarse? —preguntó tomándole las manos—. Yo no buscaba una barbie perfecta, buscaba a mi mujer y te encontré. Me gustas tal y como eres, ¿no lo entiendes?

—Sin habla me has dejado —susurró Nora, que cogió la copa para tragar el atasco de emociones que brotaban de su garganta. Aquello había sido una declaración de amor en toda regla.

—Escucha, Nora. Dame una oportunidad para demostrarte que podemos ser felices —suplicó quitándole la copa de las manos para besarle el cuello. Eso la hacía perder la razón.

—Ian, cariño —susurró cogiéndole la cara para mirarle a los ojos—. Gracias por este cumpleaños tan maravilloso. Aunque no sé qué vas a tener que hacer el año que viene para superar esto.

Conmovido por aquellas palabras, hundió su cabeza en el cuello de Nora y aspirando su perfume le susurró, antes de hacerle el amor:

—Quiéreme, Nora. Quiéreme.

Los días que pasaron en Sintra fueron una maravilla. No hubo horarios, no se separaron ni un segundo y solo existió tiempo para ellos dos. Todo fue dulce, bonito y romántico. Pero tenían que volver de nuevo a la realidad de sus vidas. Ian, desde Lisboa, tomó un vuelo que le llevó a Madrid. Desde allí tomaría otro hacia Francia. Debía intentar hablar con Juliana Anterbe. Quizá la absurda suposición de Vanesa tuviera su lógica. Nora regresó a Mérida. Un par de días más y regresaría a Madrid.

En el aeropuerto de Lisboa, nerviosos, debían separarse. Frente a la sala de embarque, Ian besaba a Nora con la tranquilidad de un enamorado. Aquel viaje había sido lo mejor que había hecho en toda su vida. Había recuperado a Nora, y eso era lo único que le importaba. Por megafonía se anunció la última llamada de su vuelo. Tras un beso y una sonrisa, Ian se encaminó hacia el interior, aunque antes de desaparecer se volvió para sonreír a Nora, que tras verle desaparecer deseó salir corriendo tras él.

Aquella noche, en Mérida, tumbada en la soledad de su habitación, Nora pensó en él. Deseaba con todas sus fuerzas llegar a Madrid para besarle y abrazarle. Ahora tenía las cosas claras y por fin sabía lo que quería.