LOS MESES PASARON, Y EL EMBARAZO DE NORA PASABA CON ellos. El pequeño Valentino era la alegría de todos, un niño espabilado y risueño aunque a veces algo llorón. El bautizo se celebró y, tras una fuerte discusión, la madrina fue por supuesto Loredana, pero el padrino fue Giuseppe, quien tomó muy en serio su papel e intentó molestar todo lo que pudo a Loredana, que no entendía cómo Enrico dejaba que un simple gondolero fuera el padrino de su hijo. Una tarde, cuando Nora estaba de ocho meses, mientras paseaba a Valentino junto a Chiara, vio a su hermana Valeria correr hacia ella.
—¡Nora! —gritó mientras se acercaba—. Ha llamado Simona, la vecina de mamá. Dice que vayamos a casa. Algo ha pasado —gritó retorciéndose las manos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó angustiada, mientras notaba cómo el corazón se le encogía y el bebé se removía.
—No lo sé. Solo me ha dicho que fuera rápidamente a casa —luego cogiéndola de la mano la apremió—: ¡Vamos! Pietro está esperándonos en la góndola para llevarnos.
Despidiéndose de Chiara, que se quedó muy preocupada, Nora partió con Valeria y su marido. Al llegar, la situación en casa de sus padres era de verdadero caos. Su madre lloraba, su padre también, todos lloraban desconsolados. Su hermano Luca y su mujer, Verónica, habían muerto en un accidente de tráfico con su coche nuevo, cuando iban de fin de semana solos a Roma.
El entierro fue doloroso, y Nora creyó morir de dolor al pensar en que nunca más volvería a estar con su guapo y divertido hermano. ¿Quién le iba a llamar con tanto amor pelirroja? ¿Por qué había tenido que morir? Tía Emilia voló desde Egipto, y no se separó de ellos ni un segundo. Se ocupó de organizar todo y no perdió de vista a Nora, quien, por su avanzado estado de gestación, podía presentar problemas. Y así fue. Al día siguiente del entierro, cuando se encontraba tumbada en la cama, llorando por todo lo acontecido, notó cómo unos calambres extraños inundaban su cuerpo hasta hacerle chillar de dolor. Giorgio se quedó bloqueado, y tuvo que ser Emilia quien llamara a una ambulancia, que en menos de media hora la llevó al hospital y allí, tras una laboriosa cesárea, nació un precioso niño moreno, muy parecido a su padre.
Susana, al recibir la llamada de Emilia, dejó aparcada la pena y amargura y corrió a cuidar de su niña, la cual se encontraba en un momento extraño en su vida, pues sentía la alegría de recibir a su primer hijo, pero también sentía la pérdida de un ser querido como lo era su hermano. Cuando Susana y Giuseppe llegaron al hospital, se encontraron con Loredana, cosa que molestó a Giuseppe. Tras ver a Nora y comprobar que todo había salido bien, se encaminaron hasta el nido, donde teman al bebé, que reconocieron enseguida. Era una miniatura de Giorgio, y no paró de llorar en todo el rato que estuvieron observándolo.
—Qué hermoso y qué bello —susurró Susana al verlo—. ¿Qué te parece, abuelo? —dijo mirando a Giuseppe, quien no paraba de llorar igual que su nieto. Todo lo acontecido era demasiado para su corazón.
—Una maravilla de nieto —suspiró secándose las lágrimas—. Y con unos pulmones estupendos.
—Mi Danilo es precioso —comentó Loredana, al ver a aquel pequeño que era tan igual a su hijo—. Es igualito a mi Giorgio.
Susana la escuchó, pero no quiso decir nada y suspiró de alivio al notar que Giuseppe no se había enterado de aquel comentario. En ningún momento Nora les había dicho que el pequeño se llamaría Danilo; es más, siempre dijo que si tenía un niño se llamaría Víctor, y si era una niña se llamaría Lía.
Tras pasar un rato en el nido observando al pequeñín, volvieron de nuevo a la habitación. Por el pasillo se encontraron a Enrico, quien había dejado a Chiara y Emilia junio a Nora.
—¿Venís a tomar un capuchino? —preguntó Giorgio a sus suegros.
—No —respondió Susana—. Gracias, pero iremos con Nora.
Al entrar en la habitación, vieron cómo Chiara abrazaba a Nora y lloraba, mientras Emilia las abrazaba a las dos. Durante unos segundos, Susana, Giuseppe y Loredana se quedaron en la puerta sin hacer ruido. Transcurrido un tiempo, Susana, poniendo la mejor de sus sonrisas y sacando fuerzas de donde no las había, dijo:
—Venga, venga, chicas. No debemos seguir llorando a Luca, nunca le gustaron los lloros.
Nora sintió que no debía llorar delante de sus padres, ellos acababan de perder a un hijo, mientras ella había recibido uno.
—El pitufo es precioso —mencionó su padre con cariño—. Es igualito a Giorgio. Pero tiene tus pulmones. Cuando tú naciste, no paraste de llorar en tres meses.
—Esperemos que este se calle antes —sonrió Emilia al escuchar aquello—. Más que nada por los oídos de los padres.
—Mi Giorgio también fue muy llorón —dijo Loredana—, y por lo que veo Danilo también lo será.
En ese momento Nora miró a su suegra con cara de pocos amigos y sabiendo la respuesta, preguntó:
—¿Quién es Danilo? —al ver la maldad de Loredana, comenzó a gritar con rotundidad—: Mi hijo no se llamará Danilo, mi hijo se llamará como yo quiera. ¿Me has escuchado?
En ese momento se abrió la puerta. Giorgio, acompañado de Enrico y Valeria, entró en la habitación, y al escuchar aquellos gritos se quedaron un poco parados.
—Siempre dije que si tenías un niño se llamaría Danilo.
—Como tú bien dices, lo dijiste tú —gritó enfadada Chiara, que odiaba a su suegra—. Ella nunca lo dijo y te recuerdo que ella es la madre.
—Pero bueno, señora —protestó Emilia enfadada por lo que estaba escuchando—. ¿Quién es usted para decidir algo así?
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó enfadado (Giorgio al escuchar todo ese alboroto, mientras Valeria se acercaba a la cama de su hermana para darle un beso y cariño.
—Creo que deberías hablar con tu madre —comenzó a decir Susana.
—Mamá —preguntó Giorgio escrutándola con la mirada—. ¿Qué pasa?
—¡Tu mujer! —gimió mientras con algo de teatro se llevaba la mano al corazón—. No quiere que el pequeño se llame como tu abuelo.
—El niño se llamará como ellos decidan, no como usted diga —aclaró Emilia mirándola, ¿pero qué le pasaba a esa mujer?—. ¡Faltaría más!
—Mamá, ya hemos hablado de esos temas —comenzó a decir Enrico entendiendo todo lo que estaba pasando allí.
—Hija, ¿estás bien? —se preocupó Giuseppe por su niña, a la que veía demasiado ojerosa, cansada y muy, muy enfadada.
—Sí, papá —respondió en susurros esbozando una triste sonrisa—. No te preocupes —luego, centrando toda su atención en su suegra, continuó—: Mi hijo no se llamará Danilo, y ten por seguro que ninguno de mis hijos se llamará como tú quieras. Mis hijos se llamarán como Giorgio y yo decidamos. ¿Te has enterado o te lo repito otra vez?
—¡Esa es mi niña! —sonrió Emilia al escucharla.
—Qué falta de educación —murmuró Loredana, que miró a Giorgio en busca de ayuda—. A mí nunca se me habría ocurrido hablar así a la madre de tu padre.
—Creo que aquí la que tiene falta de educación es únicamente usted —dijo Susana al ver la malicia de aquella mujer. Durante mucho tiempo había sido testigo a la sombra de los continuos disgustos que aquella mujer propinaba a Nora y a Chiara—. Lo primero que no tiene que olvidar es que aquí los padres de ese pequeño son mi hija y su hijo, y ellos han de decidir todo por él, hasta que sea mayor para que decida por él mismo.
—Por una vez, hermanita —sonrió Emilia—, estamos de acuerdo.
—¡Usted cállese, lagarta! —gritó Loredana, que hizo reír a Emilia, que sabía que una sonrisa podía acalorar y jorobar más que un mal gesto—. Te dije que tenías que haberte casado con una verdadera italiana.
—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó Giuseppe enfadado por lo que escuchaba.
—Mamá, por favor —comenzó a decir Enrico acercándose a ella.
—¡Déjame! —gritó dejando a todos más alucinados todavía—. Donde esté una mujer italiana de padres italianos, que se quiten las medias tintas. Una verdadera mujer italiana deja decidir al marido y a su suegra muchas cosas.
—¡Dios mío! —susurró Emilia en español haciendo sonreír a Chiara, que tras años con ellas había aprendido bastante bien ese idioma—, o alguien le dice a esta bruja cuatro cosas, o al final se las voy a tener que decir yo. Y como yo se las diga, vamos a terminar muy mal.
—No consentiré que se ponga en duda la valía de mi esposa como madre y como mujer. Es la mejor madre que ningún hijo pudiera querer y la mejor esposa que un hombre pueda desear. ¿Pero usted qué se ha creído? —gritó Giuseppe perdiendo el control.
—Nos está llamando a mis hermanos y a mí ¿medias tintas? —dijo Valeria muy enfadada—. Mire, señora, estoy muy orgullosa de mis padres y de cómo soy como persona en esta vida. ¿Usted también puede decir eso?
—Con mi familia no se mete nadie en mi presencia, y menos una napolitana loca —levantó la voz Giuseppe.
—Haga el favor, gondolero, de no chillarme —gritó Leridana separándose de ellos; luego, volviendo a atacar dijo—: No estoy acostumbrada a codearme con personas de su clase.
—¡Hasta aquí hemos llegado! —saltó Emilia al escuchar aquello.
Nadie se metía con su familia, y menos con su cuñado. ¡Allí se iba a armar gorda! Su intención era coger a aquella bruja por los pelos y sacarla de la habitación. Pero la mano de Chiara se lo impidió mientras sus ojos pedían calma.
—Y a mucha honra es gondolero —gritó Susana, incrédula ante lo que estaba escuchando. ¡Aquella mujer estaba perdiendo los papeles!—. ¿Acaso ustedes son más que nosotros?
—Mis hijos tienen una carrera. Son arquitectos. Hombres de provecho —gritó Loredana con crudeza—. ¿Pueden ustedes decir lo mismo de su hija, y de la peluquera? Y no digamos de la loca de su hermana.
—¡Bruja! —grito Emilia dando un paso adelante. Eso asustó a todos.
—Es increíble lo que estoy escuchando aquí —susurró Chiara, que tomó de nuevo el brazo de Emilia y mirando a su marido, dijo—: ¿Alguna vez verás que tu madre hace algo mal?
—¡Mamá! Cállate de una vez —replicó Enrico. No podía consentir que su madre se comportara de aquella manera con las personas que continuamente les ayudaban, incluso a pagar las deudas.
—Mis hijas y mi adorada cuñada —gritó Giuseppe poniéndose entre ellas— son mujeres estupendas, y no consentiré que nadie, y menos aún una napolitana amargada, venida a más por la simple circunstancia de haber estado casada con un cajero de banco, se meta con ellas. Le recuerdo que mi mujer tiene la carrera de Bellas Artes, ¿usted cuál tiene? ¿La de bruja las veinticuatro horas?
—¡Olé… mi cuñado! —se carcajeó Emilia, mientras Giuseppe continuaba.
—Ya me gustaría a mí haberla visto a usted si hubiera tenido una infancia como la de Chiara. Ella es aquí la más fuerte y trabajadora de todos. Ha logrado por sí sola y con veinte años labrarse un futuro y un negocio rentable. ¡No sabe usted nada!, y respecto a mi hija…
—¡Papá, basta! Es inútil —dijo Nora. Luego, escrutando con la mirada a Loredana, gritó con rabia—: Me da igual tu locura, o tu corazón, puesto que a ti te da igual el mío. Tu hijo es Giorgio. No lo somos ni mi pequeño ni yo. Por lo tanto, te sugiero que a partir de ahora comiences a tomar conocimiento de mis palabras. Nunca haré nada para que tu hijo o mi hijo no te quieran. Pero no esperes cariño por mi parte. Tampoco esperes comprensión, puesto que yo no la estoy recibiendo de ti en unos momentos tan trágicos para mi familia. Que te quede claro que yo me casé con Giorgio, ¡no me casé contigo!, y mi proyecto de futuro en común es con él, y con mi hijo. Te agradecería que nunca más vuelvas a dar tu opinión sobre algo, si no se te pide —luego, mirando a su marido, quien se encontraba avergonzado y sorprendido por todo lo que había escuchado, continuó—: Giorgio, yo te amo con todo mi corazón, pero lo nuestro no podrá salir bien si no luchas por lo que realmente quieres. En estos meses que llevamos casados, nuestras discusiones siempre han venido por el mismo sitio. Tu madre. Creo que si realmente me quieres a mí y al niño, debes decidir qué quieres hacer con tu vida porque yo tengo claro que no quiero vivir bajo la mirada de nadie. No quiero reproches. No quiero problemas. Solo quiero ser feliz contigo y con el pequeño Luca.
Al escuchar el nombre que Nora había decidido para el bebé, Giorgio asintió con una sonrisa triste. ¡Nora se merecía aquello! Y viendo la cara de enfado de su madre, la cogió del brazo y sin miramientos, dijo:
—Mamá, creo que debes marcharte a casa. Ya verás al pequeño Luca en otro momento.
—¡Me estás echando! —gritó al ver la determinación de su hijo.
En ese momento se abrió la puerta. Era la enfermera quien portaba en una cunita al pequeño. Al ver tanto jaleo, preguntó enfadada:
—¿Qué ocurre aquí?
—No se preocupe —contestó Giorgio con determinación—. El jaleo ya se acabó —y tras decir esto, Loredana y Giorgio desaparecieron de la habitación.
—Yo… —comenzó a decir Enrico con lágrimas en los ojos, mientras tomaba a Chiara de la mano—. Quisiera pediros disculpas a todos por lo ocurrido.
—Tranquilo, hijo —susurró Susana entendiendo la postura de aquellos muchachos. Aunque pensaba que la suegra de sus hijas era una auténtica bruja, no debía olvidar que era la madre de sus yernos—. Nosotros también estamos muy nerviosos.
—¿Estás bien? —preguntó Emilia a Nora, quien con una triste sonrisa asintió—. No te preocupes, cariño. Todo saldrá bien y recuerda siempre: vive y deja vivir. No olvides enseñárselo a este pequeñajo, ¿vale?
Nora asintió, con los ojos llenos de lágrimas. Vive y deja vivir. Aquella frase fue la que Luca había tomado de su tía, y ahora la acababa de tomar ella. Todos, pensativos, quedaron en silencio, mientras la enfermera sacaba al pequeño y lo ponía en brazos de su madre. Nora, al tener a su bebé en brazos, solo pudo sonreír, y tras mirarlo con amor durante unos segundos y cogerlo por sus deditos, susurró emocionada:
—Hola, Luca, soy tu mamá.