PASARON LOS DÍAS Y NORA NO LE CONTÓ NADA A IAN. Nunca encontraba el momento de comentarle la conversación con Giorgio. Ian, por su parte, estaba pletórico con aquella relación. Nora llenaba su mundo. Era cariñosa, divertida y disfrutaba de su compañía todo lo que podía y más. Juntos acudieron al campo del Atlético de Madrid para ver un partido y lo pasaron en grande. Las tardes que Ian libraba paseaban por la sierra de Madrid, y una noche acudieron a la Gran Vía, donde vieron Chicago, el musical.
Se veían siempre que podían. Aquello se había convertido en una necesidad para ellos, y siempre que querían desatar su pasión, quedaban en algún hotel. La atracción que sentían el uno por el otro era algo incontrolable, Nora nunca se había sentido así. Atrás quedaron las vergüenzas y las dudas. Junto a Ian, descubrió lo que era hacer el amor apasionadamente. Le volvía loca cómo él la miraba mientras la penetraba con pasión entre susurros cariñosos. Adoraba cómo se abandonaba a sus caricias y la excitaba escuchar cómo él repetía su nombre cuando ella le hacía vibrar de placer.
Aquella nueva relación era tan diferente a la que tuvo con Giorgio, que a veces no podía creer que hubiera estado tantos años sin disfrutar del sexo como lo hacía ahora. Ian era un amante apasionado y magnífico, y con solo una mirada sabía en cada momento lo que ella quería y necesitaba. Aquello era una maravilla. Se sentía llena de vida y de ilusión. ¿Sería esta la felicidad en la sonrisa que su padre tanto mencionaba?
En el caso de Ian, hasta él mismo estaba alucinado. Nunca había sentido por una mujer lo que sentía por Nora. No podía dejar de pensar en ella, y cuando la veía pasear por el club y algún monitor como Roberto, un buen pulpo, se acercaba a ella para ayudarla en algún aparato, tenía que contener su sangre escocesa para no cogerlo del cuello y quitar sus manos de su mujer. ¡Su mujer! Así la sentía y así le gustaba verla. Adoraba cómo ella se acurrucaba junto a él. Le volvían loco su sonrisa ingenua, sus absurdas cabezonerías y su apasionada mirada burlona.
Buscaban momentos para besarse, para amarse y ansiaban tiempo juntos. Y tras pensárselo mucho, Ian la invitó a pasar un fin de semana en su ático de Las Rozas. Pasarían juntos una noche y dos días. Además, necesitaba aclararle ciertas cosas.
«¿Por qué no?», pensó Nora. Y tras hablar con Lola y Luca y comprobar que todo estaría en orden, aceptó.
En las oficinas de Majadahonda se reunían para hablar sobre la investigación a la hora de la comida. A aquellas reuniones acudían Enrique Santamaría, Carlos Méndez, Blanca e Ian. Santamaría, como siempre, mantenía su inescrutable mirada mientras escuchaba a Blanca contar sus últimas investigaciones. Tras su conversación en el club con las chicas, pidió a Carlos información de Kiko Romero y Carlos López, antiguos monitores. A través de la información obtenida, conocieron que Kiko vivía en Turquía, concretamente en Estambul. Estaba soltero y trabajaba en la aduana costera. En el caso de Carlos López, hasta hacía unos meses había vivido en Italia, concretamente en Roma, donde trabajaba en la aduana del aeropuerto de Fiumicino. Pero había aparecido muerto hacía un mes.
«¿Ambos trabajando en aduanas? Qué curioso», pensaron todos.
Santamaría contactó con la policía turca, concretamente con el comisario Ahmed Bagis. Necesitaba su colaboración para vigilar a Kiko. Necesitaban conocer todos y cada uno de sus movimientos. Por otro lado, hablaron con la policía italiana y les pidieron un informe detallado sobre la muerte de Carlos López.
—Tenía la intuición de que Roberto, el rompecorazones del club, estaba metido en el ajo —asintió Blanca mirando directamente al jefe.
—Investigué la muerte de su padre —comenzó a decir Carlos mientras buscaba en el ordenador—. El hombre en cuestión se llamaba Beltrán Pocobelli. Llegó a Madrid en la década de los sesenta desde Florencia. Vivió con Sonia Cruz más de veinte años. De esa unión, nacieron dos mellizos, Sara y Roberto. Pero ¿no os resulta curioso que ambos hijos lleven el apellido de la madre? Cruz.
Todos asintieron y Carlos continuó.
—Durante más de veinte años, Pocobelli trabajó para la galería Madeus, donde murió a consecuencia de un incendio. Beltrán Pocobelli estuvo relacionado con la mafia en sus comienzos. Se cree que el incendio y su muerte en la galería fueron provocados, no accidentales, a pesar de que la prensa publicara lo segundo.
—¿Con quién estuvo relacionado? —preguntó Ian interesado. Conocía bastante bien el tema de las mafias.
—Con Giovanni Caponni —señaló Santamaría.
—¿Caponni? —exclamó Ian al escuchar aquel nombre—. Caponni, nada menos.
—En la actualidad, Caponni vive en Galicia —prosiguió Carlos—. Dirige un rancho de venta de ganado. Aunque, sinceramente, no me extrañaría encontrar algo turbio en sus negocios.
—¿Qué se sabe de la madre y la hermana de Roberto? —preguntó Santamaría.
—Sonia Cruz, tras la muerte de Pocobelli, se trasladó a vivir a Galicia.
—¡Vaya, qué curioso! —asintió Blanca al escuchar aquello.
—¿Y la chica? ¿Sara dónde vive? —preguntó Santamaría.
—En Canarias —consultó Carlos su ordenador—. Se casó hace casi dos años con un tal Marcheso.
—Señores —comentó Santamaría, que salió de la habitación—. Han aparecido nuevos nombres. Pónganse las pilas. Necesito resultados ¡ya!
—Imprimiré la información y os la haré llegar —sonrió Carlos marchándose a su despacho con el portátil bajo el brazo.
—Resulta curioso que Pocobelli no diera sus apellidos a sus hijos, ¿verdad? —preguntó Ian mirando a su compañera. Roberto nunca comentó una cosa así.
—¡Nunca!, y mira que con las copas que se tomó en la fiesta del puñetero loft, habló de más —respondió al recordar aquella fiesta—. Por eso, cuando consulté los archivos desde casa, aluciné. No me cuadraban los nombres. Me dijo que su padre había muerto en el incendio, pero no conseguía encontrar ningún señor Cruz. ¿Cómo lo iba a encontrar si lleva el apellido de su madre?
—Tengo un amigo en Canarias —murmuró Ian—. Seguro que me podrá dar más información sobre Sara y su marido —y tras mirar a Blanca susurró—: Esto comienza a oler muy muy mal.
—¿Tú crees?
—Estando el nombre de Giovanni Caponni en todo esto, no me cabe la menor duda —dijo levantándose para dirigirse a la cafetera—. ¿Quieres un café?
Blanca asintió.
—Doble y solo —respondió observándolo preparar los cafés—. Oye, ¿lo tuyo con Nora va en serio?
—Por mi parte, sí —sonrió al pensar en ella—. La he invitado a pasar el fin de semana conmigo en casa. Tengo que hablar con ella.
AI escuchar aquello, Blanca se extrañó.
—¿En tu casa? No creo que sea buena idea. Puede descubrirte —y bajando la voz murmuró—: Estás jugando con fuego, highlander. Si se entera el jefe de que estás con una socia del club, tendrás problemas.
—¿Se lo vas a decir tú? —ella negó con la cabeza—. Entonces no tiene por qué enterarse, y en lo referente a que Nora sepa la verdad, no quiero seguir engañándola. No tengo por qué contarle los datos del caso. Lo único que tengo que revelarle es la verdad de mi trabajo, y conociéndola, no dudo de su discreción.
—Tú sabrás lo que haces, pero como os sigáis comportando como el otro día —sonrió al coger el café—, se enterarán todos más rápido de lo que creéis. Nora es una tía muy legal y no se merecería pasar ese mal trago —y guaseándose añadió—: ¡Vaya calentón que teníais!
—Lo del otro día no volverá a pasar en el club. Y en cuanto a que Nora sepa parte de la verdad, no te preocupes. Confío en ella.
—Repito: ¡tú sabrás, colega!
En ese momento entró Carlos y les entregó un dossier con toda la información que habían recabado.