SIN SENTIDO

AQUELLAS NAVIDADES, TRAS HABLAR CON GIORGIO Y Enrico, Nora y Chiara viajaron a Italia con los niños para pasarlas con los suyos. Por su parte, Giorgio se marchó de viaje con Manuela a Madeira, y Enrico viajó con unos amigos a Galicia. Loredana se vio sola en aquellas fiestas, y se sorprendió cuando al sonar la puerta de su casa y abrir, aparecieron Nora, Chiara y Valentino.

—¡Valentino! —gritó la anciana al ver a su nieto.

Nora y Chiara se miraron con complicidad al ver que su ex suegra ni las miró hasta que soltó al joven. Con una media sonrisa, las hizo pasar a su casa. Se encontraba fría y en un estado lamentable.

—¿Cuándo habéis llegado?

—Hace unos días —dijo Nora sintiendo un escalofrío.

Hacia más frío dentro de esa vieja casa que en la calle.

—¿Y mis otros nietos? —preguntó con su típica voz de insolente.

—Pasándolo bien —respondió Chiara, a quien no le hacía mucha gracia estar allí. Pero tras dejarse convencer por Nora y Valentino, les había acompañado.

—Ya veo cómo me quieren —carraspeó aquella mujer con su desagradable voz—. ¡Qué vergüenza!

—Hay un refrán que dice: «Lo que siembres hoy será lo que recogerás mañana» —murmuró Chiara.

—Mamá —regañó cariñosamente Valentino.

Nora, al ver cómo su ex suegra miraba a su amiga, dijo:

—Loredana, los niños te mandan besos. Intentaré que vengan a verte otro día.

—Soy su abuela, igual que lo soy de mi Valentino —dijo mirándolo con orgullo—. Qué tengo que entender. ¿Que son unos maleducados?

—Te equivocas, abuela —contestó Valentino, pero su madre le interrumpió.

—No son unos maleducados. Lo que tienes que entender es que como tú bien dices, ha venido a verte tu Valentino. El resto, como nunca fueron tus nietos, han decidido no venir.

—¡Qué sinvergüenzas! —aulló la mujer.

—Por la parte que toca a mis hijos —intervino Nora, que intentó no perder los nervios como Chiara—, tengo que decirte que están dolidos por el trato que han recibido por tu parte. Es más, cuando te marchaste de Madrid, ni siquiera te despediste de ellos.

—¡Voy al baño! —señaló Chiara. Necesitaba fumarse un cigarrillo.

Mientras caminaba por el largo pasillo, pensaba en lo odiosa que era aquella mujer. Cómo podía decir aquello tras el trato que habían recibido todos los niños a excepción de Valentino. Cuando entró en el baño y cerró la puerta, abrió la vieja ventana que daba a un patio interior, sacó un cigarro y lo encendió. Miró a su alrededor y algo llamó poderosamente su atención. ¡La humedad! Acercó su mano a la pared y comprobó que la humedad subía hasta media pared. Sin hacer ruido, salió del baño y abrió la puerta del dormitorio de Loredana. Allí la humedad llegaba igualmente hasta la mitad de la pared. ¿Cómo podía ser?, se preguntó sin entender, mientras caminaba hacia el salón por el pasillo y vio cómo las manchas de humedad salpicaban la pared.

—No me gusta que fumen en mi casa —espetó Loredana al verla entrar con el cigarro en la mano—. ¡Apágalo!

Chiara suspiró y acercándose a un viejo cenicero, lo apagó.

—Abuela, tengo sed. Dame agua o una Coca-Cola —pidió Valentino.

—Ahora mismo, mi amor —susurro levantándose al tiempo que decía—: Como no sabía que veníais, no tengo ni una Coca-Cola para ofreceros.

—Con agua bastará —respondió Nora, que miró cómo aquella mujer se alejaba.

—Espera, abuela —dijo Valentino levantándose—. Yo te ayudaré.

Al quedar solas, Nora y Chiara se miraron y hablaron en susurros.

—Tienes que ir al baño. Tiene humedad hasta media pared. Esta casa es un iglú.

—Ya te dije que mamá me comentó que su situación no era muy buena. Pero ¿esto? —susurró al mirar a su alrededor.

—Pero ¿por qué vive así? —señaló Chiara—. Ella tiene sus ahorrillos. Además, están sus adorados hijos.

—¿Adorados? —repitió Nora—. No sé cómo no se les cae la cara de vergüenza por desatender de esta manera a su madre.

En ese momento, Valentino llegó hasta ellas.

—Mamá, no me gusta nada lo que estoy viendo en esta casa. La abuela vive en condiciones precarias. Si vierais como está la cocina. El frigorífico lo tiene vacío.

—Pues si quieres llorar, ve al baño —contestó Chiara—. Y no te cuento cómo está su habitación y el resto del pasillo.

—¿Qué cuchicheáis a mis espaldas? —preguntó Loredana, que entraba con una bandeja que portaba agua y cuatro vasos viejos y rayados.

Nora, con rapidez, intentó salvar la situación. Era especialista.

—Le decía a Chiara que se nos ha olvidado traerte lo que mamá tenía preparado para ti. El próximo día que vengamos, te lo traemos.

—Tenía algo para mí —susurró extrañada la anciana al escucharla—. Qué atenta.

—Sí —mintió Nora—. Recibió la caja que su familia de Toledo le manda por navidad, y separó algunos mazapanes y polvorones para traerte.

—Qué amable tu madre. Y tu padre, el gondolero, ¿cómo está?

—Bien. Se jubiló hace unos meses y esta encantado de la vida —entonces Nora preguntó—: ¿Te han llamado Giorgio y Enrico para felicitarte la navidad?

—Hace unos días —respondió rápidamente la mujer—. Me dijeron que no podían venir a pasarla conmigo porque tienen mucho trabajo. Pobrecillos, son tan trabajadores…

—Justamente eso, pobrecillos —susurró Chiara encendiéndose un cigarro.

—¡Tú!, peluquera —gritó Loredana de pronto mirando a Chiara—. ¿Qué dices? Te recuerdo que eras una muerta de hambre callejera y gracias a mi hijo, aprendiste a comer, a vestir y a vivir como una reina. Pero tu mala sangre de callejera sigue en ti.

—¡Abuela! —gritó Valentino al escuchar aquello sobre su madre—. No te consiento que hables así de mi madre.

—¡Será bruja! —levantó la voz Chiara—. Que te quede claro que yo siempre he vivido como una reina gracias a mi esfuerzo y mi trabajo. ¡No lo olvides! Y solo te diré una cosa más: te estás equivocando. Te estás equivocando, y mucho.

La anciana, al escucharla, se levantó como una loca y fue a por ella.

—¡Fuera de mi casa, adúltera! —gritó mientras echaba chispas por los ojos.

Chiara, sin abrir la boca, se levantó y se dirigió a la puerta. No debería haber ido.

—Pobre hijo mío. Lo que tuvo que sufrir a tu lado. ¡Vete! Y espero no volver a verte nunca más.

—¡Basta ya! —gritó Nora con odio.

—Estás enferma, abuela. Pero no del corazón, sino de la cabeza —gritó Valentino desde la puerta—. Siempre te he querido mucho a pesar de saber que nunca has sido justa ni con mamá ni con la tía. Durante años, en casa has creado tensiones y preocupaciones, y yo siempre intenté mantenerme al margen por el cariño que te tenía. Pero ¿sabes?, por mucho que te quiera, no voy a permitir que insultes y humilles de esa forma a mi madre. No se lo merece, porque lo digo yo y porque hay muchas cosas que tú no sabes —y volviéndose hacia Nora, dijo—: Tía, te espero en la calle con mamá.

Tras aquello, desapareció por la puerta dejando a Loredana con la cara congestionada, la bandeja en las manos y los ojos secos de lágrimas.

—¿Por qué? —preguntó Nora mirando a aquella fría mujer desde la puerta—. Por qué te gusta tratarnos mal y descalificarnos de esa manera, cuando nosotras hemos sido las únicas personas que te hemos abierto nuestras casas y nuestras vidas.

Loredana la escuchaba con una mirada dura, gélida, pero no decía nada.

—¿Sabes una cosa? Yo tengo una opinión diferente a la de Valentino. Tú no estás enferma del corazón. Tu verdadero problema es que no lo tienes.

Una vez dijo eso, cerró la puerta con el corazón dolorido y dejó dentro de aquella fría, vieja y dejada casa a una mujer que no se quería ni a sí misma.

La cena de Nochevieja en casa de los Cicarelli era algo lleno de luz, tradiciones, risas, bailes y besos. Susana y Giuseppe, año tras año, conseguían que toda su familia se reuniera en torno a una gran mesa repleta de manjares españoles como el mazapán, los sequillos y los polvorones.

La novedad en aquella ocasión fue Khady, la niña mozambiqueña que Lidia había adoptado. Era menuda, con el pelo corto y rizado, pero con unos grandes ojos negros curiosos que enamoraron a todos. Al principio se mostró asustada entre tanta gente extraña. Se aferraba a Lidia, su mamá. Pero al final de la noche ya repartía sonrisas a todos, en brazos de Pietro, su orgulloso abuelo, y de su bisabuela Susana, que fue ver a la niña y enamorarse de ella.

Y como cada año, cuando el reloj terminó de dar las doce campanadas y comenzó un nuevo año, todos se besaron y abrazaron. Después, Susana y sus hijas comenzaron a tararear villancicos de Toledo y tras aquello, tío Enzo les deleitó con la tarantela y todos bailaron alrededor de la mesa.

Lo ocurrido el día anterior con Loredana entristeció a Valentino, pero comprobó, una vez más, que su madre y su tía estaban por encima de todo lo que su abuela pensara de ellas. Bajo el nombre de Enrico y Giorgio le enviaron unas grandes cestas con productos de navidad que llenarían su frigorífico y su despensa durante un tiempo.

—Mamá —llamó Luca a Nora, que ayudaba a Valeria a quitar la mesa—. Te sonó el móvil. Creo que has recibido un mensaje.

—Será tu padre o alguien del trabajo —comento mientras caminaba hacia el aparador castellano de la bisabuela Basilisa.

Al coger el móvil, de pronto una burbuja de calor y una extraña sonrisa se apoderaron de ella cuando leyó: «Feliz año, abuela. Espero que lo pases bien, a pesar de tu terrible edad. Ian».

—¿Ocurre algo? —preguntó Chiara acercándose hasta ella con Khady en brazos.

—Uf… Mira esto —sonrió colorada mientras Chiara comenzaba a reír—. No quiero ni un comentario al respecto. Por cierto, ¿le has dado tú mi número de teléfono?

—No, mal pensada, Ni siquiera he hablado con él. Pero por lo que veo, él se las ha ingeniado para conseguirlo —y mofándose de ella dijo—: Espero, abuela, que por lo menos le respondas.

—Por dios, Chiara, podría ser mi hijo.

Al escuchar aquello, Chiara se carcajeó mirando a Susana.

—No quiero ni pensar qué habría sido de tu pobre y santa madre si te hubieras quedado embarazada con diez años —y dándole un empujón, dijo—: Mira, Nora, acaba de empezar un nuevo año. Atrás queda lo viejo y comienza lo nuevo. Déjate de puritanismos y tonterías, y dale las gracias a ese hombre que se ha acordado de felicitarte el año.

—Pero…

—Aunque solo sea por la molestia que se ha tomado, deberías ser agradable. Anda, venga, respóndele. Igual que tú has sonreído cuando has visto su mensaje, le harás sonreír a él.

—Eres una romántica empedernida —murmuró Nora.

Al escuchar aquello, Chiara se alejó muerta de risa, pero antes dijo:

—Ay… Tienes razón. Es que veo un buen culo y el corazón me late a mil.

Esa primera respuesta dio lugar a otros muchos mensajes que Ian y Nora se enviaron durante los días que ella estuvo en Italia.

El 10 de enero Nora, Chiara y todos los muchachos, entristecidos por dejar allí a los abuelos y al resto de la familia, volaron de vuelta a Madrid, donde sus vidas volvieron a la normalidad del resto del año.

El primer día que Nora acudió al club, lo hizo sola. Chiara tenía que ir al médico Mientras aparcaba el coche en el aparcamiento privado del club, pudo ver a Ian. Salía con un grupo de gente en bicicleta. Entre ellos iba la pija de Raquel, enfundada en un moderno y sofisticado traje rosa y negro de ciclista. Las miradas de Ian y Nora se encontraron durante unos segundos, y se saludaron con una cordial sonrisa. Mientras él se alejaba con el grupo y Nora cerraba el coche, confundida por lo que sentía, pensó: «¡Esto es una locura!». Tras una sesión de aeróbic con Richard, Nora pasó a la sala de tonificación junto a sus amigas. Allí estiró y tonificó sus músculos. Pero cuando vio aparecer a Ian, vestido con las mallas de ciclista, sudoroso y tremendamente sexy, dejó de dar pie con bola.

Este miró con disimulo a su alrededor en busca de Nora. Su coche seguía en el aparcamiento. Pero cuando la localizo e intentó acercarse hasta ella, fue imposible. La pesada de Raquel se cruzó en su camino, y Nora desapareció dentro de los vestuarios femeninos. Con gesto de incomodidad, Ian maldijo mientras la pija comenzaba a cotorrear:

—El sábado mi amiga Leticia da una megafiesta en su loft nuevo. Me ha dicho que invite a toda la gente que yo quiera.

—Perdona, Ian —interrumpió Blanca al ver el acoso y derribo al que aquella caprichosa niñata sometía a su compañero—. Necesito ayuda con la cinta —y sin importarle la cara de fastidio de Raquel, preguntó—: ¿Dónde habrá una fiesta?

—En el nuevo loft de mi amiga Leticia —susurró contrariada Raquel por aquella inoportuna interrupción.

—¡Anímate, mujer! —señaló Ian sin mirar la cara de disgusto de Raquel—. Ven con nosotros. Será una fiesta divertida.

—Justo el sábado no tengo nada que hacer —sonrió Blanca.

—¡Vendrás conmigo! —exclamó Raquel a Ian al escuchar eso de «ven con nosotros».

«Por fin tendré una cita con él», pensó altamente excitada.

Ian, con la más falsa de sus sonrisas, la miró y, tomándola por los hombros, añadió:

—No me lo perdería por nada y tras mirar a Blanca con complicidad dijo.

—Será divertido.

—Leticia —comenzó a hablar Raquel como una cotorra— comentó que ha invitado a varios compañeros tuyos.

—¿Quiénes? —preguntó con curiosidad Blanca.

—Valentino, Roberto, Katrina, Julio y más gente del club. Será una fiesta a la que asistirá lo mejorcito de Madrid —y para darse más importancia, añadió—: Su decorador es nada más y nada menos que Julio Crownell.

—¡Julio Crownell! —repitió incrédula Blanca—. ¡Dios mío!

—Entonces habrá que ir —asintió Ian al pensar en el interesante combinado que sería gente con dinero y casa cara—. ¿Dónde es la fiesta?

—En la calle Serrano, número 3 —aplaudió Raquel como loca, ¡por fin lo había conseguido!

—Muy bien. Allí estaremos —asintió Ian guiñándole el ojo mientras tomaba del brazo a Blanca y se alejaban hacia la cinta andadora.

—De acuerdo —se alejó Raquel pensando en qué modelito ponerse esa noche.

Unos minutos después, fue Blanca la que habló.

—Highlander, me debes una —murmuró subiéndose en la cinta andadora—. ¿Quién coño es Julio Crownell?

—Ni idea. Habrá que buscar información en la oficina o en san Google —respondió y, dándose la vuelta, indicó—: Ahora, si me disculpas, tengo algo que hacer.

En la ducha, Nora pensaba en cómo salir de allí sin ser vista. ¿Por qué le había contestado a aquel primer mensaje? Pero quejarse era ridículo. Le gustaba recibir aquellos mensajes y contestarlos. «Entonces, ¿por qué me escapé cuando le vi acercarse?». Tras estar más de una hora arreglándose en los vestuarios, decidió salir de allí. Y en el fondo se alegró cuando lo vio sentado en la moto, al lado de su coche.

—Sabía que no te irías sin tu coche —sonrió bajándose de la moto.

—Disculpa —intentó bromear al ver lo ridículo de la situación—. Me puse nerviosa al verte y busqué rápidamente la salida de emergencia.

—No me suelo comer a nadie —susurró acercándose a ella para darle dos besos en la mejilla. No había que olvidar que estaban en el apareamiento del club. Debían comportarse—. ¿Qué tal el viaje de vuelta?

Confundida por la cercanía de su cara cuando le dio dos besos y por su olor varonil, Nora casi se atraganta al hablar.

—Triste por dejar a la familia. Pero una vez llegamos aquí, todo comenzó a marchar como siempre. Nuestra vida está en Madrid.

—Pensé en ti —murmuró Ian dejándola sin palabras.

Aquellos ojos negros y profundos le confundían y la acariciaban sin tocarla.

«Ay, dios mío… ¡madre del amor hermoso!, que esto no puede ser», pensó Nora al sentirse locamente atraída por él. Como pudo, contestó.

—No digas esas cosas, por favor, y menos aquí —susurró mientras abría el coche para meter la bolsa de deporte. Se agarró a la puerta para no caer desmayada, pero ¿qué estaba haciendo?

—¡De acuerdo! Tienes razón. Estamos en el club —asintió él—. ¿Cenas conmigo?

—¿Hoy? —exclamó asustada como una idiota.

—Sí. Esta noche.

«No… no… no… Imposible. Esto se tiene que acabar», caviló a punto del infarto.

—Imposible, estoy muy ocupada —suspiró sentándose en el coche para no caerse—. La verdad es que…

—Mañana jueves no trabajo —interrumpió sin escucharla—. Te espero a las nueve en Il Rustico. Está en Pozuelo, en la avenida de Europa, número 6.

—No sé si podré ir —respondió atontada.

Ian, con una sonrisa que hizo que el bajo vientre de Nora se removiera, tras rozarle con sutileza la mano, se encaminó hacia su moto.

—Te estaré esperando —sonrió sin darse por vencido.

Luego arrancó su moto y se alejó.