NORA COMENZÓ A ACUDIR AL GIMNASIO DEL CLUB CON asiduidad, Al principio le costó todo una barbaridad. Seguir el ritmo de las clases de aeróbic de Richard era infernal. Cuando todas iban para la derecha, ella iba para la izquierda. Si todas subían, ella bajaba. Hasta que un día comenzó a compartir risas con Blanca, una de las chicas, juntas sufrían en aeróbic e intentaban seguir el ritmo de una coordinada y rítmica Chiara para luego tonificar sus cuerpos en la sala de musculación, donde, antes de entrar, apretaban tripa, nalgas y culo, pues, como decía Chiara, entrar en aquella sala era entrar a la pasarela del músculo y la perfección.
Otra cosa que le costó superar fue ducharse en los vestuarios de mujeres. Al principio, cuando se desnudaba tras una clase, sudorosa y demacrada, se tapaba con la toalla. Ocultaba su tripa y por supuesto sus pechos mientras veía pasear y charlar a las demás tranquilamente desnudas y sin ningún tipo de pudor. Hasta que se dio cuenta un día de que le importaba un pepino lo que pensaran las demás de su cuerpo. ¡A quien no le gustase, que no mirase!
Con el paso de los días, Ian se ganó la confianza de muchos socios. Ser monitor en un club era algo fácil para quien estaba acostumbrado a correr por los callejones tras delincuentes. Le gustaba observara la gente. Una tarde, la risa de Blanca con un grupo de amigas atrajo su atención. Sus ojos negros se clavaron en la mujer que estaba sentada junto a su compañera, Se quedó maravillado al verla sonreír.
Pero cuando se quitó el pañuelo de la cabeza y aquel pelo rojo salvaje hizo su aparición, lo dejó sin habla. Como buen hijo de escocés, la observó con disimulo durante más tiempo del que él habría deseado. ¡Ese color de pelo le volvía loco!
Pasados dos días, una tarde en la que Nora salía sudorosa de una clase, cruzó una mirada con uno de los monitores en la sala de musculación. «¡Dios mío, qué chico más guapo!», pensó mientras con disimulo le veía enseñar a utilizar los aparatos a otros socios.
Era alto, moreno y dueño de un cuerpo duro, firme y fibroso. ¡Joven! Eso fue lo primero que llamó su atención. La fuerza de su cuerpo y el dragón tatuado en su brazo. Aunque pasados unos días descubrió que poseía una sonrisa maravillosa y una mirada impactante, que la hacía comportarse como una verdadera idiota.
A partir de ese momento, siempre que llegaba al club sus ojos inquietos lo buscaban. Algo extraño le subía por el cuerpo cuando ambos se miraban y se saludaban, mientras una extraña decepción la desmotivaba el día que no lo encontraba o le veía marcharse junto a algún grupo en bicicleta. Y por increíble que le pareciera, pronto comprobó cómo pasaba horas en las que no pensaba en Giorgio y sí en aquel guapísimo monitor moreno, que siempre hacía por cruzarse con ella para saludarla con una estupenda sonrisa. ¿Sería casualidad?
Casualidad o no, aquello le subía la moral. Le hacía sentirse guapa y bien. Muy bien. Día a día comenzó a quererse un poco más a sí misma, y finalmente tuvo que darle la razón a Richard: la crema de Biotherm, sus clases de aeróbic y el pensar en ella un poquito más que antes le estaban aportando seguridad. Esa seguridad la transmitía a los demás, que comenzaron a ver en Nora a una mujer joven, segura de sí misma y guapa. No hacía falta ser perfecta para gustar.
La navidad llegó. Y Nora, por primera vez en su vida, asistió a cenas de empresa en las que la invitada era ella, y no su marido. Para la cena del trabajo, acertó. Ir al gimnasio hizo que su cuerpo comenzara a cambiar. Y tras quitarse siete kilos de encima, se compro un vestido negro de Carolina Herrera que le quedaba espectacular. Llegó sola a la cena y se divirtió con sus compañeros. La noche fue estupenda. Ser simpática e ingeniosa le resultó fácil. Solo tenía que ser natural.
Pero la cena del club le preocupó un poco más. El rollo era diferente y dudó hasta última hora sobre qué ponerse. Con traje o vestido era ir demasiado vestida. Con vaqueros y camiseta, demasiado informal. Al final optó por una camisa blanca de Armani, un pantalón negro pitillo que se compró el mismo día que el vestido de Carolina Herrera y unos impresionantes zapatos de tacón de Pura López que la hacían muy estilizada.
Se sentó en una mesa junto a Chiara, Blanca, Richard y varias compañeras del club. La cena estuvo plagada de risas, cotilleos y anécdotas. Aquella noche se enteró de que María era enfermera. Tenía cuarenta y ocho años y estaba separada desde hacía diez. Bárbara estaba casada con un abogado adinerado. No tenía hijos y tenía treinta y seis años. Marga era una viuda de cincuenta y tres años. Adoraba a sus tres hijos y sus dos nietos.
En total serían unas sesenta personas, divididas en varias mesas. Y se sintió inquieta cuando comprobó que en una de ellas estaba el monitor que tanto le atraía.
«Uf… Es un auténtico bombón», pensó al verlo con vaqueros y una camisa blanca informal desabrochada del ruello. Pero vio que no era la única que pensaba aquello. A todas les atraía el nuevo monitor extranjero. Las féminas reclamaban con gestos y risitas su atención. En especial, la pija que estaba sentada junto a él. No había que ser muy lista para saber que aquellos pestañeos y movimientos de melena eran para llamar su atención. ¡Qué horror!
Ian, por su parte, cada vez se encontraba más incómodo por la cercanía de Raquel. No paraba de tocarse el pelo y mirarlo como una tonta. Aunque se alegró al ver que la mujer del pelo rojo, Nora, había acudido a la cena. Los ojos de ambos volvieron a coincidir, y Nora, al sentirse ridícula, apartó nerviosa la mirada. En ese momento deseó tener diez años menos, y diez kilos menos.
«Pero ¿qué estoy haciendo? Ese muchacho podría ser mi hijo», se regañó a sí misma al sentir que el estómago se le encogía al mirarle.
—¿De qué te ríes? —preguntó Chiara al verla tan sonriente.
—De los pensamientos absurdos que tengo a veces —suspiró y cogió un canapé de paté.
—Me muero por saber de qué hablas.
—Por unos instantes he deseado tener diez años menos, y pesar diez kilos menos.
—Eso lo pienso yo continuamente —rió con complicidad Chiara—. ¡Afortunada tú, que solo lo has pensado unos instantes!
La cena se alargó bastante. Al finalizar, el grupo decidió ir a tomar una copa antes de volver a casa. En el Buda, una vez que traspasaron la puerta del local, Nora pudo comprobar cómo muchos de los cotilleos que había escuchado aquellos meses en el club eran verdad.
Ian, por su parte, oculto por la semioscuridad del local, observaba todo y a todos. Especialmente a la mujer del pelo rojo. Era preciosa y se moría por hablar con ella.
«Joder… ¿Qué estoy haciendo?», pensó y se regañó al recordar por qué estaba allí.
—¡Dios santo! —gritó Chiara con su bebida en la mano—. ¿Habéis visto qué tío más interesante? —señaló a un hombre que charlaba con otros en la barra.
—No está mal —asintió Blanca, que, al igual que Ian, anotaba mentalmente quién se marchaba con quién—. Aunque ya sabéis que los hombres no son lo mío. A mí me va más la morenita del vestido azul. ¡Es un bombonazo de tía!
—Oh… Calla —sonrió Nora al recordar cómo una mañana, mientras estaban en la sauna, desnudas y sudorosas, Blanca les contó que era lesbiana.
—¿Quizá demasiado maduro para mí? —se mofó Chiara acercándose a sus amigas para mirar a aquel hombre de unos cuarenta y algo, alto, rubio, que frente a ellas estaba enfrascado en una conversación—. ¡Mamma mia, qué sexy! Fijaos en las manos que tiene.
—Eso, según he leído —comentó Blanca muerta de risa—, creo que es buena señal, ¿no?
—Eso dicen. También el tamaño de la nariz y las orejas —respondió Nora al ver cómo su amiga gesticulaba al admirar el trasero de aquel—. ¡Chiara Mazzoleni! Contrólate. No tienes veinte años.
Tras aquella reprimenda en plan madre, Chiara sonrió y dijo:
—Lo de las orejas no es cierto. Recuerda las de Enrico, y ese lo que se dice grande… Pues no. Más bien normalita y juguetona.
—¡Chiara, por dios! —se asustó Nora mientras Blanca se partía de risa.
—Doña puritana. Cada día te pareces más a tu madre —regañó su amiga.
—Oh, oh… —dijo Blanca de pronto—. Creo que el señor culito prieto viene hacia aquí con intención de pillar cacho.
—Ya tardaba —respondió Chiara, que con descaro miró a aquel hombre—. Ay, ay, ay… Creo que esta noche voy a estrenar el conjuntito de la Perla que llevo.
—¡Oye, tú!, hemos venido juntas. ¡Ni se te ocurra dejarme aquí colgada! —le recordó Nora al ver los planes de su amiga.
Dicho aquel comentario, el alto, rubio y guapo hombre se acercó hasta ellas. Se presentó con el nombre de Arturo Pavés y, pasados unos minutos, se separó unos metros para charlar animadamente con Chiara.
Blanca, por su parte, comenzó a hablar con la chica morenita del vestido azul, que se llamaba Catalina, y Nora comenzó a sentirse un poco fuera de lugar. La música estaba a unos decibelios increíbles, y era imposible mantener una conversación a menos que te desgañitases a gritos. Media hora después, al ver que sus amigas charlaban, aprovechó para ir al baño. Allí encontró a varias compañeras del gimnasio. El grupo de las jovencitas, entre diecinueve y veinticinco años.
Nada de grasa, nada de celulitis, ninguna pata de gallo. En fin, nada serio en la cabeza. Se pasaban unas a otras el brillo de labios, el perfume y el peine mientras cotilleaban y conspiraban para llamar la atención de varios de los monitores.
Una vez salió del baño, y sin percibir que el guapo monitor la observaba, decidió tomar un poco el aire. Pero cuando pasaba justamente delante del grupo de monitores, a una chica se le escurrió el bolso del taburete y ella se agachó para cogerlo cuando escuchó:
—Si veis que se acercan a mí bio Bárbara o Alicia la camarera —Nora identificó la voz de Roberto—, haced lodo lo posible por quilármelas de encima. No seáis cabrones. Otra noche como la del año pasado y esas me matan.
—¿Tan revueltas están? —preguntó una voz masculina.
—Obsérvalas un rato y lo verás —rió Julio—. Aunque las petit-suisses tienen un peligro este año que no veas. Cada año son más adelantadas a su edad.
—Espera, que me pierdo —dijo de nuevo la voz—. ¿Cuál es la diferencia entre petit-suisses, yogures y bios?
—Las petit, de diecisiete a veinticinco años. Son las que no te sacian y te tienes que comer dos o más para quedarte a gusto. Las yogures, de veinticinco a treinta y cinco, tienen su grasita pero suelen estar buenorras y apetitosas. Las bio, de treinta y cinco en adelante. Son para cagarte vivo por lo activas que son.
Aquello provocó una carcajada general entre los chicos. Nora, con mucho cuidado de no ser vista, devolvió el bolso a su dueña y salió de allí todo lo rápidamente que pudo. Había sido lo más ofensivo que había escuchado sobre las mujeres.
«Serán idiotas los niñatos», pensó.
Una vez que salió por la puerta, sus oídos se relajaron. Tranquilamente se acercó hasta una cabina de teléfono que estaba al lado de un alto bordillo, donde con disimulo se sentó como si esperara a alguien. Desde aquel privilegiado lugar observó cómo la gente entraba y salía del local. Miró su reloj. La una y media de la madrugada.
«¡Qué narices hago yo aquí con lo a gustito que estaría en la cama!», pensó tocándose la cabeza al tiempo que se miraba los pies. Sufrían la tortura de unos preciosos zapatos nuevos.
—Hola —saludó una voz suave con un ligero acento que no localizó—. ¿Estás bien?
—Sí. Sí, por supuesto —respondió casi atragantándose. ¡Dios mío, el morenazo!—. Salí a tomar un poco de aire fresco.
—La verdad es que es un poco agobiante el ambiente ahí dentro —comentó sentándose junto a ella—. Aunque la música es buena.
En ese momento Nora se percató de que estaba histérica. Tenía la lengua pegada al paladar y el corazón le latía descontrolado. Los pantalones le apretaban y los zapatos la estaban machacando, pero aun así disimuló. Metió tripa e hizo como si fuera la reina del control y la tranquilidad. Pero… ¿por qué estaba nerviosa? Y sobre todo, ¿qué hacía aquel muchacho tan joven allí sentado con ella?
—Soy Ian Vermon —dijo tendiendo su morena mano hacia ella, que le miraba como si fuera un extraterrestre.
—Nora —respondió tras tragar el nudo de su garganta—. Nora Cicarelli.
—Encantado —sonrió mientras disfrutaba de aquel momento de confusión con su mano aún cogida—. ¿No te diviertes?
—Oh… sí —respondió, y de un tirón recuperó su mano. Aquello provocó una dulce sonrisa en la boca de él—. Mis amigas están… bueno… ellas…
—Están ligando —respondió al ver lo que ella no quería decir—. Es lo normal de estas cenas. La gente bebe, se conoce y liga.
Al escuchar de nuevo su bonito acento, se quedó como una tonta mirándole hasta que reaccionó.
—Es la primera a la que asisto. Llevo poco tiempo en el gimnasio, y no conozco a nadie más. Salí a tomar el aire y decidir si quedarme o marcharme a casa.
—¡Quédate! —dijo él con rapidez—. Ahora me conoces a mí.
Pasados los primeros segundos de caos, Nora comenzó a relajarse. Siguieron charlando mientras él con disimulo controlaba la salida del local. Casi una hora después vieron salir a Richard algo bebido, acompañado por Bárbara y Marga. Y sonrieron cuando vieron desaparecer a Julio, un monitor, con María.
Durante aquel rato, Ian le explicó que llevaba dos meses trabajando en aquel club como monitor de sala. Tenía veintiocho años. Veintiocho. Nora, algo azorada, le confesó sus treinta y nueve. Le contó que tenía tres hijos, trabajaba romo reportera gráfica para una revista y estaba en proceso de divorcio. Casi se asustó cuando vio que él seguía allí tranquilamente sentado junto a ella. ¿Habría escuchado bien?, tenía casi cuarenta años. En ese momento apareció Blanca acompañada por la chica morenita del vestido azul y sonrió.
«Lo sabía, highlander. Tus miradas te delataban. Te gusta Nora», pensó al recordar las veces que le había pillado mirándola en el club.
—Nos vamos —anunció esta acerrándose hasta Nora con cierta sonrisa picaruela, mientras saludaba con la cabeza a Ian, que sonrió—. Por cierto, creo que tendrás que marcharte en taxi esta noche. Chiara no creo que tarde en salir acompañada por el señor culito prieto.
—De acuerdo. Pásalo bien —respondió.
Pocos minutos después se volvió a abrir la puerta del local. Apareció Chiara besándose apasionadamente con aquel tipo. Culito prieto. Durante unos segundos, ambos se manosearon sin control contra la pared del local. Eso provocó pudor en Nora, y una sonrisa en Ian. Cuando por fin recuperaron la compostura, Chiara la vio y con una sonrisita de nomemates, se acercó hasta ella.
—Vaya, vaya… Mira dónde estás —saludó al ver a su amiga tan bien acompañada—. Y yo preocupada por ti.
«Serás mentirosa».
—No lo dudo —sonrió esta al escuchar «y yo preocupada por ti»—. Chiara, te presento a Ian Vermon.
—Encantada, Ian. Te he visto por la sala de musculación —susurró dándole la mano, y recordando a su acompañante, dijo—: Espero que no me mates, pero me apetece horrores ir con Arturo a tomar algo y ¡dios sabe a qué más! —y mirándola a los ojos preguntó—: ¿Me odiarás y nunca más me hablarás?
«Dios, la mato… la mato… Se va y me deja sola aquí con este muchacho», pensó Nora clavándole puñales con la mirada.
—¿Qué quieres que te conteste? —resopló al pensar en buscar un taxi a esas horas—. ¡Venga, ve y pásatelo bien…! Y ya sabes, ten cuidado.
—Me siento culpable por dejarte aquí tirada y por hacerte regresar en taxi a casa tú sola —dijo teatralmente Chiara.
«Cállate y no lo líes más», quiso gritar Nora.
—No te preocupes, la llevaré yo —señaló Ian metiéndose en la conversación—. Además, no la dejas aquí tirada. Está conmigo.
—Ya lo has oído, él me lleva —repitió Nora asesinándola con la mirada por hacerle algo así—. Anda, vete y llámame mañana.
Tras aquello, Chiara la besó y, tras despedirse de Ian con una enorme sonrisa, se dirigió hacia el hombre que la esperaba. Juntos desaparecieron calle abajo.
—Bueno —susurró Nora levantándose—. Hace horas que pasaron las doce de la noche y corro grave peligro de convertirme en calabaza de un momento a otro. Ha sido un placer conocerte, Ian.
Pero él no estaba dispuesto a dejarla escapar.
—¿Sabes? —dijo mirándola muy serio—. No consentiré que me prives del placer de ver cómo te conviertes en calabaza —susurró haciéndola sonreír—. Además, hoy es mi cumpleaños y he prometido a Chiara que te llevaría a tu casa.
—¡Felicidades! Pero no te preocupes, cogeré un taxi.
—De eso ni hablar —volvió a repetir mientras la cogía amigablemente por la cintura—. Yo te acercaré a tu casa, pero antes, ¿me dejas invitarte a una última copa?
Nora, al oírle, cerró los ojos durante unos segundos pero luego los abrió. Aquello no podía estar pasando.
—Ian —dijo Nora mirándolo en un arranque de sinceridad—. No me voy a acostar contigo. Yo no he venido a ligar y creo que…
Pero él, ladeando la cabeza con una encantadora sonrisa, la interrumpió:
—Te mentiría si te dijera que no me encantaría. Pero yo solo te he pedido que tomemos una copa juntos. Prometo comportarme como un caballero. Luego cumpliré mi promesa de llevarte a casa sana y salva. Ah, y, por supuesto, prometo no seducirte para que desees acostarte conmigo.
«¿Cómo negarse a aquellos ojos azabaches?».
—De acuerdo —asintió Nora sonriendo.
Entraron en el local, donde tomaron una copa mientras la superpija de la melena sedosa le clavaba varios puñales por la espalda a Nora al verse privada de la compañía de Ian, quien solo tenía sonrisas y ojos para ella. «No me lo puedo creer. Este muchacho es encantador… Pero es un muchacho», pensó una y otra vez. Un par de horas después, mientras caminaban entre los coches aparcados en la calle, Nora deseaba con angustia sentarse para quitarse los zapatos. ¡Le estaban matando!
—¿Qué te ocurre?
—Oh… Nada —mintió dolorida—. ¿Dónde está tu coche?
—¿Quién te ha dicho que iremos en coche? —dijo frente a una gran moto azul y blanca.
Al ver la cara de terror en ella, Ian sonrió y preguntó:
—Nunca has montado en moto y te da miedo, ¿verdad? —ella asintió mientras él abría la maleta trasera de la moto y sacaba dos cascos—. Bueno, pues entonces comencemos por el principio.
Sin darle tiempo a hablar, dijo con rapidez:
—Punto uno: no tengas miedo, no permitiré que te pase nada. Punto dos: tienes que colocarte este casco en la cabeza —susurró ajustándole el casco, cosa que la hizo sentir ridícula.
«Ay, dios. Debo parecer la hormiga atómica», pensó muerta de vergüenza.
—Punto tres: quítate esos preciosos zapatos que te están matando. Los guardaré en la maleta.
Nora sonrió al escuchar aquello. Se quitó los zapatos y soltó un silbido de alivio.
—Y por último y terriblemente importante, punto cuatro: confía en mí —añadió mientras guardaba los zapatos en la maleta de la moto y se subía a la misma—. Espera a que arranque la moto y luego subes.
«Nora Cicarelli, ¿qué haces con este chico de madrugada, subiéndote a su moto? ¿Me puedo explicar cómo he llegado a esta situación?», pensó al mirar la moto.
—Pero, pero… ¿Cómo me subo?
—¿Ves ese pedal? —ella asintió—. Pon tu pie derecho en él, apoya tus manos en mis hombros y con impulso cruza tu pierna izquierda por encima del sillón para que pase al otro lado. Luego te sientas, te agarras con fuerza a mi cintura y cuando esté en marcha, déjate llevar para no perder el equilibrio.
Una vez dijo aquellas palabras, arrancó la moto. El ruido del motor provocó que los pelos del cuerpo de Nora se erizaran de miedo. Ian la miró, y con un gesto la avisó para que subiera.
—¡Estupendo! —sonrió al notar a Nora tras él y ver cómo esta ya se apretaba contra su cuerpo sin ni siquiera mover la moto—. Nora, relájate. Iré despacio. Dime, ¿adonde te llevo?
—Vivo en Boadilla del Monte.
El asintió, soltó el freno y la moto se comenzó a mover. Primero despacio y poco a poco más rápido. Por primera vez, a sus treinta y nueve años, Nora montaba en moto. Y lo que al principio la tenía encogida de miedo se volvió divertido. Aquello era mejor de lo que creía ella. Al ser las cinco de la mañana, las calles de Madrid estaban vacías, por lo que la sensación de libertad era mayor. En ese momento se pararon ante un semáforo en rojo y notó cómo Ian le tocaba ligeramente el muslo de la pierna derecha para atraer su atención.
—¿Vas bien? —preguntó tras su casco.
—Sí —asintió al sentir el calor que la mano había dejado en su muslo—. ¡Esto es genial!
—Sabía que te gustaría —sonrió, y achinando los ojos gritó—: Ahora, ¡agárrate!
Tras decir aquello, el semáforo se puso verde y la moto salió a todo gas. Eso la hizo reír. Media hora después, cuando llegaron a Boadilla del Monte, Nora le indicó cómo ir hasta su casa. Cuando estuvieron frente a la misma, Ian paró.
—¿He conseguido que pierdas algo de miedo a las motos? —preguntó ayudándola a bajar, mientras abría la maleta y le entregaba sus zapatos.
Nora, aún excitada por la experiencia que había vivido, se puso los zapatos y comenzó a caminar.
—Me ha encantado —susurró mientras ambos se acerraban hasta la puerta de su chalé y a Nora le subían las pulsaciones a quinientos. ¿Por qué la acompañaba hasta la puerta?—. Gracias por traerme a casa. Me ha encantado conocerte —y disculpándose dijo—: No te invito a entrar porque mis hijos están dentro y…
Ian, al ver la mezcla de apuro y miedo en su rostro, sonrió y aclaró:
—No te preocupes, entiendo perfectamente. De todas maneras nos veremos por el club. ¿Verdad?
—Es probable que sí —asintió ella con una sonrisa absurda volviéndose a sentir ridícula al verse allí con aquel joven, tan guapo y sexy. ¿Qué pensaría su madre si la viera? «Uf… No, no, mejor no pensarlo», pensó con rapidez.
—¿Te apetecería tomar algo conmigo otro día?
Al escuchar aquello, Nora abrió los ojos descomunalmente y respondió:
—No. Ha sido una noche divertida, pero estoy muy liada con mis hijos y el trabajo, Además —dijo mirando aquellos preciosos ojos negros—, creo que no sería buena idea. Soy demasiado vieja para salir con un joven como tú.
—No estoy de acuerdo contigo —susurró molesto.
Y sin pensárselo dos veces, se acercó a ella y tras darle un casto beso en la mejilla derecha, se despidió.
—Hasta pronto, Nora.
Sin más, se alejó, se subió a su moto, arrancó y, tras mirarla unos segundos, se marchó.
«Uf… Menos mal», suspiró ella con un sentimiento extraño al verlo marchar.
Diez minutos después, tras comprobar que los chicos dormían, Nora se desmaquilló frente a su espejo, mientras su mente le recordaba los ojos y los labios de aquel chico. Había sentido algo llamado deseo, inquietud o morbo. Durante unos minutos, sentada encima de aquella moto, se había sentido guapa, joven y feliz. Pero mirándose al espejo, murmuró:
—Nora Cicarelli. Para él eres una mujer bio. ¿A quién quieres engañar? Eres mayor. Cuarentona.
Una vez se desmaquilló, se metió en la cama y se durmió.