Capítulo 18

El viernes por la mañana, tras una noche en la que durmieron como angelitos, Daniela se despertó y se vio desnuda y acurrucada entre sus brazos. Cerró los ojos y recordó lo ocurrido horas antes en aquella estancia, había sido alucinante: sexo, pero sexo del bueno, del que te deja con una sonrisa tontorrona en los labios el resto del día. Estaba rememorando la sesión, cuando escuchó un susurro en su oído.

—Buenos días, preciosa, ¿has dormido bien?

Asintió como una muñequita. Le daba hasta vergüenza mirarle a los ojos, pero finalmente, soltó una carcajada cuando él apretó su cintura con los dedos y empezó a hacerle cosquillas.

Comenzaron la mañana con alegría y, cuando pudo escapar de sus garras, corrió al baño y le prohibió entrar. Necesitaba una ducha, pero una ducha sola, sin que nadie paseara sus manos por su cuerpo y la volviera loca. Rubén accedió, pero se sentó en el bidé a observar cómo se duchaba ella mientras esperaba su turno.

Cuando salió, la envolvió en una toalla y tras un par de besos consiguió salir del baño sin volver a hacer el amor. Se secó la piel, abrió su enorme tarro de crema hidratante y comenzó a embadurnarse. Después de los efectos de la quimio y la radio, su piel era muy fina y delicada y necesitaba mucha hidratación o sentía picores. Rubén, no podía dejar de mirarla, acercándose a ella, puso su barbilla en el hombro y tocándola, murmuró:

—Tu piel me excita.

—Vaya… me alegra saberlo.

—¿Por qué te pones tanta crema?

Daniela, encogiéndose de hombros, sonrió.

—Simplemente intento estar hidratada para seguir teniendo una piel igual de suave.

Entre besos y bromas le empujó a la ducha, cuando él salió del baño, diez minutos después, ella ya le esperaba totalmente vestida.

—Ni se te ocurra acercarte a mí —rio al ver que él dejaba caer la toalla al suelo.

—¿Seguro? —se carcajeó él.

Incapaz de no mirar aquel miembro erecto y tentador pestañeó.

—Sí… seguro.

Rubén dio un paso adelante y añadió con voz sensual:

—Te mueres por acercarte. Vamos… cómeme, me muero porque lo hagas.

Hechizada por sus palabras iba a hacer lo que él le pedía, cuando retomó el control de su cuerpo y, mirándole con los ojos muy abiertos, le respondió:

—Voy preparando el desayuno. Date prisa.

Sin más, salió de la habitación acalorada y cuando llegó al salón, ella todavía le oía reír sorprendido. Estar con Rubén le gustaba, no lo podía negar. Aún sonreía embelesada cuando sonó su móvil.

—¡Hola, mamá!

—No soy mamá, Pitu, soy papá.

—¡Holaaa, Gran Jefe!

La risa de su padre la hizo sonreír y antes de poder decir nada este dijo:

—¿Qué haces con Rubén en la Toscana?

Sorprendida por aquella pregunta, se apoyó en la mesa y preguntó:

—¿Y a ti quién te ha dicho que estoy con él? —le contestó sorprendida por aquella pregunta.

—Daniela…

—Papá…

—Es uno de mis cracks y es mi obligación saber dónde está en cada momento.

—¿Y por qué presupones que estoy con él?

—Porque anoche tu madre me contó que estabas en la Toscana con un amigo… Blanco y en botella… Pero hija, ¿qué haces con él?

Se apoyó en un taburete, miró el campo a través de la ventana y respondió mientras sacaba de su neceser la cajita en la que estaba su medicación. Sin perder tiempo, se metió una pastilla en la boca antes de que el futbolista llegara y dio un trago de agua.

—Vamos a ver, papá, simplemente he venido a pasármelo bien.

—Pero Pitu, ¿crees que es la persona más recomendable para ti?

—¿Por qué dices eso papá?

—Tú ya me entiendes; eres lista, hija, sé que me estás entendiendo perfectamente.

Daniela comprendía los miedos de su padre y finalmente respondió:

—Somos adultos papá, no te preocupes.

—Pero él… —resopló.

—él lo tiene tan claro como yo. No me ha hecho promesas de amor eterno, no las necesito y tú lo sabes. Solo necesito divertirme un poco y decidí aceptar este viaje porque me apetece. Ya sé que piensas que él no es recomendable para mí porque es un casanova, pero sinceramente papá, me da igual. Yo solo quiero pasarlo bien porque me niego a pensar en nada más, y tú, mejor que nadie, deberías entenderme. Vivo el día a día, el mañana aún no ha llegado, por lo que vivo el presente. Y mi presente es disfrutar, estar a gusto, y si me apetece pasar estos días con Rubén, el mayor ligón de Italia, lo haré. Y lo haré porque soy egoísta y me apetece. Por lo tanto tranquilo, no te agobies: somos adultos y ambos sabemos que esto… es lo que es.

—No quiero que sufras, cariño. Te quiero y me preocupo por ti.

—Ya lo sé Gran Jefe, y por eso sabes que te quiero hasta el infinito y más allá —los dos se rieron—. Pero necesito vivir mi vida a tope. Sé que me entiendes, ¿verdad?

Norton, sentado en el cómodo sillón de su residencia en Milán, asintió con los ojos encharcados en lágrimas; su hija era la mujer más fuerte y apasionada que había conocido en su vida, por ello se tragó el nudo de emociones que obstruía su garganta.

—De acuerdo, Pitu, pásalo bien.

—¡Prometido!

Escuchar el entusiasmo y la risa de su hija le llenó el corazón.

—Cuando regreses a Milán llama a casa, ¿de acuerdo?

—Prometido, papá.

Cinco minutos después, vestido con un vaquero y un jersey burdeos, Rubén bajó a la cocina y sonrió al verla haciendo tostadas, se acercó a ella, la besó en la mejilla.

—Mmmm… qué bien huele.

Juntos se sentaron a degustar el desayuno que ella había preparado mientras comentaban qué hacer durante el día. Pronto se decantaron por una excursión. Rubén conocía sitios extraordinarios en Volterra y sus alrededores y se los quería mostrar.

—Algo de ejercicio suave te vendrá bien, perooo… no quiero que se resienta tu pierna, así que iremos en coche y lo aparcaremos cerca de donde vayamos, ¿qué te parece?

—Me parece bien —sonrió él—. Pero hay dos problemas.

—¿Cuáles?

—El primero, que el coche tiene que quedarse fuera de las murallas de Volterra.

—¿Eso implica caminar mucho?

—No… no te preocupes —y al ver que su mirada le interrogaba sobre el otro problema, musitó—: Lo segundo es que la gente me reconocerá y se acabará la tranquilidad.

—¿Tú crees?

—Sí, estoy seguro. Andar por el casco histórico de la ciudad me resultará difícil a no ser que vaya camuflado o decidamos visitarlo por la tarde-noche. La oscuridad me ayuda a pasar desapercibido la mayoría de las veces.

—Vale… entonces dejaremos esa excursión para cuando oscurezca, no me apetece que los paparazzi nos vean y que mi vida se acabe convirtiendo en un caos mediático, ¿estás de acuerdo?

—¡Me parce perfecto!

En ese momento Loca, la perra entró en la cocina junto a los pequeños Dodo y Sindia. Rubén saludó a los críos con cariño.

—¿Qué te parece si aprovechamos el día para pasear por los alrededores de la casa? —propuso Daniela con cariño.

Rubén asintió y, diez minutos después, acompañados por la perra, los pequeños y unas botellas de agua fresca, se marcharon a pasear. Dieron un apacible y tranquilo paseo por las sendas de los campos de Volterra. Las vistas eran maravillosas y la compañía divertida y serena. Jugaron con Loca y los chiquillos y Daniela pudo comprobar lo niñero que era Rubén: solo había que ver cómo jugaba con los críos y cómo trataba a Suhaila para saber lo mucho que le gustaban. Regresaron a la hora de la comida y tras dejar a los pequeños en la casita contigua, la que ocupaban sus padres, Daniela se sorprendió cuando al llegar a la casa principal se encontró un rico guiso esperándoles en la encimera de la cocina.

María había cocinado un exquisito guiso de ternera en salsa, que devoraron hambrientos. Por la tarde, se tumbaron al sol de la Toscana y, cuando anocheció, iban a refrescarse antes de ir a Volterra, pero la ducha se alargó y aquello fue el principio de una larga noche de sexo.

Al día siguiente, cuando Daniela se levantó, estaba hambrienta. Al ver que él seguía durmiendo, silenciosamente, cogió la píldora que se tenía que tomar del pastillero de su neceser y bajó a la cocina. Tras preparar café con leche, se la metió en la boca justo en el momento en que Rubén aparecía y al verla preguntó:

—¿Qué te has metido en la boca?

Sorprendida por su aparición, se la tragó rápidamente.

—Una aspirina, es que me duele un poco la cabeza.

Con gesto de preocupación se acercó a ella y tras tocarle el cuello y besarla, murmuró sin quitarle los ojos de encima.

—¿Te encuentras mal?

Daniela, consciente de que casi la pilla, sonrió e indicó:

—No, para nada, no te preocupes. Es un simple dolor de cabeza.

Él se quedó convencido, la soltó y se preparó un café. Tenían un bonito día por delante.

Pasearon por el campo, esta vez solos. Maria y Edoardo se habían llevado a los niños al pueblo. Rubén volvió a preguntarle por su dolor de cabeza, ella quiso quitarle importancia, le dijo que, con la aspirina, ya se le había pasado. Se sintió culpable por mentirle cuando él le demostraba tanta preocupación, pero no quería contarle la verdad. No podía.

Regresaron hacia el mediodía, cocinaron y, cuando la noche empezó a caer, decidieron visitar el bonito pueblo de Volterra. Que hubiera que aparcar los coches en el exterior del recinto amurallado era algo magnífico: poder caminar por sus calles peatonales sin la presencia de vehículos, sin ruidos, ni humos era, como poco, encantador.

Daniela se sorprendió al comprobar que los edificios estaban construidos tan cerca los unos de los otros que apenas se podían fotografiar. Todos eran joyas arquitectónicas que, separados por estrechas callejuelas, les obligaban a caminar prácticamente pegados. Incrédula, observaba como en muchas de aquellas esquinas aparecían palacios, casas con torres o increíbles iglesias: aquel lugar era mágico.

Caminaban por calles que parecían pasadizos y Rubén decidió cogerla de la mano. Lo necesitaba, necesitaba sentirla cerca y su contacto. Ella, al notar aquello, sonrió y no se la negó: era la primera vez que se mostraban así en un lugar público. Con los dedos entrelazados, visitaron la parte norte de la ciudad; Rubén le enseñó lo bien conservado que estaba su teatro romano, algo después caminaron hasta la zona sur, donde le mostró la fortaleza Medicea y le explicó que, en la actualidad se utilizaba como prisión.

—Ven, quiero comprar algún recuerdo —dijo Daniela al ver una tiendecita.

Nada más entrar, el dependiente reconoció a Rubén y le pidió un autógrafo y una foto. Mientras tanto, Daniela le echó una ojeada a la tienda, cuando acabó de atender a su fan, Daniela le enseñó lo que había elegido:

—Uno es para ti y otro para mí —le dijo enseñándole dos imanes para la nevera, después le besó y cuchicheó—: Recuerda que cuando regresemos te dé un imán para tu nevera de Orta de San Giulio, quiero que tengas un recuerdo de ese maravilloso lugar.

Cuando llegaron a la piazza Priori, considerada el centro de la ciudad, compraron algunos objetos de artesanía local hecha con piedra de alabastro, la típica de la zona, y después Rubén la llevó a un restaurante rústico. Geppo, su dueño, saludó con un fuerte abrazo a Rubén y rápidamente les buscó una mesa apartada del resto de los comensales. Daniela les observaba encantada mientras hablaban, dejándose llevar por los aromas que empezaban a impregnar su nariz: a orégano, a queso fundido y a pan recién hecho.

Aconsejados por el simpático Geppo, probaron una variedad de antipasti, los espagueti con la típica salsa pomarola, la pizza della casa y una carne con chocolate, todo ello regado por un buen vino de la tierra y, para terminar, degustaron un exquisito postre.

Acabaron aquella opípara cena y volvieron a la casa. Tras algunos besos y arrumacos terminaron haciendo el amor sobre la encimera de la cocina.

Ya de madrugada, los sudores nocturnos y los calambres en las piernas despertaron a Daniela. Vio que Rubén dormía, agobiada, se levantó de la cama, tenía frío, así que tiró de una de las mantas y caminó arropada con ella hasta la ventana. Cuando los calambres se calmaron, observó con fascinación cómo la lluvia y la niebla densa camuflaban los viñedos que rodeaban la casa. Descalza y arropada con la manta se apoyó en el quicio de la ventana y se dedicó a observar. Siempre le había fascinado ver la salida del sol y el espectáculo que aquel nuevo día le ofrecía estaba siendo maravilloso. Ensimismada, mirando por la ventana, sintió de pronto que unas manos la abrazaban.

—¿Qué haces despierta tan pronto?

—Ver el amanecer siempre me ha gustado.

—Diluvia —cuchicheó él con voz somnolienta.

Al escucharle y sentir su cálido aliento en la oreja sonrió, él era incapaz de entender la felicidad que ella sentía cada nuevo día. Ver amanecer era poder disfrutar de un día más y eso, aquello que para muchos era lo normal, para ella y para las personas que como ella se aferraban a la vida con uñas y dientes era todo un regalo. Finalmente, se acurrucó contra él y susurró:

—Sí, pero aunque diluvie… amanece.

Rubén apoyó la barbilla en su hombro y asintió, paseó su mano por la cabeza de ella y al notar algo, le preguntó:

—¿Qué te ha ocurrido aquí?

Daniela, al percatarse de que había encontrado la cicatriz que tenía en el cuero cabelludo, se encogió de hombros y murmuró:

—Nada, una cicatriz de mi infancia.

Rubén no le dio más importancia, y siguió besándole el cuello.

—Volvamos a la cama, creo que hoy tendremos lluvia durante todo el día.

Y así fue, no paró de llover y dedicaron el día a jugar al parchís y a ver la televisión mientras se prodigaban cariñosas muestras de afecto.

Como cada día, María llegó con provisiones, trajo patatas, espárragos trigueros, huevos, pan tierno y fruta. Y cuando se disponía a cocinar, Rubén la convenció de que no hacía falta, ellos lo harían.

Divertida, Daniela cotilleó en los armarios de la cocina y encontró todo lo necesario para hacer magdalenas. Se pusieron a ello, aunque la lucha de harina, que había comenzado como un juego, terminó cubriéndoles por completo. Entre risas, metieron las magdalenas en el horno, se ducharon y, al acabar recogieron el estropicio que habían organizado. Les encantó el olorcito rico que salía del horno y cuando Rubén sacó la bandeja aplaudieron por el logro, aunque realmente estaban algo más morenitas de lo previsto.

Horas más tarde, mientras ella dormitaba en el sillón, Rubén decidió preparar la comida. Le preocupaba que le volviera a doler la cabeza otra vez aunque no se hubiera quejado. Aquella mañana había visto cómo se volvía a tomar otra pastilla pero no dijo nada. Sin despertarla, peló unas patatas, las troceó y las depositó en la freidora. Cortó los espárragos, los salteó en una sartén e hizo unas tortillas. Cuando terminó, fue hasta ella y la despertó con un cariñoso beso.

—Arriba bella durmiente, la comida te espera.

Ella sonrió y tras ver que se desperezaba con naturalidad, de pronto el corazón del futbolista aleteó de una manera especial. Tan especial que él mismo se conmovió: ¿se estaría enamorando de ella?

—¿No puedo dormir otro ratito más?

—Luego preciosa, ahora hay que comer.

Estaba cansada, muy cansada y él, cosquilleándole la cintura, murmuró:

—Hoy estás muy perezosa, ¿cómo te puede gustar tanto dormir?

Le miró con gesto triste, pero finalmente sonrió ¡si él supiera! Esforzándose como tantas otras veces en su vida ante quienes quería, se levantó y se sentó junto a él en la mesa intentando comer a pesar de su falta de apetito. Durante la comida, no pararon de hacerse confidencias.

—¿Estás convencida con lo de la adopción de Suhaila e Israel?

—Sí, es algo que me ronda la cabeza desde hace mucho, y aunque a veces me asusto por la responsabilidad que conlleva, creo que será estupendo para los tres. Eso contando con que los servicios sociales finalmente lo acepten, claro.

—¿Y por qué crees que no lo aceptarían?

—Yo estoy soltera y ellos buscan la mejor opción para los menores. Lo ideal es una familia al completo, ya sabes: padre, madre, perro y gato. Pero mis niños necesitan una familia y yo estoy dispuesta a dársela.

—¿Y qué me dices de crear tú, tu propia familia?

—Eso estoy haciendo.

—Me refiero a tener tus propios hijos —insistió el futbolista—. Si algo tengo claro en esta vida es que quiero tener mis propios hijos con mi mujer, ¿tú no?

Aquel tema era difícil de abordar: la medicación que le habían prescrito y todas las sesiones de quimio y radioterapia que le habían dado no la hacían muy apta para concebir, y aunque conocía a chicas que se habían quedado embarazadas después de pasar por lo que ella había pasado, hizo de tripas corazón.

—A veces lo he pensado, pero el matrimonio no es algo que entre en mis planes y creo que mientras existan niños en el mundo que necesiten amor, ¿por qué traer más?

—Porque son carne de tu carne, ¿no lo has pensado?

—Entiendo lo que dices, pero quizá es que yo lo veo diferente por lo que me pasó a mí. Sinceramente creo que mi madre y el Gran Jefe, o Terminator, para ti, nos ven como carne de su carne a mí y a mi hermano. Ellos darían la vida por nosotros y nosotros por ellos porque somos una familia. Ambos son las personas que nos han cuidado, que nos han besado con amor, que nos han regañado cuando hemos hecho algo mal y que nos han enseñado los valores de la vida. El amor que nos tenemos y que nos ha unido es tan grande que creo que es difícil de explicar —Rubén sonrió y ella prosiguió—: Cuando conocí a Suhaila ella tenía tres años e Israel, once. Y te aseguro que cuando les vi, sentí lo mismo que mi padre siempre dice que sintió cuando nos vio a Luis y a mí por primera vez.

Rubén se acomodó en la silla.

—Siento curiosidad, ¿qué sintió el Gran Jefe al veros?

Daniela sonrió de manera soñadora y a Rubén se le puso la carne de gallina.

—Papá siempre dice que cuando vio nuestras caritas asustadas supo que había encontrado a sus hijos —prefirió no contar cómo se conocieron—. Mi hermano tenía diez años, y yo, siete, y papá asegura que el día que yo metí mi mano entre las suyas, supo que ya no me quería soltar en la vida —Rubén se conmovió al recordar lo que Suhaila le hacía sentir cuando le daba la mano—. ¿Y sabes? eso mismo es lo que me ha pasado a mí con Suhaila e Israel. Cuando los vi me enamoré de ellos, así que, cuando regresaron de la última casa de acogida donde habían estado, me prometí a mí misma que no volvería a verlos con aquella carita, decepcionados otra vez, y comencé a mover papeles, después de haberlo hablado con Israel y de saber que él estaba encantado con la idea de que yo fuera su madre. Sé lo que sienten esos niños, mi hermano y yo también hemos pasado por eso y ningún niño debería tener esa sensación, la de que nadie quiere ser tu familia. Es muy frustrante, por eso quiero que me tengan a mí, a mi hermano y a mis padres. Quiero que tengan a personas que les apoyen, que les cuiden y que les den cariño aunque algún día yo no esté.

—¿Y por qué no vas a estar tú?

Al darse cuenta de lo que había dicho, sonrió y se encogió de hombros con resignación.

—Quiero decir que una vez yo les adopte, contarán con toda una familia.

Daniela le miró, temía que quisiera ahondar más en el tema, pero de pronto Rubén dijo:

—Por cierto, hablando de familia, tengo que pedirte un favor.

—Tú dirás.

—¿Qué tienes que hacer el 13 de abril? —le preguntó cuando acabó de tragar el bocado que había masticado.

—Pues no lo sé, aún falta mucho. ¡Yo que sé que voy a hacer ese día! —le contestó frunciendo el ceño, sorprendida por aquella pregunta.

—¿Qué te parece venir conmigo a la boda de mi hermana en España? —boquiabierta iba a contestar cuando él le aclaró—: Dime que sí o mi madre me sentará al lado de la hija de alguna de sus amigas y la boda será un trance doloroso y angustioso para mí. Ser la estrella de la familia y estar soltero es muy duro en este tipo de acontecimientos familiares.

Daniela soltó una risotada.

—¿Y qué hago yo en la boda de tu hermana?

—Divertirte, ¿te parece poco?

—La respuesta es no. ¡Ni lo sueñes!

—¿Sabes? Me encanta cómo dices eso de «¡ni lo sueñes!» Recuerdo que es lo primero que me dijiste en el hospital el día que nos conocimos; y lo dices en un tono tan sexy, y provocador, así, ladeando la boca, que me encanta.

—¿Ah, sí? —rio divertida.

—Sí, señorita tocapelotas, tu tono al decirlo es provocador y muy… muy sexy.

Ambos rieron y Rubén, acercando su silla a la de ella, murmuró:

—Por favor, acompáñame.

—No.

—Por favor, por favor, por favor.

—Que no.

Al ver que ella sonreía, la cogió entre sus brazos y la sentó en su regazo.

—Si me acompañas, te prometo que haré cualquier cosa que tú quieras.

—¿Qué parte del «no», no entiendes?

—Escúchame, cielo…

—Uisss, ¿me has llamado «cielo»? —Él, divertido asintió y ella añadió—: Definitivamente no. No te acompañaré, y, por cierto, soy tu tocapelotas, no tu cielo.

—Dani —sonrió—. No es por mí, es por mi madre, necesito que me acompañes de cara a ella. Te deberé un favor enorme ¡gigantesco!

—¿Pero por qué no llevas a cualquiera de tus bellas? Ellas estarán encantadas de acompañarte.

—Lo sé, pero yo quiero ir contigo.

Aquella rotundidad y la súplica de su mirada tocaron el corazón de Daniela.

—No le dirás a tu madre que soy tu novia, ¿verdad?

Él sonrió, y acercó su cara a la de ella.

—No, pero tu presencia me asegurara que mi madre me deje en paz. Aunque no te voy a mentir y tengo que prevenirte de que no podré estar todo el rato contigo, tengo que ser prudente o la gente acabará sacando sus propias conclusiones, o algo peor, acabarán sacando fotos para vender a la prensa. Pero de cara a mi madre, que es lo que importa, si voy acompañado no me atosigará con las hijas de sus amigas.

—¿Y por qué quieres que te acompañe yo?

—Porque tú eres Daniela, alguien muy especial para mí y una tocapelotas a la que me encanta tener cerca.

Silencio. El silencio les envolvió, mientras se miraban a los ojos; lo que acababa de decir él le llenaba el alma y el corazón y, finalmente, murmuró convencida de que, probablemente, no estaba haciendo lo correcto.

—Te acompañaré. Pero que conste que me debes un favor muy grande.

—De acuerdo.

—Muy… muy… ¡enorme!

—Te lo prometo.

—Gigante.

—Inmenso.

Loco de felicidad, la besó y ambos rieron. Siguieron hablando durante veinte minutos más, hasta que él le preguntó alucinado.

—¿Has hecho puenting?

—Sí, lo hice una vez y te aseguro que nunca más —contestó divertida—. Te juro que sentí tal latigazo de excitación y pánico en la caída, al notar que los mofletes me llegaban a los talones, que me prometí a mí misma que no volvería a repetir.

La miró muerto de risa, y murmuró revolviéndole el pelo.

—Eres un caso, Dani, ¿qué no habrás hecho tu?

—Muchas cosas, entre ellas tengo pendiente, un viaje a Joulupukin Pajakylä.

—¡¿Cómo?! —rio divertido.

—Joulupukin Pajakylä.

En la vida había escuchado aquel nombre y se quedó boquiabierto.

—¿Pero eso existe?

Metiéndose una patata frita en la boca asintió, encantada de verle tan relajado.

—Pues sí, existe, está a ocho kilómetros al norte de Rovaniemi.

—¿Rovaniemi? ¿Y dónde está eso?

Ahora la que se reía era ella y acercándose más a él, añadió:

—Rovaniemi es el pueblo de Papá Noel y está en el Círculo Polar Ártico, en Laponia. Estoy ansiosa por poder disponer de varios días libres y darme ese capricho. Visitar la casa de Papá Noel, ver a los elfos, montar en trineos tirados por renos ufff… Tiene que ser una pasada, ojalá algún día pueda hacerlo con Suhaila e Israel.

Anonadado por cómo vivía lo que le estaba contando, se quedó observándola. Como siempre, volvía a ser única: ninguna de sus conquistas le había hablado nunca de un lugar así, todas querían ir a Venecia, para montar en una góndola, o a París, para visitar la Torre Eiffel o a Nueva York, para ir de compras. Lugares cosmopolitas que nada tenían que ver con aquel sitio innombrable en Laponia.

Sin pretenderlo, estaba colgándose de ella y cuando aquella noche terminaron en el sofá, comiendo las magdalenas que habían hecho, pensó que aquello era lo que siempre había buscado en la vida: una mujer como ella.

—Están buenísimas —rio el futbolista—. Un poco quemadas, pero muy buenas.

Quitándole la magdalena de la mano, la joven, raspó con un cuchillo la capa más superficial, algo oscura, y se la devolvió.

—Ya te he quitado lo quemado, ¡quejica!

Hablaron y hablaron de mil temas mientras degustaban las magdalenas hasta que la sorprendió:

—Todavía no entiendo, cómo es que una chica como tú no sale con nadie.

—¿Y quién te ha dicho que no salgo con nadie?

Ahora el sorprendido era él, que se quedó mirándola desafiante.

—¿Hablas en serio?

Daniela dio un mordisco a su magdalena y aclaró:

—Ya sabes que soy una mujer con mil amantes.

Rieron y él insistió:

—¿Pero alguno es especial?

—Lo hubo, pero acabó —le confesó ella negando también con la cabeza.

Tras un silencio entre los dos, él volvió al ataque.

—¿Y se puede saber por qué acabó?

Inconscientemente, los dedos de Daniela fueron hasta la cicatriz de su pecho, se lo rozó por encima de la camiseta y respondió:

—Ocurrió algo en mi vida y él no estaba preparado para asumirlo. Pero vamos, no le guardo ningún rencor y, hoy por hoy, somos buenos amigos.

—Vaya… lo siento.

Daniela suspiró y mirándole fijamente le dijo mientras le colocaba el pelo tras la oreja:

—En ocasiones la vida te pone pruebas. Hay quienes las superan y quienes se quedan en el camino. Yo superé esa prueba pero Enzo… se quedó en el camino.

—¿Enzo? —preguntó cambiando el gesto—. ¿Has dicho «Enzo»?

—Ajá —asintió mordisqueando la magdalena.

—El Enzo con el que a veces sales, ¿ese es tu ex? —asintió ella sin darle importancia y él replicó—. No lo entiendo, ¿y por qué sigues viéndole?

Encogiéndose de hombros, Daniela le dio otro mordisco a la magdalena, se tomó su tiempo masticándola y, cuando lo hubo tragado, contestó:

—Porque es una buena persona y le tengo cariño. Además, somos amigos con derecho a roce. Como tú dijiste una vez: «el sexo ¡es sexo!». Y mira, lo que te voy a decir te podrá sonar fatal, pero a Enzo, en el fondo, le utilizo como objeto sexual.

—¿Cómo? ¿Le utilizas como «objeto sexual»?

—Ajá… Tengo veintinueve años, soy soltera y sin compromiso, estamos en el siglo XXI y como mujer ¡yo elijo con quien acostarme! En la cama hay hombres fríos, calientes, sosos, rapiditos, decepcionantes y parlanchines —sin poder evitarlo soltó una carcajada al ver la cara de asombrado de Rubén—. Y Enzo, en la cama, es caliente y atento y mira por dónde ¡eso me gusta! El sexo con él siempre ha sido bueno y, cuando me apetece, le llamo, me acuesto con él y después sigo con mi vida, tan tranquila. Vamos, lo mismo que haces tú con tus bellas, ¿no crees?

El futbolista se quedó impresionado por su sinceridad.

—Desde luego, no se puede decir que no seas clarita.

—Ay, chico… pronto cumpliré treinta, a mi edad y con las experiencias que he tenido, te aseguro que si algo tengo claro es lo que me gusta y lo que quiero.

—Y de mí, ¿qué quieres Dani?

Aquella pregunta la pilló totalmente desprevenida. Realmente se había negado a pensar en aquello y de pronto, él se lo preguntaba. Estaba dispuesta a seguir siendo sincera.

—Simplemente pasarlo bien, creo que ambos queremos lo mismo, ¿no?

—¿Seré también tu amigo con derecho a roce?

—Mmmm… Los dos somos solteros, sin compromiso y creo que nos podríamos ver siempre que a ambos nos apeteciera, ¿no crees?

El futbolista asintió. La frialdad que vio en Daniela a la hora de hablar sobre ellos le dejaba un poco descolocado, pero no era frecuente tener la oportunidad de encontrarse con alguien que se mostrase tan abierto y sincero.

—Dices que Enzo es caliente y atento en la cama… ¿y cómo me catalogarías a mí?

—¡Wooo! Las comparaciones son odiosas, principito. ¿Para qué quieres saberlo?

Esa contestación no le gustó, Daniela soltó una carcajada al verle fruncir el ceño: ¡hombres! Después se acercó a él y señalándo la magdalena cuchicheó:

—Tú eres como esta magdalena… ¡Tentador! —él sonrió—. Cuando te conocí estabas quemado por fuera, pero cuando he raspado en tu superficie y he quitado la parte más oscura, he descubierto que eres un tipo muy majo —y desabrochándose la camisa murmuró con voz tentadora—: Y en la cama eres caliente, terrenal y pasional y me pones mucho, mucho, mucho.

Hipnotizado por la visión de Daniela con la camisa desabrochada, tiró la magdalena sobre la bandeja y tumbándose sobre ella susurró.

—Caliente… terrenal… y pasional.

Divertida, se dejó aprisionar por el cuerpo de él.

—Muuuy caliente… muuuy terrenal y muuuy pasional.

Con una sensualidad que a Daniela le hizo vibrar, Rubén se apretó contra ella.

—Voy a comerte.

—Cómeme —respondió dispuesta a todo.

Al final de una apasionada noche donde ambos fueron calientes y pasionales, se quedaron dormidos, enredados en un abrazo. El domingo, desayunaron, se despidieron de María y Edoardo, montaron a Loca en el coche y decidieron regresar a Milán. Cuando cogieron la autopista, Daniela, que conducía, puso su mano, con familiaridad en la pierna del futbolista.

—Gracias, han sido unos días maravillosos.

—Y sin paparazzi. Eso sí que ha estado genial —ella sonrió y él apostilló—: Sinceramente Dani, salir en la prensa rosa nunca fue mi objetivo. Como has podido comprobar en cuanto me ven con una mujer, rápidamente sacan mil conclusiones erróneas, empiezan a hablar de noviazgo, de compromiso, de boda… Si nos hubieran visto a los dos en la casa te aseguro que ya estarían pregonando sandeces.

—¿Tanto te importa?

—Sí, no me gusta que inventan cosas sobre mi vida y…

—Pero vamos a ver, Rubén —le cortó—: Te guste o no, tú lo propicias.

—¡¿Yo?!

—Sí, tú.

—Venga ya, Dani. No comprendo cómo puedes pensar así.

Daniela asintió y al ver su gesto hosco añadió.

—Eres famoso, ganas un pastón, eres un futbolista de élite, ¿qué se supone que tienen que hacer los paparazzi si te ven salir con tantas mujeres?

—Como mínimo, no inventar.

—Te entiendo, pero…

—¿Realmente crees que deben juzgarme por salir con mujeres?

—No… pero repito, entiende lo que te estoy diciendo.

—Lo quiero entender, pero no puedo. No me gusta que me busquen continuamente novias cuando para mí las mujeres con las que salgo a cenar, a comer o a pasar un fin de semana, no son más que simples amigas —respondió molesto.

Daniela asintió y sonrió ante él, pero, por dentro, aunque su corazón palpitase aceleradamente solo con tenerlo cerca, su sentido común le gritó que él tenía razón y tenía que alejarse cuanto antes de él.