23

MOLLY SACÓ LA LLAVE, aún en el lazo de nailon.

—¿Sabéis? —dijo 3Jane, estirándose hacia adelante, interesada—, tenía la impresión de que no había duplicados. Mandé a Hideo que buscase entre las cosas de mi padre después de que tú lo mataras. No pudo encontrar el original.

—Wintermute se las arregló para que quedase bien metida en el fondo de un cajón —dijo Molly, introduciendo con cuidado la llave Chubb en la abertura dentada de la puerta lisa y rectangular—. Mató al chiquillo que la puso allí. —La llave giró fácilmente al primer intento.

—La cabeza —dijo Case—, hay un panel en la parte de atrás de la cabeza. Tiene zircones. Sácalo. Es donde tengo que conectar.

Y entonces entraron.

—¡Cristo! —dijo el Flatline arrastrando la voz—, tú sí que te lo tomas con calma, ¿no es así, muchacho?

—¿Está listo el Kuang?

—Listo para el despegue.

—Bien. —Case activó el sinestim.

Y se encontró mirando hacia abajo, por el ojo bueno de Molly, a una demacrada figura de cara blanca que flotaba en posición fetal, con una consola de ciberespacio entre los muslos, una cinta de trodos plateados encima de los ojos velados y ensombrecidos. La depresión de las mejillas del hombre estaba acentuada por la barba de un día, el rostro pegajoso de sudor.

Se estaba mirando a sí mismo.

Molly tenía la pistola de dardos en la mano. La pierna le palpitaba con cada latido, pero aún podía maniobrar en gravedad cero. Maelcum flotaba cerca, el delgado brazo de 3Jane sujeto por una mano grande y morena.

Una cinta de fibra óptica describía una elegante espiral entre la Ono-Sendai y una abertura cuadrada en la parte posterior de la terminal nacarada.

Movió de nuevo el interruptor.

—El Kuang Grado Mark Once se pone en marcha en nueve segundos. Cuenta: siete, seis, cinco…

El Flatline tecleó hacia arriba, en un ascenso impecable: la superficie abdominal del tiburón de cromo negro pasó en un destello infinitesimal de oscuridad.

—Cuatro, tres…

Case tuvo la extraña impresión de encontrarse en el asiento del piloto de una avioneta. Una superficie oscura y plana resplandeció de golpe frente a él con una reproducción perfecta en el teclado de la consola.

—Dos, y largamos…

Una arremetida contra paredes verde esmeralda, jade alabastrino; una sensación de velocidad superior a cualquiera que hubiera conocido en el ciberespacio… El hielo de la Tessier-Ashpool se hizo añicos ante el empate del programa chino, una perturbadora impresión de fluidez sólida, como si unos fragmentos de espejo se torciesen y alargasen al caer…

—Dios mío —dijo Case, sobrecogido: el Kuang se torcía y retorcía por encima de los campos sin horizonte de la Tessier-Ashpool, un infinito paisaje urbano en neón, una complejidad que lastimaba los ojos, un brillo de piedra, cortante como una hoja de afeitar.

—Eh, mierda —dijo la estructura—, eso es el edificio de la RCA. ¿No conoces el viejo edificio de la RCA?

El programa Kuang se zambulló entre las resplandecientes espiras de una docena de torres de información: cada una una réplica en neón azul del rascacielos de Manhattan.

—¿Habías visto una resolución tan alta? —preguntó Case.

—No; tampoco había entrado nunca en una IA.

—¿Esta cosa sabe adónde va?

—Más le vale.

Caían, perdían altura en un cañón de neón multicolor.

—Dix…

Un brazo de sombra se desplegaba desde el suelo parpadeante que tenían debajo, una masa hirviente de informe oscuridad.

—Tenemos compañía —dijo el Flatline, al tiempo que Case tecleaba en la representación de la consola, haciendo volar los dedos sobre el teclado. El Kuang giró vertiginosamente y luego retrocedió, volviéndose de pronto hacia atrás, quebrando la ilusión de que era un vehículo físico.

La sombra crecía, se extendía, velando la ciudad informática. Case los llevó hacia arriba, por encima del infinito cuenco de hielo color verde jade.

La ciudad de los núcleos ya no era visible, totalmente oscurecida por la oscuridad de debajo.

—¿Qué es eso?

—Es el sistema de defensa de una IA —dijo la estructura—, o parte del sistema. Si son cosas de tu amigo Wintermute, no parece muy amable.

—Enfréntalo —dijo Case—. Tú eres más rápido.

—Muchacho, ahora tu mejor de-fensa es una buena o-fensa.

Y el Flatline apuntó la punta del aguijón del Kuang al centro de la oscuridad. Y arremetió.

La velocidad deformó la capacidad sensorial de Case.

La boca se le llenó de un doloroso sabor a azul.

Los ojos se le habían transformado en huevos de cristal inestable que vibraban con una frecuencia de algo que llamaban lluvia y un ruido de trenes, haciendo brotar de golpe y entre zumbidos un bosque de espinas de cristal, finas como cabellos. Las espinas se partieron, se biseccionaron, volvieron a partirse: un crecimiento exponencial bajo la cúpula del hielo de la Tessier-Ashpool.

El paladar se le abrió sin dolor, y unas raicillas entraron agitándose frenéticamente alrededor de la lengua, hambrientas de sabor a azul, para nutrirle las junglas de cristal de los ojos, junglas que se apretaban contra la cúpula verde, se apretaban y encontraban obstáculos, y se extendían, creciendo hacia abajo, llenando el universo de la T-A, descendiendo hasta los desventurados y expectantes suburbios de la ciudad que era el cerebro de Tessier-Ashpool S.A.

Y recordó una historia arcana: un rey que ponía monedas sobre un tablero de ajedrez, duplicando la cantidad en cada casilla…

Exponencial…

La oscuridad irrumpió desde todos los rincones, una esfera negra que cantaba, una presión sobre los extendidos nervios de cristal del universo de información en que había estado a punto de transformarse…

Y cuando ya no era nada, comprimido en el corazón de aquella oscuridad, llegó un punto en que la oscuridad misma ya no podía ser más, y algo cedió.

El programa Kuang salió a chorros desde nubes descoloridas, la conciencia de Case dividida como gotas de mercurio, arqueándose sobre la playa interminable, del color de las oscuras nubes de plata. La escena era esférica, como si una retina forrase la superficie interior de un globo que contuviera todas las cosas, si fuera posible contar todas las cosas.

Y aquí era posible contar las cosas, todas ellas. Conoció el número de granos de arena en la estructura de la playa (un número codificado en un sistema matemático que no existía fuera de la mente que era el Neuromante). Conoció el número de paquetes amarillos de comida en los contenedores del búnker (cuatrocientos siete). Conoció el número de dientes en la mitad izquierda de la cremallera de la chaqueta de cuero manchada de sal que Linda Lee llevaba puesta cuando caminaba por la playa del atardecer, balanceando en la mano un madero traído por la marea (doscientos dos).

Hizo planear al Kuang sobre la playa y movió el programa en un círculo amplio, mientras veía por los ojos de ella, el objeto negro que parecía un tiburón, un fantasma silencioso y hambriento que arremetía contra los bancos de nubes descendentes. Ella retrocedió, dejó caer el madero y echó a correr. Conoció la frecuencia de su pulso, la longitud de sus pasos en magnitudes que hubieran satisfecho los criterios más exigentes de la geofísica.

—Pero no conoces sus pensamientos —dijo el chiquillo, ahora junto a él en el corazón del objeto que era un tiburón—. Yo no conozco sus pensamientos. Estabas equivocado, Case. Vivir aquí es vivir. No hay diferencia.

Linda atemorizada, zambulléndose a ciegas en las olas de la rompiente.

—Detenla —dijo Case—. Se hará daño.

—No puedo detenerla —dijo el niño, los ojos grises, apacibles y hermosos.

—Tienes los ojos de Riviera —dijo Case.

Un destello de dientes blancos, de encías largas y rosadas.

—Pero no estoy loco. Porque son hermosos para mí. —Se encogió de hombros—. No necesito una máscara para hablar contigo. No como mi hermano. Yo invento mi propia personalidad. La personalidad es mi medio.

Case los llevó hacia arriba por un camino empinado, lejos de la playa y de la muchacha asustada.

—¿Por qué hiciste que apareciera en mi camino, hijo de puta? Una vez y otra, y obligándome a retroceder. Tú la mataste, ¿eh? En Chiba.

—No —dijo el niño.

—¿Wintermute?

—No. Yo vi que iba a morir pronto. En las figuras que a veces creíste detectar en la danza de la calle. Esas figuras son reales. Soy bastante complejo, dentro de mis límites, como para entender el sentido de esas danzas. Mucho mejor que Wintermute. Vi que iba a morir en cómo te necesitaba, en el código magnético del cerrojo de tu nicho en el Hotel Barato, en la cuenta que tenía Julie Deane con un fabricante de camisas de Hong Kong. Tan evidente para mí como la sombra de un tumor para un cirujano que está estudiando el cuadro de un paciente. Cuando ella le llevó tu Hitachi al chico, para tratar de examinarlo —no tenía idea de lo que contenía, y menos aún de cómo lo podía vender, y cuando lo que más deseaba era que tú la siguieras y la castigaras—, yo intervine. Mis métodos son mucho más sutiles que los de Wintermute. Yo la traje aquí. A mis entrañas.

—¿Por qué?

—Porque esperaba que así podría traerte a ti también, mantenerte aquí. Pero fracasé.

—¿Y ahora qué? —Los llevó de regreso al banco de nubes—. ¿Qué pasará ahora?

—No lo sé, Case. La matriz en persona se hará esa pregunta esta noche. Porque tú has ganado. Ya has ganado, ¿no lo ves? Ganaste cuando te alejaste de ella en la playa. Ella era mi última línea de defensa. Yo no tardo en morir, en cierto sentido. Como Wintermute. Tan inevitablemente como Riviera, en este momento, tendido en el suelo, paralizado junto a los restos de una pared en los apartamentos de mi señora 3Jane Marie-France. El sistema nigro-estrial ya no puede producir los receptores de dopamina que lo hubieran salvado de la flecha de Hideo. Pero Riviera sobrevivirá sólo en estos ojos, si se me permite conservarlos.

—Está la palabra, ¿no? El código. ¿Cómo que he ganado? No he ganado una mierda.

—Vuelve, ahora.

—¿Dónde está Dixie? ¿Qué has hecho con el Flatline?

—McCoy Pauley consiguió lo que quería —dijo el niño, y sonrió—. Lo que quería y más. Te tecleó hasta aquí contra mi voluntad, dejó atrás defensas tan buenas como las mejores de la matriz. Ahora vuelve.

Y Case se quedó solo en el negro aguijón del Kuang, perdido entre las nubes.

Volvió.

A la tensión de Molly, la espalda como piedra, las manos alrededor de la garganta de 3Jane.

—Es curioso —dijo—. Sé exactamente qué aspecto tendrías. Lo vi cuando Ashpool le hizo lo mismo a tu hermana clono. —Las manos de Molly eran dulces, casi una caricia. 3Jane tenía los ojos desorbitados de terror y de lujuria; se estremecía de miedo y de deseo. Tras la enmarañada cascada del pelo de 3Jane, Case vio su propio rostro blanco y estragado; a Maelcum detrás de él, las manos morenas sobre los hombros de la chaqueta de cuero, sosteniéndolo sobre el estampado de circuitos entretejidos de la alfombra.

—¿Lo harías? —preguntó 3Jane, con voz de niña—. Creo que sí.

—El código —dijo Molly—. Dile el código a la cabeza.

Desconexión.

—¡Se lo está buscando! —gritó Case—. ¡La muy puta se lo está buscando!

Abrió los ojos a la fría mirada de rubí de la terminal, una cara de platino incrustada de perlas y lapislázuli. Más allá, Molly y 3Jane se retorcían en un abrazo en cámara lenta.

—Danos el maldito código —dijo—. Si no lo haces, ¿qué cambiará? ¿Qué mierda cambiará para ti? Terminarás como el viejo. ¡Lo echarás todo abajo para construir de nuevo! Volverás a levantar los muros, cada vez más cerrados… No tengo la menor idea de lo que pasaría si Wintermute llegase a ganar, ¡pero eso cambiaría algo! —Estaba temblando; le castañeteaban los dientes.

3Jane dejó de resistirse; las manos de Molly seguían apretadas alrededor del cuello estilizado; el pelo oscuro flotaba en una maraña: una capucha blanda de color castaño.

—El Palacio Ducal de Mantua —dijo ella— contiene una larga serie de habitaciones cada vez más pequeñas. Serpentean alrededor de los apartamentos principales, y tienen puertas de marcos maravillosamente tallados que obligan a inclinarse para entrar. Albergaban a los enanos de la corte. —Sonrió lánguidamente—. Tal vez aspire a eso, supongo, pero en cierto sentido mi familia ha puesto en marcha una versión más grandiosa del mismo plan… —Tenía ahora una mirada serena, lejana. Enseguida bajó los ojos hacia Case—. Toma tu palabra, ladrón. —Case conectó.

El Kuang se deslizó fuera de las nubes. Debajo, la ciudad de neón. Detrás, una esfera de oscuridad se consumía lentamente.

—¿Dixie? ¿Me oyes? ¿Dixie?

Estaba solo.

—El hijo de puta te atrapó —dijo.

Un impulso ciego mientras se precipitaba a través del paisaje informático.

—Tienes que odiar a alguien antes de que esto termine —dijo la voz del finlandés—. A ellos, a mí, no importa a quién.

—¿Dónde está Dixie?

—Eso es difícil de explicar, Case.

Sintió alrededor la presencia del finlandés: olor a cigarrillos cubanos, humo encerrado en un traje de paño mohoso, viejas máquinas rendidas al rito mineral de la herrumbre.

—El odio te hará llegar al final —dijo la voz—. Tantos pequeños detonadores en el cerebro, y tú no haces más que dispararlos. Ahora te toca odiar. La cerradura que oculta todo el mecanismo está bajo esas torres que el Flatline te enseñó, cuando entraste. Él no intentará detenerte.

—El Neuromante —dijo Case.

—El nombre no es algo que yo pueda saber. Pero ahora se ha rendido. De lo que tienes que preocuparte es del hielo de la T-A. No del muro, sino de los sistemas virales internos. El Kuang es vulnerable a algunas de esas cosas que corren sueltas por aquí.

—Odio —dijo Case—. ¿A quién odio yo? Dímelo tú.

—¿A quién amas? —preguntó la voz del finlandés.

Llevó el programa a un lado y se precipitó hacia las torres azules.

Unos cuerpos se lanzaban desde las ornamentadas y fulgurantes agujas: formas que parecían sanguijuelas centelleantes y que eran planos móviles de luz. Había centenares de ellas, elevándose en un remolino, en un movimiento tan aleatorio como una nube de hojas de papel en las calles, al viento del amanecer.

—Sistemas de seguridad —dijo la voz.

Arremetió hacia arriba, animado por el autoaborrecimiento. Cuando el programa Kuang encontró al primero de los defensores, esparciendo las hojas de luz, sintió que el objeto tiburón era menos sustancial: la trama de información era menos firme.

Y entonces —vieja alquimia del cerebro y de su inmensa farmacopea— el odio fluyó hacia sus manos.

Justo antes de enterrar el aguijón del Kuang en la base de la primera torre, alcanzó un nivel de pericia superior a cualquier cosa que hubiera conocido o imaginado. Más allá del ego, más allá de la personalidad, más allá de la conciencia, se movía; el Kuang se movía con él, evadiendo a sus agresores con una danza arcana, la danza de Hideo; y en ese mismo instante, por la claridad y la simplicidad de su deseo de morir, le fue otorgada la gracia de la internase mente-cuerpo.

Y uno de los pasos de esa danza fue un levísimo toque en el interruptor, apenas suficiente para volver

ahora

y su voz el grito de un pájaro

desconocido,

3Jane respondiendo en un canto,

tres notas altas y puras.

Un verdadero nombre.

Jungla de neón, lluvia que salpicaba sobre el asfalto caliente. Olor a comida frita. Las manos de una muchacha unidas en la cintura de él, dentro de la sudorosa oscuridad de un ataúd de puerto.

Pero todo esto se escapaba, como escapa el paisaje urbano: la ciudad que es Chiba, que es la información clasificada de la Tessier-Ashpool S.A., las calles y los cruces impresos en la cara de un microchip, el dibujo manchado de sudor de una bufanda doblada y anudada.

Despertando hacia una voz que era música, la terminal de platino que silbaba melodiosamente, interminablemente, hablando de cuentas suizas numeradas, de un pago a Sión a través de un banco orbital de las Bahamas, de pasaportes y pasajes, y de cambios básicos y profundos que se llevarían a cabo en la memoria de Turing.

Turing. Recordó una carne estampada bajo un cielo proyectado, arrojada en espiral por encima de una baranda de hierros. Recordó la calle Desiderata.

Y la voz siguió cantando, guiándolo de regreso a la oscuridad, pero era su propia oscuridad, pulso y sangre, en la que siempre había dormido, detrás de sus propios ojos.

Y despertó de nuevo, pensando que había soñado, a una blanca y ancha sonrisa enmarcada por incisivos de oro: Aerol, que lo sujetaba a una red de gravedad en el Babylon Rocker.

Y entonces el prolongado latido del sonido dub de Sión.