LA RUE JULES VERNE era una avenida circular, que rodeaba el medio del huso, mientras que Desiderata lo recorría en sentido longitudinal y terminaba, en ambos extremos, en los soportes de las bombas de luz Lado-Acheson. Si uno giraba a la derecha, desde Desiderata, y seguía un rato por Jules Verne, podía llegar, por la izquierda, hasta Desiderata.
Case miró cómo se alejaba el triciclo de Bruce; luego se volvió y caminó junto a un puesto de revistas enorme y brillantemente iluminado. Las cubiertas de docenas de revistas japonesas presentaban los rostros de las últimas estrellas del simestim del mes.
Directamente encima de él, bordeando el eje nocturno, el cielo holográfico fulgía con extravagantes constelaciones que parecían naipes, las caras de un dado, un sombrero de copa, un vaso de martini. La intersección de Desiderata y Jules Verne era una especie de quebrada; los balcones en terraza de los habitantes de los precipicios de Freeside se superponían hasta llegar a las verdes mesetas de otro complejo de casinos. Case observó un microligero sin piloto que viraba con gracia, siguiendo una corriente de aire que lo llevaba hacia arriba, al borde de una meseta artificial cubierta de hierba; durante unos segundos el planeador fue iluminado por el resplandor del invisible casino. Era una especie de biplano, de un polímero que parecía telaraña, con dibujos grabados en las alas como una mariposa gigante. Enseguida desapareció, tras el borde de la meseta. Case había podido ver un guiño de neón reflejado en cristal: o bien en lentes, o bien en las torres blindadas de los láseres. Los microligeros automáticos eran parte del sistema de seguridad del huso, controlados por algún tipo de computadora central.
¿En Straylight? Siguió caminando, pasando bares que tenían nombres como el Hi-Lo, el Paradise, le Monde, Cricketeer, Shozoku Smith’s, Emergency. Escogió el Emergency porque le pareció el más pequeño y más abarrotado, pero pocos segundos después se dio cuenta de que era un sitio para turistas. Aquí no se hablaba de dinero; en el aire había una tensión sexual congelada. Pensó brevemente en el club sin nombre que estaba encima del cubículo alquilado de Molly, pero la imagen de los ojos esperados de ella, fijos en la pequeña pantalla, lo disuadieron. ¿Qué le estaría revelando Wintermute ahora? ¿Las plantas de la Villa Straylight? ¿La historia de los Tessier-Ashpool?
Compró una jarra de Carlsberg y encontró un sitio libre contra la pared. Cerrando los ojos, buscó el nudo de rabia, el carbón, puro y pequeño, de su ira. Todavía estaba allí. ¿De dónde había venido? Sólo recordaba haber sentido una especie de desconcierto cuando lo mutilaran en Memphis, absolutamente nada cuando había matado para defender sus intereses en Night City, y un flojo malestar después de la muerte de Linda bajo la cúpula inflada. Pero nada de rabia. Pequeña y lejana, en la pantalla de la mente, una imagen que se parecía a Deane se estrellaba contra algo que parecía la pared de una oficina, en una explosión de sangre y pedazos de cerebro. Lo supo entonces: la ira había venido en la arcada, cuando Wintermute suprimió el fantasma simestim de Linda Lee, quitándole de cuajo la sencilla promesa de comida, calor, una cama. Pero no se había dado cuenta hasta que conversó con la holoestructura de Lonny Zone.
Era una cosa extraña. No podía calificarla.
—Aturdido —dijo. Había estado aturdido durante mucho tiempo, años. Todas aquellas noches en Ninsei, las noches con Linda, aturdido en la cama y aturdido también en el centro frío y sudoroso de algún negocio de drogas. Pero ahora había encontrado algo tibio, este fragmento de asesinato. Carne, le dijo una voz interior. Es la carne que habla. Ignórala.
—Gánster.
Abrió los ojos. Cath estaba junto a él, vestida de negro, con el pelo todavía alborotado después del viaje en el Honda.
—Creí que te habías ido a casa —le dijo, y disimuló su confusión con un trago de Carlsberg.
—Hice que Bruce me dejara en una tienda. Me compré esto. —Pasó la mano por la tela, la curva pelviana. Case vio el dermo azul que llevaba en la muñeca—. ¿Te gusta?
—Seguro. —Automáticamente revisó los rostros de alrededor y luego volvió a mirarla—. ¿Qué crees que estás por hacer, cariño?
—¿Te gusta la beta que te dimos, Lupus? —Ahora ella estaba muy cerca; irradiaba calor y tensión, los ojos entornados, cubriendo unas pupilas enormes, y un tendón en el cuello tenso como la cuerda de un arco. Estaba drogada y temblaba, de pies a cabeza, vibrando imperceptiblemente—. ¿Te colocaste?
—Sí. Pero la resaca es una mierda.
—Entonces necesitas otra.
—¿Y eso qué implica?
—Tengo una llave. Subiendo la colina, detrás del Paradise, el lugar más exclusivo. Gente que esta noche baja al pozo por negocios, si me entiendes…
—Sí, te entiendo.
Ella apretó la mano de Case entre las suyas; tenía las palmas calientes y secas.
—Eres un yak, ¿verdad, Lupus? Un soldado gaijin que trabaja para los Yakuza.
—Tienes buen ojo, ¿eh? —Case retiró la mano y buscó un cigarrillo.
—¿Y cómo es que conservas todos los dedos? Creía que teníais que cortaros uno cada vez que tuvieseis un problema.
—Nunca tengo problemas. —Encendió el cigarrillo.
—Vi a la chica que está contigo. El día que te conocí. Camina como Hideo. Me asusta. —Sonrió, una sonrisa demasiado ancha—. Eso me gusta. ¿A ella le va, con otras chicas?
—Nunca me lo ha dicho. ¿Quién es Hideo?
—Ella lo llama el criado. Un dependiente de la familia.
Case se obligó a mirar con expresión aburrida a la gente que había en el Emergency.
—¿Deejane?
—Lady 3Jane. Gente rica. El padre es dueño de todo esto.
—¿De este bar?
—¡De Freeside!
—Vaya, vaya. Tienes amigos importantes, ¿eh? —Alzó una ceja. La rodeó con un brazo, la mano sobre la cadera de ella—. ¿Y cómo es que conoces a estos aristócratas, Cathy? ¿Eres alguna clase de niña de sociedad de incógnito? ¿Tú y Bruce sois herederos de algún crédito entrado en años? ¿Eh? —Extendió los dedos, masajeando la piel debajo de la fina tela negra. Ella se retorció contra él. Rio.
—Bueno, ya sabes —dijo, los ojos entornados en lo que habría querido ser una expresión de modestia—, le gusta ir de una fiesta a otra. Bruce y yo estamos siempre en fiestas… A veces ella se aburre mucho, allá adentro. De cuando en cuando el viejo la deja salir, siempre que Hideo la acompañe.
—¿Dónde es que se aburre?
—Lo llaman Straylight. Ella me contó, es tan bonito, todos los estanques y nenúfares. Es un castillo, un castillo de verdad, todo de piedra y puestas de sol… —Se acurrucó contra él—. Eh, Lupus, viejo, necesitas un dermo. Así podremos estar juntos.
Llevaba un pequeño monedero de cuero alrededor del cuello, colgado de una cinta delgada. Las uñas, mordidas, en carne viva, eran de color rosado brillante contra el bronceado inducido. Abrió el monedero y sacó un blister con un dermo azul. Algo blanco cayó al suelo. Case se inclinó y lo recogió. Una garza de origami.
—Me la dio Hideo —dijo Cath—. Quiso mostrarme cómo, pero nunca me sale bien. Los cuellos quedan siempre para atrás. —Volvió a guardar el papel doblado en el monedero. Case observó mientras Cath rompía la burbuja, retiraba el dermo del papel y se lo aplicaba a él en el interior de la muñeca.
—¿Esta 3Jane tiene la cara en punta, nariz de pájaro? —Se miró las manos que dibujaban una silueta en el aire—. ¿Pelo oscuro? ¿Joven?
—Sí. Pero es una aristo, ¿sabes? Es decir… Todo ese dinero.
La droga se le vino encima como un tren expreso, una columna de luz al rojo blanco que le subía por la espina dorsal desde la zona de la próstata, iluminándole las costuras del cráneo con rayos X de energía sexual en cortocircuito. Los dientes le vibraron como diapasones dentro de sus cavidades, cada uno de ellos produciendo un tono perfecto, claro como el etanol. Bajo la brumosa capa de carne, los huesos parecían cromados y lustrosos, las articulaciones lubricadas con una película de siliconas. Tormentas de arena se le debatían sobre el abrasado suelo del cráneo, generando altas olas de estática que rompían detrás de los ojos, esferas del más puro cristal que se expandían…
—Vamos —dijo ella, tomándolo de la mano—. Ya te llegó. Ya está. Subamos la colina; seguirá toda la noche.
La rabia se le expandía, inexorable, exponencial, montada sobre la ola de betafenetilamina como onda portadora, un fluido sísmico, rico y corrosivo. Su erección era como una barra de plomo. Los rostros que los rodeaban en el Emergency parecían muñecas pintarrajeadas, las partes rosadas y blancas que correspondían a las bocas que se movían y se movían; las palabras emergían como globos de sonido discontinuo. Miró a Cath y le vio cada poro de la piel bronceada, los ojos planos como cristal mudo, un tinte de metal muerto, una ligera hinchazón, asimetrías mínimas en el pecho y la clavícula, la… Un destello intenso de luz blanca detrás de los ojos.
Soltó la mano de Cath y fue bamboleándose hasta la puerta, empujando a alguien que estaba en su camino.
—¡Vete a la mierda! —gritó ella detrás—. ¡Hijo de puta!
No sentía las piernas. Las usó como zancos, tambaleándose enloquecidamente por el pavimento embaldosado de Jules Verne, un lejano tronar en los oídos, su propia sangre, filosas láminas de luz que le biseccionaban el cráneo en una docena de ángulos.
Y de pronto se quedó quieto, ergido los puños apretados contra los muslos, la cabeza echada hacia atrás, los labios torcidos, temblando. Mientras miraba el zodíaco para perdedores de Freeside, las constelaciones de club nocturno del cielo holográfico cambiaron como un fluido que se deslizara por el eje de la sombra, para agruparse, como seres vivientes, en el centro exacto de la realidad. Por último se dispusieron individualmente y en grupos de miles hasta formar un retrato sencillo e inmenso, creando con puntos la imagen monocromática suprema, estrellas contra el cielo nocturno: el rostro de la señorita Linda Lee.
Cuando consiguió apartar la vista, bajar los ojos, encontró a todos los demás rostros en la calle mirando hacia arriba: los turistas que paseaban estaban inmovilizados, maravillados. Y cuando las luces del cielo se apagaron, se oyó una desordenada algarabía que resonó en las terrazas y en los balcones alineados de hormigón lunar.
En alguna parte, un reloj comenzó a sonar, alguna antigua campana europea.
Medianoche.
Caminó hasta la salida del sol.
El efecto de la droga se desvaneció, el esqueleto cromado se corroía hora a hora, la carne se solidificaba, la carne de la droga era reemplazada por la carne de la vida. No podía pensar. Eso le gustaba: estar consciente y no poder pensar. Parecía transformarse en todo cuanto veía: un banco de plaza, una nube de polillas blancas alrededor de un farol antiguo, un jardinero robot a rayas diagonales negras y amarillas.
Un amanecer grabado, rosado y violento, reptó por el sistema Lado-Acheson. Se obligó a comer una tortilla en un café de Desiderata, a beber agua, a fumar el último cigarrillo. Ya había movimiento en la terraza-prado del Intercontinental: una madrugadora concurrencia que tomaba el desayuno, concentrada en sus cafés y croissants, bajo las rayadas sombrillas.
Aún conservaba su ira. Era como estar dormido en un callejón y despertar para encontrar que la cartera seguía en el bolsillo, intacta. Eso lo reconfortaba; no podía darle nombre ni objeto.
Bajó en el ascensor revisándose los bolsillos en busca del chip de crédito de Freeside que servía de llave. Las ganas de dormir parecían reales ahora; era algo que podría hacer. Acostarse en la espuma color arena y volver a encontrar el vacío.
Estaban esperando allí, tres de ellos, con su perfecta ropa deportiva blanca y sus bronceados artificiales que contrastaban con la elegancia orgánica y tejida a mano de los muebles. La chica estaba sentada en un sofá de mimbre, una pistola automática junto a ella sobre el estampado de hojas de los almohadones.
—Turing —dijo—. Estás arrestado.