11

—¿QUÉ TE PASA, CASE? —dijo Armitage, mientras se sentaban a la mesa en el Vingtiéme Siécle. Era el más pequeño y más caro de varios restaurantes flotantes que había en un pequeño lago cerca del intercontinental.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Case. Bruce no había dicho nada acerca de los efectos residuales. Quiso tomar un vaso de agua helada, pero le temblaban las manos.

—Algo que comí, tal vez.

—Quiero que te vea un médico —dijo Armitage.

—Sólo es una reacción a las histaminas —mintió Case—. Me sucede cuando viajo o como cosas nuevas, a veces.

Armitage llevaba un traje oscuro, demasiado formal para el lugar, y una camisa de seda blanca. La cadena de oro tintineó cuando alzó un vaso de vino y bebió un trago.

—Ya he pedido por vosotros —dijo.

Molly y Armitage comieron en silencio, mientras Case intentaba cortar su chuleta en pequeños trozos del tamaño de un bocado. Jugueteó un poco con la carne, mezclándola con el condimento; finalmente se dio por vencido.

—Jesús —dijo Molly, que ya había vaciado el plato—. Dame eso. ¿Sabes lo que cuesta? —Tomó el plato de Case—. Crían un animal durante años y después lo matan… Éstas no son cosas de laboratorio. —Clavó el tenedor en un trozo y se lo llevó a la boca.

—No tengo hambre —logró decir Case. Le habían frito el cerebro. No, pensó, lo habían arrojado sobre manteca caliente y allí había quedado mientras la manteca se enfriaba: una capa de grasa, opaca y espesa, se le había formado entre las circunvoluciones, atravesadas aquí y allá por destellos de dolor verde-violáceos.

—Te ves como la mierda —dijo Molly jovialmente.

Case probó el vino. La resaca de la betafenetilamina hacía que supiese a yodo.

El ambiente se oscureció.

—Le Restaurant Vingtiéme Siécle —dijo una voz incorpórea, con un marcado acento del Ensanche— tiene el orgullo de presentar el cabaret holográfico del señor Peter Riviera. —Se oyeron aplausos dispersos de las otras mesas. Un camarero puso una vela encendida en el centro de la mesa; luego comenzó a retirar los platos. Muy pronto titilaba una vela en cada una de las doce mesas del restaurante; se sirvieron bebidas.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó Case a Armitage, que no dijo nada.

Molly se hurgó los dientes con una uña color vino.

—Buenas noches —dijo Riviera, apareciendo en un pequeño escenario al extremo del salón. Case parpadeó: incómodo, no había advertido que hubiese un escenario. No sabía de dónde había salido Riviera. Se sintió aún más intranquilo.

Al principio pensó que el hombre estaba iluminado por un foco.

Riviera resplandecía. La luz se le adhería como si fuese otra piel e iluminaba el oscuro telón de fondo. Estaba proyectando.

Sonreía. Llevaba puesto un frac negro. En la solapa, unos carbones azules ardían en el corazón de un clavel negro. Alzó unas manos de uñas refulgentes, saludando al público. Case escuchó el golpeteo de las aguas poco profundas del lago contra el costado del restaurante.

—Esta noche —dijo Riviera, y los largos ojos centellaron— me gustaría interpretar para ustedes una pieza más larga. Una nueva obra. —Un frío rubí de luz se formó en la palma de la mano derecha, que aún tenía alzada. Lo dejó caer. Una paloma gris apareció en el punto de impacto, revoloteó y desapareció entre las sombras. Alguien silbó con aprobación. Más aplausos.

—La obra se titula La Muñeca. —Riviera bajó las manos—. Quiero dedicar este estreno, esta noche, a Lady 3Jane Marie-France Tessier-Ashpool. —Una ola de corteses aplausos. Cuando terminaron, los ojos de Rivera parecieron encontrar la mesa de ellos—. Y a otra dama.

Todas las luces del restaurante se apagaron durante algunos segundos; sólo quedó el resplandor de las velas. El aura holográfica de Riviera se había desvanecido, junto con las luces, pero Case aún podía verlo, de pie y con la cabeza inclinada.

Unas tenues líneas de luz, horizontales y verticales, bosquejaron un cubo abierto alrededor del escenario. Ahora el restaurante estaba iluminado otra vez, pero débilmente; sin embargo, la estructura cúbica podría haber estado formada por inmóviles rayos de luna. Con la cabeza gacha, los ojos cerrados, los brazos colgando, rígidos, Riviera se concentraba, estremeciéndose. De pronto, el cubo fantasmal se llenó, se transformó en una habitación; una habitación a la que le faltaba una pared, para que el público pudiese ver lo que había adentro.

Pareció que Riviera se relajaba un poco. Alzó la cabeza, pero mantuvo los ojos cerrados.

—Siempre había vivido en la habitación —dijo—. No recordaba haber vivido en ninguna otra. —Las paredes de la habitación eran de yeso amarillento. El mobiliario consistía en una sencilla silla de madera y una cama de metal pintada de blanco. La pintura había saltado en algunas partes y dejaba ver el hierro negro. La cama no estaba hecha; el colchón tenía un forro manchado, de desteñidas rayas marrones. Sobre la cama, una bombilla de luz pendía de un cable retorcido y negro. Case podía distinguir la gruesa capa de polvo sobre la curva superior de la bombilla. Riviera abrió los ojos.

—Siempre había estado solo en la habitación. —Se sentó en la silla, mirando hacia la cama. Los carbones azules todavía ardían en la flor negra que llevaba en la solapa—. No sé cuándo empecé a soñar con ella —dijo—, pero recuerdo que al principio no era más que una bruma, una sombra.

Había algo sobre la cama. Case parpadeó. Ya no estaba.

—No lograba retenerla, retenerla en mi mente. Pero quería retenerla, abrazarla, y más… —La voz de Riviera se oía claramente en el silencio del restaurante. Una piedra de hielo tintineó dentro de un vaso de cristal. Alguien rio. Alguien susurró una pregunta en japonés—. Llegué a la conclusión de que si podía visualizar una parte de ella, sólo una pequeña parte, si pudiese ver esa parte perfectamente hasta el último detalle…

Sobre el colchón había ahora una mano de mujer, la palma hacia arriba, los dedos pálidos.

Riviera se inclinó hacia adelante, cogió la mano, y empezó a acariciarla. Los dedos se movieron. Riviera alzó la mano, llevándosela a la boca, y lamió las puntas de los dedos. Las uñas estaban pintadas con un esmalte color vino.

Una mano, podía ver Case, pero no una mano cortada: la piel no tenía fallas, no estaba rota ni había cicatrices. Recordó una tableta romboidal de carne tatuada de laboratorio que había visto en la vitrina de una boutique quirúrgica en Ninsei. Riviera tenía la mano contra los labios y estaba lamiendo la palma. Los dedos le acariciaban la cara tentativamente. Pero ahora había una segunda mano sobre la cama. Cuando Riviera se acercó, los dedos de la primera mano se le apretaron alrededor de la muñeca, como un brazalete de carne y hueso.

La representación continuó, siguiendo una lógica interna surreal que le era propia. Aparecieron los brazos.

Los pies. Piernas. Las piernas eran muy hermosas. Parecía que la cabeza de Case iba a estallar. Tenía la garganta seca. Bebió lo que quedaba del vino.

Ahora Riviera estaba en la cama, desnudo. La ropa había sido parte de la proyección, pero Case no recordaba que se hubiera desvanecido. La flor negra estaba al pie de la cama, aún figurando con una llama azul. Entonces se formó el torso, a medida que Riviera le daba vida, acariciándolo: blanco, sin cabeza, y perfecto, lustroso, con un brillo de sudor casi imperceptible.

El cuerpo de Molly. Case miraba fijamente, con la boca abierta. Pero no era Molly; era la Molly que imaginaba Riviera. Los pechos estaban mal, los pezones más grandes, demasiado oscuros. Riviera y el torso desmembrado se sacudían sobre la cama, mientras las manos de uñas brillantes se movían como insectos sobre ellos. Ahora la cama estaba cubierta de pliegues amarillentos de encaje putrefacto que se deshacía en corpúsculos de polvo alrededor de Riviera, los brazos y piernas que se retorcían bruscamente, y las manos que se movían presurosas, pellizcando y acariciando.

Case miró a Molly. No tenía ninguna expresión en la cara. Los colores de la proyección de Riviera se movían y giraban en los espejos. Armitage estaba inclinado hacia adelante, las manos alrededor del tallo de una copa de vino, los ojos fijos en el escenario, la habitación que resplandecía.

Ahora los brazos y las piernas y el torso se habían unido, y Riviera temblaba. Había aparecido la cabeza: la imagen estaba completa. La cara de Molly, los ojos ahogados en liso mercurio. Riviera y la imagen de Molly empezaron a copular con renovada intensidad. Luego la imagen extendió lentamente una mano en forma de garra e hizo aparecer las cinco cuchillas. Con deliberación lánguida y onírica, rascó la espalda desnuda de Riviera. Case llegó a ver una porción de columna vertebral expuesta, pero ya estaba de pie y se tambaleaba hacia la salida.

Apoyado en una baranda de palo de rosa, vomitó en las silenciosas aguas del lago. Algo que había parecido apretarle la cabeza como una prensa se había desvanecido al fin. De rodillas, apoyando la mejilla contra la madera fresca, miró hacia el otro lado del lago, el aura brillante de la Rue Jules Verne.

Case ya conocía este espectáculo; cuando era adolescente, en el Ensanche, lo llamaban «sueños de verdad». Recordaba a flacos portorriqueños a la luz de los faroles de la calle, en el Lado Este, soñando de verdad al ritmo rápido de una salsa, las chicas de los sueños temblando y girando, los espectadores batiendo palmas, llevando el ritmo. Pero aquello había necesitado un camión Reno de equipo y un aparatoso casco de trodos.

Lo que Riviera soñaba era lo que uno veía. Case sacudió la cabeza dolorida y escupió en el lago.

Podía adivinar cómo terminaría, el gran final. Una simetría invertida: Riviera ama a la chica del sueño, la chica soñada lo desarma a él. Con aquellas manos. Sangre soñada empapando el encaje podrido.

Gritos entusiastas desde el restaurante; aplausos. Case se puso de pie y se alisó la ropa con las manos. Se volvió y regresó caminando hasta el Vingtiéme Siécle.

La silla de Molly estaba vacía. El escenario estaba desierto. Armitage aún miraba fijamente el escenario, la copa de vino entre los dedos.

—¿Dónde está Molly? —preguntó Case.

—Se ha ido —dijo Armitage.

—¿Se ha ido tras él?

—No. —Se oyó el leve ruido de un cristal que se quebraba. Armitage miró la copa. Alzó la mano izquierda que sostenía el globo de la copa, aún llena de vino tinto. El tallo, roto, sobresalía como una astilla de hielo. Case se lo quitó de la mano y lo puso en un vaso de agua.

—Dígame adónde ha ido, Armitage.

Las luces se encendieron. Case miró los ojos claros. No había nada allí.

—Ha ido a prepararse. No volverás a verla. Estaréis juntos durante la ejecución del plan.

—¿Por qué le ha hecho esto Riviera?

Armitage se puso de pie, ajustándose las solapas de la chaqueta.

—Duerme un poco, Case.

—¿Será mañana entonces?

Armitage sonrió, con su sonrisa sin sentido, y se alejó hacia la salida.

Case se frotó la frente y miró alrededor. En el salón, los comensales estaban poniéndose de pie; las mujeres sonreían mientras escuchaban las bromas de los hombres. Por primera vez advirtió que había un balcón, y unas velas brillaban aún en la privada oscuridad. Escuchó un tintineo de cubiertos de plata, una conversación en voz baja. Las velas arrojaban sombras que danzaban en el techo.

El rostro de la muchacha apareció abruptamente, como si se tratase de una de las proyecciones de Riviera, las manos pequeñas sobre la madera lustrada de la barandilla. Estaba inclinada hacia adelante, la mirada absorta, le parecía a Case, los ojos oscuros fijos en algo que estaba más allá. El escenario. Era un rostro llamativo, pero no hermoso, triangular, los pómulos altos y sin embargo de aspecto frágil; la boca ancha y firme, equilibrada en forma curiosa por una nariz estrecha y aguileña, de base acampanada. Y en un instante desapareció, regresando a las risas privadas y a la danza de las velas.

Cuando Case abandonó el restaurante vio a los dos jóvenes franceses y la chica que estaban esperando el barco que los llevaría a la otra orilla del lago, el casino más próximo.

La habitación del hotel estaba vacía, el colchón de espuma liso, como una playa cuando la marea ha bajado. La maleta de ella había desaparecido. Buscó una nota. No había nada. Pasaron varios segundos antes de que la pesadumbre y la tensión le permitieran advertir la escena que se desarrollaba afuera. Miró hacia arriba y contempló un panorama de tiendas caras: Gucci, Tsuyako, Hermes, Liberty.

Miró un rato. Al fin sacudió la cabeza y se acercó a un panel que no se había molestado en investigar. Desconectó el holograma y fue recompensado con una vista de los edificios de apartamentos aterrazados de la colina de enfrente.

Recogió un teléfono y lo llevó hasta el balcón, que estaba más fresco.

—Consígame el número del Marcus Garvey —le dijo al operador—. Es un remolque, registrado en el grupo de Sión.

La voz electrónica recitó un número de diez cifras.

—Señor —añadió—. Se trata de un registro panameño.

Maelcum contestó cuando el teléfono ya había sonado cinco veces.

—¿Sí?

—Case. ¿Tienes un módem, Maelcum?

—Sí. En el compás de navegación.

—¿Me lo puedes conseguir, hermano? Ponlo en mi Hosaka. Luego enciende la consola. Es el interruptor con estrías.

—¿Cómo te está yendo allí, hombre?

—Bueno… Necesito un poco de ayuda.

—Ya estoy en camino, hombre. Voy por el módem.

Case escuchó unos tenues ruidos estáticos mientras Maelcum conectaba el teléfono.

—Mete esto en el hielo —le dijo al Hosaka, cuando escuchó la señal.

—Usted está hablando desde un sitio fuertemente vigilado por monitores —aconsejó el ordenador.

—A la mierda con eso —dijo—. Olvídate del hielo. Sin hielo. Dale entrada a la estructura. ¿Dixie?

—Eh, Case. —El Flatline habló a través del microcircuito vocal del Hosaka, sin nada de aquel acento cuidadosamente diseñado.

—Dix, estás a punto de meterte aquí dentro y conseguirme algo. Puedes ser tan directo como quieras. Molly está aquí, en algún lado, y quiero saber dónde. Yo estoy en la 335W, en el Intercontinental. Ella también estaba registrada aquí, pero no sé con qué nombre. Métete en este teléfono y revisa los registros.

—Escucho y obedezco —dijo el Flatline. Case oyó el sonido blanco de la entrada. Sonrió—. Listo. Rose Kolodny. Ya se ha ido. Me tomará algunos minutos meterme en esa red de seguridad lo bastante adentro como para encontrar una pista.

—Adelante.

Los esfuerzos de la estructura hicieron que el teléfono gimiese y carraspease. Case regresó a la habitación y puso el auricular boca arriba sobre la goma espuma. Fue hasta el baño y se cepilló los dientes. La pantalla del equipo audiovisual Braun se encendió en el momento en que salía una estrella pop japonesa, recostada sobre almohadones metálicos. Un entrevistador invisible preguntó algo en alemán. Case miró fijamente. La imagen saltó con melladuras de interferencia azul.

—Case, muchacho, ¿te has vuelto loco o qué? —La voz era lenta y le resultaba familiar.

La pared de cristal mostró otra vez la imagen de Desiderata, pero la escena se hizo borrosa y retorcida, y se transformó en el interior del Jarre de Thé en Chiba, vacío, rasguños de neón rojo repetidos hasta el infinito en las paredes de espejos.

Lonny Zone se adelantó; alto y con aspecto de cadáver, se movía con la lenta gracia submarina de la adicción. Estaba de pie, solo entre las mesas cuadradas, las manos en los bolsillos de los pantalones de piel de tiburón.

—De veras, viejo, pareces estar muy despistado.

La voz provenía de los altavoces del equipo Braun.

—Wintermute —dijo Case.

El macarra se encogió de hombros con languidez y sonrió.

—¿Dónde está Molly?

—No te preocupes por eso. Esta noche has enloquecido, Case. El Flatline está haciendo sonar alarmas en todo Freeside. No creí que lo hicieras, muchacho. Está fuera del perfil.

—Entonces dime dónde está Molly y le diré que pare.

Zone dijo que no con la cabeza.

—No eres demasiado capaz de seguirle la pista a las mujeres, ¿verdad, Case? Las pierdes a todas, de una forma u otra.

—Haré que te tragues todo eso —dijo Case.

—No. No eres de esa clase. Te conozco bien. ¿Sabes una cosa, Case? Estoy seguro de que crees que fui yo quien le dijo a Deane que eliminara a aquella hembrita tuya, en Chiba.

—No… —dijo Case, dando un paso involuntario hacia la ventana.

—Pero no fui yo. ¿Y qué más da? ¿Cuánto le importa, de veras, al señor Case? Deja de engañarle. Yo conozco a tu Linda, muchacho. Conozco a todas las Lindas. Las Lindas son un producto genérico, en el ramo al que me dedico. ¿Quieres saber por qué ella decidió quitarte del medio? Por amor. Para que te importara. ¿Amor? ¿Quieres hablar de amor? Ella te amaba. De eso estoy seguro. Aunque valiera muy poco, te amaba. Y no pudiste manejarlo. Está muerta.

El puño de Case rebotó contra el cristal.

—No te estropees las manos, muchacho. Muy pronto estarás golpeando el teclado.

Zone desapareció, dando paso a la noche de Freeside y a las luces de los apartamentos. El Braun se desconectó.

Desde la cama, el teléfono balaba una y otra vez.

—¿Case? —El Flatline estaba esperando—. ¿Dónde andabas? Lo conseguí, pero no es mucho. —La estructura recitó una dirección—. Encontré un hielo alrededor, demasiado extraño para un club nocturno. Es todo lo que pude obtener sin dejar mi tarjeta.

—Bueno —dijo Case—. Dile al Hosaka que le diga a Maelcum que desconecte el módem. Gracias, Dix.

—A tus órdenes.

Case permaneció sentado en la cama durante un largo rato, saboreando la nueva sensación.

La ira.

—Vaya. Lupus. Oye, Cath, es el amigo Lupus. —Bruce estaba de pie en la puerta, desnudo, empapado, las pupilas enormes—. Pero nos estábamos duchando. ¿Quieres esperar? ¿Quieres darte una ducha?

—No. Gracias. Necesito ayuda. —Apartó el brazo del chico y entró en la habitación.

—Eh, viejo… De veras…

—Me vais a ayudar. De veras os alegra verme. Porque somos amigos, ¿verdad? ¿No es así?

Bruce parpadeó.

—Claro.

Case recitó la dirección que le había dado el Flatline.

—Yo sabía que era un gánster —gritó animadamente Cath, desde la ducha.

—Tengo un triciclo Honda —dijo Bruce, con una sonrisa vacua.

—Ahora nos vamos —dijo Case.

—En ese nivel están los cubículos —dijo Bruce, después de pedirle a Case que repitiese la dirección por octava vez. Volvió a subirse al Honda. Un líquido condensado goteó en la célula de hidrógeno del tubo de escape mientras el rojo chasis de fibra de vidrio se balanceaba sobre unos parachoques de cromo.

—¿Vas a tardar mucho?

—No lo sé. Pero esperadme.

—Esperaremos, claro. —Bruce se rascó el pecho desnudo—. La última parte de la dirección… Creo que es un cubículo. El número cuarenta y tres.

—¿Te están esperando, Lupus? —Cath se inclinó hacia adelante, por encima del hombro de Bruce, y miró hacia arriba. Durante el viaje se le había secado el pelo.

—Pues no —dijo Case—. ¿Puede haber problemas?

—Sólo baja hasta el último nivel y busca el cubículo de tu amiga. Si te dejan entrar, no habrá problemas. Pero si no quieren verte… —Se encogió de hombros.

Case se volvió y descendió por una escalera en espiral de hierro forjado. Después de seis vueltas llegó a un club nocturno. Se detuvo y encendió un Yeheyuan. Miró las mesas. De pronto, se dio cuenta de cuál era el verdadero sentido de Freeside. Comercio. Podía olerlo en el aire. Era esto, la acción local. No la lujosa fachada de la Rue Jules Verne, sino la cosa verdadera. El comercio. La danza. El público era heterogéneo: tal vez la mitad eran turistas, y la otra mitad residentes.

—Abajo —le dijo a un camarero que pasaba—. Quiero ir abajo. —Mostró el chip de Freeside. El hombre señaló la parte trasera del club.

Caminó rápidamente, junto a las mesas abarrotadas, oyendo al pasar fragmentos de media docena de idiomas europeos.

—Quiero un cubículo —dijo a la chica que estaba sentada detrás de un mostrador con una terminal de computadora en el regazo—. En el nivel inferior. —Le dio el chip.

—¿Preferencia de sexo? —La chica pasó el chip por una lámina de cristal en la pantalla del ordenador.

—Femenino —dijo Case automáticamente.

—Número treinta y cinco. Telefonee si no es de su gusto. Si lo prefiere, antes puede revisar nuestro catálogo de servicios especiales. —La chica sonrió. Le devolvió el chip.

Detrás de ella se abrieron las puertas de un ascensor.

Las luces del pasillo eran azules. Case salió del ascensor y escogió una dirección al azar. Puertas numeradas. Silencio, como en los corredores de una clínica para ricos.

Encontró el cubículo. Había estado buscando el de Molly; ahora, confundido, alzó el chip y lo apoyó contra un sensor negro, directamente debajo de la chapa que indicaba el número.

Cerrojos magnéticos. El sonido le recordó al Hotel Barato.

La muchacha se irguió en la cama y dijo algo en alemán. Tenía los ojos dulces y no parpadeaba. Piloto automático. Bloqueo neural. Case salió del cubículo y cerró la puerta.

La puerta del número cuarenta y tres era como todas las otras. Se detuvo. El silencio del vestíbulo indicaba que la aislación acústica de los cubículos era perfecta. No tenía sentido utilizar el chip. Golpeó con los nudillos contra el metal esmaltado. Nada. Como si la puerta absorbiese el sonido.

Colocó el chip contra la lámina negra.

Los cerrojos hicieron un ruido metálico.

Fue como si ella le pegase, de algún modo, antes de que él hubiera abierto la puerta. Cayó de rodillas, la puerta de acero contra la espalda; las cuchillas de los rígidos pulgares de ella se le acercaron vibrando a los ojos.

—Cristo Jesús —dijo Molly, golpeándole el costado de la cabeza mientras ella se ponía de pie—. Eres un idiota… ¿Cómo se te ha ocurrido? ¿Cómo llegaste a abrir esas puertas, Case? ¿Case? ¿Estás bien? —Se inclinó sobre él.

—El chip —dijo Case, tratando de respirar. El dolor le empezaba en el pecho. Ella lo ayudó a levantarse y lo empujó hacia el interior del cubículo.

—¿Sobornaste a la encargada, arriba?

Case meneó la cabeza y cayó sobre la cama.

—Respira hondo. Cuenta. Uno, dos, tres, cuatro. Retenlo. Y ahora exhala. Cuenta.

Case se tocó el estómago.

—Me pateaste —logró decir.

—Tendría que haberte golpeado más bajo. Quiero estar sola. Meditando, ¿entiendes? —Se sentó junto a él—. Y me están dando información. —Señaló una pequeña pantalla empotrada en la pared, frente a la cama—. Wintermute me está contando acerca de Straylight.

—¿Dónde está la muñeca de carne?

—No hay ninguna. Este es el servicio especial más caro de todos. —Molly se puso de pie. Llevaba puestos los tejanos de cuero y una camisa suelta oscura—. Wintermute dice que mañana actuaremos.

—¿De qué se trataba todo aquello, lo del restaurante? ¿Por qué desapareciste?

—Case, si me hubiese quedado, podría haber matado a Riviera.

—¿Por qué?

—Por lo que hizo. El show.

—No lo entiendo.

—Esto costó mucho dinero —dijo ella, extendiendo la mano derecha como si sostuviese una fruta invisible. Las cinco cuchillas se deslizaron hacia afuera y luego se retrajeron suavemente—. Dinero para ir hasta Chiba, dinero para llegar a la operación, dinero para que te arreglen el sistema nervioso y tengas los reflejos necesarios para controlar el equipo… ¿Quieres saber cómo obtuve ese dinero, cuando estaba comenzando? Aquí. No aquí, pero en un lugar parecido, en el Ensanche. Al principio era una broma, porque una vez que te implantan el circuito recortado, parece dinero gratis. A veces te despiertas dolorida, pero nada más. Alquilar la mercancía, de eso se trata. Tú no estás presente, sea lo que sea lo que está pasando. La casa tiene el software para cualquier cosa que un cliente quiera pagar… —Hizo sonar los nudillos—. Muy bien, estaba ganando mi dinero. El problema era que el circuito recortado y los circuitos que me pusieron en la clínica de Chiba no eran compatibles. Entonces el trabajo empezó a doler, sangraba, y podía recordarlo… Pero no eran más que malos sueños, y no todos eran malos. —Sonrió—. Después empezó a ponerse raro. —Sacó los cigarrillos del bolsillo de Case y encendió uno—. Los de la casa se enteraron de lo que yo hacía con el dinero. Ya tenía las cuchillas colocadas, pero el acabado neuromotor significaría otros tres viajes. Todavía no me era posible dejar el trabajo de muñeca. —Inhaló y soltó una corriente de humo, seguida por tres anillos perfectos—. Entonces, el hijo de puta que manejaba el negocio consiguió que le hicieran un tipo de software especial. Berlín; ahí es donde se juega duro, ¿sabes? Un gran mercado para los vicios podridos, Berlín. Nunca supe quién fue el que escribió mi programa, pero estaba basado en todos los clásicos.

—¿Y sabían que tú te enterabas de todo? ¿Que mientras trabajabas, seguías consciente?

—No estaba consciente. Es como el ciberespacio, pero vacío. Plateado. Huele a lluvia… Puedes verte cuando tienes un orgasmo, es como una pequeña noval allá en el extremo del cielo. Pero yo estaba comenzando a recordar. Como los sueños, ¿entiendes? Y no me lo dijeron. Cambiaron el software y empezaron a alquilarme para los mercados especializados.

Parecía que hablase desde muy lejos.

—Y yo lo sabía, pero no dije nada. Necesitaba el dinero. Los sueños se hicieron cada vez peores, y yo me decía que por lo menos algunos no eran más que sueños; pero por ese entonces estaba segura de que el jefe tenía una clientela especial para mí. Nada es demasiado para Molly, dice el jefe, y me da un aumento. —Sacudió la cabeza—. El hijo de puta estaba cobrando ocho veces lo que me pagaba, y creía que yo no lo sabía.

—¿Y qué era lo que le permitía cobrar tanto?

—Pesadillas. Verdaderas. Una noche… una noche, yo acababa de volver de Chiba. —Dejó caer el cigarrillo, lo aplastó con el tacón del zapato, y se sentó, recostándose contra la pared—. Esa vez los cirujanos fueron muy adentro. Fue trabajoso. Deben de haber alterado el circuito recortado. Yo me desperté… Estaba con un cliente… —Hundió los dedos en el colchón de espuma—. Era un senador. Reconocí enseguida la cara gorda. Los dos estábamos cubiertos de sangre. Había alguien más. Ella estaba toda… —Tiró del colchón—. Muerta. Y el gordo hijo de puta decía «¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Todavía no hemos terminado».

Molly se echó a temblar.

—Entonces supongo que le di al senador lo que realmente quería, ¿sabes? —El temblor cesó. Soltó la goma espuma y se pasó los dedos por el cabello oscuro—. Los del negocio pusieron precio a mi cabeza. Tuve que esconderme durante un tiempo.

Case la miró fijamente.

—Por eso Riviera tocó un punto neurálgico anoche —dijo—. Supongo que quieren que yo lo odie todo lo posible, para que esté psicológicamente dispuesta a entrar detrás de él.

—¿Detrás de él?

—Él ya está allá. En Straylight. Por invitación de Lady 3Jane, toda esa mierda de la dedicatoria. Ella estaba en un palco privado, una especie de…

Case recordó el rostro que había visto.

—¿Vas a matarlo?

Ella sonrió. Fría.

—Sí, él va a morir. Pronto.

—Yo también tuve una visita —dijo él, y le contó acerca de la ventana, tropezando en las cosas que la figura de Zone había dicho de Linda. Ella asintió con la cabeza.

—Quizás quieren que tú también odies algo.

—Tal vez ya lo odio.

—Tal vez te odias a ti mismo, Case.

—¿Cómo estuvo? —preguntó Bruce, cuando Case subió al Honda.

—Pruébalo alguna vez —dijo Case, frotándose los ojos.

—Me es difícil verte como a uno de esos aficionados a las muñecas —dijo Cath, triste, poniéndose con el pulgar un dermo nuevo en el antebrazo.

—¿Podemos volver a casa ahora? —preguntó Bruce.

—Seguro. Déjame en Jules Verne, cerca de los bares.