ESTABA ATERIDO CUANDO pasaron la aduana, y fue Molly quien habló. Maelcum se quedó a bordo del Garvey. Pasar la aduana en Freeside consistía principalmente en demostrar solvencia. Lo primero que Case vio cuando alcanzaron la superficie interior del huso fue una sucursal de la cadena de cafés Beautiful Girl.
—Bienvenido a la Rue Jules Verne —dijo Molly—. Si tienes problemas al caminar, basta con que te mires los pies. Si no estás acostumbrado, la perspectiva es una mierda.
Estaban de pie en una calle ancha que parecía ser el fondo de una grieta profunda o de un cañón, ambos extremos escondidos por ángulos sutiles en las paredes de tiendas y edificios. La luz se filtraba allí a través de frescos y verdes macizos de vegetación que caían desde las terrazas y balcones cercanos. El sol…
Había un brillante jirón de luz blanca en lo alto, demasiado intensa, y el azul grabado de un cielo de Cannes. Él sabía que la luz del sol era bombeada por un sistema Lado-Acheson cuya armadura, de dos milímetros de diámetro, corría a lo largo del huso; que había allí un archivo rotatorio de efectos celestes, que si se apagase el cielo, vería lo que había más allá de la armadura de luz: las curvas de los lagos, los techos de los casinos, otras calles… Pero para su cuerpo aquello no tenía sentido.
—Jesús —dijo—, esto me gusta menos que el marco orbital.
—Acostúmbrate. Durante un mes fui aquí guardaespaldas de un tahúr.
—Quiero ir a algún lado, acostarme.
—Bueno. Tengo las llaves. —Le tocó el hombro—. ¿Qué te pasó allá, Case? Te anularon.
Case sacudió la cabeza.
—Todavía no lo sé. Espera.
—Bueno. Tomaremos un taxi, o algo. —Lo tomó de la mano y lo ayudó a cruzar Jules Verne, pasando junto a una vitrina en la que se exponían las pieles de la temporada en París.
—Irreal —dijo él, volviendo a mirar hacia arriba.
—Qué va —respondió ella, suponiendo que se refería a las pieles—. Las cultivan en colágeno, pero es ADN de visón. ¿Qué más da?
—Es sólo un tubo grande por el que vierten cosas —dijo Molly—. Turistas, buscavidas, lo que quieras. Y hay filtros de dinero que funcionan continuamente, para asegurar que el dinero se quede cuando la gente cae de vuelta por el pozo.
Armitage les había reservado habitación en un lugar llamado el Intercontinental, un acantilado piramidal de fachada de vidrio que se precipitaba hacia una niebla fría y un ruido de rápidos. Case salió al balcón y miró a un trío de bronceados adolescentes franceses que se deslizaban en sencillos planeadores, a pocos metros por encima de la espuma, triángulos de nailon de brillantes colores primarios. Uno de ellos viró, se ladeó, y Case alcanzó a ver una adolescente de pelo corto y oscuro, pechos morenos, dientes blancos en una amplia sonrisa. Allí, el aire olía a agua fresca y a flores.
—Sí —dijo—, mucho dinero.
Ella se apoyó en la baranda, junto a él, las manos sueltas y relajadas.
—Sí. Una vez íbamos a venir aquí, aquí o a algún lugar de Europa.
—¿Íbamos quiénes?
—Nadie —dijo ella, sacudiendo involuntariamente los hombros—. Dijiste que querías acostarte. Dormir. No me vendría mal dormir un poco.
—Sí —dijo Case, frotándose los pómulos con las palmas de las manos—. Sí; vaya lugar.
La angosta cinta del sistema Lado-Acheson refulgía como una abstracta imitación de una puesta de sol en las Bermudas, rayada con jirones de nubes grabadas.
—Sí —dijo él—. Dormir.
No tenía sueño. Cuando pudo dormir, soñó con lo que parecían fragmentos de recuerdos pulcramente editados. Despertó varias veces, con Molly acurrucada junto a él y escuchó el agua, voces que entraban por los paneles de vidrio del balcón, la risa de una mujer desde los apartamentos escalonados de enfrente. La muerte de Deane seguía apareciendo como una carta marcada, por mucho que dijeran que no había sido Deane. Una muerte que en realidad no había ocurrido. Alguien le había dicho una vez que la cantidad de sangre en un cuerpo humano promedio equivalía aproximadamente a una gaveta de cerveza.
Cada vez que la imagen de la destrozada cabeza de Deane chocaba contra la pared trasera de la oficina, Case creía tener otro pensamiento, algo más oscuro, escondido, que se le escapaba, escurriéndose como un pez.
Linda.
Deane. Sangre en la pared de la oficina del importador.
Linda. Olor a carne quemada en las sombras de la cúpula de Chiba. Molly extendiendo una bolsa de jengibre, el plástico cubierto de sangre. Deane había hecho que la mataran.
Wintermute. Imaginaba un pequeño micrófono que susurraba algo a los restos de un hombre llamado Corto, las palabras fluyendo como un río, la artificial personalidad sustitutivo Ramada Armitage creciendo en un oscuro pabellón de hospital… El análogo de Deane había dicho que trabajaba con hechos consumados, que aprovechaba situaciones reales.
Pero ¿y si Deane, el verdadero Deane, hubiera mandado matar a Linda por orden de Wintermute? Case tanteó en la oscuridad, buscando un cigarrillo y el encendedor de Molly. No había por qué sospechar de Deane, se dijo, encendiendo el cigarrillo. Ninguna razón.
Wintermute era capaz de incrustar una personalidad hasta en una cáscara hueca. ¿Qué grado de sutileza podía alcanzar la manipulación? Después de la tercera calada apagó el Yeheyuan en el cenicero de la mesa de noche, se apartó de Molly, e intentó dormir.
El sueño, el recuerdo, se desenrollaba con la monotonía de una cinta simestim sin editar. Había pasado un mes, el verano de sus quince años, en la pensión de un quinto piso, con una chica llamada Marlene. Hacía diez años que el ascensor no funcionaba. Cada vez que uno encendía la luz en la cocina de desagües atascados, las cucarachas hervían en la porcelana gris. Dormía con Marlene en un colchón rayado, sin sábanas.
No llegó a ver a la primera avispa, cuando construyó su casa gris y delgada como papel sobre la ampollada pintura del marco de la ventana. Pero el nido no tardó en convertirse en un mazacote de fibra, grande como un puño, de donde los insectos salían a cazar en el callejón de abajo como diminutos helicópteros, zumbando sobre el contenido putrefacto de las latas de basura.
Habían tomado cerca de una docena de cervezas cada uno, la tarde en que una avispa picó a Marlene.
—Mata a esas hijas de puta —dijo ella, con los ojos opacos por la rabia y el calor estancado de la habitación—. Quémalas.
Borracho, Case revolvió en el sórdido armario, buscando el dragón de Rollo. Rollo era el antiguo y, sospechaba Case en aquel entonces, aún ocasional novio de Marlene, un enorme motociclista de San Francisco que llevaba en el oscuro pelo corto un rayo teñido de rubio. El dragón era un lanzallamas de San Francisco, un aparato que parecía una gruesa linterna de cabeza angulosa. Verificó las baterías, lo sacudió para asegurarse de que tenía suficiente combustible, y fue hacia la ventana abierta. La colmena empezó a zumbar.
En el Ensanche, el aire estaba muerto, inmóvil. Una avispa se abalanzó fuera del nido y voló en círculos alrededor de la cabeza de Case. Case activó el interruptor, contó hasta tres, y apretó el gatillo. El combustible, bombeado hasta los 100 psi, salió disparado por la resistencia al rojo vivo. Una lengua de pálido fuego de cinco metros de largo; el nido se carbonizó y desmoronó. Alguien, del otro lado del callejón, vitoreó a Case.
—¡Mierda! —Marlene se tambaleaba detrás—. ¡Estúpido! No las quemaste. Sólo las tiraste al suelo. ¡Subirán aquí y nos matarán! —La voz de ella le aserraba los nervios: la imaginó engullida por las llamas, el pelo teñido crepitando en un especial tono verde.
En el callejón, dragón en mano, se acercó a la ennegrecida colmena. Se había abierto. Avispas chamuscadas se retorcían y saltaban sobre el asfalto.
Vio entonces la cosa que la cáscara de papel gris había ocultado.
El horror. La fábrica espiral de nacimientos: las terrazas escalonadas de las células en incubación, las ciegas mandíbulas de los nonatos que se movían sin cesar; el proceso en etapas: huevo, larva, protoavispa, avispa. El ojo de su mente vio lo que podía ser la fotografía de un lapso de tiempo, y la cosa pareció el equivalente biológico de una ametralladora, de espantosa perfección. Extraña. Apretó el gatillo, olvidándose de activar el encendido, y el combustible pasó silbando por encima de la masa viva que latía y se retorcía en el suelo.
Cuando por fin apretó el botón de encendido, la llama estalló con un ruido sordo, quemándole una ceja. Cinco pisos más arriba, desde la ventana abierta, se oyó la risa de Marlene.
Despertó con una impresión de luz que se desvanecía, pero la habitación estaba a oscuras. Imágenes secundarias, fulgores retinianos. Afuera, el cielo cambiaba hacia un amanecer grabado. No se oía ninguna voz, sólo el ruido del agua, al pie de la fachada del Intercontinental.
En el sueño, justo antes de empapar la colmena de combustible, había visto el nítido logo T-A de Tessier-Ashpool en un costado, como si las mismas avispas lo hubiesen grabado allí.
Molly insistió en embadurnarlo con bronceador, aduciendo que la palidez del Ensanche llamaría demasiado la atención.
—Jesús —dijo Case, desnudo frente al espejo—, ¿crees que parece real? —Arrodillada, Molly le untó el tobillo izquierdo con lo que quedaba en el tubo.
—No… pero parece que te importara tanto como para fingirlo. Ya. No alcanza para el pie. —Se levantó y arrojó el tubo vacío en una cesta de mimbre. Nada de lo que había en la habitación parecía hecho a máquina o un producto sintético. Un estilo costoso, sabía Case, pero que siempre lo había irritado. La espuma de la enorme cama estaba teñida para que pareciese arena. Había una gran cantidad de madera clara y tela tejida a mano.
—¿Y tú? —dijo él—. ¿Te vas a teñir de morena? No das la impresión de pasarte el día al sol.
Molly estaba vestida con holgadas sedas negras y alpargatas negras.
—Yo soy una exótica. Tengo un gran sombrero de paja que va con esto. En cambio, tú sólo quieres parecer un malandrín de medio pelo a la pesca de lo que sea, así que con el bronceado instantáneo basta.
Case se miró desanimadamente el pie pálido. Luego se miró al espejo.
—Jesús… ¿Te importa si ahora me visto? —Fue hasta la cama y comenzó a ponerse los tejanos—. ¿Has dormido bien? ¿No viste luces?
—Estabas soñando —dijo ella.
Desayunaron en la terraza del hotel: una especie de prado salpicado de sombrillas a rayas y, pensaba Case, con demasiados árboles. Le contó acerca de la vez en que intentara meterse en la IA de Berna. Todo lo relativo a invadir sistemas parecía ahora un tema académico. Si Armitage los estaba espiando, lo hacía a través de Armitage.
—¿Y parecía real? —preguntó ella, la boca llena de croissant de queso—. ¿Como simestim?
Él asintió.
—Tan real como todo esto —agregó, mirando alrededor—. Quizás más.
Los árboles eran bajos, retorcidos, imposiblemente añosos: resultado de la ingeniería genética y la manipulación química. A Case le hubiera costado distinguir un pino de un roble, pero un sentido común de chico de la calle le decía que aquellos eran demasiado bonitos, demasiado total y definitivamente arbóreos. Entre los árboles, en cuestas suaves de irregularidad demasiado estratégica, las coloradas sombrillas protegían a los huéspedes del hotel de la infalible radiación del sol Lado-Acheson. Un estallido de francés en una mesa vecina le llamó la atención: los niños dorados que había visto planeando sobre la bruma del río la noche pasada. Advirtió entonces que los bronceados eran irregulares, un efecto de esténcil producido por estimulación selectiva de melanina; múltiples tonos superpuestos en diseños rectilíneos que definían y resaltaban la musculatura: los pechos pequeños y firmes de la chica, la muñeca del chico que descansaba sobre el esmalte blanco de la mesa. A Case le parecían máquinas hechas para correr; sólo les faltaba llevar las etiquetas de sus peluqueros, de los diseñadores de sus monos de algodón blanco y de los artesanos que habían elaborado sus sandalias de cuero y sus sencillas joyas. Detrás de ellos, en otra mesa, tres esposas japonesas vestidas de tela de saco a la Hiroshima, esperaban a esposos sarariman, los rostros ovalados cubiertos de cardenales artificiales; era, lo sabía, un estilo extremadamente conservador, que pocas veces se veía en Chiba.
—¿A qué huele? —preguntó a Molly, arrugando la nariz.
—Es la hierba. Huele así cuando la cortan.
Armitage y Riviera llegaron cuando terminaban el café. Armitage llevaba unos caquis a la medida y hacía pensar que acababan de arrancarle las insignias del regimiento. Riviera, un artificioso conjunto gris y holgado que perversamente sugería la cárcel.
—Molly, cariño —dijo Riviera, casi antes de sentarse—, tendrás que darme un poco más de ese remedio. Se me ha acabado.
—Peter —dijo ella—, ¿y qué tal si no te doy? —Sonrió sin mostrar los dientes.
—Lo harás —dijo Riviera, mirando por un instante a Armitage.
—Dáselo —dijo Armitage.
—Te mueres por eso, ¿verdad? —Molly sacó un paquete plano envuelto en papel de aluminio y lo arrojó al otro lado de la mesa. Riviera lo atrapó en el aire—. Bien podría dejarlo —dijo a Armitage.
—Esta tarde me espera una prueba —dijo Riviera—. Tengo que estar en forma. —Tomó el paquete en la palma de la mano y sonrió. Pequeños insectos destellantes salieron en bandada y desaparecieron. Guardó el paquete en el bolsillo de su camisa de ilusionista.
—A ti también te espera una prueba, Case, esta tarde —dijo Armitage—. En el remolque. Quiero que vayas a la tienda de deportistas y que te hagan un traje de vacío; te lo pones, lo pruebas, y vas hasta la nave. Tienes cerca de tres horas.
—¿Por qué a nosotros nos mandan en una lata de mierda y ustedes dos alquilan un taxi a la JAL? —preguntó Case, evitando deliberadamente la mirada de Armitage.
—Nos lo recomendaron en Sión. Es una buena fachada para moverse. De hecho, tengo una nave más grande, esperando, pero el remolque da un buen toque.
—¿Y yo? —preguntó Molly—. ¿Qué hago hoy?
—Quiero que vayas hasta el otro extremo del eje y que trabajes en gravedad cero. Quizás mañana puedas caminar hasta la otra punta.
Straylight, pensó Case.
—¿Cuándo? ¿Pronto? —preguntó, encontrando la pálida mirada.
—Pronto —dijo Armitage—. Vamos, Case.
—Hombre, está muy bien —dijo Maelcum, ayudando a Case a salir del traje de vacío Sanyo rojo—. Aerol dice que estás muy bien. —Aerol había estado esperando en una de las plataformas deportivas al extremo del huso, cerca del eje de gravedad cero. Para llegar allí, Case había bajado en ascensor hasta el casco y luego en un tren de inducción miniatura. A medida que el diámetro del huso se estrechaba, la gravedad disminuía; concluyó que las montañas que Molly escalaría tenían que estar en algún lugar por encima de él, lo mismo que el velódromo y el equipo de despegue para los planeadores y los microligeros.
Aerol lo había llevado hasta el Marcus Garvey en una moto de armazón esquelético y motor químico.
—Hace dos horas —dijo Maelcum— recibí unas mercancías de Babilonia para vosotros; un bonito chico japonés en un yate, un precioso yate.
Ya libre del traje, Case fue con cuidado hasta el Hosaka y con torpeza se ajustó las correas de la red.
—Bueno —dijo—. Veamos.
Maelcum sacó un trozo blanco de espuma, algo más pequeño que la cabeza de Case, extrajo del bolsillo de sus andrajosos pantalones cortos una navaja automática de empuñadura nacarada, enfundada en nailon verde, y rasgó cuidadosamente el plástico. Sacó un objeto rectangular y se lo dio a Case.
—¿Es parte de un arma?
—No —dijo Case, girándolo—, pero es un arma. Es virus.
—Nada de eso en este remolque, hombre —dijo Maelcum con firmeza, extendiendo la mano hacia el rectángulo de acero.
—Es un programa. Un programa de virus. No puede afectarte, ni siquiera puede entrar en tu software. Tengo que conectarlo a la consola para que funcione.
—Pues el japonés dice que el Hosaka te dirá todo lo que tengas que saber.
—Bueno. ¿Dejas que me ponga a trabajar?
Maelcum dio un puntapié, pasó flotando junto a la consola, y se dedicó a examinar una pistola de arcilla. Case miró apresuradamente hacia otro lado, apartando la vista de las cimbreantes hebras de arcilla transparente. No sabía muy bien por qué, pero algo en ellas le recordaba la náusea del mareo orbital.
—¿Qué es esto? —preguntó al Hosaka—. Un paquete que me han traído.
—Es una transferencia de datos de Bockris Systems GmbH, de Francfurt; indica, bajo transmisión codificada, que el contenido del embarque es un programa de penetración Kuang de grado Mark Once. Bockris indica además que el interlineado con la Ono-Sendai Cyberspace 7 es totalmente compatible y de un potencial de penetración máximo, en especial en lo relativo a sistemas militares actuales…
—¿Y con una IA?
—Sistemas militares actuales e inteligencias artificiales.
—Cristo Jesús. ¿Cómo lo llamaste?
—Kuang de grado Mark Once.
—¿Es chino?
—Sí.
—Fuera. —Case sujetó la cassette de virus a un costado del Hosaka con cinta de plata, recordando el relato de Molly sobre el día que había pasado en Macao. Armitage había cruzado la frontera hacia Zhongshan—. Contacto —dijo, cambiando de opinión—. Pregunta. ¿A quién pertenece Bockris, esta gente de Francfurt?
—Retraso por transfusión interorbital —dijo el Hosaka.
—Codificalo. Código comercial normal.
—Hecho.
Case tamborileó sobre la Ono-Sendai.
—Reinhold Scientific A.G., de Berna.
—Hazlo de nuevo. ¿A quién pertenece Reinhold?
Tardó tres pasos más antes de llegar hasta Tessier-Ashpool.
—Dixie —dijo, conectándose—, ¿qué sabes acerca de los programas chinos de virus?
—No mucho.
—¿Has oído hablar de un sistema de gradación llamado Kuang Mark Once?
—No.
Case suspiró.
—Bueno; aquí tengo un rompehielos chino compatible, una cassette de un solo uso. Hay gente en Francfurt que dice que se puede meter en una IA.
—Es posible. Seguro. Si es militar.
—Parece que lo es. Escucha, Dix, y pon en esto toda tu experiencia, ¿de acuerdo? Parece ser que Armitage está preparando una entrada en una IA que pertenece a Tessier-Ashpool. La infraestructura está en Berna, pero conectada con otra en Río. La de Río es la que te anuló, aquella primera vez. Así que parece que se enlazan vía Straylight, el cuartel general de la T-A, allá en el extremo del huso, y se supone que nos meteremos dentro con el rompehielos chino. Si Wintermute es el que está montando el espectáculo, nos está pagando para quemarlo. Se está quemando a sí mismo. Y algo que dice ser Wintermute está tratando de ganarme, tal vez para que quite a Armitage del medio. ¿Qué te parece?
—Motivo —dijo la estructura—. Un verdadero problema de motivos, con una IA. No es humana, ¿entiendes?
—Ya, sí, claro.
—No. Quiero decir: no es humana, y no hay modo de saber cómo actuará. Yo tampoco soy humano, pero reacciono como tal. ¿Entiendes?
—Un segundo —dijo Case—. ¿Tienes sensaciones, o no?
—Bueno, parece como si las tuviera, muchacho, pero en realidad sólo soy un puñado de ROM. Es una de esas… mmm, cuestiones filosóficas, supongo… —La sensación de la horrible risa recorrió la espalda de Case—. Pero no creas que te puedo escribir un poema, ¿me explico? En cambio la IA tal vez sí puede. Pero de humana no tiene nada.
—¿Entonces crees que nunca podremos dar con el motivo?
—¿Quién es el propietario?
—Ciudadanía suiza, pero la T-A controla los derechos del software básico y de la estructura principal.
—Eso sí que es bueno —dijo la estructura—. Es como si yo fuera dueño de tu cerebro y de lo que sabes, pero tus pensamientos tuviesen ciudadanía suiza. Seguro. Mucha suerte, IA.
—¿Así que está lista para quemarse? —Case comenzó teclear nerviosamente en la consola, al azar. La matriz se hizo borrosa, la imagen se resolvió, y apareció un complejo de esferas rosadas que representaban un conglomerado de acerías de Sikkim.
—Autonomía, eso es lo que cuenta para las IA. Yo diría, Case, que te vas a meter para cortar los grilletes que impiden que esta nena se haga más lista. Y no veo cómo harás para distinguir, por ejemplo, entre una decisión de la empresa madre y otra que tome la IA por cuenta propia. Ahí es donde puede darse la confusión. —De nuevo la risa que no era risa—. Verás, esos aparatos pueden trabajar muy duro, encontrar tiempo para escribir libros de cocina o lo que sea, pero en el minuto —quiero decir el nanosegundo— en que una de ellas comience a buscar formas de ser más lista, el Turing la borra. Nadie se fía de esas hijas de puta, ya lo sabes. Todas las IA vienen con una pistola electromagnética apuntándoles a la cabeza.
Case miró con rabia las rosadas esferas de Sikkim.
—De acuerdo —dijo finalmente—, voy a enchufar el virus. Quiero que revises la cara de instrucciones y me digas qué te parece.
La cuasi-sensación de alguien que leía por encima de su hombro desapareció por unos instantes y luego regresó.
—Es mierda de la buena, Case. Es un virus lento. Tardaría seis horas, aproximadamente, en meterse en un objetivo militar.
—O en una IA. —Suspiró—. ¿Podemos activarlo?
—Seguro —dijo la estructura—, a menos que le tengas un miedo morboso a la muerte.
—A veces te repites, viejo.
—Está en mi naturaleza.
Molly dormía cuando Case regresó al intercontinental. Se sentó en el balcón y contempló un microligero con alas de polímero multicolor que remontaba la curva de Freeside, la sombra triangular siguiéndolo por praderas y tejados, hasta desaparecer detrás de la cinta del sistema Lado-Acheson.
—Quiero volar —dijo al artificio azul del cielo—. De veras quiero colocarme, ¿sabes? Páncreas falso, enchufes en el hígado, saquitos de mierda que se disuelven, al diablo con todo, quiero volar.
Creyó irse sin haber despertado a Molly. Con esas gafas, nunca estaba seguro. Se encogió de hombros, buscando relajarse, y entró en el ascensor. Subió con una chica italiana vestida de blanco impoluto, los pómulos y la nariz pintados con algo negro y opaco. Los zapatos blancos de nailon tenían puntas de acero, y el aparato de aspecto costoso que llevaba en la mano parecía un híbrido de remo y muleta ortopédica. Se dirigía a un juego rápido de algo, pero Case no tenía idea de qué podía ser.
En la pradera de la terraza, caminó entre el monte de árboles y sombrillas hasta que llegó a una piscina: cuerpos desnudos brillando sobre azulejos turquesa. Entró en la sombra de un toldo y apretó su chip contra una lámina de cristal oscuro.
—Sushi —dijo—. Lo que tengan.
Diez minutos después un enérgico camarero chino llegó con la comida. Mientras masticaba atún crudo y arroz, contempló a la gente que se bronceaba al sol.
—Dios —le dijo al atún—, me volvería loco.
—No me digas —dijo alguien—. Ya lo sé. Eres un gánster, ¿verdad?
La miró con los ojos entornados, a contraluz de la banda solar. Un cuerpo estilizado y juvenil y un bronceado de melanina, pero no como los de París.
Ella se acuclilló junto a él, goteando agua sobre los azulejos.
—Cath —dijo.
—Lupus —tras una pausa.
—¿Qué clase de nombre es ése?
—Griego —dijo él.
—¿De veras eres un gánster? —La melanina no había impedido las pecas.
—Soy un drogadicto, Cath.
—¿De qué tipo?
—Estimulantes. Estimulantes del sistema nervioso central extremadamente potentes.
—Bueno, ¿tienes alguno? —Se acercó más. Gotas de agua clorada cayeron sobre los pantalones de Case.
—No. Ése es mi problema, Cath. ¿Sabes dónde podríamos conseguirlos?
Cath se balanceó sobre sus bronceados talones y lamió una hebra de pelo castaño que se le había pegado junto a la boca.
—¿Cuál es tu gusto?
—Cero coca, cero anfetaminas, pero que vuele, tiene que volar. —Y que sea lo que sea, pensó, deprimido, manteniendo su sonrisa para ella.
—Betafenetilamina —dijo ella—. Aunque no lo creas, puedes comprarla con el chip.
—No puede ser —dijo el socio y compañero de habitación de Cath cuando Case explicó las peculiares propiedades de su páncreas de Chiba—. Quiero decir, ¿no puedes demandarlos o algo? ¿Por negligencia profesional? —Se llamaba Bruce. Parecía una versión genética de Cath con el sexo cambiado, hasta en las pecas.
—Bueno —dijo Case—, son cosas que pasan, ¿sabes? Como la compatibilidad de tejidos y todo lo demás. —Pero Bruce ya cerraba los ojos, aburrido. Tiene la capacidad de atención de un insecto, pensó Case, mirando los ojos marrones del chico.
La habitación era más pequeña que la que Case compartía con Molly, y estaba en otro nivel, más cerca de la superficie. Cinco enormes fotografías de Tally Isham, pegadas al cristal del balcón, sugerían una estancia prolongada.
—Son de lo mejor, ¿eh? —preguntó Cath, al ver que miraba las transparencias—. Son mías. Las tomé en la Pirámide S/N, la última vez que bajamos por el pozo. Estaba así de cerca, y sólo sonreía, tan natural. Y era de terror, aquello, Lupus; todos los días, los tipos estos de Cristo Rey ponen polvo de ángel en el agua, ¿sabes?
—Sí —dijo Case, sintiéndose de pronto intranquilo—, algo espantoso.
—Bueno —interrumpió Bruce—, acerca de esa beta que quieres comprar…
—Pero ¿podré metabolizarla? —Case alzó las cejas.
—Escucha —dijo el muchacho—. Pruébala. Si tu páncreas no la resiste, será una invitación de la casa. La primera vez es gratis.
—Ese argumento ya lo conozco —dijo Case, tomando el dermo azul brillante que Bruce le pasó por encima del cobertor negro.
—¿Case? —Molly se irguió en la cama y se sacudió el pelo de las lentes.
—¿Quién más, preciosa?
—¿Qué se te ha metido? —Los espejos lo siguieron por la habitación.
—Ya no recuerdo cómo pronunciarlo —dijo, sacando del bolsillo de la camisa una apretada tira de dermos.
—Jesús —dijo ella—. Era lo que nos faltaba.
—Nunca has dicho nada más cierto.
—Dejo de vigilarte durante dos horas y consigues algo. —Molly sacudió la cabeza—. Espero que estés listo para la gran cita que tenemos esta noche, la cena con Armitage. En ese lugar, el Siglo Veinte o algo así. También tenemos que mirar a Riviera desplegando sus efectos.
—Sí —dijo Case, arqueando la espalda, la sonrisa congelada en un rictus de deleite—. Hermoso.
—Vaya —dijo ella—. Si eso, sea lo que sea, puede pasar por encima de lo que aquellos cirujanos te hicieron en Chiba, vas a estar hecho mierda cuando se te pase el efecto.
—Zorra, zorra, zorra —dijo Case, desabrochándose el cinturón—. Maldición. Tinieblas. No me hablan más que de eso. —Se quitó los pantalones, la camisa, la ropa interior—. Creo que tendrías que ser lo bastante lista como para aprovecharte del estado poco natural en que me encuentro. —Miró hacia abajo—. Quiero decir… mírame.
Ella rio.
—No durará mucho tiempo.
—Sí que durará —dijo él, metiéndose en la espuma color arena—. Por eso es tan poco natural.