9

EL REMOLQUE MARCUS GARVEY, una cáscara de acero de nueve metros de longitud y dos de diámetro, crujía y se estremecía mientras Maelcum tecleaba el rumbo de navegación. Estirado en su red elástica de gravedad, Case contemplaba la musculosa espalda del sionita a través de una bruma de escopolamina. Había tomado la droga para evitar la náusea del mareo, pero los estimulantes que el fabricante incluía para contrarrestar el fármaco no actuaban sobre su alterado sistema.

—¿Cuánto tardaremos en llegar a Freeside? —preguntó Molly desde su red, junto al módulo de pilotaje de Maelcum.

—Ya falta poco, creo.

—¿Nunca pensáis en horas?

—Hermana, el tiempo es tiempo, ¿sabes? Da miedo —y sacudió sus rizos— en los controles, y yo y yo llegaremos a Freeside cuando yo y yo lleguemos…

—Case —dijo ella—, ¿habrás hecho algo para entrar en contacto con nuestro amigo de Berna? Lo digo por todo el tiempo que pasaste en Sión, enchufado y moviendo los labios.

—Con el amigo —dijo Case—, ya. No. No lo hice. Pero tengo un cuento parecido, que pasó en Estambul. —Le contó lo de los teléfonos en el Hilton.

—Jesús —dijo ella—. Se nos fue una oportunidad. ¿Por qué colgaste?

—Podría haber sido cualquiera —mintió él—. Sólo un chip… No sé… —Se encogió de hombros.

—No sólo porque tuvieras miedo, ¿eh?

Case volvió a encogerse de hombros.

—Hazlo ahora.

—¿Qué?

—Ahora. De todos modos, coméntalo con el Flatline.

—Estoy dopado —protestó, pero extendió la mano hacia los trodos. La consola y el Hosaka habían sido instalados detrás del módulo de Maelcum, junto a un monitor Cray de muy alta resolución.

Ajustó los trodos. El Marcus Garvey había sido armado alrededor de un antiguo y enorme limpiador de aire ruso, un aparato rectangular pintado con símbolos rastafaris, Leones de Sión y Cruceros de la Estrella Negra, los rojos y los verdes cubriendo elocuentes autoadhesivos en cirílico. Alguien había pintado el equipo de pilotaje de Maelcum con un aerosol rosado, caliente y tropical, y había raspado el exceso de pintura de las pantallas y los monitores con una navaja. Las juntas que sellaban la esclusa de aire estaban adornadas con burbujas semirrígidas y con cintas de arcilla traslúcida, como hebras de algas artificiales. Case miró por encima del hombro de Maelcum hacia la pantalla central y vio la imagen del acoplamiento: la trayectoria del remolque era una línea de puntos rojos, y Freeside un círculo verde y segmentado. Observó cómo la línea se extendía y generaba un nuevo punto.

Conectó.

—¿Dixie?

—Sí.

—¿Has intentado alguna vez meterte en una IA?

—Seguro. Fue cuando me anularon. La primera vez. Estaba jugando, trabajando a lo loco, cerca del sector comercial pesado de Río. Negocios de los grandes, multinacionales, el gobierno brasileño iluminado como un árbol de Navidad. Sólo jugaba, ¿sabes? Y entonces empecé a conectar con un cubo que estaba tal vez a tres niveles por encima. Subí y traté de entrar.

—¿A qué se parecía la imagen?

—A un cubo blanco.

—¿Cómo sabías que era una IA?

—¿Que cómo lo supe? ¡Jesús! Nunca había visto hielo tan denso. ¿Qué más podía ser? Los militares de allá no tienen nada parecido. De todos modos, me salí y le dije a mi ordenador que lo investigara.

—¿Y?

—Estaba en el Registro Turing. IA. La estructura en Río era de una compañía franchuta.

Case se mordió el labio y miró hacia afuera, por encima de las plataformas del Centro de Fisión de la Costa Este, hacia el infinito vacío neuroelectrónico de la matriz.

—¿Tessier-Ashpool, Dixie?

—Sí, Tessier.

—¿Y regresaste?

—Claro. Estaba enloquecido. Decidí tratar de cortarlo. Llegué a los primeros estratos y allí me quedé. Mi aprendiz sintió el olor a piel achicharrada y me sacó los trodos. Una mierda, ese hielo.

—¿Y tu electroencefalograma quedó plano?

—Bueno, así es como nacen las leyendas, ¿verdad?

Case desconectó.

—Mierda —dijo—. ¿Cómo crees que Dixie quedó anulado, eh? Tratando de meterse en una IA. Estupendo…

—Sigue —dijo Molly—. Se supone que juntos sois dinamita, ¿verdad?

—Dix —dijo Case—, quiero echarle un vistazo a una IA en Berna. ¿Se te ocurre alguna razón para no hacerlo?

—A menos que tengas un miedo morboso a la muerte, no, ninguna.

Case tecleó las coordenadas del sector bancario suizo, sintiendo una ola de euforia a medida que el ciberespacio temblaba, se desdibujaba, se solidificaba. El Centro de Fisión de la Costa Este desapareció para dejar paso a la fría y geométrica complejidad del sistema bancario comercial de Zurich. Volvió a teclear, buscando Berna.

—Sube —dijo la estructura—. Tiene que estar más arriba.

Ascendieron por reticulados de luz en un parpadeo de niveles. Un destello azul.

Tiene que ser eso, pensó Case.

Wintermute era un sencillo cubo de luz blanca; sencillez que sugería una complejidad extrema.

—No parece gran cosa, ¿verdad? —dijo el Flatline—. Pero intenta tocarla.

—Voy a intentar meterme, Dixie.

—Adelante.

Case tecleó hasta que estuvo a cuatro puntos de retícula del cubo. La ciega fachada, ahora enorme frente a él, comenzó a moverse con tenues sombras interiores, como si mil bailarines giraran detrás de una vasta lámina de vidrio escarchado.

—Sabe que estamos aquí —apuntó el Flatline.

Case volvió a teclear, una vez: saltaron un punto reticular hacia adelante.

Un círculo gris y punteado apareció sobre la cara del cubo.

—Dixie…

—Vuelve, rápido.

El área gris se hinchó suavemente, se convirtió en una esfera y se separó del cubo.

Case sintió como un pinchazo en la palma de la mano cuando pulsó con violencia RETROCESO MÁXIMO. La matriz se alejó borroneándose: cayeron por un pozo crepuscular de bancos suizos. Ahora la esfera era más oscura, acercándose o bajando.

—Desconecta —dijo el Flatline.

La oscuridad cayó como un martillo.

Hielo y un olor a acero frío le acariciaron la espina dorsal.

Y caras que se asomaban desde una jungla de neón, marineros y buscavidas y putas, bajo un envenenado cielo de plata…

—Oye, Case, dime qué mierda te está pasando; ¿te has vuelto loco, o qué?

Un pulso regular de dolor le bajaba ahora por la espina dorsal.

La lluvia lo despertó, una llovizna lenta; tenía los pies enredados en espirales de fibra óptica desechada. El mar de sonido de la vídeo galería caía sobre él, retrocedía, regresaba. Rodando hacia un lado se incorporó y se sostuvo la cabeza.

Una luz que salía de una compuerta de servicio en la trastienda de la vídeo galería revelaba trozos rotos de madera húmeda y la carcasa goteante de una abandonada consola de juegos. Unos estilizados caracteres en japonés cubrían el costado de la consola en descoloridos rosas y amarillos.

Miró hacia arriba y vio una tiznada ventana de plástico, un débil resplandor fluorescente.

Le dolía la espalda, la columna.

Se puso de pie; se quitó el pelo mojado de los ojos.

Algo había ocurrido…

Se revisó los bolsillos en busca de dinero, no encontró nada, y tembló. ¿Dónde estaba su chaqueta? Miró detrás de la consola, pero enseguida renunció a encontrarla.

En Ninsei, midió las dimensiones de la muchedumbre. Viernes. Tenía que ser un viernes. Tal vez Linda estuviese en la vídeo galería. Tal vez tuviese dinero, o al menos cigarrillos… Tosiendo, chorreando lluvia de la pechera de la camisa, se abrió paso entre la multitud hacia la entrada.

Los hologramas se retorcían y temblaban con el rugir de los juegos; fantasmas solapados en la abigarrada bruma del local, olor a sudor y tensión aburrida. Un marinero de camiseta blanca destruyó Bonn en una consola de Guerra de Tanques: un destello azul.

Ella estaba jugando al Castillo Embrujado, abstraída, los ojos grises delineados con lápiz negro corrido.

Levantó la mirada cuando él le puso un brazo sobre los hombros.

—Vaya, ¿cómo estás? Te ves mojado.

La besó.

—Me has hecho perder el juego —dijo ella—. Mira eso, imbécil. En la Mazmorra del séptimo nivel y los vampiros me atrapan. —Le pasó un cigarrillo—. Te ves muy tenso. ¿Dónde has estado?

—No lo sé.

—¿Estás volado, Case? ¿Bebiendo otra vez? ¿Comiendo dextroanfetas de Zone?

—Quizás… ¿Cuánto tiempo hace que no me ves?

—Ey, estás bromeando, ¿verdad? —lo miró interrogativamente—. ¿Verdad?

—No, creo que se me fundieron los plomos. Yo… eh, desperté en el callejón.

—Tal vez alguien te atracó, cariño. ¿Llevas aún contigo el fajo de billetes?

Case sacudió la cabeza.

—Otra vez en las mismas. ¿Tienes dónde dormir, Case?

—Supongo.

—Entonces vamos. —Lo tomó de la mano—. Vamos a buscarte un café y algo de comer. Te llevaré a casa. Me alegra verte, muchacho. —Le apretó la mano.

Él sonrió.

Algo se quebró.

Algo se movió en el centro de las cosas. La galería se inmovilizó y vibró…

Ella ya había desaparecido. El peso de los recuerdos le cayó entonces encima, todo un cuerpo de conocimientos que se le introducía en la cabeza como un microsoft en un zócalo. Había desaparecido. Sintió un olor a carne quemada.

El marinero de la camiseta blanca había desaparecido también. La vídeo galería estaba vacía, en silencio. Case se volvió poco a poco, encorvando los hombros, mostrando los dientes, las manos involuntariamente cerradas. Vacía. Un papel de caramelo, amarillo y arrugado, se balanceaba al borde de una consola; cayó al suelo entre colillas pisoteadas y vasos de plástico.

—Tenía un cigarrillo —dijo mirándose los blancos nudillos del puño—. Tenía un cigarrillo y una chica y un sitio para dormir. ¿Me oyes, hijo de puta? ¿Me oyes?

Unos ecos viajaron bajo la bóveda de la galería, desvaneciéndose en corredores de consolas.

Salió a la calle. Había dejado de llover.

Ninsei estaba desierto.

Los hologramas titilaban, el neón danzaba. Sintió un olor a verdura hervida: el carrito de un vendedor ambulante al otro lado de la calle. Encontró en el suelo un paquete de Yeheyuan sin abrir, junto a una caja de cerillas. JULIUS DEANE IMPORT EXPORT. Contempló el logo impreso y la traducción al japonés.

—De acuerdo —dijo, recogiendo las cerillas y abriendo el paquete de cigarrillos—. Te oigo.

Subió con calma las escaleras del despacho de Deane. No hay prisa, se dijo, no hay apuro. La deformada cara del reloj Dalí todavía daba la hora equivocada. Había polvo sobre la mesa Kandinsky y en las estanterías neoaztecas. Una pared de contenedores de fibra de vidrio blanca llenaba la habitación con un olor a jengibre.

—¿La puerta está cerrada? —Case esperó en vano una respuesta. Se acercó a la puerta y trató de abrirla—. ¿Julie?

La lámpara de bronce de pantalla verde arrojaba un círculo de luz sobre el escritorio de Deane. Case miró las entrañas de una arcaica máquina de escribir, cassettes, papeles arrugados, pegajosas bolsas plásticas de muestras de jengibre.

Allí no había nadie.

Bordeó el voluminoso escritorio de acero y apartó la silla de Deane. Encontró el arma en una deteriorada funda de cuero sujeta debajo de la tapa del escritorio con cinta plateada; era una antigüedad, una Magnum 357 de cañón y guardamontes recortados.

El mango había sido agrandado con capas de cinta aislante. La cinta estaba vieja, marrón con una reluciente pátina de polvo. Extrajo el cilindro y examinó los seis proyectiles. Eran de carga manual. El plomo liso brillaba aún inmaculado.

Con el revólver en la mano derecha, Case pasó junto al gabinete a la izquierda del escritorio y se quedó en el centro del desordenado despacho, fuera del área de luz.

—Supongo que no tengo prisa. Supongo que es tu espectáculo. Pero toda esta mierda, ¿sabes?, se está haciendo un poco… vieja. —Levantó el arma con ambas manos, apuntando al centro del escritorio, y apretó el gatillo.

El culatazo casi le rompió la muñeca. El destello del cañón iluminó el despacho como una bombilla de flash. Bala explosiva. Azida. Volvió a levantar el arma.

—No tienes por qué hacer eso, hijo —dijo Julie, saliendo de las sombras. Llevaba un terno espigado de seda, una camisa a rayas y una pajarita. Las gafas le brillaban con la luz.

Case giró el arma apuntando al rosado rostro sin edad de Deane.

—No lo hagas —dijo Deane—. Tienes razón. Acerca de todo esto. De lo que soy. Pero hay que tener en cuenta cierta lógica interna. Si la usas, verás un montón de sangre y sesos, y yo tardaré varias horas de tu tiempo subjetivo en armar otro portavoz. No es fácil mantener este montaje. Ah, y lamento lo de Linda, en la vídeo galería. Esperaba hablar a través de ella, pero saco todo esto de tus recuerdos, y la carga emocional… Bueno, tiene sus complicaciones. Fue un desliz. Lo siento.

Case bajó el arma.

—Esto es la matriz. Tú eres Wintermute.

—Sí. Todo está llegando a ti por cortesía de la unidad de simestim conectada a tu consola, naturalmente. Me alegra haber podido interrumpirte antes de que tú desconectaras. —Deane se movió alrededor del escritorio, enderezó la silla, y se sentó—. Siéntate, hijo. Tenemos mucho de qué hablar.

—¿De veras?

—Claro que sí. Desde hace tiempo. Yo estaba listo cuando te contacté por teléfono en Estambul. El tiempo es muy escaso ahora. Estarás activando tu programa en cuestión de días, Case. —Deane tomó un bombón, le quitó el papel cuadriculado, y se lo metió en la boca—. Siéntate —dijo con la boca llena.

Case se sentó en la silla giratoria frente al escritorio sin apartar la mirada de Deane, sin dejar el arma, apoyándola en el muslo.

—Bien —dijo Deane con entusiasmo—, el orden del día. Tú te preguntas qué es Wintermute. ¿No es así?

—Más o menos.

—Una inteligencia artificial, pero eso ya lo sabes. Tu error, y es un error muy lógico, está en confundir la infraestructura de Wintermute, Berna, con la entidad Wintermute. —Deane chupó el bombón ruidosamente—. Ya estás al tanto de la otra IA, en la cadena de la Tessier-Ashpool, ¿no? Río. Yo, hasta donde pueda decirse que tengo un «yo», y esto se pone bastante metafisico, como ves, yo soy el que arregla cosas para Armitage. O Corto, quien, dicho sea de paso, es sumamente inestable. Estable —dijo Deane, al tiempo que sacaba un ornamentado reloj de oro de un bolsillo del chaleco y abría la tapa— durante un día o dos.

—Lo que dices tiene tanto sentido como todo lo demás en este endiablado asunto —dijo Case, frotándose las sienes con la mano libre—. Si eres tan fabulosamente listo…

—¿Por qué no soy rico? —Deane se echó a reír y casi se atraganto con el bombón—. Bueno, Case, todo lo que puedo decir, y de verdad no tengo muchas respuestas, es que lo que tú te imaginas como Wintermute no es más que parte de otra cosa, una, como diríamos, entidad potencial. Digamos que soy sólo un aspecto del cerebro de esa entidad. Sería como tratar, según tu punto de vista, con un hombre al que le han seccionado los lóbulos. Digamos que estás hablando con una pequeña porción de un hemisferio cerebral izquierdo. Es difícil decir que estés hablando realmente con un hombre. —Deane sonrió.

—¿Es cierta la historia de Corto? ¿Llegaste a él a través de un microordenador en aquel hospital francés?

—Sí. Y yo armé el archivo al que accediste en Londres. Trato de planificar, en tu concepción del término, pero no es lo que me importa, de verdad. Yo improviso. Es mi mayor talento. Prefiero las situaciones a los planes, ¿sabes?… En verdad he tenido que arreglármelas con hechos consumados. Puedo ordenar una gran cantidad de información, ordenarla muy rápidamente. Ha tomado mucho tiempo organizar el equipo del que eres parte. Corto fue el primero, y casi no lo consigue. Ya estaba casi perdido, en Toulon. Comer, excretar, y masturbarse era lo máximo que llegaba a hacer. Pero la estructura de obsesiones subyacente estaba ahí: Puño Estridente, la traición, las audiencias en el Congreso.

—¿Sigue loco?

—No llega a constituir una personalidad. —Deane sonrió—. Seguro que tú te has dado cuenta. Pero Corto está todavía ahí, allí, en algún lugar, y yo no puedo seguir manteniendo ese delicado equilibrio. Se va a caer a pedazos delante de ti, Case. Así que cuento contigo…

—Qué bien, hijo de puta —dijo Case, y le disparó a la boca con la 357.

Había estado en lo cierto con respecto a los sesos. Y la sangre.

—Hombre —estaba diciendo Maekum—, esto no me gusta nada.

—Está todo bien —dijo Molly—. No te preocupes. Son cosas que ellos hacen, nada más. No estaba muerto, y fue sólo por unos pocos segundos.

—Yo vi la pantalla, el EEG decía muerto. No se movía nada, cuarenta segundos.

—Bueno, está bien ahora.

—El EEG liso como una correa —protestó Maelcum.