8

ARCHIPIÉLAGO.

Las islas, Toro, huso, racimo, ADN humano esparciéndose desde el empinado pozo de la gravedad como un derrame de petróleo.

Pides un gráfico en pantalla que simplifica groseramente el intercambio de información en el archipiélago L-5. Un segmento aparece como un rectángulo apretado y rojo que domina tu pantalla.

Freeside. Freeside es muchas cosas, no todas evidentes para los turistas que suben y bajan por el pozo. Freeside es burdel y centro bancario, cúpula de placer y puerto libre, ciudad fronteriza y balneario termal. Freeside es Las Vegas y los jardines colgantes de Babilonia, una Ginebra en órbita, y el hogar de una familia cerrada y muy cuidadosamente refinada, el clan industrial de Tessier y Ashpool.

En el vuelo de la THY a París, se sentaron juntos en la primera clase, Molly en el asiento de la ventanilla, Case junto a ella, Riviera y Armitage en los centrales. Una vez, cuando el avión volaba sobre el agua, Case vio el fulgor enjoyado de un pueblo en una isla griega. Y una vez, cuando alzaba el vaso, atisbó el destello de algo que parecía un gigantesco espermatozoide en las profundidades de un bourbon con agua.

Molly se inclinó por encima de él y le dio una bofetada a Riviera.

—No, cariño. Nada de juegos. Si juegas a esa mierda subliminal cerca de mí te haré daño de verdad. Puedo hacerlo sin estropearte. Me gusta hacerlo.

Case se volvió automáticamente para verificar la reacción de Armitage. El rostro liso estaba sereno, los ojos azules atentos, pero no había furia.

—Tiene razón, Peter. No lo hagas.

Case se volvió otra vez, a tiempo para advertir el brevísimo destello de una rosa negra de pétalos lustrosos como cuero, el tallo negro y espinoso en cromo brillante.

Peter Riviera sonrió con dulzura, cerró los ojos, y se quedó dormido.

Molly le dio la espalda; las lentes se le reflejaron en la ventana oscura.

—Has estado arriba, ¿verdad? —preguntó Molly cuando Case se acomodaba de nuevo en el profundo sillón de espuma del transbordador.

—No. Nunca viajo mucho; sólo por negocios. —El comisario le estaba ajustando trodos de lectura en la muñeca y el oído izquierdo.

—Espero que no pesques un mareo —dijo Molly.

—¿Volando? Qué va.

—No es lo mismo. A cero-g tu corazón latirá más rápido, y tu oído interno enloquecerá un rato. Tus reflejos de vuelo se excitarán, como si recibieras señales de que corras como un loco; y habrá mucha adrenalina. —El comisario se volvió hacia Riviera y sacó otro juego de trodos del delantal de plástico rojo.

Case volvió la cabeza y trató de distinguir la silueta de las antiguas terminales de Orly, pero la plataforma del transbordador estaba escondida tras unos gráciles muros detectores, de hormigón húmedo. En el más cercano a la ventana había un eslogan árabe pintado con aerosol rojo.

Cerró los ojos y se dijo que el transbordador no era más que un avión grande, uno que volaba muy alto. Olía a avión, a ropa nueva, a chicle y a fatiga. Escuchó el hilo musical de melodías koto y esperó.

Veinte minutos, y la gravedad descendió sobre él como una mano grande y blanda con huesos de piedra antigua.

El síndrome de adaptación al espacio era peor de lo que Molly había dicho, pero se le pasó con rapidez y pudo dormir. El comisario lo despertó cuando se preparaban para acoplarse en la plataforma terminal de la JAL.

—¿Ahora hacemos el transbordo a Freeside? —preguntó, mirando una hebra de tabaco Yeheyuan que se le había desprendido grácilmente del bolsillo de la camisa y danzaba a diez centímetros de su nariz. No se podía fumar en los vuelos de transbordador.

—No; los planes del jefe tienen las rarezas de costumbre, ¿sabes? Vamos a tomar un taxi a Sión, al cúmulo de Sión. —Tocó la placa que soltaba el arnés y comenzó a liberarse del abrazo de la espuma—. Extraño sitio para escoger, si me lo preguntas.

—¿Por qué?

—Horrores. Rastas. La colonia tiene por lo menos unos treinta años.

—¿Qué significa eso?

—Ya lo verás. A mí me gusta el sitio. Además, allí te dejarán fumar tus cigarrillos.

Sión había sido fundada por cinco obreros que se habían negado a regresar; le dieron la espalda al pozo, y comenzaron a construir. Habían perdido bastante calcio y se les había encogido el corazón antes de que establecieran la gravedad rotacional en la sección central de la colonia. Visto desde la burbuja del taxi, el improvisado casco de Sión recordó a Case las chabolas de Estambul; iniciales de obreros y símbolos rastafaris pintados con láser manchaban las láminas de metal irregulares y descoloridas.

Molly y un flacucho sionita llamado Aerol ayudaron a Case a atravesar un corredor de caída libre que llevaba al núcleo de una sección más pequeña. Les había perdido la pista a Armitage y a Riviera tras un segundo ataque de vértigo.

—Por aquí —dijo Molly, ayudándolo a meter las piernas en una angosta escotilla del techo—. Agárrate de los peldaños. Haz como si estuvieses subiendo de espaldas, ¿ya? Estás yendo hacia el casco, y es como si estuvieras bajando hacia la gravedad, ¿entiendes?

A Case se le revolvió el estómago.

—Estarás bien, hombre —dijo Aerol, con la sonrisa enmarcada entre incisivos de oro.

De alguna forma, la salida se había convertido en el fondo del túnel. Case se abrazó a la débil gravedad como un náufrago que encuentra una balsa neumática.

—Arriba —dijo Molly—. ¿Ahora la vas a besar? —Case yacía extendido sobre el puente, boca abajo, los brazos abiertos. Algo le golpeó el hombro. Se dio la vuelta y vio un grueso rollo de cable elástico—. Tenemos que jugar a la dueña de casa —dijo ella—. Ayúdame con esto. —Case miró el espacio amplio y anónimo de alrededor y advirtió que había anillos de acero soldados en todas las superficies, aparentemente al azar.

Cuando hubieron enhebrado los cables de acuerdo con un complejo plan de Molly, les colgaron unas gastadas láminas de plástico amarillo. Mientras trabajaban, Case tuvo conciencia poco a poco de la música que palpitaba sin cesar en el cúmulo. Se llamaba dub, un sensual mosaico compuesto en los vastos archivos del pop digitalizado; eran plegarias, dijo Molly, y expresaban un sentimiento de comunidad. Case empujó una de las láminas amarillas; era liviana pero difícil de manejar. Sión olía a verdura cocida, a humanidad, y a ganja.

—Bien —dijo Armitage, deslizándose con soltura por la escotilla y asintiendo al ver el laberinto de láminas. Lo seguía Riviera, menos seguro de sí mismo en la gravedad parcial.

—¿Dónde estabas cuando te necesitábamos? —preguntó Case a Riviera.

El hombre abrió la boca para hablar. Una pequeña trucha nadó hacia afuera, arrastrando burbujas imposibles. Pasó rozando la mejilla de Case.

—En la cabeza —dijo Riviera, y sonrió.

Case se echó a reír.

—Está bien —dijo Riviera—, te puedes reír. Me habría gustado ayudaros pero soy muy torpe con las manos.

Extendió las manos, que se duplicaron de golpe; cuatro brazos, cuatro manos.

—Sólo el payaso inocente, ¿verdad, Riviera? —Molly se interpuso entre los dos.

—Eh… —llamó Aerol desde la escotilla—. Ven, sígueme, hombre.

—Es tu consola —dijo Armitage—, y el resto del equipo. Ayuda a entrarlo desde la cubierta de carga.

—Estás muy pálido, hombre —dijo Aerol, mientras llevaban la terminal Hosaka, forrada en espuma, por el corredor central—. Tal vez quieras comer algo.

A Case se le hizo agua la boca; sacudió la cabeza.

Armitage anunció una estancia de ochenta horas en Sión. Molly y Case practicarían, dijo, y se aclimatarían para trabajar en gravedad cero. Les informaría sobre Freeside y la Villa Straylight. No estaba claro lo que haría Riviera, pero Case no quiso preguntar. Pocas horas después de que llegaran, Armitage lo había enviado al laberinto amarillo a buscar a Riviera para ir a comer. Lo encontró acurrucado como un gato sobre un delgado colchón de espuma, desnudo, aparentemente dormido, con la cabeza envuelta en un halo giratorio de pequeñas formas geométricas blancas: cubos, esferas y pirámides.

—Eh, Riviera. —El anillo siguió girando. Case regresó para decírselo a Armitage—. Está volado —dijo Molly, levantando la vista de las piezas de la pistola de dardos—. Déjalo.

Armitage parecía pensar que la gravedad cero afectaría a Case cuando operara en la matriz.

—No se preocupe —contestó Case—. Me siento a trabajar y ya no estoy aquí. Es todo uno.

—Tus niveles de adrenalina han subido —dijo Armitage—. Y todavía estás un poco mareado. No podemos esperar a que se te pase. Aprenderás a trabajar con eso.

—¿Entonces activo el programa desde aquí?

—No. Practica, Case. Ahora. Allá en el corredor…

El ciberespacio, tal como lo mostraba la consola, no tenía ninguna relación con los alrededores del ordenador. Case se sentó a trabajar y abrió los ojos a la familiar configuración de la pirámide azteca de información en el Centro de Fisión de la Costa Este.

—¿Cómo te va, Dixie?

—Estoy muerto, Case. He pasado ya bastante tiempo en este Hosaka como para saberlo.

—¿Qué se siente?

—No se siente.

—¿Te molesta?

—Lo que me molesta es que nada me molesta.

—¿Cómo es eso?

—Tenía un amigo en el campo ruso, en Siberia. Se le había congelado el pulgar. Llegaron los médicos y se lo cortaron. Un mes después pasó toda la noche moviéndose en la cama. Elroy, dije, ¿qué te pasa? Me pica el maldito pulgar, dice él. Así que le dije, ráscatelo. McCoy, dice, es el otro condenado pulgar. —Cuando la estructura rio, Case no lo sintió como risa sino como una puñalada de hielo en la espalda—. Hazme un favor, muchacho.

—¿Qué, Dix?

—Este asunto tuyo, cuando lo hayas terminado, bórralo todo.

Case no entendía a los sionitas.

Aerol, sin motivo aparente, narró la historia de un bebé que le había salido de la frente y que entró correteando en una selva de granja hidropónica.

—Un bebé muy pequeño, hombre, más pequeño que tu dedo. —Frotó la palma de la mano contra una frente morena y lisa, y sonrió.

—Es la ganja —dijo Molly cuando Case le contó la historia—. No distinguen mucho entre un estado y otro, ¿sabes? Aerol te dice que sucedió: bueno, le sucedió a él. No son inventos, es más bien poesía. ¿Entiendes?

Case asintió con aire de duda. Los sionitas siempre lo tocaban a uno cuando hablaban, te ponían las manos en los hombros. Eso no le gustaba.

—Eh, Aerol —gritó Case, una hora después, cuando se preparaba para un ensayo en el corredor de caída libre—. Ven aquí. Quiero mostrarte esto. —Le enseñó los trodos.

Aerol tropezó en cámara lenta. Los pies descalzos chocaron con la pared de metal y con la mano libre se agarró de una viga. En la otra sostenía una bolsa de agua transparente, llena de algas verdiazules. Parpadeó distraído y sonrió.

—Pruébalo.

Aerol tomó la cinta, se la puso, y Case ajustó los trodos. Aerol cerró los ojos. Case encendió el aparato. Aerol se estremeció. Case lo desconectó.

—¿Qué viste, eh?

—Babilonia —dijo Aerol con tristeza. Le devolvió los trodos y salió de un salto.

Riviera estaba sentado, inmóvil, sobre el colchón de espuma, con el brazo derecho extendido en línea recta a la altura del hombro. Una serpiente de escamas enjoyadas, de ojos como rubíes de neón, estaba apretadamente enrollada a unos pocos milímetros de su codo. Case observó cómo la serpiente, que era del diámetro de un dedo, y tenía bandas negras y escarlatas, se contraía lentamente, cerrándose alrededor del brazo de Riviera.

—Vamos —dijo el hombre con voz acariciadora al pálido y ceroso escorpión que tenía en la palma de la mano—. Vamos… —El escorpión movió las garras oscuras y subió corriendo por el brazo, siguiendo las tenues y oscuras líneas de las venas. Cuando llegó a la altura del codo, se detuvo y pareció que vibraba. Riviera emitió un suave sonido sibilante—. El aguijón asomó, tembló, y se hundió en la piel que cubría una vena abultada. La serpiente de coral se distendió y Riviera exhaló un lento suspiro.

Entonces la serpiente y el escorpión desaparecieron, y Rivera sostenía una jeringa de plástico lechoso en la mano izquierda.

—«Si Dios hizo algo mejor, se lo guardó para él». ¿Conoces la expresión, Case?

—Sí… —dijo Case—. La he oído acerca de muchas cosas. ¿Siempre lo transformas en un espectáculo?

Riviera aflojó el trozo elástico de sonda quirúrgica y se lo sacó del brazo.

—Sí. Es más divertido. —Sonrió, la mirada ahora distante, las mejillas sonrojadas—. Hice que me implantaran una membrana, justo encima de la vena, así no tengo que preocuparme de la condición de la aguja.

—¿No duele?

Los ojos brillantes se encontraron con los de Case.

—Claro que duele. Forma parte del asunto, ¿no?

—Yo sólo usaría dermos —dijo Case.

—Pedestre —se burló Riviera, y rio, mientras se ponía una camisa de algodón blanca de manga corta.

—Debe de ser agradable —dijo Case, poniéndose de pie.

—¿Tú te colocas, Case?

—Tuve que dejarlo.

—Freeside —dijo Armitage, tocando el panel del pequeño proyector de hologramas Braun. La imagen se aclaró temblando: medía casi tres metros de extremo a extremo—. Aquí hay casinos. —Se acercó a la representación diagramática y señaló—: Hoteles, propiedades de títulos estratificados; por aquí hay tiendas grandes. —Movió la mano—. Las áreas azules son lagos. —Caminó hasta un extremo del modelo—. Un gran habano. Más estrecho en las puntas.

—De eso nos damos cuenta —dijo Molly.

—Efecto montaña, en las partes estrechas. El terreno parece más elevado, más rocoso, pero es fácil subir. Cuanto más subes, menor es la gravedad. Deportes ahí. Hay un velódromo. —Señaló.

—¿Un qué? —Case se inclinó hacia adelante.

—Carreras de bicicletas —dijo Molly—. Baja gravedad, ruedas de alta tracción, llegan a los cien por hora.

—Este extremo no nos interesa —dijo Armitage con la seriedad total de costumbre.

—Mierda —dijo Molly—. Soy una fanática del ciclismo.

Riviera soltó una risita.

Armitage caminó hacia el otro extremo de la proyección.

—Pero este extremo sí. —El detalle interior del holograma terminaba allí, y el segmento final del huso estaba vacío—. Ésta es la Villa Straylight. Una subida empinada desde la gravedad, y una sola entrada, aquí, exactamente en el medio. Gravedad cero.

—¿Qué hay adentro, jefe? —Riviera se inclinó hacia adelante, estirando el cuello. Cuatro figuras pequeñas brillaban en la punta del dedo de Armitage. Armitage les echó un manotazo, como si fueran insectos.

—Peter —dijo Armitage—, tú serás el primero en averiguarlo. Vas a conseguir una invitación. Cuando estés allí, te encargarás de que Molly entre.

Case miró fijamente el vacío que representaba a Straylight, recordando la historia del finlandés: Smith, Jimmy, la cabeza parlante, y el ninja.

—¿Hay detalles? —preguntó Riviera—. Necesito un guardarropa, ¿entiendes?

—Apréndete las calles —dijo Armitage, regresando al centro del modelo—. Aquí tienes la calle Desiderata. Ésta es la Rue Jules Verne.

Riviera revolvió los ojos.

Mientras Armitage recitaba los nombres de las avenidas de Freeside, una docena de brillantes pústulas apareció en la nariz, las mejillas y el mentón de Riviera. Hasta Molly se echó a reír.

Armitage hizo una pausa, y los miró a todos con una mirada fría y vacua.

—Lo siento —dijo Riviera, y las pústulas titilaron y desaparecieron.

Case despertó, ya avanzado el período de descanso, y advirtió la presencia de Molly, que estaba acurrucada junto a él sobre la espuma. Podía sentir la tensión de ella. Permaneció acostado, confundido. Cuando Molly se movió, la mera velocidad con que lo hizo lo dejó atónito. Se había levantado saliendo de la sábana de plástico amarillo antes de que él se diera cuenta de que la había abierto.

—No te muevas, amigo.

Case se volvió y metió la cabeza en la abertura del plástico.

—¿Qué…?

—Ciérrala.

—Tú eres el hombre —dijo una voz sionita—. Ojo de Gato y Navaja Andante, dijeron que se llamaban. Yo Maelcum, cariño. Los hermanos quieren conversar contigo y con el vaquero.

—¿Qué hermanos?

—Los fundadores. Los Ancianos de Sión, sabes…

—Si abrimos esa escotilla, la luz despertará al jefe —susurró Case.

—Pondremos todo muy a oscuras, ahora —dijo el hombre—. Venid. Yo y yo iremos a ver a los Fundadores.

—¿Sabes lo rápido que puedo cortarte, amigo?

—No te quedes ahí hablando, hermana. Vamos.

Los dos Fundadores de Sión que aún sobrevivían eran ancianos; ancianos por el acelerado envejecimiento de quienes pasan demasiados años fuera del abrazo de la gravedad. Las piernas morenas, debilitadas por el calcio perdido, parecían frágiles bajo la áspera luz solar reflejada. Flotaban en el centro de una selva multicolor, un mural comunitario de colores chillones que cubría por completo el casco de la sala esférica. El aire era espeso por el humo resinoso.

—Navaja Andante —dijo uno, cuando Molly entró flotando en la sala—. Como hacia un poste de castigo.

—Es una historia que tenemos, hermana —dijo el otro—, una historia religiosa. Nos alegra que hayas venido con Maelcum.

—¿Por qué no hablan en dialecto? —preguntó Molly.

—Yo soy de Los Ángeles —dijo el anciano. Sus rizos eran como un árbol espeso con ramas de lana de acero—. Hace mucho tiempo, fuera del pozo de gravedad y de Babilonia. Para conducir a las Tribus a casa. Ahora mi hermano te compara con Navaja Andante.

Molly extendió la mano derecha y las hojillas destellaron en el aire humoso.

El otro Fundador se rio echando la cabeza hacia atrás.

—Pronto llegarán los Últimos Días… Voces. Voces que gritan en el desierto, que profetizan la ruina de Babilonia…

—Voces. —El Fundador de Los Ángeles miraba fijamente a Case—. Controlamos muchas frecuencias. Siempre escuchamos. Vino una voz, de entre el Babel de lenguas, hablándonos. Nos impresionó mucho.

—Llámalo Winter Mute, invierno mudo —dijo el otro, dividiendo la palabra.

Case sintió que se le erizaba la piel de los brazos.

—El Mute nos habló —dijo el primer Fundador—. El Mute dijo que tenemos que ayudarte.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Case.

—Treinta horas antes de vuestra llegada a Sión.

—¿Habían oído esa voz antes?

—No —dijo el hombre de Los Ángeles—, y no estamos seguros de lo que significa. Si éstos son los Últimos Días, habrá falsos profetas…

—Escuche —dijo Case—, es una IA, ¿sabe? Inteligencia artificial. La música que ustedes oyeron probablemente se metió en los bancos de aquí y cocinó lo que pensaba que les gustaría…

—Babilonia —intervino el otro Fundador— es la madre de muchos demonios, yo y yo lo sabemos. ¡Hordas multitudinarias!

—¿Cómo fue que me llamaste, viejo? —preguntó Molly.

—Navaja Andante. Y tú traes una peste a Babilonia, hermana, a su más oscuro corazón…

—¿Qué tipo de mensaje transmitió la voz? —preguntó Case.

—Nos pidió que os ayudáramos —dijo el otro—, que tal vez sirváis como instrumento de los Últimos Días. —El rostro cubierto de arrugas parecía perturbado—. Se nos pidió que enviásemos a Maelcum con vosotros, a bordo del remolque Garvey, al puerto babilónico de Freeside. Y eso haremos.

—Maelcum es un muchacho rudo —dijo el otro—, y un excelente piloto de remolque.

—Pero hemos decidido que Aerol vaya también, en el Babylon Rocker, para vigilar el Garvey.

Un incómodo silencio llenó la cúpula.

—¿Y eso es todo? —preguntó Case—. ¿Ustedes trabajan para Armitage o qué?

—Nosotros les alquilamos espacio —dijo el Fundador de Los Ángeles—. Tenemos cierta relación con diversos tráficos, aquí, y ningún respeto por la ley de Babilonia. Nuestra ley es la palabra de Jah. Pero es posible que esta vez hayamos cometido un error.

—Mide dos veces, corta una —dijo el otro, con voz suave.

—Vamos, Case —dijo Molly—. Regresemos antes de que el hombre piense que no estamos.

—Maelcum os llevará. El amor de Jah, hermana.