LLOVÍA EN BEYOGLU, y el Mercedes alquilado pasó frente a las ventanas enrejadas y oscuras de los precavidos joyeros griegos y armenios. La calle estaba prácticamente vacía, apenas unas escasas figuras envueltas en abrigos oscuros, volviéndose para mirar el automóvil.
—Antaño esto era el barrio próspero del Estambul otomano, donde vivían los europeos —ronroneó el Mercedes.
—Y ahora se ha venido abajo —dijo Case.
—El Hilton queda en la Cumhuriyet Cadessi —dijo Molly. Se arrellanó en la gamuza gris del tapizado.
—¿Cómo es que Armitage vuela solo? —preguntó Case. Tenía dolor de cabeza.
—Porque lo irritas. También me irritas a mí.
Case quería contarle la historia de Corto pero decidió no hacerlo. En el avión se había puesto un dermo de sueño.
El camino desde el aeropuerto era absolutamente recto, como una nítida incisión que abría en dos la ciudad. Case había visto pasar las alocadas paredes de las chabolas de madera, los bloques de apartamentos, las arcologías, unos lúgubres proyectos de vivienda, más paredes de madera enchapada y metal corrugado.
El finlandés, en un traje shinjuku nuevo, negro sarariman, esperaba de mal humor en el vestíbulo del Hilton, como un náufrago en un sillón de pana en medio de un mar de alfombras de color.
—Jesús —dijo Molly—. Una rata vestida de ejecutivo.
Cruzaron el vestíbulo.
—¿Cuánto te pagan por venir aquí, finlandés? —Molly dejó la maleta junto al sillón—. Apuesto a que no tanto como lo que te pagan por ponerte ese traje, ¿eh?
El finlandés retrajo el labio superior.
—No lo suficiente, bombón. —Le dio una llave magnética con una etiqueta amarilla y redonda—. Ya estás registrada. El macho espera arriba. —Miró alrededor—. Esta ciudad es una auténtica mierda.
—Como te pongas agorafóbico te sacarán a patadas. Hazte a la idea de que estás en Brooklyn o algo. —Dio vueltas a la llave alrededor de un dedo—. ¿Estás aquí de valet o qué?
—Tengo que chequearle los implantes a un tipo —dijo el finlandés.
—¿Qué pasa con mi consola? —preguntó Case.
El finlandés hizo una mueca.
—Observa el protocolo. Pregúntale al jefe.
Los dedos de Molly se movieron bailando a la sombra de la chaqueta. El finlandés miró y asintió.
—Sí —dijo ella—. Sé quién es. —Señaló con la cabeza hacia los ascensores—. Vamos, vaquero. —Case la siguió cargando las dos maletas.
La habitación bien podría haber sido la misma de Chiba donde conociera a Armitage. Se acercó a la ventana, casi esperando ver la bahía de Tokio. Al otro lado de la calle había otro hotel. Era una mañana lluviosa. Algunos escribientes se habían refugiado en los portales, con los viejos grabadores envueltos en plástico transparente, prueba de que la palabra escrita aún tenía allí cierto prestigio. Era un país lento. Miró un sedán Citroën de color negro mate, una primitiva célula de conversión de hidrógeno, mientras regurgitaba a cinco oficiales turcos de aspecto hosco que vestían arrugados uniformes verdes. Entraron en el hotel de enfrente.
Volvió la vista hacia la cama, hacia Molly, y su palidez lo impresionó. Había dejado la escayola de microporos en la cama de la buhardilla junto al inductor transdérmico. Los lentes reflejaban parte del aparato de iluminación del cuarto.
Tomó el teléfono antes de que sonara por segunda vez.
—Me alegra que ya estéis despiertos —dijo Armitage.
—Yo acabo de levantarme. La señora sigue dormida. Oiga, jefe, me parece que es hora de que charlemos un poco. Creo que trabajaría mejor si supiera algo más de lo que estoy haciendo.
Silencio en la línea, Case se mordió los labios.
—Sabes todo lo que necesitas saber. Tal vez más.
—¿Le parece?
—Vístete, Case. Despiértala. Tendréis una visita dentro de quince minutos. Se llama Terzibashjian. —El teléfono baló suavemente. Armitage ya no estaba.
—Despiértate, nena —dijo Case—. Negocios.
—Hace una hora que estoy despierta. —Los espejos giraron.
—Está por llegar un tal Yersebastián.
—Tienes talento para los idiomas, Case. Apuesto a que eres de sangre armenia. Es el hombre que Armitage contrató para vigilar a Riviera. Ayúdame a levantarme.
Terzibashjian resultó ser un joven vestido con un traje gris y gafas esperadas de montura de oro. Llevaba una camisa blanca abierta al cuello; dejaba ver un colchón de pelo negro tan denso que al principio Case creyó que se trataba de una camiseta. Llegó con una bandeja negra del Hilton con tres pequeñas y aromáticas tazas de café y tres dulces orientales, pegajosos y de color pajizo.
—Debemos, como decís en vuestro idioma, tomarlo con mucha calma. —Parecía mirar a Molly con insistencia, pero terminó por quitarse las gafas plateadas. Los ojos eran de color castaño oscuro, lo mismo que el pelo de severo corte militar. Sonrió—. Mejor es así, ¿sí? Si no, nos quedamos en el túnel infinito, espejo contra espejo… Sobre todo tú —le dijo a ella—, ten cuidado. En Turquía se ve con malos ojos a las mujeres que lucen esas modificaciones.
Molly arrancó de un mordisco medio pastel.
—Es mi show, Jack —dijo con la boca llena. Masticó, tragó y se relamió—. He oído hablar de ti. Soplón de los militares, ¿verdad? —Metió perezosamente la mano en la chaqueta y sacó la pistola de dardos. Case no sabía que la tuviera.
—Con calma, por favor —dijo Terzibashjian, el dedal de porcelana blanca congelado a escasos centímetros de sus labios.
Molly extendió el arma.
—Quizá te toquen los explosivos, muchos de ellos, o quizás te toque un cáncer. Un dardo especial, cara de culo. Pasarán meses antes de que lo sientas.
—Por favor. A esto vosotros lo llamáis apretarme las tuercas.
—Yo lo llamo una mala mañana. Ahora cuéntanos acerca de tu hombre y sal de aquí. —Volvió a guardar la pistola.
—Está viviendo en Fener, en el 14 de la Küchük Gülhane Djaddesi. Tengo su ruta de túnel; todas las noches hasta el bazar. Actúa más recientemente en el Yenishehir Palas Oteli, un sitio moderno y de estilo turistik, pero se las ha arreglado para que la policía muestre un cierto interés por el espectáculo. La administración del Yenishehir se ha puesto nerviosa. —Sonrió. Olía a alguna colonia metálica.
—Quiero saber acerca de los implantes —dijo ella, masajeándose el muslo—. Quiero saber exactamente qué es capaz de hacer.
Terzibashjian asintió con la cabeza.
—Lo peor es, como se dice en vuestro idioma, lo subliminal. —Pronunció con cuidado cada una de las cuatro sílabas.
—A nuestra izquierda —dijo el Mercedes cuando se internaba en un laberinto de calles lluviosas— está el Kapali Carsi, el Gran Bazar.
Sentado junto a Case, el finlandés emitió un gruñido de aprobación, pero estaba mirando en la dirección equivocada. El lado derecho de la calle estaba bordeado de depósitos de chatarra. Case vio una locomotora desechada encima de unos pedazos de mármol veteado y manchado de herrumbre. Había también estatuas de mármol descabezadas, apiladas como leños.
—¿Tienes nostalgia? —preguntó Case.
—Esto es una mierda —dijo el finlandés. Su corbata de seda negra empezaba a parecerse a una gastada cinta de máquina de escribir. Tenía manchas de salsa de kebab y huevo frito en las solapas del traje nuevo.
—Eh, Yerse —dijo Case al armenio, que estaba sentado detrás de ellos—. ¿Dónde fue que este tipo se hizo instalar el chisme?
—En Chiba City. No tiene pulmón izquierdo. El otro se lo han reforzado, ¿se dice así? Cualquiera puede comprar esos implantes, pero éste es más ingenioso. —El Mercedes hizo una maniobra abrupta al esquivar un carro de ruedas neumáticas cargado de cuero—. Lo he seguido en la calle y en un solo día he visto una docena de bicicletas caer cerca de él. Encuentras al ciclista en el hospital, siempre es la misma historia. Un escorpión en la palanca del freno…
—«Lo que ves es lo que obtienes», claro —dijo el finlandés—. He visto el esquema del silicio del tipo. Muy ostentoso. Como él se lo imagina, ¿entiendes? Supongo que podría reducirlo a una pulsación y quemar una retina fácilmente.
—¿Se lo habéis contado a vuestra amiga? —Terzibashjian se inclinó hacia adelante entre las butacas de ultragamuza—. En Turquía las mujeres siguen siendo mujeres…
El finlandés bufó.
—Ella te pondría las bolas de corbata si la mirases bizqueando.
—No entiendo esa expresión.
—No importa —dijo Case—. Significa cierra el pico.
El armenio volvió a acomodarse, dejando un metálico relente de colonia. Se puso a susurrar algo a un trans/receptor Sanyo en una extraña ensalada de griego, francés, turco y fragmentos aislados de inglés. El trans/receptor respondió en francés. El Mercedes dobló con suavidad en una esquina.
—El bazar de las especias, a veces llamado el bazar egipcio —dijo el automóvil—, fue edificado sobre el emplazamiento de un bazar anterior construido por el sultán Hatice en 1660. Es el mercado principal de la ciudad para todo lo que sea especias, software, perfumes, drogas…
—Drogas —dijo Case, mirando el ir y venir de los limpiaparabrisas sobre el Lexan a prueba de balas—. ¿Qué fue lo que dijiste antes, Yersi, de que Riviera estaba enganchado?
—Sí, una mezcla de cocaína y meperidina. —El armenio volvió a su conversación con el Sanyo.
—Demerol, lo llamaban antes —dijo el finlandés—. Un maestro del pico. Con bonitos elementos te estás mezclando, Case.
—No importa —dijo Case subiéndose el cuello de la chaqueta—. Ya le conseguiremos un páncreas nuevo o algo al pobre diablo.
El humor del finlandés mejoró sensiblemente en cuanto entraron en el bazar, como si la densidad de la muchedumbre y la sensación de encierro lo reconfortaran. Caminaron junto al armenio a lo largo de un pasaje ancho, bajo láminas plásticas manchadas de hollín y una reja de hierro pintada de verde de la edad del vapor. Mil anuncios colgaban en el aire, retorciéndose y destellando.
—Jesús —dijo el finlandés, y apretó el brazo de Case—. Mira eso. —Señaló—. Es un caballo, hermano. ¿Has visto alguna vez un caballo?
Case miró el animal embalsamado y sacudió la cabeza.
Estaba expuesto sobre una especie de pedestal, cerca de la entrada de una tienda donde se vendían aves y monos. Décadas de manoseo habían ennegrecido y pulido las patas del animal.
—Una vez vi uno en Maryland —dijo el finlandés—, y ya habían pasado tres años largos de la pandemia. Hay árabes que siguen tratando de recodificarlos a partir del ADN, pero siempre se les mueren.
Los castaños ojos de vidrio del animal parecían seguirlos mientras pasaban. Terzibashjian los condujo a un café cerca del corazón del mercado, una habitación de techo bajo que parecía estar allí desde hacía siglos. Escuálidos muchachos en manchadas chaquetas blancas se abrían paso entre las mesas abarrotadas, haciendo equilibrios con bandejas de metal cargadas de botellas de Turk-Tuborg y pequeños vasos de té.
Case compró un paquete de Yeheyuans a un vendedor ambulante que estaba junto a la puerta. El armenio seguía susurrándole al Sanyo.
—Adelante —dijo—. Se está marchando. Cada noche va por el túnel hasta el bazar, para comprarle la mezcla a Alí. Vuestra mujer está cerca. Adelante.
El callejón era un sitio antiguo, demasiado antiguo; las paredes eran bloques de piedra oscura. El pavimento irregular olía a un siglo de goteras de gasolina absorbida por piedra caliza.
—No veo un carajo —susurró Case.
—Eso al bombón le conviene —dijo el finlandés.
—Silencio —dijo Terzibashjian, demasiado alto.
Un chirriar de madera sobre piedra o cemento. Diez metros más allá, una cuña de luz amarilla cayó sobre adoquines mojados, y se ensanchó. Una figura apareció un momento y la puerta volvió a cerrarse, dejando el estrecho lugar a oscuras. Case se estremeció.
—Ahora —dijo Terzibashjian, y un haz brillante de luz blanca, emitido desde la azotea del edificio frente al mercado, dibujó un círculo perfecto en torno a la delgada figura, junto a la centenaria puerta de madera. Ojos luminosos miraron a derecha e izquierda, y el hombre se desplomó. Case creyó que le habían disparado; yacía boca abajo, el pelo rubio sobre la piedra antigua, las manos yertas, blancas y patéticas.
El foco no se movía.
La espalda de la chaqueta del hombre abatido se hinchó y estalló, salpicando de sangre las paredes y el portal. Unos brazos de longitud inverosímil, de color rosado grisáceo y de tendones como cuerdas se doblaron en el resplandor. Pareció que la forma salía del pavimento, a través de la ruina inerte y sanguinolento que había sido Riviera. Medía dos metros, se apoyaba en dos piernas, y parecía no tener cabeza. Giró lentamente para encararlos, y Case vio que tenía cabeza pero no cuello. No tenía ojos; la piel resplandecía con un húmedo color rosado intestinal. La boca, si podía llamársela una boca, era circular, cónica, breve, y bordeada de un enmarañado cultivo de pelos o cerdas que brillaban como cromo negro. Apartó de un puntapié los restos de tripa y carne y dio un paso; la boca se movía como un radar que estuviese rastreándolos.
Terzibashjian dijo algo en griego o turco y arremetió contra la criatura, los brazos abiertos como si fuera a arrojarse por una ventana. La atravesó. Fue a dar contra el cañón de una pistola que destelló en la oscuridad, más allá del círculo de luz. Fragmentos de roca zumbaron junto a la cabeza de Case; el finlandés lo echó a tierra de un empujón.
La luz de la terraza desapareció, Case vio imágenes inconexas del destello del arma, el monstruo y la luz blanca. Le zumbaban los oídos.
Entonces la luz volvió, ahora en movimiento, buscando en las sombras. Terzibashjian estaba apoyado en una puerta de acero, el rostro lívido. Se sostenía la muñeca izquierda y contemplaba las gotas de sangre que le caían de la mano izquierda. El hombre rubio, entero otra vez, limpio de sangre, yacía a sus pies.
Molly salió de entre las sombras, toda de negro, empuñando la pistola.
—Usa la radio —dijo el armenio entre dientes—. Llama a Mahmut. Tenemos que sacarlo de aquí. Éste no es un buen lugar.
—Casi lo consigue el imbécil —dijo el finlandés, limpiándose sin éxito los pantalones. Las rótulas le crujieron al incorporarse—. Estabas mirando el espectáculo de horror, ¿verdad? No la hamburguesa que quitaron de en medio. Una monada. Bueno, ayúdales a sacarlo de aquí. Tengo que revisar todo ese equipo antes de que despierte, asegurarme de que el dinero de Armitage esté bien invertido.
Molly se inclinó y recogió algo. Una pistola.
—Una Nambu —dijo—. Bonita arma.
Terzibashjian gimió. Case vio que le faltaba casi todo el dedo medio.
La ciudad estaba empapada en azul prealba. Molly le dijo al Mercedes que los llevase a Topkapi. El finlandés y un turco gigantesco llamado Mahmut habían sacado a Riviera del callejón. Minutos después un Citroën polvoriento había llegado para llevarse al armenio, que parecía al borde del desmayo.
—Eres un idiota —le dijo Molly al abrirle la puerta del coche—. Tendrías que haber esperado. Estuve apuntándole desde el momento en que salió. —Terzibashjian la miró con resentimiento—. Así que contigo ya no tenemos nada que ver. —Lo empujó hacia adentro y cerró de un portazo—. Como vuelva a tropezar contigo te mato —dijo al rostro lívido que la miraba detrás de la ventanilla de color. El Citroën salió del callejón trabajosamente y dobló con torpeza al llegar a la calle.
Ahora el Mercedes susurraba por Estambul mientras la ciudad despertaba. Pasaron frente a la terminal del túnel de Beyoglu y dejaron atrás laberintos de desiertas calles laterales, deteriorados edificios de apartamentos que a Case le recordaron vagamente a París.
—¿Qué es esto? —preguntó a Molly cuando el Mercedes se detuvo junto a los jardines del Seraglio. Observó inexpresivamente la barroca aglomeración de estilos que era Topkapi.
—Era una especie de burdel privado del rey —dijo Molly, estirándose al salir—. Aquí tenía un montón de mujeres. Ahora es un museo. Una cosa parecida al negocio del finlandés, todo mezclado a lo loco, diamantes grandes, espadas, la mano izquierda del Bautista…
—¿En una cubeta de conservación?
—Qué va. Muerta. La tienen en un chisme de bronce con una tapita al costado. Así los cristianos podían besarla para que les diera buena suerte. Se la robaron a los cristianos hace como un millón de años, y nunca le quitan el polvo porque es una reliquia infiel.
Ciervos de hierro negro se herrumbraban en los jardines del Seraglio. Case caminaba junto a ella mirándole las puntas de las botas, que aplastaban el césped descuidado y endurecido por una helada temprana. Caminaban por un sendero de baldosas octogonales y frías. El invierno acechaba en algún lugar de los Balcanes.
—Ese Terzi es una mierda de primera —dijo Case—. Policía secreta. Torturador. Fácil de sobornar, también, con la clase de dinero que Armitage ofrecía. —En los mojados árboles de alrededor, los pájaros empezaron a cantar.
—Hice el trabajo que me pediste —dijo Case—, el de Londres. Saqué algo, pero no sé qué significa. —Le contó la historia de Corto.
—Bueno, yo sabía que no había nadie con el nombre de Armitage en ese Puño Estridente. Lo verifiqué. —Acarició las ancas herrumbradas de una cierva de hierro—. ¿Crees que el pequeño ordenador lo sacó del lío? ¿En ese hospital francés?
—Creo que fue Wintermute —dijo Case.
Ella asintió.
—El hecho es que… —dijo Case—, ¿crees que él sabe que antes era Corto? Quiero decir: cuando llegó al hospital ya no era nadie. Entonces, tal vez Wintermute simplemente…
—Sí. Lo construyó de la nada. Sí… —Molly se volvió y siguieron caminando—. Cuadra. Sabes, el hombre no tiene vida privada. No que yo sepa. Ves un tipo así y crees que hará algo cuando está solo. Pero no Armitage. Se sienta a mirar la pared. Luego algo se activa y se pone a funcionar a toda máquina al servicio de Wintermute.
—Entonces ¿por qué tiene ese depósito en Londres? ¿Nostalgia?
—Quizá no sabe que lo tiene —dijo ella—. Quizá sólo está a su nombre, ¿no?
—No entiendo —dijo Case.
—Pensaba en voz alta… ¿Cómo de listo es un IA, Case?
—Depende. Algunos no son más listos que un perro. Mascotas. De todos modos, cuestan una fortuna. Los más listos son tan listos como los de Turing quieran que sean.
—Oye, tú eres un vaquero. ¿Cómo es que no estás totalmente fascinado por esas cosas?
—Bueno —dijo él—, para empezar, son escasos. La mayoría pertenece a los militares, los más listos, y no podemos romper el hielo. Es de ahí que viene todo el hielo, ¿sabes? Y luego están los polis de Turing, gente difícil. —La miró—. No sé… es que no son parte del juego.
—Los jinetes, todos iguales —dijo ella—. No tienen imaginación.
Llegaron a un ancho estanque rectangular donde unas carpas picaban los tallos de unas flores blancas. Molly pateó un pedrusco hacia el agua y observó cómo las ondas se extendían.
—Eso es Wintermute —comentó—. Un negocio realmente grande, parece. Estamos en el punto donde las ondas son demasiado anchas; no podemos ver la piedra que golpeó el centro. Sabemos que allá hay algo, pero no sabemos por qué. Quiero saber por qué. Quiero que vayas y hables con Wintermute.
—No podría acercarme —dijo Case—. Estás soñando.
—Inténtalo.
—No se puede.
—Pregúntale al Flatline.
—¿Qué es lo que queremos sacarle a ese Riviera? —preguntó él, con la esperanza de cambiar de tema.
Molly escupió en el estanque.
—Dios sabrá. Preferiría matarlo a mirarlo. He visto su perfil. Es una especie de Judas compulsivo. No puede gozar sexualmente a menos que sepa que está traicionando el objeto deseado. Eso es lo que dice el informe. Y primero tienen que amarlo. Tal vez él también los ame. Por eso a Terzi le fue fácil tenderle una emboscada, porque hace tres años que está aquí comprando políticos para la policía secreta. Probablemente Terzi le dejaba mirar cuando salían convertidos en ganado. En tres años se ha encargado de dieciocho. Todas ellas mujeres de entre veinte y veinticinco. Eso mantuvo a Terzi provisto de disidentes. —Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Porque si encontraba a una que de veras quisiera, se aseguraba de que se convirtiese en una militante política. Tiene la personalidad como el traje de un Moderno. El perfil dijo que era un tipo muy escaso, uno entre dos millones. Lo que de cualquier forma habla bien de la naturaleza humana, supongo. —Miró fijamente las flores blancas y los lerdos peces con expresión amargada—. Creo que tendré que comprarme algún tipo de seguro especial sobre ese Peter. —Luego se volvió y sonrió, y hacía mucho frío.
—¿Qué significa eso?
—No importa. Volvamos a Beyoglu y encontremos algo que se parezca a un desayuno. Esta noche también la tengo muy ocupada. Tengo que recoger sus cosas del apartamento en Fener, tengo que volver al bazar y comprarle unas drogas…
—¿Comprarle drogas? ¿Qué nivel tiene?
Molly rio.
—No está muriéndose de ganas, cariño. Pero parece que no puede trabajar sin ese sabor especial. De todos modos, me gustas más ahora, no estás tan flaco. —Sonrió—. Así que iré a ver a Alí y traeré provisiones. Puedes estar seguro.
Armitage estaba esperando en la habitación del Hilton.
—Hora de hacer las maletas —dijo, y Case intentó descubrir al hombre llamado Corto tras los ojos azul claro y la máscara bronceada. Pensó en Wage, allá en Chiba. Sabía que por encima de cierto nivel, los operadores tendían a anular la personalidad. Pero Wage había tenido vicios, amantes. Incluso, se había dicho, hijos. El vacío que encontraba en Armitage era algo diferente.
—¿Ahora adónde? —preguntó, pasando junto al hombre para asomarse a la ventana, y mirar la calle—. ¿Qué tipo de clima?
—No tienen clima, sólo fenómenos climáticos —dijo Armitage—. Toma. Lee el folleto. —Dejó algo sobre la mesa baja y se puso de pie.
—¿Riviera pudo salir sin problemas? ¿Dónde está el finlandés?
—Riviera está bien. El finlandés, en viaje de vuelta. —Armitage sonrió, una sonrisa que significaba tanto como una sacudida en la antena de algún insecto. El brazalete de oro tintineó cuando estiró el brazo para golpear débilmente el pecho de Case—. Y no te pases de listo. Esos saquitos están empezando a gastarse, pero tú no sabes cuánto.
Case mostró una cara de piedra y se obligó a asentir.
Cuando Armitage se fue, recogió uno de los folletos. Era de impresión costosa en francés, inglés y turco.
FREESIDE… ¿POR QUÉ ESPERAR?
Los cuatro tenían reservas en un vuelo de la THY que salía del aeropuerto de Yesilkóy. En París tomarían el transbordador de la JAL. Sentado en el vestíbulo del Estambul Hilton, Case miró a Riviera, que examinaba unas imitaciones de fragmentos bizantinos en las vitrinas de la tienda de regalos. Armitage, con la gabardina terciada sobre los hombros a modo de capa, estaba de pie a la entrada de la tienda.
Riviera era delgado, rubio, de voz suave, pronunciación impecable y dicción fluida. Molly había dicho que tenía treinta años, pero era difícil adivinarle la edad. También había dicho que era legalmente apátrida y que viajaba con un pasaporte holandés falsificado. Era en verdad un producto de los anillos de desechos que circundan el núcleo radiactivo de la antigua Bonn.
Tres sonrientes turistas japoneses entraron con alborozo en la tienda, saludando a Armitage con corteses cabezadas. Armitage cruzó la tienda, demasiado rápido, demasiado obviamente para acercarse a Riviera. Riviera se volvió y sonrió. Era muy hermoso; Case pensó que las facciones eran obra de un cirujano de Chiba. Un trabajo sutil, en nada parecido a la insípida mezcla de agradables rostros pop de Armitage. La frente del hombre era alta y lisa, los ojos grises, serenos y distantes. La nariz, que podía haber resultado demasiado perfecta, parecía que se había fracturado y que luego la habían arreglado torpemente. Un atisbo de brutalidad destacaba la delicadeza de la mandíbula y la vitalidad de la sonrisa. Los dientes eran pequeños, regulares y muy blancos. Case observó cómo las manos blancas jugaban con las imitaciones de fragmentos escultóricos.
Riviera no actuaba como un hombre que había sido atacado la noche anterior, drogado con un dardo de toxina, secuestrado, sometido al examen del finlandés, y forzado por Armitage a unirse al equipo.
Case miró su reloj. Molly ya tendría que haber regresado de su expedición en busca de drogas. Volvió a mirar a Riviera.
—Apuesto a que ahora estás volado, imbécil —dijo al vestíbulo del Hilton. Una madura matrona italiana que llevaba una chaqueta de frac de cuero blanco bajó las gafas Porsche para mirarlo. Case le echó una amplia sonrisa, se puso de pie y se colgó la maleta al hombro. Necesitaba cigarrillos para el vuelo. Se preguntó si habría una sección de fumadores en el transbordador de la JAL.
—Hasta más vernos, señora —dijo a la mujer, que enseguida volvió a ponerse las gafas y le dio la espalda.
En la tienda de regalos había cigarrillos, pero él no tenía ganas de hablar con Armitage ni con Riviera. Salió del vestíbulo y encontró una consola automática en una cabina estrecha al final de una fila de teléfonos.
Revolvió las lirasis que llevaba en los bolsillos e introdujo las pequeñas monedas de aleación opaca una tras otra, vagamente divertido por lo anacrónico del procedimiento. El teléfono más cercano se puso a sonar.
Contestó automáticamente.
—¿Sí?
Tenues frecuencias armónicas, vocecitas inaudibles que carraspeaban a través de algún enlace orbital, y luego un sonido como de viento.
—Hola, Case.
Una moneda de cincuenta lirasis se le cayó de la mano, rebotó y rodó sobre el alfombrado del Hilton hasta perderse de vista.
—Wintermute, Case. Ya es hora de que hablemos.
Era una voz de microprocesador.
—¿No quieres hablar, Case?
Colgó.
Cuando regresaba al vestíbulo, olvidados los cigarrillos, tuvo que caminar a lo largo de la fila de teléfonos. Todos sonaron sucesivamente, pero sólo una vez, a medida que pasaba.