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TRAS UN AÑO DE ATAÚDES, la habitación de la vigesimoquinta planta del Chiba Hilton parecía enorme. Era de diez metros por ocho; la mitad de una suite. Una cafetera Braun blanca despedía vapor en una mesa baja, junto a los paneles de vidrio corredizos que se abrían a un angosto balcón.

—Sírvete un café. Parece que lo necesitas. —Ella se quitó la chaqueta negra; la pistola le colgaba bajo el brazo en una funda de nailon negro. Llevaba un jersey gris sin mangas con cremalleras de metal sobre cada hombro. Antibalas, advirtió Case, vertiendo café en una jarra roja y brillante. Sentía como si tuviera las piernas y brazos hechos de madera.

—Case. —Alzó los ojos y vio al hombre por primera vez—. Me llamo Armitage. —La bata oscura estaba abierta hasta la cintura; el amplio pecho era lampiño y musculoso; el estómago, plano y duro. Los ojos azules eran tan claros que hicieron que Case pensara en lejía—. Ha salido el Sol, Case. Éste es tu día de suerte, chico.

Case echó el brazo a un lado, y el hombre esquivó con facilidad el café hirviente. Una mancha marrón resbaló por la imitación de papel de arroz que cubría la pared. Vio el aro angular de oro que le atravesaba el lóbulo izquierdo. Fuerzas Especiales. El hombre sonrió.

—Toma tu café, Case —dijo Molly—. Estás bien, pero no irás a ningún lado hasta que Armitage diga lo que ha venido a decirte. —Se sentó con las piernas cruzadas en un cojín de seda, y comenzó a desmontar la pistola sin molestarse en mirarla. Dos espejos gemelos rastrearon los movimientos de Case, que volvía a la mesa a llenar su taza.

—Eres demasiado joven para recordar la guerra, ¿no es cierto, Case? —Armitage se pasó una mano grande por el corto pelo castaño. Un pesado brazalete de oro le brillaba en la muñeca—. Leningrado, Kiev, Siberia. Te inventamos en Siberia, Case.

—¿Y eso que quiere decir?

—Puño Estridente. Ya has oído el nombre.

—Una especie de operación, ¿verdad? Para tratar de romper el nexo ruso con los programas virales. Sí, oí hablar de eso. Y nadie escapó.

Sintió una tensión abrupta. Armitage caminó hacia la ventana y contempló la bahía de Tokio.

—No es verdad. Una unidad consiguió volver a Helsinki, Case.

Case se encogió de hombros y sorbió café.

—Eres un vaquero de consola. Los prototipos de los programas que usas para entrar en bancos industriales fueron desarrollados para Puño Estridente. Para asaltar el nexo informático de Kirensk. El módulo básico era un microligero Alas Nocturnas, un piloto, un panel matriz, un operador. Estábamos programando un virus llamado Topo. La serie Topo fue la primera generación de verdaderos programas de intrusión.

—Rompehielos —dijo Case, por encima del borde de la jarra roja.

—Hielo, de ICE, intrusion countermeasures electronics; electrónica de las contramedidas de intrusión.

—El problema es, señor, que ya no soy operador, así que lo mejor será que me vaya…

—Yo estaba allí, Case; yo estaba allí cuando ellos inventaron tu especie.

—No tienes nada que ver conmigo ni con mi especie, colega. Eres lo bastante rico para contratar a una mujer-navaja que me remolque hasta aquí; eso es todo. Nunca volveré a teclear una consola, ni para ti ni para nadie. —Se acercó a la ventana y miró hacia abajo—. Ahí es donde vivo ahora.

—Nuestro perfil dice que estás tratando de engañar a los de la calle hasta que te maten cuando estés desprevenido.

—¿Perfil?

—Hemos construido un modelo detallado. Compramos un paquete de datos para cada uno de tus alias y los pusimos a prueba con programas militares. Eres un suicida, Case. El modelo te da a lo sumo un mes. Y nuestra proyección médica dice que necesitarás un nuevo páncreas dentro de un año.

—«Nuestra». —Se encontró con los desteñidos ojos azules—. «Nuestra», ¿de quiénes?

—¿Qué dirías si te aseguro que podemos corregir tu desperfecto neuronal, Case? —Armitage miró súbitamente a Case como si estuviese esculpido en un bloque de metal; inerte, enormemente pesado. Una estatua. Case sabía ahora que estaba soñando y que no tardaría en despertar. Armitage no habló de nuevo. Los sueños de Case terminaban siempre en esos cuadros estáticos, y ahora, aquél había terminado.

—¿Qué dirías, Case?

Case miró hacia la bahía y se estremeció.

—Diría que estás lleno de mierda.

Armitage asintió.

—Luego te preguntaría cuáles son tus condiciones.

—No muy distintas de las que tienes por costumbre, Case.

—Déjalo dormir un poco, Armitage —dijo Molly desde su cojín; las piezas de la pistola estaban dispersas sobre la seda como un costoso rompecabezas—. Se está cayendo a pedazos.

—Las condiciones —dijo Case—, y ahora. Ahora mismo.

Seguía temblando. No podía dejar de temblar.

La clínica no tenía nombre; estaba costosamente equipada; era una sucesión de pabellones elegantes separados por pequeños jardines formales. Recordaba el lugar por la ronda que había hecho el primer mes en Chiba.

—Asustado, Case. Estás realmente asustado.

Era un domingo por la tarde y estaba con Molly en una especie de patio. Rocas blancas, un seto de bambú verde, gravilla negra rastrillada en ondas tersas. Un jardinero, algo parecido a un gran cangrejo de metal, estaba podando el bambú.

—Funcionará, Case. No tienes idea del equipo que tiene Armitage. Va a pagar a estos neurocirujanos para que te arreglen con el programa que les ha proporcionado. Los va a poner tres años por delante de la competencia. ¿Tienes idea de lo que cuesta eso? —Engarzó los pulgares en las trabillas de los pantalones de cuero y se balanceó sobre los tacones saqueados de las botas de vaquero color rojo cereza. Tenía los delgados dedos de los pies enfundados en brillante plata mexicana. Los lentes eran azogue vacío; lo contemplaban con una calma de insecto.

—Eres un samurai callejero —dijo Case—. ¿Desde cuándo trabajas para él?

—Un par de meses.

—¿Y antes de eso?

—Para otra persona. Una chica trabajadora, ¿sabes?

Él asintió.

—Es gracioso, Case.

—¿Qué es gracioso?

—Es como si te conociera. El perfil que él tiene. Sé cómo estás construido.

—No me conoces, hermana.

—Tú estás bien, Case. Lo que te ha pasado no es más que mala suerte.

—¿Y él? ¿Qué tal es él, Molly? —El cangrejo robot se movió hacia ellos, abriéndose paso sobre las ondas de gravilla. La coraza de bronce podía tener miles de años. Cuando estuvo a un metro de las botas, disparó un rayo de luz y se detuvo en seco un instante para analizar la información.

—En lo primero que pienso siempre, Case, es en mi propio y dulce pellejo. —El cangrejo alteró el curso para esquivarla, pero ella lo pateó con delicada precisión; la punta de plata de la bota resonó en el armatoste, que cayó de espaldas, pero las extremidades de bronce no tardaron en enderezarlo.

Case se sentó en una de las rocas, rozando la simetría de la gravilla con las punteras de los zapatos. Se registró la ropa en busca de cigarrillos.

—En tu camisa —dijo ella.

—¿Quieres contestar a mi pregunta? —Case extrajo del paquete un arrugado Yeheyuan que ella encendió con una lámina de acero alemán que parecía provenir de una mesa de operaciones.

—Bueno, te diré: es seguro que el hombre está detrás de algo. Ahora tiene muchísimo dinero, y nunca lo había tenido antes, y cada vez tiene más. —Case advirtió una cierta tensión en la boca de ella—. O tal vez algo está detrás de él… —Se encogió de hombros.

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé exactamente. En verdad, no sé para qué o quién estamos trabajando.

Él contempló los espejos gemelos. Tras dejar el Hilton el sábado por la mañana, había regresado al Hotel Barato y había dormido diez horas. Luego dio un largo e inútil paseo por el perímetro de seguridad del puerto, observando a las gaviotas que volaban en círculo más allá de la cerca metálica. Si ella lo había seguido, lo había hecho muy bien. Evitó Night City. Esperó en el ataúd la llamada de Armitage. Y ahora aquel patio silencioso, domingo por la tarde, aquella chica con cuerpo de gimnasta y manos de conjuradora.

—Tenga la bondad de seguirme, señor, el anestesista lo está esperando. —El técnico hizo una reverencia, dio media vuelta y volvió a entrar en la clínica sin mirar si Case lo seguía.

Olor a acero frío. El hielo le acarició la columna.

Perdido, tan pequeño en medio de aquella oscuridad, la imagen del cuerpo se le desvanecía en pasadizos de cielo de televisor.

Voces.

Luego el fuego negro encontró las ramificaciones tributarias de los nervios; un dolor que superaba cualquier cosa que llamaran dolor…

Quédate quieto. No te muevas.

Y Ratz estaba allí, y Linda Lee, Wage y Lonny Zone, cien rostros del bosque de neón, navegantes y buscavidas y putas, donde el cielo es plata envenenada, más allá de la cerca metálica y la prisión del cráneo.

Maldita sea, no te muevas.

Donde la sibilante estática del cielo se transformaba en una matriz acromática, y vio los shurikens, sus estrellas.

—¡Basta, Case, tengo que encontrarte la vena!

Ella estaba sentada a horcajadas sobre su pecho; tenía una jeringa de plástico azul en la mano.

—Si no te quedas quieto, te atravesaré la maldita garganta. Estás lleno de inhibidores de endorfina.

Despertó y la encontró estirada junto a él en la oscuridad.

Tenía el cuello frágil, como un haz de ramas pequeñas. Sentía un continuo latido de dolor en la mitad inferior de la columna. Imágenes se formaban y reformaban: un intermitente montaje de las torres del Ensanche y de unas ruinosas cúpulas de Fuller, tenues figuras que se acercaban en la sombra bajo el puente o una pasarela…

—Case. Es miércoles, Case. —Ella se dio la vuelta y se le acercó. Un seno rozó el brazo de Case. Oyó que ella rasgaba el sello laminado de una botella de agua y que bebía—. Toma. —Le puso la botella en la mano—. Puedo ver en la oscuridad, Case. Tengo microcanales de imágenesamperios en los lentes.

—Me duele la espalda.

—Es ahí donde te cambiaron el fluido. También te cambiaron la sangre, pues incluyeron un páncreas en el paquete. Y un poco de tejido nuevo en el hígado. Lo de los nervios no lo sé. Muchas inyecciones. No tuvieron que abrir nada para el plato fuerte. —Se sentó junto a él—. Son las 2:43:12 a.m., Case. Tengo un microsensor en el nervio óptico.

Él se incorporó e intentó beber de la botella. Se atragantó, tosió; le cayó agua tibia en el pecho y los muslos.

—Tengo que encontrar un teclado —se oyó decir. Buscaba su ropa—. Tengo que saber…

Ella se echó a reír. Unas manos fuertes y pequeñas le sujetaron los brazos.

—Lo siento, estrella. Ocho días más. Si conectaras ahora, el sistema nervioso se te caería al suelo. Son órdenes del doctor. Además, creen que funcionó. Te revisarán mañana o pasado. —Se volvió a acostar.

—¿Dónde estamos?

—En casa, Hotel Barato.

—¿Dónde está Armitage?

—En el Hilton, vendiendo abalorios a los nativos o algo parecido. Pronto estaremos lejos de aquí. Ámsterdam, París, y luego al Ensanche otra vez. —Le tocó el hombro—. Date la vuelta. Doy buenos masajes.

Case se tumbó boca abajo con los brazos estirados hacia adelante, tocando con las puntas de los dedos las paredes del nicho. Ella se acomodó de rodillas en el acolchado; los pantalones de cuero fríos sobre la piel de Case. Los dedos le acariciaron el cuello.

—¿Cómo es que no estás en el Hilton?

Ella le respondió estirando la mano hacia atrás, metiéndosela entre los muslos y sujetándole suavemente el escroto con el pulgar y el índice. Se balanceó allí un minuto en la oscuridad; erguida, con la otra mano en el cuello de Case. El cuero de los pantalones crujía débilmente. Case se movió, sintiendo que se endurecía contra el acolchado de goma espuma.

Le latía la cabeza, pero el cuello le parecía ahora menos frágil. Se incorporó apoyándose en un codo, se dio la vuelta y se hundió de nuevo en la espuma sintética, atrayéndola hacia abajo, lamiéndole los senos; pezones pequeños y duros que se apretaban húmedos contra su mejilla. Encontró la cremallera en los pantalones de cuero y tiró hacia abajo.

—Está bien —dijo ella—, yo puedo ver. —Ruido de los pantalones saliendo. Forcejeó junto a él hasta que consiguió quitárselos. Extendió una pierna y Case le tocó la cara. Dureza inesperada de los lentes implantados—. No toques —dijo ella—; huellas digitales.

Luego montó de nuevo a horcajadas sobre él, le tomó la mano y la cerró sobre ella, el pulgar en la hendidura de las nalgas y los dedos extendidos sobre los labios. Cuando comenzó a bajar, las imágenes llegaron a Case en atropellados latidos: las caras, fragmentos de neón, acercándose y alejándose. Ella descendió deslizándose, envolviéndolo, él arqueó la espalda convulsivamente, y ella se movió sobre él una y otra vez. El orgasmo de él se inflamó de azul en un espacio sin tiempo, la inmensidad de una matriz electrónica, donde los rostros eran destrozados y arrastrados por corredores de huracán, y los muslos de ella eran fuertes y húmedos contra sus caderas.

En Ninsei, una disminuida muchedumbre de día de semana siguió los movimientos de la danza. Olas de sonido rodaban desde las vídeo galerías y los salones pachinko. Case miró hacia el interior del Chat y vio a Zone observando a sus chicas en la cálida penumbra que olía a cerveza. Ratz servía en la barra.

—¿Has visto a Wage, Ratz?

—Esta noche no. —Ratz arqueó significativamente una ceja mirando a Molly.

—Si lo ves, dile que tengo su dinero.

—¿Estás cambiando la suerte, amigo artiste?

—Es demasiado pronto para decirlo.

—Bueno, tengo que ver a este tipo —dijo Case, y se observó en los lentes de ella—. Tengo unos asuntos que rematar.

—A Armitage no le va a gustar que yo te pierda de vista. —Ella estaba de pie bajo el reloj derretido de Deane, con las manos en las caderas.

—El tipo no va a hablar contigo delante. Deane me importa un bledo. Sabe cuidarse solo. Pero hay gente que se vendría abajo si me largo de Chiba, así, sin más. Es mi gente, ¿sabes?

Ella no lo miró. Se le endureció la boca. Sacudió la cabeza.

—Tengo gente en Singapur, contactos de Tokio en Shinjuku y en Asakuza, y se vendrían abajo, ¿entiendes? —mintió Case, poniendo la mano en el hombro de la chaqueta negra de la joven—. Cinco. Cinco minutos. Por tu reloj, ¿de acuerdo?

—No me pagan para esto.

—Para lo que te pagan es una cosa. Que yo deje morir a unos buenos amigos porque tú sigues tus instrucciones demasiado al pie de la letra, es otra.

—Tonterías. Buenos amigos un cuerno. Lo que tú vas a hacer ahí dentro es pedirle a tu contrabandista que te diga algo de nosotros. —Puso una bota en la polvorienta mesa Kandinsky.

—Ah, Case, muchacho; parece que tu compañera está a todas luces armada, aparte de tener una considerable cantidad de silicón en la cabeza. ¿De qué se trata, exactamente? —La fantasmal tos de Deane parecía suspendida en el aire entre ellos.

—Espera, Julie. Al fin y al cabo entraré solo.

—Eso tenlo bien por seguro, hijo. No podría ser de otra manera.

—De acuerdo —dijo ella—. Ve, pero cinco minutos. Uno más y entraré a enfriar para siempre a tu buen amigo. Y mientras estés en eso, trata de pensar en algo.

—¿En qué?

—En por qué te estoy haciendo el favor. —Se dio la vuelta y salió, más allá de los módulos blancos de jengibre en conserva.

—¿En compañías más extrañas que las de costumbre, Case? —preguntó Julie.

—Julie, ella se ha marchado. ¿Me dejas entrar? Por favor, Julie.

Los pestillos funcionaron.

—Despacio, Case —advirtió la voz.

—Enciende los aparatos, Julie; todo lo que hay en el escritorio —dijo Case, sentándose en la silla giratoria.

—Está encendido todo el tiempo —dijo Deane tibiamente al tiempo que sacaba una pistola de detrás de los expuestos mecanismos de la vieja máquina de escribir y apuntaba cautelosamente a Case. Era un revólver de tambor, un Magnum de cañón recortado. La parte delantera del guardamonte había sido serrada, y el mango estaba envuelto en algo que parecía cinta adhesiva. A Case le pareció que tenía un aspecto muy extraño en las rosadas y manicuradas manos de Deane—. Sólo me cuido, tú entiendes. No es nada personal. Ahora dime lo que quieres.

—Necesito una lección de historia, Julie. Y datos de alguien.

—¿Qué se está moviendo, hijo? —La camisa de Deane era de algodón a rayas, el cuello blanco y rígido, como porcelana.

—Yo, Julie. Me marcho. Me fui. Pero hazme el favor, ¿de acuerdo?

—¿Datos de quién, hijo?

—Un gaijin de nombre Armitage, suite en el Hilton.

Deane bajó el revólver.

—Siéntate quieto, Case. —Tecleó algo en un terminal periférico—. Yo diría que sabes tanto como mi red, Case. Este caballero parece tener un arreglo temporal con los Yakuza, y los hijos de los crisantemos de neón disponen de medios para que la gente como yo no sepa nada de sus aliados. Yo en su caso haría lo mismo. Ahora, historia. Has dicho historia. —Tomó de nuevo el revólver, pero no apuntó directamente a Case—. ¿Qué clase de historia?

—La guerra. ¿Estuviste en la guerra, Julie?

—¿La guerra? ¿Qué hay que saber? Duró tres semanas.

—Puño Estridente.

—Famoso. ¿No os enseñan historia hoy en día? Aquello fue un gran y sangriento fútbol político de posguerra. Watergatearon todo y lo mandaron al diablo. Vuestros militares, Case, vuestros militares del Ensanche, en…, ¿dónde era, McLean? En los búnkeres, todo aquel… gran escándalo. Despilfarraron una buena porción de carne joven y patriótica para probar alguna nueva tecnología, conocían las defensas de los rusos, como se supo después, conocían los empos, armas de pulso magnético. Enviaron a esos chicos sin importarles nada, sólo para ver. —Deane se encogió de hombros—. Pan comido para Iván.

—¿Alguno de ellos consiguió salir?

—Cristo —dijo Deane—, han pasado tantos años… Aunque creo que unos pocos lo consiguieron. Uno de los equipos. Se apoderaron de una nave militar soviética. Un helicóptero, ya me entiendes. Volaron de regreso a Finlandia. No tenían códigos de entrada, claro, y descargaron todo sobre las defensas finlandesas. Eran del tipo Fuerzas Especiales. —Deane resopló—. Una verdadera mierda.

Case asintió. El olor a jengibre en conserva era abrumador.

—Pasé la guerra en Lisboa, ¿sabes? —dijo Deane, bajando el revólver—. Hermoso lugar, Lisboa.

—¿En el servicio, Julie?

—Qué va. Aunque vi un poco de acción. —Deane sonrió su rosada sonrisa—. Es maravilloso lo que una guerra puede hacer por los mercados.

—Gracias, Julie. Te debo uno.

—Qué va, Case. Y adiós.

Y después se diría a sí mismo que la noche en el Sammi’s había estado mal desde el principio, que incluso lo había sentido cuando seguía a Molly por aquel corredor, vadeando un pisoteado lodazal de boletos rotos y vasos de plástico. La muerte de Linda, esperando…

Después de haber visto a Deane, fueron al Namban y le pagaron la deuda a Wage con un fajo de los nuevos yens de Armitage. A Wage le gustó; los muchachos lo apreciaron menos, y Molly, junto a Case, sonrió con una especie de extasiado intensidad feérica, obviamente deseando que uno de ellos hiciera un movimiento. Luego, Case la llevó de regreso al Chat para tomar una copa.

—Estás perdiendo el tiempo, vaquero —le dijo Molly, cuando Case sacó un octógono del bolsillo.

—¿Y eso? ¿Quieres una? —Le ofreció la pastilla.

—Tu nuevo páncreas, Case, y esos enchufes en el hígado. Armitage hizo que los preparasen para que no filtraran esa mierda. —Tocó el octágono con una uña roja. Eres bioquímicamente incapaz de despegar con anfetaminas o cocaína.

—Mierda —dijo él. Miró el octágono, y luego a Molly.

—Cómetela. Cómete una docena. No pasará nada.

Así lo hizo. Así fue.

Tres cervezas después, ella le preguntaba a Ratz acerca de las peleas.

—Sammi’s —dijo Ratz.

—Yo paso —dijo Case—. Me dicen que allá se matan unos a otros.

Una hora después, ella estaba comprando boletos a un flaco tailandés que llevaba una camiseta blanca y unos abolsados pantalones cortos de rugby.

El Sammi’s era una cúpula inflada, detrás de un depósito portuario; tela gris estirada y reforzada con una retícula de finos cables de acero. El corredor, con una puerta en cada extremo, hacía de rudimentaria cámara de aire y mantenía la diferencia de presiones que sustentaba la cúpula. A intervalos, sujetos al techo de madera enchapada, había anillos fluorescentes, pero casi todos estaban rotos. El aire húmedo y pesado olía a sudor y cemento.

Nada de aquello lo preparó para el ring, la multitud, el tenso silencio, las imponentes marionetas de luz bajo la cúpula. El cemento se abría en terrazas hacia una especie de escenario central, un círculo elevado y con un fulgurante seto de equipos de proyección alrededor. No había más luz que la de los hologramas que se desplazaban y titilaban por encima del escenario, reproduciendo los movimientos de los dos hombres de debajo. Estratos de humo de cigarrillo se elevaban desde las terrazas, errando hasta chocar con las corrientes de aire de los ventiladores que sostenían la cúpula. No había más sonido que el sordo ronroneo de los ventiladores y la respiración amplificada de los luchadores.

Colores reflejados fluían sobre los lentes de Molly a medida que los hombres giraban. Los hologramas tenían diez niveles de aumento; en el décimo, los cuchillos medían casi un metro de largo. El luchador de cuchillos empuña el arma como el espadachín, recordó Case, los dedos cerrados, el pulgar en línea con la hoja. Los cuchillos parecían moverse solos, planeando con ritual parsimonia por entre los arcos y pasos de la danza, punta frente a punta, mientras los hombres esperaban una oportunidad. El rostro de Molly, suave y sereno, estaba vuelto hacia arriba, observando.

—Iré a buscar algo de comer —dijo Case. Ella asintió, perdida en la contemplación de la danza.

A él no le gustaba aquel lugar.

Dio media vuelta y regresó a las sombras. Demasiado oscuro, demasiado silencioso.

El público, advirtió, era en su mayoría japonés. No era el verdadero público de Night City. Técnicos de las arcologías. Podía suponerse que el circo contaba con la aprobación del comité de recreo de alguna empresa. Por un instante se preguntó cómo sería trabajar toda la vida para un solo zaibatsu. Vivienda de la empresa, himno de la empresa, entierro de la empresa.

Recorrió casi todo el circuito de la cúpula antes de encontrar los puestos de comida. Compró unos pinchos de yakitori y dos cervezas en grandes vasos de cartón parafinado. Levantó la vista hacia los hologramas y vio sangre en el pecho de una de las figuras. De los pinchos goteaba una espesa salsa marrón que le caía en los nudillos.

Siete días más y podría entrar. Si ahora cerrara los ojos, podría ver la matriz.

Las sombras se retorcían acompañando la danza de los hologramas.

Sintió un nudo de miedo entre los hombros. Un frío hilo de sudor le recorrió la espalda y las costillas. La operación no había servido. Él todavía estaba allí, todavía de carne, sin Molly esperándolo, los ojos fijos en los cuchillos danzantes, sin Armitage esperándolo en el Hilton con pasajes y un pasaporte nuevo y dinero. Todo era un sueño, una patética fantasía… Unas lágrimas calientes le nublaron los ojos.

Un chorro de sangre brotó de una yugular en un rojo estallido de luz. Y la multitud gritaba, se levantaba, gritaba… mientras una figura se desplomaba. Y el holograma se desvanecía en destellos intermitentes…

Una cruda sensación de vómito en la garganta. Case cerró los ojos, tomó aliento, los abrió otra vez y vio pasar a Linda Lee, los ojos grises ciegos de miedo. Llevaba los mismos pantalones de fajina franceses.

Y desapareció entre las sombras.

Un reflejo puramente irracional; arrojó la cerveza y el pollo y corrió tras ella. Podría haberla llamado, pero nunca hubiera estado seguro.

Imagen residual de un hilo único de luz roja. Cemento abierto bajo las delgadas suelas de los zapatos.

Las zapatillas blancas destellaban ahora cerca de la pared curva, y una vez más la línea fantasma del láser subía y bajaba delante de él mientras corría.

Alguien lo hizo tropezar. El cemento le desgarró las palmas de las manos.

Se revolcó en el suelo y pateó el aire. Un muchacho delgado, de pelo rubio y erizado, iluminado a contraluz, se inclinaba sobre él. Por encima del escenario una figura se volvió, cuchillo en alto hacia la multitud que lo vitoreaba. El muchacho sonrió y extrajo algo de la manga. Una navaja, dibujada en rojo en el momento en que un tercer rayo destellaba junto a ellos y se hundía en la oscuridad. Case vio la navaja que le buscaba la garganta como la varilla de un zahorí.

El rostro del muchacho se borró en una zumbante nube de explosiones microscópicas. Los dardos de Molly a veinte cargas por segundo. El muchacho tosió una vez, convulsivamente, y se desplomó sobre las piernas de Case.

Case caminó hacia los palcos, adentrándose en las sombras. Miró hacia abajo, esperando ver aquella aguja de rubí en su propio pecho. Nada. Encontró a Linda caída al pie de una columna de cemento, los ojos cerrados. Había un olor a carne cocida. La multitud gritaba el nombre del ganador. Un vendedor de cerveza limpiaba los grifos con un trapo oscuro. Junto a la cabeza de Linda había una zapatilla blanca; se le había salido quién sabe cómo.

Sigue la pared. Curva de cemento. Manos en los bolsillos. Continúa caminando. Junto a rostros que no lo veían, todos los ojos levantados hacia la imagen del vencedor por encima del ring. En un momento, un fruncido rostro europeo danzó al resplandor de una cerilla, sosteniendo entre los labios una corta pipa de metal. Relente de hachís. Case siguió caminado, sin sentir nada.

—Case. —Los espejos surgieron de una sombra más profunda—. ¿Estás bien?

Algo gimoteó y borboteó en la oscuridad detrás de ella.

Negó con la cabeza.

—La pelea ha terminado, Case. Es hora de volver a casa.

Case intentó pasar junto a ella, regresar a la oscuridad, donde algo estaba muriendo. Ella lo detuvo poniéndole una mano en el pecho.

—Amigos de tus buenos amigos. Mataron a tu chica. No te ha ido muy bien con los amigos en esta ciudad, ¿no es cierto? Obtuvimos un perfil parcial de ese hijo de puta cuando te preparamos. Se cargaría a cualquiera por unos cuantos nuevos. La morena dijo que la pillaron cuando intentaba vender tu RAM. Les resultó más barato matarla y quedarse con él. Un pequeño ahorro… Hice que el del láser me lo contara todo. Fue una coincidencia que estuviésemos aquí, pero tenía que asegurarme. —Endureció la boca; los labios se apretaron en una línea delgada.

Case sintió que le habían embotado el cerebro.

—¿Quién? —dijo—. ¿Quién los envió?

Molly le alcanzó una ensangrentada bolsa de jengibre en conserva. Case vio que ella tenía las manos sucias de sangre. En las sombras de detrás, alguien emitió unos ruidos húmedos y murió.

Después del examen posoperatorio en la clínica, Molly lo llevó hasta el puerto. Armitage estaba esperando. Había contratado un aerodeslizador. Lo último que Case vio de Chiba fueron los oscuros ángulos de las arcologías. Luego, una niebla se cerró sobre las aguas negras y los flotantes cardúmenes de basura.