18

Me viene ahora el recuerdo de las noches en la calle de Aribau. Aquellas noches que corrían como un río negro, bajo los puentes de los días, y en las que los olores estancados despedían un vaho de fantasmas.

Me acuerdo de las primeras noches otoñales y de mis primeras inquietudes en la casa, avivadas con ellas. De las noches de invierno con sus húmedas melancolías: el crujido de una silla rompiendo el sueño y el escalofrío de los nervios al encontrar dos pequeños ojos luminosos —los ojos del gato— clavados en los míos. En aquellas heladas horas hubo algunos momentos en que la vida rompió delante de mis ojos todos sus pudores y apareció desnuda, gritando intimidades tristes, que para mí eran sólo espantosas. Intimidades que la mañana se encargaba de borrar, como si nunca hubieran existido… Más tarde vinieron las noches de verano. Dulces y espesas noches mediterráneas sobre Barcelona, con su dorado zumo de luna, con su húmedo olor de nereidas que peinasen cabellos de agua sobre las blancas espaldas, sobre la escamosa cola de oro… En alguna de esas noches calurosas, el hambre, la tristeza y la fuerza de mi juventud me llevaron a un delirio de sentimiento, a una necesidad física de ternura, ávida y polvorienta como la tierra quemada presintiendo la tempestad.

A primera hora, cuando me extendía, cansada, sobre el colchón, venía el dolor de cabeza, vacío y bordoneante, atormentando mi cráneo. Tenía que tenderme con la cabeza baja, sin almohada, para sentirlo encalmarse lentamente, cruzado por mil ruidos familiares de la calle y de la casa.

Así, el sueño iba llegando en oleadas cada vez más perezosas hasta el hondo y completo olvido de mi cuerpo y de mi alma. Sobre mí el calor lanzaba su aliento, irritante como jugo de ortigas, hasta que oprimida, como en una pesadilla, volvía a despertarme otra vez.

Silencio absoluto. En la calle, de cuando en cuando, los pasos del vigilante. Mucho más arriba de los balcones, de los tejados y las azoteas, el brillo de los astros.

La inquietud me hacía saltar de la cama, pues estos luminosos hilos impalpables que vienen del mundo sideral obraban en mí con fuerzas imposibles de precisar, pero reales.

Me acuerdo de una noche en que había luna. Yo tenía excitados los nervios después de un día demasiado movido. Al levantarme de la cama vi que en el espejo de Angustias estaba toda mi habitación llena de un color de seda gris, y allí mismo, una larga sombra blanca. Me acerqué y el espectro se acercó conmigo. Al fin alcancé a ver mi propia cara desdibujada sobre el camisón de hilo. Un camisón de hilo antiguo —suave por el roce del tiempo— cargado de pesados encajes, que muchos años atrás había usado mi madre. Era una rareza estarme contemplando así, casi sin verme, con los ojos abiertos. Levanté la mano para tocarme las facciones, que parecían escapárseme, y allí surgieron unos dedos largos, más pálidos que el rostro, siguiendo la línea de las cejas, la nariz, las mejillas conformadas según la estructura de los huesos. De todas maneras, yo misma, Andrea, estaba viviendo entre las sombras y las pasiones que me rodeaban. A veces llegaba a dudarlo.

Aquella misma tarde había sido la fiesta de Pons.

Durante cinco días había yo intentado almacenar ilusiones para esa escapatoria de mi vida corriente. Hasta entonces me había sido fácil dar la espalda a lo que quedaba atrás, pensar en emprender una vida nueva a cada instante. Y aquel día yo había sentido como un presentimiento de otros horizontes. Algo de la ansiedad terrible que a veces me coge en la estación al oír el silbido del tren que arranca o cuando paseo por el puerto y me viene en una bocanada el olor a barcos.

Mi amigo me había telefoneado por la mañana y su voz me llenó de ternura por él. El sentimiento de ser esperada y querida me hacía despertar mil instintos de mujer; una emoción como de triunfo, un deseo de ser alabada, admirada, de sentirme como la Cenicienta del cuento, princesa por unas horas, después de un largo incógnito.

Me acordaba de un sueño que se había repetido muchas veces en mi infancia, cuando yo era una niña cetrina y delgaducha, de esas a quienes las visitas nunca alaban por lindas y para cuyos padres hay consuelos reticentes… Esas palabras que los niños, jugando al parecer absortos y ajenos a la conversación, recogen ávidamente: «Cuando crezca, seguramente tendrá un tipo bonito», «Los niños dan muchas sorpresas al crecer»…

Dormida, yo me veía corriendo, tropezando, y al golpe sentía que algo se desprendía de mí, como un vestido o una crisálida que se rompe y cae arrugada a los pies. Veía los ojos asombrados de las gentes. Al correr al espejo, contemplaba, temblorosa de emoción, mi transformación asombrosa en una rubia princesa —precisamente rubia, como describían los cuentos—, inmediatamente dotada, por gracia de la belleza, con los atributos de dulzura, encanto y bondad, y el maravilloso de esparcir generosamente mis sonrisas…

Esta fábula, tan repetida en mis noches infantiles, me hacía sonreír, cuando con las manos un poco temblorosas trataba de peinarme con esmero y de que apareciera bonito mi traje menos viejo, cuidadosamente planchado para la fiesta.

«Tal vez —pensaba yo un poco ruborizada— ha llegado hoy ese día». Si los ojos de Pons me encontraban bonita y atractiva (y mi amigo había dicho esto con palabras torpes, o más elocuentemente, sin ellas muchas veces), era como si el velo hubiese caído ya.

«Tal vez el sentido de la vida para una mujer consiste únicamente en ser descubierta así, mirada de manera que ella misma se sienta irradiante de luz». No en mirar, no en escuchar venenos y torpezas de los otros, sino en vivir plenamente el propio goce de los sentimientos y las sensaciones, la propia desesperación y alegría. La propia maldad o bondad…

De modo que me escapé de la casa de la calle de Aribau y casi tuve que taparme los oídos para no escuchar al piano al que atormentaba Román.

Mi tío había pasado cinco días encerrado en su cuarto. (Según me dijo Gloria, no había salido ni una vez a la calle). Y aquella mañana apareció en la casa escrutando las novedades con sus ojos penetrantes. En algunos rincones se notaba la falta de los muebles que Gloria había vendido al trapero. Por aquellos claros corrían, desaladas, las cucarachas.

—¡Estás robando a mi madre! —gritó.

La abuela acudió inmediatamente.

—No, hijo, no. Los he vendido yo, son míos; los he vendido porque los necesitaba, porque estoy en mi derecho…

Resultaba tan incongruente oír hablar de derechos a aquella viejecilla desgraciada, que era capaz de morirse de hambre si la comida estaba escasa para que quedase más a los otros, o de frío para que el niño tuviese otra manta en su cuna, que Román se sonrió.

Por la tarde, mi tío empezó a tocar el piano. Yo le vi en el salón, desde la puerta de la galería. Detrás de su cabeza se extendía un haz de sol. Se volvió hacia mí y me vio también y también me dirigió una sonrisa viva que le venía por encima de todos sus pensamientos.

—Te has puesto demasiado guapa para querer escuchar mi música, ¿eh? Tú, como las mujeres todas de esta casa, huyes…

Apretaba las teclas con pasión, obligándolas a darle el sentido de una esplendorosa primavera. Tenía los ojos enrojecidos, como hombre que ha tomado mucho alcohol o que no ha dormido en varios días. Al tocar, la cara se le llenaba de arrugas.

De modo que huí de él, como otras veces había hecho. En la calle recordé solamente su galantería. «A pesar de todo —pensé—, Román hace vivir a las gentes de su alrededor. Él sabe, en realidad, lo que les ocurre. Él sabe que yo esta tarde estoy ilusionada».

Enlazado a la idea de Román, me venía sin querer el recuerdo de Ena. Porque yo, que tanto había querido evitar que aquellos dos seres se llegasen a conocer, ya no podía separarlos en mi imaginación.

—¿Tú sabes que Ena vino a ver a Román la víspera de San Juan por la tarde?

Me había dicho Gloria, mirándome de reojo:

—La vi yo misma cuando salía corriendo, escaleras abajo, como el otro día corría Trueno… De la misma manera, chica, como si fuera enloquecida… Tú, ¿qué opinas?… Desde entonces no ha vuelto.

Me tapé los oídos, allí en la calle, camino de la casa de Pons, y levanté los ojos hacia las copas de los árboles. Las hojas tenían ya la consistencia de un verde durísimo. El cielo inflamado se estrellaba contra ellas.

Otra vez en el esplendor de la calle, volví a ser una muchacha de dieciocho años que va a bailar con su primer pretendiente. Una agradable y ligera expectación logró apagar completamente aquellos ecos de los otros.

Pons vivía en una casa espléndida al final de la calle Muntaner. Delante de la verja del jardín —tan ciudadano que las flores olían a cera y a cemento— vi una larga hilera de coches. El corazón me empezó a latir de una manera casi dolorosa. Sabía que unos minutos después habría de verme dentro de un mundo alegre e inconsciente. Un mundo que giraba sobre el sólido pedestal del dinero y de cuya optimista mirada me habían dado alguna idea las conversaciones de mis amigos. Era la primera vez que yo iba a una fiesta de sociedad, pues las reuniones en casa de Ena, a las que había asistido, tenían un carácter íntimo, revestido de una finalidad literaria y artística.

Me acuerdo del portal de mármol y de su grata frescura. De mi confusión ante el criado de la puerta, de la penumbra del recibidor adornado con plantas y con jarrones. Del olor a señora con demasiadas joyas que vino al estrechar la mano de la madre de Pons y de la mirada suya, indefinible, dirigida a mis viejos zapatos, cruzándose con otra anhelante de Pons, que la observaba.

Aquella señora era alta, imponente. Me hablaba sonriendo, como si la sonrisa se le hubiera parado —ya para siempre— en los labios. Entonces era demasiado fácil herirme. Me sentí en un momento angustiada por la pobreza de mi atavío. Pasé una mano muy poco segura por el brazo de Pons y entré con él en la sala.

Había mucha gente allí. En un saloncito contiguo los mayores se dedicaban, principalmente, a alimentarse y a reír. Una señora gorda está parada en mi recuerdo con la cara congestionada de risa en el momento de llevarse a la boca un pastelillo. No sé por qué tengo esta imagen eternamente quieta, entre la confusión y el movimiento de todo lo demás. Los jóvenes comían y bebían también y charlaban cambiando de sitio a cada momento. Predominaban las muchachas bonitas. Pons me presentó a un grupo de cuatro o cinco, diciéndome que eran sus primas. Me sentí muy tímida entre ellas. Casi tenía ganas de llorar, pues en nada se parecía este sentimiento a la radiante sensación que yo había esperado. Ganas de llorar de impaciencia y de rabia…

No me atrevía a separarme de Pons para nada y empecé a sentir con terror que él se ponía un poco nervioso delante de los lindos ojos cargados de malicia que nos estaban observando. Al fin llamaron un momento a mi amigo y me dejó —con una sonrisa de disculpa— sola con las muchachas y con dos jovenzuelos desconocidos. Yo no supe qué decir en todo aquel rato.

No me divertía nada. Me vi en un espejo blanca y gris, deslucida entre los alegres trajes de verano que me rodeaban. Absolutamente seria entre la animación de todos y me sentí un poco ridícula.

Pons había desaparecido de mis horizontes visuales. Al fin, cuando la música lo invadió todo con un ritmo de fox lento, me encontré completamente sola junto a una ventana, viendo bailar a los otros.

Terminó el baile con un rumor de conversaciones y nadie vino a buscarme. Oí la voz de Iturdiaga y me volví rápidamente. Estaba Gaspar sentado entre dos o tres muchachas a las que enseñaba no sé qué planos y explicaba sus proyectos para el futuro. Decía:

—Hoy día esta roca es inaccesible, pero yo construiré para llegar hasta ella un funicular y mi casa-castillo tendrá sus cimientos en la misma punta. Me casaré y pasaré en esta fortaleza doce meses del año, sin más compañía que la de la mujer amada, escuchando el zumbido del viento, el grito de las águilas, el rugir del trueno…

Una jovencilla muy linda, que le escuchaba con la boca abierta, le interrumpió:

—Pero eso no puede ser, Gaspar…

—¿Cómo que no, señorita? ¡Ya tengo los planos! ¡Ya he hablado con los arquitectos e ingenieros! ¿Me vas a decir que es imposible?

—¡Pero si lo que es imposible es que encuentres una mujer que quiera vivir contigo ahí!… De verdad, Gaspar…

Iturdiaga levantó las cejas y sonrió con altiva melancolía. Sus largos pantalones azules terminaban en unos zapatos brillantes como espejos. No sabía yo si acercarme a él, pues me sentía humilde y ansiosa de compañía, como un perro… En aquel momento me distrajo oír su apellido, Iturdiaga, pronunciado con toda claridad a mis espaldas, y volví la cabeza. Yo estaba apoyada en una ventana baja, abierta al jardín. Allí, en uno de los estrechos senderillos asfaltados, vi a dos señores que sin duda paseaban charlando de negocios.

Uno de ellos, enorme y grueso, tenía cierto parecido con Gaspar. Se habían detenido en su paseo a pocos pasos de la ventana, tan animadamente discutían.

—¿Pero usted se da cuenta de lo que puede hacernos ganar la guerra en este caso? ¡Millones, hombre, millones!… ¡No es un juego de niños, Iturdiaga!…

Siguieron su camino.

A mí me vino a los labios una sonrisa, como si en efecto los viera cabalgar por el cielo enrojecido de la tarde (sobre las dignas cabezas de hombres importantes un capirote de mago) a lomos del negro fantasma de la guerra que volaba sobre los campos de Europa…

Pasaba el tiempo demasiado despacio para mí. Una hora, dos, quizás, estuve sola. Yo observaba las evoluciones de aquellas gentes que, al entrárseme por los ojos, me llegaban a obsesionar. Creo que estaba distraída cuando volví a ver a Pons. Estaba él enrojecido y feliz brindando con dos chicas, separado de mí por todo el espacio del salón. Yo también tenía en la mano mi copa solitaria y la miré con una sonrisa estúpida. Sentí una mezquina e inútil tristeza allí sola. La verdad es que no conocía a nadie y estaba descentrada. Parecía como si un montón de estampas que me hubiera entretenido en colocar en forma de castillo cayeran de un soplo como en un juego de niños. Estampas de Pons comprando claveles para mí, de Pons prometiéndome veraneos ideales, de Pons sacándome de la mano, desde mi casa, hacia la alegría. Mi amigo —que me había suplicado tanto, que me había llegado a conmover con su cariño— aquella tarde, sin duda, se sentía avergonzado de mí… Quizá había estropeado todo la mirada primera que dirigió su madre a mis zapatos… O era quizá culpa mía. ¿Cómo podría entender yo nunca la marcha de las cosas?

—Te aburres mucho, pobrecita… ¡Este hijo mío es un grosero! ¡Voy a buscarle en seguida!

La madre de Pons me había observado durante aquel largo rato, sin duda. La miré con cierto rencor, por ser tan diferente a como yo me la había imaginado. La vi acercarse a mi amigo y al cabo de unos minutos estuvo él a mi lado.

—Perdóname, Andrea, por favor… ¿Quieres bailar? Se oía otra vez la música.

—No, gracias. No me encuentro bien aquí y quisiera marcharme.

—Pero ¿por qué, Andrea?… ¿No estarás ofendida conmigo?… He querido muchas veces venir a buscarte… Me han detenido siempre por el camino… Sin embargo, yo estaba contento de que tú no bailaras con los otros; te miraba a veces…

Nos quedamos callados. Él estaba confuso. Parecía a punto de llorar.

Pasó una de las primas de Pons y nos lanzó una pregunta absurda:

—¿Riña sentimental?

Tenía una sonrisa forzada de estrella de cine. Una sonrisa tan divertida que ahora me sonrío al acordarme. Entonces vi sonrojarse a Pons. A mí me subió como un demonio del corazón, haciéndome sufrir.

—No puedo encontrar el menor placer en estar entre gente así —dije—, como esa chica, por ejemplo… Pons pareció dolido y agresivo.

—¿Qué tienes que decir de esa chica? La conozco de toda mi vida, es inteligente y buena… Tal vez es demasiado guapa a tu juicio. Las mujeres sois todas así.

Entonces me puse encarnada yo, y él, inmediatamente arrepentido, intentó coger una de mis manos.

«¿Es posible que sea yo —pensé— la protagonista de tan ridícula escena?».

—No sé qué te pasa hoy, Andrea, no sé qué tienes que no eres como siempre…

—Es verdad. No me encuentro bien… Mira, en realidad, yo no quería venir a tu fiesta. Yo quería solamente felicitarte y marcharme, ¿sabes?… Sólo que cuando tu madre me saludó, yo estaba tan confusa… Ya ves que ni siquiera he venido vestida a propósito. ¿No te has fijado que he traído unos viejos zapatos de deporte? ¿No te has dado cuenta?

«¡Oh! —pensaba algo en mi interior con una mueca de repugnancia—. ¿Por qué digo tal cantidad de idioteces?». Pons no sabía qué hacer. Me miraba, asustado. Tenía las orejas encarnadas y parecía muy pequeñito metido en su elegante traje oscuro. Lanzó una instintiva mirada de angustia hacia la lejana silueta de su madre.

—No me he dado cuenta de nada, Andrea —balbuceó—, pero si quieres marcharte…, yo…, no sé qué hacer para impedirlo.

Me entró cierto malestar por las palabras que había llegado a decir, después de la gran pausa que siguió.

—Perdóname lo que te dije de tus invitados, Pons.

Fuimos, callados, hasta el recibidor. La fealdad de los ostentosos jarrones me hizo encontrarme más segura y firme allí y alivió algo mi tensión. Pons, súbitamente conmovido, me besó la mano cuando nos despedíamos.

—Yo no sé qué ha pasado, Andrea; primero fue la llegada de la marquesa… (¿Sabes? Mamá es un poco anticuada en eso; respeta mucho los títulos). Luego mi prima Nuria me llevó al jardín. Bueno, me hizo una declaración de amor…, no…

Se detuvo y tragó saliva.

Me dio risa. Todo aquello me parecía ya cómico.

—¿Es aquella chica tan guapa que nos habló hace un momento?

—Sí. No quería decírtelo. A nadie, naturalmente, quisiera decírselo… Después… Ya ves, Andrea, que no podía estar contigo. Después de todo fue muy valiente de su parte lo que hizo. Es una chica seductora. Tiene miles de pretendientes. Usa un perfume…

—Sí, claro.

—Adiós… De modo que… ¿cuándo nos volveremos a ver?

Y se volvió a poner encarnado, porque aún era muy niño en realidad. Sabía perfectamente, lo mismo que yo, que en adelante ya sólo nos encontraríamos por casualidad, en la universidad, tal vez, después de las vacaciones.

El aire de fuera resultaba ardoroso. Me quedé sin saber qué hacer con la larga calle Muntaner bajando en declive delante de mí. Arriba, el cielo, casi negro de azul, se estaba volviendo pesado, amenazador aun, sin una nube. Había algo aterrador en la magnificencia clásica de aquel cielo aplastado sobre la calle silenciosa. Algo que me hacía sentirme pequeña y apretada entre fuerzas cósmicas como el héroe de una tragedia griega.

Parecía ahogarme tanta luz, tanta sed abrasadora de asfalto y piedras. Estaba caminando como si recorriera el propio camino de mi vida, desierto. Mirando las sombras de las gentes que a mi lado se escapaban sin poder asirlas. Abocando en cada instante, irremediablemente, en la soledad.

Empezaron a pasar autos. Subió un tranvía atestado de gente. La gran vía Diagonal cruzaba delante de mis ojos con sus paseos, sus palmeras, sus bancos. En uno de estos bancos me encontré sentada, al cabo, en una actitud estúpida. Rendida y dolorida como si hubiera hecho un gran esfuerzo.

Me parecía que de nada vale correr si siempre ha de irse por el mismo camino, cerrado, de nuestra personalidad. Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía un pequeño y ruin papel de espectadora. Imposible salirme de él. Imposible libertarme. Una tremenda congoja fue para mí lo único real en aquellos momentos.

Empezó a temblarme el mundo detrás de una bonita niebla gris que el sol irisaba a segundos. Mi cara sedienta recogía con placer aquel llanto. Mis dedos lo secaban con rabia. Estuve mucho rato llorando, allí, en la intimidad que me proporcionaba la indiferencia de la calle, y así me pareció que lentamente mi alma quedaba lavada.

En realidad, mi pena de chiquilla desilusionada no merecía tanto aparato. Había leído rápidamente una hoja de mi vida que no valía la pena de recordar más. A mi lado, dolores más grandes me habían dejado indiferente hasta la burla…

Corrí, de vuelta a casa, la calle de Aribau casi de extremo a extremo. Había estado tanto tiempo sentada en medio de mis pensamientos que el cielo se empalidecía. La calle irradiaba su alma en el crepúsculo, encendiendo sus escaparates como una hilera de ojos amarillos o blancos que mirasen desde sus oscuras cuencas… Mil olores, tristezas, historias subían desde el empedrado, se asomaban a los balcones o a los portales de la calle de Aribau. Un animado oleaje de gente se encontraba bajando desde la solidez elegante de la Diagonal contra el que subía del movido mundo de la plaza de la Universidad. Mezcla de vidas, de calidades, de gustos, eso era la calle de Aribau. Yo misma: un elemento más, pequeño y perdido en ella.

Llegaba a mi casa, de la que ninguna invitación a un veraneo maravilloso me iba a salvar, de vuelta de mi primer baile en el que no había bailado. Caminaba desganada, con deseos de acostarme. Delante de mis ojos, un poco doloridos, se iluminó aquel farol, familiar ya como las facciones de un ser querido, que se levantaba sobre su brazo negro delante del portal.

En aquel momento vi con asombro a la madre de Ena que salía de mi casa. Ella me vio también y vino hacia mí. Como siempre, el hechizo de la dulzura y de la sencilla elegancia de aquella mujer me penetraron hondamente. Su voz entró por mis oídos trayéndome un mundo de recuerdos.

—¡Qué suerte haberla encontrado, Andrea! —me dijo—. He estado esperándola en su casa mucho tiempo… ¿Tiene usted un momento para mí? ¿Me permitirá que la invite a tomar un helado en cualquier sitio?