17

El mes de junio iba subiendo y el calor aumentaba. De los rincones llenos de polvo y del mugriento empapelado de las habitaciones empezó a salir un rebaño de chinches hambrientas. Empecé contra ellas una lucha feroz, que todas las mañanas agotaba mis fuerzas. Espantada veía que los demás habitantes de la casa no parecían advertir ninguna molestia. El primer día en que me metí a hacer una limpieza en mi cuarto, a fondo, con desinfectante y agua caliente, la abuelita asomó la cabeza moviéndola con desagrado.

—¡Niña! ¡Niña! ¡Que haga eso la muchacha!

—Déjala, mamá. A la sobrina le pasa eso por ser más sucia que los demás… —dijo Juan.

Me ponía el traje de baño para hacer esta tarea que me repugnaba. Era el mismo traje de baño azul que me había servido en el pueblo para entrar en el río el verano anterior. El río aquel, que junto a la huerta de mi prima pasaba profundo, doblándose en deliciosos recodos, con las orillas llenas de juncos y de fango… En primavera corría turbio, cargado de semillas de árboles y de imágenes de frutales florecidos. En verano se llenaba de sombras verdes que temblaban entre mis brazos al nadar… Si me dejaba arrastrar por la corriente, aquellas sombras se cargaban de reflejos sobre mis ojos abiertos. En los crepúsculos el agua tomaba un color rojo y ocre.

Con aquel mismo traje de baño descolorido, que ahora se me ensuciaba de jabón, me había extendido en la playa, junto a Ena y Jaime, aquella primavera, y había nadado en el mar frío y azul bajo la cruda luz de abril.

Mientras baldeaba con agua hirviente mi cama y sentía despellejárseme los dedos al contacto del estropajo, el recuerdo de Ena se me aparecía envuelto en tanta oscuridad y tristeza que llegaba a oprimirme más que todo aquello que me rodeaba. A veces tenía ganas de llorar como si fuese a mí y no a Jaime a quien ella hubiese burlado y traicionado. Me era imposible creer en la belleza y la verdad de los sentimientos humanos —tal como entonces con mis dieciocho años lo concebía yo— al pensar que todo aquello que reflejaban los ojos de Ena —hasta volverse radiantes y al mismo tiempo cargados de dulzura, en una mirada que sólo tenía cuando estaba con Jaime— se hubiera desvanecido en un momento, sin dejar rastro.

Ella y Jaime me habían parecido aquella primavera distintos de todos los seres humanos, como divinizados por un secreto que a mí se me antojaba alto y maravilloso. El amor de ellos me había iluminado el sentido de la existencia, sólo por el hecho de existir. Ahora me consideraba amargamente defraudada. Ena me huía continuamente, nunca estaba para mí en su casa si la llamaba por teléfono y no me atrevía a ir a verla.

Desde el día en que le transmití el recado de Jaime no había vuelto a saber de mi amiga. Una tarde, oprimida por este silencio que me rodeaba, se me ocurrió telefonear a Jaime y me dijeron que había salido de Barcelona. Esto me hizo comprender que de nada había servido aquel intento de acercamiento que él tuvo.

Yo hubiera querido meterme en los pensamientos de Ena, abrirle el alma de par en par y comprender al fin su modo de ser extraño, el porqué de su obstinación. Al mismo tiempo que me desesperaba, me convencía de que la quería muchísimo, ya que no se me ocurría otra actitud frente a ella que la de procurar entenderla cuando me parecía imposible hacerlo.

Cuando veía a Román en casa, el corazón me palpitaba locamente en mi afán de hacerle preguntas. Hubiera querido seguir a aquel hombre, espiarle, ver sus encuentros con Ena. Algunas veces subí, llevada por este afán incontenible, varios tramos de la escalera que me separaba de su cuarto, cuando había sospechado que Ena estaba allí. La imagen de Gloria, cazada por un foco de luz en aquella misma escalera, me hacía avergonzarme y desistir de mi propósito.

Román era cariñoso e irónico conmigo. Me seguía haciendo pequeños regalos y dándome palmaditas en las mejillas, según su costumbre, pero jamás me invitaba ahora a subir a su cuarto.

En una ocasión me vio en plena faena de baldeo y pareció ponerse muy contento. Yo le miré de una manera crítica, un poco tirante, como solía hacerlo aquellos días y —como siempre— pareció no advertirlo. Sus dientes blancos brillaban.

—¡Bien, Andrea! Veo que estás hecha una mujercita… Me gusta pensar que tengo una sobrina que cuando se case sabrá hacer feliz a un hombre. Tu marido no tendrá que zurcirse él mismo sus calcetines, ni darle de comer a sus crios, ¿verdad?

«¿A qué viene eso?», pensé yo. Me encogí de hombros.

La puerta del comedor estaba abierta detrás de Román. En aquel momento vi que él se volvía hacia allí.

—¡Eh! ¿Qué dices a esto, Juan? ¿No te gustaría tener una mujercita trabajadora como la sobrinita?

Entonces me di cuenta de que Juan estaba en el comedor, haciendo tomar al niño —que después de la enfermedad se había quedado mimoso— su tazón de leche. Dio un puñetazo en la mesa y la taza saltó por el aire. Se puso de pie.

—Tengo bastante con mi mujer, ¿lo oyes? Y la sobrina no es buena para lamer el suelo que ella pisa. ¿Lo oyes bien? Yo no sé si te haces el desentendido de todas las sinvergonzonadas de tu sobrina para adularla; pero no hay zorra como ella… ¡No sirve más que para hacer comedia y para querer humillar a los demás, para eso sirve y para juntarse contigo!

Aterrada comprendí el porqué de la actitud hostil de Juan hacia mí aquellos días. Él, que ordenaba siempre inútilmente la limpieza de su cuarto, al verme a mí el primer día con el jabón de cocina en la mano, vino a quitármelo casi con brutalidad diciendo que «lo necesitaba» y se lo llevó al estudio, donde, por aquellos tiempos, no pintaba ya, sino que se pasaba horas con la cabeza entre las manos mirando al suelo con los ojos abiertos. Así lo vi yo un rato después, cuando encontré a la criada acechándole, por la rendija de la puerta entornada. Al oír mis pasos, Antonia se enderezó rápidamente; luego se llevó el dedo a los labios, sonriéndome, y me obligó —bajo la amenaza latente de tocarme con sus sucias manos— a mirar a mi vez. Antonia tenía en su cara la alegría idiota de los chicos que apedrean al tonto. A mí me encogió el corazón aquel hombre tan grande en su silla, entre la desolación de los trastos inútiles, abrumado bajo una carga de desvarío.

Por eso aquella temporada en que el calor parecía aguijonearle y excitarle hasta el paroxismo, yo no contestaba nunca a sus impertinencias. A la provocación de Román había saltado exasperado, respondiendo a un buen golpe. Román se reía. Juan seguía gritando.

—¡La sobrina! ¡Valiente ejemplo!… Cargada de amantes, suelta por Barcelona como un perro… La conozco bien. Sí, te conozco, ¡hipócrita! —vino a chillarme a la puerta, mientras Román se marchaba.

Yo recogía el agua derramada en el suelo y, sin querer, las manos se me ponían temblorosas… Hacía un esfuerzo por ver el lado cómico del asunto, aunque sólo fuera imaginando a mis hipotéticos amantes, y no lo conseguía bien. Cogí el cubo de agua sucia y salí del cuarto para volcarlo.

—¿No ves cómo se calla la muy tal? —gritó Juan—. ¿No veis cómo no puede contestar?

Nadie le hacía caso. Antonia cantaba en la cocina machacando algo en el mortero. Entonces él, en uno de sus arrebatos geniales, cruzó el vestíbulo y fue a aporrear la puerta de su propio cuarto. Gloria —que ya no se ocultaba para ir a jugar— dormía allí, cansada de haberse acostado tarde. La puerta cedió a su empuje y oí los gritos asustados de Gloria cuando Juan se abalanzó sobre ella para darle una paliza. El niño, que estaba calladito en el comedor, empezó a llorar también con grandes lagrimones.

Egoístamente yo entré en el cuarto de baño. El agua, que se volcaba a chorros sobre mi cuerpo, me parecía tibia, incapaz de refrescar mi carne ni de limpiarla.

La ciudad, cuando empieza a envolverse en el calor del verano, tiene una belleza sofocante, un poco triste. A mí me parecía triste Barcelona, mirándola desde la ventana del estudio de mis amigos, en el atardecer. Desde allí un panorama de azoteas y tejados se veía envuelto en vapores rojizos y las torres de las iglesias antiguas parecían navegar entre olas. Por encima, el cielo sin nubes cambiaba sus colores lisos. De un polvoriento azul pasaba a rojo sangre, oro, amatista. Luego llegó la noche.

Pons estaba conmigo en el hueco de la ventana.

—Mi madre quiere conocerte. Siempre le estoy hablando de ti. Quiere invitarte a pasar el verano con nosotros, en la Costa Brava.

Detrás se oían las voces de nuestros amigos. Estaban todos. La voz de Iturdiaga dominaba.

Pons se mordía las uñas a mi lado. Tan nervioso e infantil como era me cansaba un poco y al mismo tiempo yo le tenía mucho cariño.

Aquella tarde celebrábamos la última de nuestras reuniones de la temporada, porque Guíxols se iba de veraneo. A Iturdiaga, su padre había querido mandarlo a Sitges con toda la familia, pero él se había negado rotundamente a ir. Como el padre de Iturdiaga no se tomaba más que unos días de vacaciones a final de verano, estaba, en el fondo, satisfecho de que Gaspar le acompañase durante las comidas.

—¡Ya le estoy convenciendo! ¡Ya le estoy convenciendo! —gritaba Iturdiaga—. Lejos de la influencia perniciosa de mamá y mis hermanas, mi padre se vuelve más razonable… Está haciendo cálculos de lo que le costaría editar mi libro… Además se ha puesto orgulloso de que me hayan hecho crítico de arte…

Yo me volví.

—¿Te han hecho crítico de arte?

—De un periódico conocido. Me parecía un poco asombroso.

—¿Qué clase de estudios de arte has hecho tú?

—Yo, ninguno. Para ser crítico se necesita solamente sensibilidad, y ya la tengo. Y, además, amigos… Yo los tengo también. En la primera exposición que haga Guíxols pienso decir que ha llegado a la culminación de su estilo. En cambio, me meteré con los consagrados, con los que nadie se atreve… Mi éxito será seguro.

—¿No crees que es avejentarme un poco eso de decir que he llegado a la culminación de mi arte? Después de esa afirmación ya sólo tendría que guardar mis pinceles y dormir sobre la gloria dorada —dijo Guíxols.

Pero Iturdiaga estaba demasiado entusiasmado para atender a razones.

—¡Mirad! ¡Empiezan a encenderse las hogueras! —gritó Pujol, con voz llena de notas falsas…

Era la víspera de San Juan. Pons me dijo:

—Piénsalo cinco días, Andrea. Piénsalo hasta el día de San Pedro. Ese día es mi santo y el de mi padre. Daremos una fiesta en casa y tú vendrás. Bailarás conmigo. Te presentaré a mi madre y ella sabrá convencerte mejor que yo. Piensa que si tú no vienes, ese día estará vacío de significado para mí… Luego nos marcharemos de veraneo. ¿Vendrás a casa, Andrea, el día de San Pedro? Y ¿te dejarás convencer por mi madre para que vengas a la playa?

—Tú mismo has dicho que tengo cinco días para contestar.

Sentí al mismo tiempo que le decía esto a Pons como un anhelo y un deseo rabioso de despreocupación. De poder libertarme. De aceptar su invitación y poder tumbarme en las playas que él me ofrecía sintiendo pasar las horas como en un cuento de niños, fugada de aquel mundo abrumador que me rodeaba. Pero aún estaba detenida por la sensación molesta que el enamoramiento de Pons me producía. Creía yo que una contestación afirmativa a su ofrecimiento me ligaba a él por otros lazos que me inquietaban, porque me parecían falsos.

De todas maneras la idea de asistir a un baile, aunque fuera por la tarde —para mí la palabra baile evocaba un emocionante sueño de trajes de noche y suelos brillantes, que me habían dejado la primera lectura del cuento de la Cenicienta—, me conmovía, porque yo, que sabía dejarme envolver por la música y deslizarme a sus compases y de hecho lo había realizado sola muchas veces, no había bailado «de verdad», con un hombre, nunca.

Pons apretó mi mano, nervioso, cuando nos despedíamos. Detrás de nosotros exclamó Iturdiaga:

—¡La noche de San Juan es la noche de las brujerías y de los milagros!

Pons se inclinó hacia mí.

—Yo tengo un milagro que pedirle a esta noche.

En aquel momento yo deseé ingenuamente que aquel milagro se produjera. Deseé con todas mis fuerzas poder llegar a enamorarme de él. Pons notó inmediatamente mi nueva ternura. No sabía más que estrecharme la mano para expresarlo todo.

Cuando llegué a mi casa el aire crepitaba ya, caliente, con el hechizo que tiene esa noche única en el año. Aquella víspera de San Juan me fue imposible dormir. El cielo estaba completamente despejado y sin embargo sentía electricidad en los cabellos y en la punta de los dedos, como si hubiera tormenta. El pecho se me oprimía por mil ensueños y recuerdos.

Me asomé a la ventana de Angustias, en camisón. Vi el cielo enrojecido en varios puntos por el resplandor de las llamas. La misma calle de Aribau ardió en gritos durante mucho tiempo, pues se encendieron dos o tres hogueras en distintos cruces con otras calles. Un rato después, los muchachos saltaron sobre las brasas, con los ojos inyectados por el calor, las chispas y la magia clara del fuego, para oír el nombre de su amada gritado por las cenizas. Luego el griterío se fue acabando. La gente se dispersaba hacia las verbenas. La calle de Aribau se quedó vibrante, enardecida aún y silenciosa. Se oían cohetes lejanos y el cielo sobre las casas estaba herido por regueros luminosos. Yo recordé las canciones campesinas de la noche de San Juan, la noche buena para enamorarse cogiendo el trébol mágico de los campos caldeados. Estaba acodada en la oscuridad del balcón, espabilada por apasionados deseos e imágenes. Me parecía imposible retirarme de allí.

Oí más de una vez los pasos del vigilante atendiendo a lejanas palmadas. Más tarde me distrajo el estrépito de nuestro portal al cerrarse y miré hacia la acera, viendo que era Román el que salía de la casa. Le vi avanzar, deteniéndose luego bajo el farol para encender un cigarrillo. Aunque no se hubiera parado bajo la luz, le habría conocido también. La noche estaba clarísima. El cielo parecía sembrado de luz de oro… Me entretuve mirando los movimientos de su figura recortada en negro, asombrosamente proporcionada.

Cuando se oyeron pasos y él alzó la cabeza, vivo y nervioso como un animalillo, yo levanté también mis ojos. Gloria cruzaba la calle, avanzando hacia nosotros. (Hacia él, allí abajo en la acera, hacia mis ojos en la oscuridad de la altura). Sin duda volvía de casa de su hermana.

Al pasar cerca de Román, Gloria le miró según su costumbre, y la luz le incendió el cabello y le iluminó la cara. Román hizo algo que me pareció extraordinario. Tiró el cigarrillo y fue hacia ella con la mano tendida en un saludo. Gloria se echó hacia atrás, asombrada. Él la cogió del brazo y ella le empujó con fiereza. Luego quedaron uno frente a otro, hablando durante unos segundos con un confuso murmullo. Yo estaba tan interesada y sorprendida que no me atrevía a moverme. Desde el sitio en que me encontraba, los movimientos de aquella pareja parecían los de un baile apache. Al fin, Gloria se escabulló y entró en la casa. Vi a Román encender un nuevo cigarrillo; tirarlo también, dar unos pasos para marcharse y al fin volver decidido, sin duda, a seguirla.

Mientras tanto, oí que se abría la puerta del piso y que entraba Gloria. La oí atravesar de puntillas el comedor en dirección al balcón. Probablemente quería enterarse de si Román continuaba en el mismo sitio. A mí empezaba a emocionarme todo aquello como si fuera algo mío. No podía creer lo que habían visto mis ojos. Cuando sentí la llave de Román arañando la puerta del piso, la excitación me hacía temblar. Él y Gloria se encontraron en el comedor. Oí a Román en un cuchicheo clarísimo:

—Te he dicho que tengo que hablarte. ¡Ven!

—No tengo tiempo para ti.

—No digas estupideces. ¡Ven!

Los sentí dirigirse al balcón y cerrar los cristales detrás de ellos. Para mí lo que sucedía era tan incomprensible como si lo estuviera soñando. ¿Y si fuera verdad que existen las brujas de San Juan? ¿Y si me hicieran ver visiones? Ni siquiera pensé que cometía un feo espionaje cuando me asomé otra vez a la ventana de Angustias. El balcón estaba muy cerca. Casi sentía la respiración de ellos dos. Sus voces venían clarísimas a mis oídos sobre el gran fondo de silencios que sofocaba a los lejanos estallidos de los cohetes y a la música de las fiestas.

Oí la voz de Román:

—Sólo piensas en esas mezquindades… ¿Te has olvidado de nuestro viaje a Barcelona en plena guerra, Gloria? Ni siquiera te acuerdas de los lirios morados que crecían en el parque del castillo… Tu cuerpo parecía blanquísimo y tu cabellera roja como el fuego entre aquellos lirios morados. Muchas veces he pensado en ti tal como eras aquellos días, aunque aparentemente te haya maltratado. Si subes a mi cuarto podrás ver el lienzo donde te pinté. Allí lo tengo aún…

—Me acuerdo de todo, chico. No he hecho más que pensar en ello. Estaba deseando que me lo recordaras algún día para escupirte a la cara…

—Estás celosa. ¿Crees que no sé que me quieres? ¿Crees que no sé que muchas noches, cuando todo estaba callado, tú has venido con pasos de duende hasta mi puerta? Muchas noches de este mismo invierno te he oído llorar en los escalones…

—No sería por ti, si yo lloraba. Te quiero igual que al cerdo que se lleva al matadero. Así te quiero yo… ¿Crees que no le voy a decir esto a Juan? Lo estaba deseando. Estaba deseando que me hablaras para que tu hermano se convenza al fin de quién eres tú…

—¡No levantes la voz!… Mucho tienes tú por qué callar, de modo que habla quedo… Sabes que puedo presentar a tu marido testigos que vieron cómo fuiste una noche a ofrecérteme a mi cuarto y de cómo te despedí a patadas… Podría haberlo hecho ya, si hubiera querido tomarme la molestia. No te olvides de que había muchos soldados en el castillo, Gloria, y algunos viven en Barcelona…

—Aquel día tú me habías emborrachado y me estuviste besando… Cuando yo fui a tu cuarto te quería. Te burlaste de mí de la manera más mala. Habías escondido allí a tus amigos, que se morían de risa, y me insultaste. Me dijiste que no estabas dispuesto a robar lo que era de tu hermano. Yo era muy joven, chico. Cuando fui a ti aquella noche me consideraba desligada de Juan, pensaba dejarle. Aún no nos había bendecido el cura, no te olvides.

—Pero tú llevabas un hijo suyo, no te olvides tampoco… No te hagas esta noche la puritana, conmigo no ha de servirte… Tal vez entonces estaba yo obcecado, pero ahora te deseo. Sube a mi cuarto. Acabemos ya de una vez.

—No sé qué intenciones llevas, chico, porque tú eres traidor como Judas… No sé qué te habrá pasado con esa Ena, con esa chica rubia a quien tienes entontecida, para hablarme así.

—¡Deja a esa mujer en paz!… No es ella la que puede satisfacerme, sino tú; conténtate con eso, Gloria.

—Me has hecho llorar mucho, pero yo estaba esperando este momento… Si crees que aún me interesas, estás equivocado. Si te crees que estoy desesperada porque llevas a esa muchacha a tu cuarto, puedes pensar que eres menos listo aún que Juan. Yo te odio, chico. Te odio desde la noche en que te burlaste de mí, cuando yo me había olvidado de todo por tu culpa… Y ¿quieres saber quién te denunció para que te fusilaran?, pues ¡yo!, ¡yo!, ¡yo!… ¿Quieres saber por culpa de quién estuviste en la checa?, pues por mi culpa. Y ¿quieres saber quién te denunciaría otra vez si pudiera?, ¡yo también! Ahora soy yo quien te puede escupir a la cara y te escupo.

—¿Por qué dices tanta tontería? Me estás cansando. No irás a esperar que te suplique… ¡Si tú me quieres, mujer! Mira, vamos a terminar de discutir esto en mi cuarto. ¡Hala! ¡Vamos!

—¡Mucho cuidado con tocarme, canalla, o llamo a Juan! ¡Te saco los ojos si te acercas!

En la última parte de la conversación, Gloria alzaba tanto la voz que se le quebraba en un chillido histérico.

Oí los pasos de la abuela en el comedor. Encerrados en el balcón como estaban, la abuela podría ver sus siluetas recortadas a la luz de las estrellas.

Román no se había alterado, solamente su voz tenía un zumbido nervioso que ya le había advertido desde las primeras palabras:

—¡Cállate, imbécil!… No pienso mover un dedo para forzarte. Puedes venir tú misma, si quieres… pero si no vienes esta noche, no te molestes en mirarme a la cara nunca más. Te doy tu última ocasión…

Salió del balcón. Tropezó con la abuela.

—¿Quién es? ¿Quién es? —dijo la viejecilla—. ¡Válgame Dios, Román, vas enloquecido, hijito!

Él no se detuvo. Oí un portazo. La abuela, arrastrando los pies, se acercó al balcón. Su voz sonaba asustada y desamparada:

—¡Niña!… ¡Niña! ¿Eres tú, Gloria, hija mía? ¿Sí? ¿Eres tú?… Entonces me di cuenta de que Gloria estaba llorando. Gritó:

—¡Váyase a acostar, mamá, y déjeme en paz!

Al cabo de un rato echó a correr hacia su cuarto, sollozando:

—¡Juan! ¡Juan!… Vino la abuela.

—Calla, criatura, calla… Juan ha salido. Me dijo que no podía dormir…

Se hizo un silencio. Yo oía pasos en la escalera. Llegó Juan.

—¿Todavía estáis levantadas? ¿Qué pasa? Una larga pausa.

—Nada —dijo finalmente Gloria—. Vamos a dormir.

La noche de San Juan se había vuelto demasiado extraña para mí. De pie en medio de mi cuarto, con las orejas tendidas a los susurros de la casa, sentí dolerme los tirantes músculos de la garganta. Tenía las manos frías. ¿Quién puede entender los mil hilos que unen las almas de los hombres y el alcance de sus palabras? No una muchacha como era yo entonces. Me tumbé en la cama, casi enferma. Recordé las palabras de la Biblia, en un sentido completamente profano: «Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen»… A mis ojos, redondos de tanto abrirse, a mis oídos, heridos de escuchar, había faltado captar una vibración, una nota profunda en todo aquello… Me parecía imposible que Román hubiera suplicado a Gloria como un amante. Román, el que hechizaba con su música a Ena… Era imposible que hubiese suplicado a Gloria, súbitamente, sin un motivo, él a quien yo había visto maltratarla y escarnecerla públicamente. Este motivo no lo percibían mis oídos entre aquel temblor nervioso de su voz, ni alcanzaban a verlo mis ojos, entre aquella densa y fulgida masa de noche azul que entraba por el balcón… Me tapé la cara para que no me diera en los ojos la belleza demasiado grande y demasiado incomprensible de aquella noche. Al cabo me dormí.

Desperté soñando con Ena. Insensiblemente la había encadenado mi fantasía a las palabras, mezquindades y traiciones de Román. La amargura que siempre me venía aquellos días al pensar en ella, me invadió enteramente. Corrí a su casa, impulsiva, sin saber lo que iba a decirle, deseando solamente protegerla contra mi tío.

No encontré a mi amiga. Me dijeron que era el santo de su abuelo y que pasaría todo el día en la gran «torre» que el viejo señor tenía en la Bonanova. Al oír esto me invadió una extraña exaltación; me pareció necesario encontrar a Ena a toda costa. Hablar con ella en seguida.

Atravesé Barcelona en un tranvía. Me acuerdo de que hacía una mañana maravillosa. Todos los jardines de la Bonanova estaban cargados de flores y su belleza apretaba mi espíritu demasiado cargado también. También a mí me parecía desbordar —como desbordaban las lilas, las buganvillas, las madreselvas, por encima de las tapias—, tanto era el cariño, el angustioso miedo que sentía por la vida y por los sueños de mi amiga… Quizá durante toda la historia de nuestra amistad no haya vivido momentos tan bellos y tan pueriles como los de aquel inútil paseo entre los jardines, en la radiante mañana de San Juan…

Al fin llegué a la puerta de la casa que buscaba. Una portada de hierro, a través de cuyo enrejado vi un gran cuadro de césped, una fuente y dos perros… No sabía lo que le iba a contar a Ena. No sabía cómo iba a decirle otra vez que nunca sería Román digno de mezclar su vida a la de ella, tan luminosa, tan amada por un ser noble y bueno como Jaime… Estaba segura de que apenas comenzara a hablar, Ena se iba a reír de mí.

Pasaron unos minutos largos, llenos de sol. Yo estaba apoyada contra los hierros de la gran verja del jardín. Olía intensamente a rosas y sobre mi cabeza voló un abejorro produciendo un profundísimo eco de paz. No me atrevía a llamar al timbre.

Oí la puerta de la casa —una puerta de cristales abierta sobre la blanca terraza— abrirse con estrépito y vi aparecer al pequeño Ramón Berenguer acompañado de un primito de cabellos negros. Los dos bajaron corriendo la escalinata, hacia el jardín. Me sentí súbitamente empavorecida, como si me hubieran sujetado la mano en el momento de cortar una flor robada. Eché a correr a mi vez, sin poderlo remediar, huyendo de allí… Me reí de mí misma cuando me hube recobrado; pero ya no volví a aquella verja. Tan impulsivamente como la exaltación y el cariño que había sentido aquella mañana por Ena, una gran depresión me empezó a invadir. Al finalizar el día ya no pensaba en saltar aquella distancia que ella misma había abierto entre las dos. Me pareció mejor dejar correr los acontecimientos.

Oí aullar al perro en la escalera, bajando, aterrado, del cuarto de Román. Traía en la oreja la marca roja de un mordisco. Me estremecí. Román llevaba tres días encerrado en su cuarto. Según Antonia, componía música y fumaba continuamente, de modo que le envolvía una atmósfera angustiosa. Trueno debería de saber algo del humor que este ambiente producía en su amo. La criada, al ver al perro herido por los dientes de Román, empezó a temblar como azogada y le curó casi gimiendo ella también.

Yo miré al calendario. Habían pasado tres días desde la víspera de San Juan. Faltaban tres días para la fiesta de Pons. El alma me latía en la impaciencia de huir. Casi me parecía querer a mi amigo al pensar que él me iba a ayudar a realizar este anhelo desesperado.