16

Román entró impetuoso, como rejuvenecido, en la casa.

—¿Han traído mi traje nuevo? —preguntó a la criada.

—Sí, señorito Román. Se lo he subido arriba… Trueno se empezó a levantar, perezoso y gordo, para saludar a Román.

—Este Trueno —dijo mi tío, frunciendo el ceño— se está volviendo demasiado decadente… Amigo mío, si sigues así te degollaré como a un cerdo…

La sonrisa se quedó quieta en la cara de la criada. Sus ojos se volvieron brillantes.

—¡No diga bromas, señorito Román! ¡Pobre Trueno! ¡Si cada día está más guapo!… ¿Verdad, Trueno? ¿Verdad, hijito?

Se puso en cuclillas la mujer y el perro le plantó sus patas en los hombros y lamió la cara oscura. Román miraba con curiosidad la escena y se le curvaban los labios en una expresión indefinible.

—De todas maneras, si este perro sigue así le mataré… No me gusta tanta felicidad y tanto abotargamiento.

Román dio media vuelta y se marchó. Al pasar me acarició las mejillas. Tenía brillantes los ojos negros. La piel de su cara era morena y dura, había allí multitud de pequeñas arrugas hondas, como hechas a cortaplumas. En el brillante y rizoso pelo negro, algunas canas. Por primera vez pensé en la edad de Román. Precisamente lo pensé aquel día en que parecía más joven.

—¿Necesitas dinero, pequeña? Te quiero hacer un regalo. He hecho un buen negocio.

No sé qué me impulsó a contestar:

—No necesito nada. Gracias, Román… Se quedó medio sonriente, confuso.

—Bueno. Te daré cigarrillos. Tengo algunos estupendos… Parecía que quería decir algo más. Se detuvo cuando se marchaba.

—Ya sé que ahora tienen una buena temporada ésos —y señaló, irónico, el cuarto de Juan—. No puedo estar tanto tiempo fuera de casa…

Yo no le dije nada. Se marchó al fin.

—¿Has oído? —me dijo Gloria—. Román se compra un traje nuevo…, y camisas de seda, chica… ¿A ti qué te parece?

—Me parece bien —me encogí de hombros.

—Román nunca se ha preocupado de sus vestidos. Dime la verdad, Andrea. ¿A ti te parece que está enamorado? ¡Román se enamora muy fácilmente, chica!

Gloria se estaba poniendo más fea. La cara se le había consumido aquel mes de mayo y sus ojillos aparecían hundidos.

—Tú también le gustabas a Román al principio, ¿no? Ahora ya no le gustas. Ahora le gusta tu amiguita Ena.

La idea de que yo pudiera haber gustado como mujer a mi tío era tan idiota que me quedé absorta. «¿Cómo serán nuestros actos y nuestras palabras interpretados por cerebros así?», pensé, asombrada, mirando la blanca frente de Gloria.

Me marché a la calle pensando aún en estas cosas. Caminaba deprisa y distraída, pero me di cuenta de que un viejo de nariz colorada atravesaba la calle para venir hacia mí. Y poseída del mismo malestar de siempre crucé a mi vez a la otra acera, no pudiendo evitar, sin embargo, que nos encontráramos en medio. Él llegó sin alientos para pasar justamente a mi lado, quitarse la vieja gorra y saludarme.

—¡Buenos días, señorita!

El pícaro aquel tenía los ojos brillantes de ansiedad. Le saludé con una inclinación de cabeza y huí.

Le conocía bien. Era un viejo pobre que nunca pedía nada. Apoyado en una esquina de la calle de Aribau, vestido con cierta decencia, permanecía horas de pie, apoyándose en su bastón y atisbando. No importaba que hiciera frío o calor: él estaba allí sin plañir ni gritar, como esos otros mendigos expuestos siempre a que los recojan y lleven al asilo. Él sólo saludaba con respetuosa cortesía a los transeúntes, que a veces se compadecían y ponían en sus manos una limosna. Nada se le podía reprochar. Yo le tenía una antipatía especial que con el tiempo iba creciendo y enconándose. Era mi protegido forzoso, y por eso creo yo que le odiaba tanto. No se me ocurría pensarlo entonces, pero me sentía obligada a darle una limosna y a avergonzarme cuando no tenía dinero para ello. Yo había heredado al viejo de mi tía Angustias. Me acuerdo que cada vez que salíamos ella y yo a la calle, la tía depositaba cinco céntimos en aquella mano enrojecida que se alzaba en un buen saludo. Además, se paraba a hablarle en tono autoritario, obligándole a contarle mentiras o verdades de su vida. Él contestaba a todas sus preguntas con la mansedumbre apetecida por Angustias… A veces los ojos se le escapaban en dirección de algún cliente a quien ardía en ganas de saludar y cuya vista estorbábamos mi tía y yo paradas en la acera. Pero Angustias seguía interrogando:

—¡Conteste! ¡No se distraiga! ¿… Y es verdad que su nietecillo no puede ingresar en el orfelinato? ¿Y su hija murió al fin? ¿Y…? Al fin terminaba:

—Conste que me enteraré de lo que hay de verdad en todo eso. Le puede costar muy caro a usted el engañarme.

Desde aquellos tiempos ya nos habíamos quedado unidos él y yo por un lazo forzoso; porque estoy segura de que adivinó mi antipatía por Angustias. Una sonrisa mansurrona le vagaba por los labios entre las decentes barbas plateadas, y mientras tanto sus ojos se disparaban hacia mí, a momentos, bailándole de inteligencia. Yo le miraba desesperada.

«¿Por qué no la manda usted a paseo?», le preguntaba yo sin hablar.

Los ojos suyos seguían chispeando.

—Sí, señorita. ¡Dios la bendiga, señorita! ¡Ay, señorita, lo que pasamos los pobres! ¡Dios y la virgen de Montserrat, señorita, y la virgen del Pilar la acompañen!

Al final recibía su paga de cinco céntimos con toda humildad y zalamería. Angustias respiraba con el orgullo hinchado.

—Hay que ser caritativa, hija…

Desde entonces yo le tenía antipatía al viejo. El primer día que tuve dinero en mis manos le di cinco pesetas, para que él se sintiera también liberado de la estrechez de tía Angustias y tan alegre como yo; aquel día yo había querido repartirme, fundirme con todos los seres de la creación. Cuando empezó su sarta de alabanzas me fastidió de tal modo que se lo dije antes de echar a correr para no oírle:

—¡Cállese, hombre!

Al día siguiente ya no tuve dinero para darle, ni al otro. Pero su saludo y sus ojos bailarines me perseguían, me obsesionaban en aquel trocito de la calle de Aribau. Inventé mil trampas para escabullirme, para burlarle. Algunas veces di un rodeo subiendo hacia la calle Muntaner. Por entonces fue cuando tomé la costumbre de comer fruta seca por la calle. Algunas noches, hambrienta, compraba un cucurucho de almendras en el puesto de la esquina. Me era imposible esperar a llegar a casa para comérmelas… Entonces me seguían siempre dos o tres chicos descalzos.

—¡Una almendrita! ¡Mire que tenemos hambre!

—¡No tenga mal corazón!

(¡Ah! ¡Malditos!, pensaba yo. Vosotros habéis comido caliente en algún comedor de auxilio social. Vosotros no tenéis el estómago vacío). Les miraba furiosa. Daba codazos para librarme de ellos. Un día, uno me escupió… Pero si pasaba delante del viejo, si tenía la mala suerte de tropezarme con sus ojos, yo le daba el cucurucho entero que llevaba en la mano, a veces casi lleno. Yo no sé por qué lo hacía. No me inspiraba la más mínima compasión, pero me crispaba los nervios con sus ojos pacíficos. Le ponía las almendras en la mano como si se las tirase a la cara y luego me quedaba casi temblorosa de ira y de apetito insatisfecho. No lo podía soportar. En cuanto cobraba mi paga pensaba en él y el viejo tenía un sueldo de cinco pesetas mensuales que representaban un día menos de comida para mí. Era tan psicólogo, el muy ladino, que ya no me daba las gracias. Eso sí, no podía prescindir de su saludo. Sin su saludo yo me hubiera olvidado de él. Era su arma de combate.

Aquel día fue de los primeros de mis vacaciones. Se habían terminado los exámenes y me encontré con un curso de la carrera acabado. Pons me preguntó:

—¿Qué piensas hacer este verano?

—Nada, no sé…

—¿Y cuando termines la carrera?

—No sé tampoco. Daré clases, supongo.

(Pons tenía la habilidad de estremecerme con sus preguntas. Mientras le decía que iba a dar clases comprendía con claridad que nunca podría ser yo una buena profesora).

—¿No te gustaría más casarte? Yo no le contesté.

Había salido aquella tarde a la calle atraída por el día caliente y vagaba sin ninguna dirección determinada. Pensaba ir a última hora hacia el estudio de Guíxols.

Apenas me había cruzado con el viejo mendigo, vi a Jaime tan distraído como yo. Estaba sentado en su coche, que había parado allí, junto a una acera de la calle de Aribau. La figura de Jaime me trajo muchos recuerdos, entre ellos el de mi deseo de volver a ver a Ena. Jaime estaba fumando, apoyado contra el volante. Recordé que hasta entonces no le había visto fumar nunca. Por una casualidad levantó los ojos y me vio.

Tenía unos movimientos muy ligeros; saltó del coche y me cogió las manos.

—Llegas oportunamente, Andrea. Tenía muchas ganas de verte… ¿Está Ena en tu casa?

—No.

—Pero ¿va a venir?

—Yo no sé, Jaime. Parecía despistado.

—¿Quieres venir a dar un paseo conmigo?

—Sí, con mucho gusto.

Me senté en el coche, a su lado, miré su cara y me pareció bañada de pensamientos ajenos por completo a mí. Salimos de Barcelona por la carretera de Vallvidrera. En seguida nos envolvieron los pinos con su cálido olor.

—¿Ya sabes que Ena y yo no nos vemos ahora? —me preguntó Jaime.

—No. Tampoco yo la veo mucho durante esta temporada.

—Sin embargo, va a tu casa. Me puse un poco encarnada.

—No es para verme a mí.

—Sí, ya lo sé; ya me lo supongo…, pero creí que la veías, que hablabas con ella.

—No.

—Quería que le dijeras, si la ves, una cosa de mi parte…

—¿Sí?

—Quiero que sepa que yo tengo confianza en ella.

—Bueno, se lo diré.

Jaime hizo parar el automóvil y nos paseamos al borde de la carretera entre los troncos rojizos y dorados. Aquel día estaba yo en una disposición de ánimo especial al mirar a la gente. Me pregunté, como antes había hecho con Román, qué edad podría tener Jaime. Estaba de pie a mi lado, muy esbelto, mirando el espléndido panorama. En la frente se le formaban arrugas verticales. Se volvió hacia mí y me dijo:

—Hoy he cumplido veintinueve años… ¿Qué te pasa?

Mi asombro venía porque él había contestado a mi pregunta interior. Me miraba y se reía sin saber a qué atribuir mi expresión. Yo se lo dije.

Estuvimos un rato allí, casi sin hablar nada, en perfecta armonía, y luego, de común acuerdo, volvimos al auto. Cuando puso en marcha el motor me preguntó:

—¿Quieres mucho a Ena?

—Muchísimo. No hay otra persona a quien yo quiera más. Me miró rápidamente.

—Bueno… Te debería decir como a los pobres… ¡Que Dios te bendiga!… Pero no es eso lo que te voy a decir, sino que no la dejes sola esta temporada, que la acompañes… A ella le pasa algo extraño. Estoy seguro. Creo que es desgraciada.

—Pero ¿por qué?

—Si yo lo supiera, Andrea, no habríamos reñido y ni tendría que pedirte a ti que la acompañes, sino que lo haría yo mismo. Creo que me he portado mal con Ena, no la he querido entender… Ahora he reflexionado, la sigo por la calle, hago las tonterías más grandes para verla y no me quiere ni escuchar. Huye de mí en cuanto me ve aparecer. Anoche mismo le escribí una carta… No la he leído, porque sé que la rompería, y no la he echado al correo porque me parece que me voy haciendo viejo para escribir cartas de amor de doce pliegos. Sin embargo, hubiera acabado mandándosela a su casa si no hubieras aparecido tú. Yo prefiero que tú se lo digas. ¿Querrás? Dile que tengo confianza en ella y que no le preguntaré nunca nada. Pero que necesito verla.

—Sí, se lo diré.

Después de esto no hablamos más. A mí la charla de Jaime me había parecido confusa y al mismo tiempo me emocionaba con su vaguedad.

—¿Adónde quieres que te lleve? —me preguntó al entrar en Barcelona.

—A la calle de Monteada, si haces el favor. Me condujo hasta allí, silencioso. En la puerta del viejo palacio donde tenía su estudio Guíxols nos despedimos. En aquel momento llegaba también Iturdiaga. Noté que Jaime y él se hacían un frío saludo.

—¿Sabéis que esta señorita ha venido en auto? —dijo Iturdiaga cuando estuvimos en el estudio.

—Tenemos que prevenirla contra Jaime —añadió después.

—¡Ah! ¿Sí? Y ¿por qué? Pons me miró un poco dolorido.

Iturdiaga opinó que Jaime era una calamidad. Su padre había sido un célebre arquitecto y era de una familia rica.

—Un niño mimado, en fin —dijo Iturdiaga—; una persona sin iniciativas a la que en la vida se le ha ocurrido hacer nada.

Jaime era hijo único y había empezado a estudiar la misma carrera que su padre. La guerra partió por la mitad sus estudios, y cuando concluyó Jaime se había encontrado huérfano y con una fortuna bastante grande. Le faltaban dos cursos para hacerse arquitecto, pero no se había preocupado de continuar estudiando. Se dedicaba a divertirse y a no hacer nada en todo el día. En opinión de Iturdiaga, era un ser despreciable. Me acuerdo de Iturdiaga, mientras decía estas cosas: estaba sentado con las piernas cruzadas, con cara de ángel de la justicia, casi inflamado de indignación.

—Y ¿cuándo vas a empezar a estudiar para el examen de estado, Iturdiaga? —le dije en una pausa, sonriendo.

Iturdiaga me miró altivo. Abrió los brazos… Luego continuó su diatriba contra Jaime.

Pons me observaba mucho y empezó a fastidiarme.

—Anoche, por más señas, vi a este Jaime en un cabaret del Paralelo —dijo Iturdiaga—, iba solo y estaba más aburrido que una mona, en su rincón.

—Y tú, ¿qué hacías?

—Yo me inspiraba. Tomaba tipos para mis novelas… Tengo, además, un camarero que me proporciona absenta legítima…

—¡Bah! ¡Bah!… Agua teñida de verde será —dijo Guíxols.

—¡No, señor!… Pero, escuchadme. He querido contaros mi nueva aventura desde que llegué y me he distraído. Anoche mismo encontré mi alma gemela, la mujer ideal. Nos hemos enamorado sin decirnos una sola palabra. Ella es extranjera. Debe de ser rusa o noruega. Tiene pómulos eslavos y los ojos más soñadores y misteriosos que he visto. Estaba en aquel mismo cabaret donde vi a Jaime, pero parecía descentrada allí. Iba elegantísima y la acompañaba un tipo extraño que se la comía con los ojos. Ella le hacía muy poco caso. Estaba aburrida, parecía nerviosa… En ese momento me miró… Fue un segundo solamente, amigos, pero ¡qué mirada! Me lo decía todo con ella: sus sueños, sus esperanzas… Porque he de advertiros que no es una aventurera, se trata de una muchacha tan joven como Andrea, delicada, purísima…

—Te conozco, Iturdiaga. Ya tendrá cuarenta años, llevará el pelo teñido y habrá nacido en la Barceloneta…

—¡Guíxols! —gritó Iturdiaga.

—Perdona, noi, pero sé cómo las gastas…

——Bueno, pues, no termina ahí la aventura. En aquel momento el tipo que la acompañaba volvió porque había ido a pagar la cuenta y los dos se levantaron. Yo no sabía qué hacer. Cuando llegaban a la puerta, la muchacha se volvió a mirar hacia dentro del cabaret, como buscándome… ¡Amigos! Salté de la silla, dejé el café sin pagar…

—Luego era café y no absenta.

—Dejé el café sin pagar y corrí tras ellos. En aquel momento mi rubia desconocida y su acompañante subían a un taxi… No sé lo que sentí. No hay palabras para expresar aquel desgarramiento… Porque ella cuando me miró la última vez lo hizo con verdadera tristeza. Era casi una llamada de socorro. Hoy he pasado todo el día medio loco buscándola. Es necesario que la encuentre, amigos míos. Una cosa así, tan fuerte, no pasa más que una vez en la vida.

—A ti (que eres un ser privilegiado) te sucede cada semana, Iturdiaga…

Iturdiaga se levantó y empezó a dar paseos por el estudio dando chupadas a su pipa. Un rato después llegó Pujol con una gitana sucísima que quería proponer como modelo a Guíxols. Era una muchachilla con la boca enorme, llena de dientes blancos. Pujol se pavoneaba con ella y la llevaba del brazo. Quería darnos a entender que era su amante. Yo sabía que mi presencia le estorbaba mucho para su conversación y que por eso me guardaba rencor aquel día que él hubiese querido lucirse entre sus amigos. Pons había traído vino y pasteles y se manifestaba, por el contrario, encantado. Quería celebrar el éxito de final de curso. Lo pasamos muy bien. Hicieron bailar a la gitana, que resultaba muy graciosa.

Salimos del estudio bastante tarde. Yo quise ir andando hasta casa y me acompañaron Iturdiaga y Pons. La noche se presentaba espléndida, con su aliento tibio y rosado como la sangre de una vena, abierta dulcemente sobre la calle.

Cuando subíamos por la vía Layetana, yo no tuve más remedio que mirar hacia la casa de Ena, recordando a mi amiga y las extrañas palabras que me había dicho Jaime para ella. Estaba pensando así, cuando la vi aparecer realmente delante de mis ojos. Iba cogida del brazo de su padre. Hacían los dos una pareja espléndida, tan guapos y elegantes resultaban. Ella también me había visto y me sonreía. Sin duda volvían hacia su casa.

—Esperad un momento —dije a los chicos, interrumpiendo un párrafo de Iturdiaga. Crucé la calle y fui hacia mi amiga. La alcancé en el momento en que ella y su padre entraban en el portal.

—¿Puedo decirte dos palabras?

—Claro que sí. No sabes cuánto me alegro de verte. ¿Quieres subir?

Esto equivalía a una invitación a cenar.

—No puedo, me esperan mis amigos… El padre de Ena sonrió:

—Yo me voy arriba, mis niñas. Ya subirás, Ena.

Nos saludó con la mano. El padre de Ena era canario, y aunque había pasado la mayor parte de su vida fuera de sus islas conservaba la costumbre de hablar de la manera especial, cariñosa, propia de su tierra.

—He visto a Jaime —dije rápidamente en cuanto desapareció—. He estado paseando hoy con él y me ha dado un recado para ti.

Ena me miró con expresión cerrada.

—Me ha dicho que tiene confianza en ti, que no te preguntará nada y que necesita verte.

—¡Ah! Bueno, está bien, Andrea. Gracias, querida.

Estrechó mi mano y se marchó dejándome parada con cierta decepción. Ni siquiera me había permitido ver sus ojos.

Al volverme encontré a Iturdiaga que había cruzado la calle saltando, con sus largas zancas, entre una oleada de coches…

Miró como atontado hacia el fondo de la portería, donde ya subía el ascensor con Ena dentro.

—¡Es ella! ¡La princesa eslava!… Soy un imbécil. ¡Me he dado cuenta en el mismo momento en que se despedía de ti! ¡Por Dios!

¿Cómo es posible que tú la conozcas? ¡Habla, por tu vida! ¿En qué país ha nacido? ¿Es rusa, sueca, polaca quizá?

—Catalana.

Iturdiaga se quedó atontado.

—Entonces, ¿cómo es posible que estuviera en un cabaret anoche? ¿De qué la conoces tú?

—Es compañera de clase —expliqué vagamente, mientras me cogía del brazo Iturdiaga para cruzar la calle.

—¿Y todos esos hombres que la acompañan?

—El de hoy era su padre. El de ayer, como comprenderás, no sé…

(Y mientras tanto le decía esto a Iturdiaga, se me representaba nítidamente la imagen de Román…).

Fui distraída todo el camino, pensando en que siempre se mueve uno en el mismo círculo de personas por más vueltas que parezca dar.