13

Al día siguiente fue Ena la que me rehuyó en la universidad. Me había acostumbrado tanto a estar con ella entre clase y clase que estaba desorientada y no sabía qué hacer. A última hora se acercó a mí.

—No vengas esta tarde a casa, Andrea. Tendré que salir… Lo mejor es que no vengas estos días hasta que yo te avise. Yo te avisaré. Tengo un asunto entre manos… Puedes venir a buscar los diccionarios… (porque yo, que carecía de textos, no tenía tampoco diccionario griego, y el de latín, que conservaba del bachillerato, era pequeño y malo: las traducciones las hacía siempre con Ena)… Lo siento —continuó al cabo de un momento, con una sonrisa mortificada—, tampoco voy a poder prestarte los diccionarios… ¡Qué fastidio! Pero como se acercan los exámenes, no puedo dejar de hacer las traducciones por la noche… Tendrás que venir a estudiar a la biblioteca… Créeme que lo siento, Andrea.

—No te preocupes, mujer.

Me sentía envuelta en la misma opresión que la tarde anterior. Pero ahora no era un presentimiento, sino la certeza de que algo malo había sucedido. Resultaba de todas maneras menos angustioso que aquel primer escalofrío de los nervios sentido cuando vi a Ena mirar a Román.

—Bueno…, me voy de prisa, Andrea. No puedo esperarte porque le he prometido a Bonet… ¡Ah! Allí veo a Bonet que me hace señas. Adiós, querida.

Me besó en las mejillas, contra su costumbre, aunque muy fugazmente, y se fue después de volver a advertirme:

—No vengas a casa hasta que yo te lo diga… Es que no me ibas a encontrar, ¿sabes? No quiero que te molestes.

—Descuida.

La vi salir acompañada de uno de sus enamorados menos favorecidos, que aquel día aparecía radiante.

Desde entonces tuve ya que pasarme sin Ena. Llegó el domingo, y ella, que no me había dado el célebre aviso y que se había limitado a sonreírme y a saludarme desde lejos en la universidad, tampoco me habló nada de nuestra excursión con Jaime. La vida volvía a ser solitaria para mí. Como era algo que parecía no tener remedio, lo tomé con resignación. Entonces fue cuando empecé a darme cuenta de que se aguantan mucho mejor las contrariedades grandes que las pequeñas nimiedades de cada día.

En casa, Gloria recibía la primavera —cada vez más cargada de efluvios— con una gran nerviosidad que nunca había visto en ella. Estaba llorosa a menudo. La abuela me dijo, como un gran secreto, que tenía miedo de que estuviese embarazada otra vez.

—En otros tiempos no te lo hubiera dicho…, porque tú eres una niña. Pero ahora, después de la guerra…

La pobre vieja no sabía a quién confiar sus inquietudes.

Sin embargo, no sucedía nada de esto. El aire de abril y de mayo es irritante, excita y quema más que el de plena canícula, sólo esto sucedía. Los árboles de la calle de Aribau —aquellos árboles ciudadanos, que, según Ena, olían a podrido, a cementerio de plantas— estaban llenos de delicadas hojitas casi transparentes. Gloria, ceñuda en la ventana, miraba toda esta sonrisa y suspiraba. Un día la vi lavando su traje nuevo y queriendo cambiarle el cuello. Lo tiró al suelo, desesperada.

—¡Yo no sé hacer estas cosas! —dijo—. ¡No sirvo!

Nadie le había mandado que lo hiciera. Se encerró en su cuarto.

Román parecía de excelente humor. Algunos días hasta se dignaba hablar con Juan. La actitud de Juan conmovía entonces, se reía por cualquier cosa. Daba palmaditas en la espalda a su hermano. Luego tenía terribles broncas con su mujer, como consecuencia de todo esto.

Un día oí tocar el piano a Román. Tocaba algo que yo conocía. Su canción de primavera, compuesta en honor del dios Xochipilli. Aquella canción que, según él, le daba mala suerte. Gloria estaba en un rincón oscuro del recibidor esforzándose en escuchar. Yo entré y empecé a mirar sus manos sobre el teclado. Al final, dejó la música con cierta irritación.

—¿Quieres algo, pequeña?

También Román parecía haber cambiado respecto a mí.

—¿Qué hablasteis el otro día Ena y tú, Román? Pareció sorprenderse.

—Nada de particular, creo yo, ¿qué te ha dicho?

—No me ha dicho nada. Desde ese día ya no somos amigas.

—Bueno, pequeña… Yo no tengo nada que ver con vuestras tontas historias de colegialas… Hasta ese punto no he llegado.

Y se marchó.

Las tardes se me hacían particularmente largas. Estaba acostumbrada a pasarlas arreglando mis apuntes, luego solía dar un buen paseo y antes de las siete ya estaba en casa de Ena. Ella veía a Jaime todos los días después de comer, pero volvía a esa hora para hacer conmigo la traducción. Algunos días se quedaba toda la tarde en su casa y era entonces cuando nos reuníamos allí la pandilla de la universidad. Los chicos, que pasaban el sarampión literario, nos leían sus poesías. Al final, la madre de Ena cantaba algo. Eran los días en que yo me quedaba a cenar allí. Todo esto pertenecía ya al pasado (alguna vez me aterraba pensar en cómo los elementos de mi vida aparecían y se disolvían para siempre apenas empezaba a considerarlos como inmutables). Las reuniones de amigos en casa de Ena dejaron de hacerse en virtud de la sombra amenazadora del final de curso que se nos venía encima. Y ya no se habló más entre Ena y yo de la cuestión de que yo volviera a su casa.

Una tarde encontré a Pons en la biblioteca de la universidad. Se puso muy contento al verme.

—¿Vienes mucho por aquí? Antes no te veía.

—Sí, vengo a estudiar… Es que no tengo libros…

—¿De veras? Yo te puedo prestar los míos. Mañana te los traeré.

—¿Y tú?

—Ya te los pediré cuando me hagan falta. Al día siguiente, Pons llegó a la universidad con unos libros nuevos, sin abrir.

—Puedes conservarlos… Este año han comprado en casa los textos por partida doble.

Yo estaba tan avergonzada que tenía ganas de llorar. Pero ¿qué le iba a decir a Pons? Él estaba entusiasmado.

—¿Ya no eres amiga de Ena? —me preguntó.

—Sí, es que la veo menos, por los exámenes…

Pons era un muchacho muy infantil. Pequeño y delgado, con unos ojos a los que daban dulzura sus pestañas, muy largas. Un día lo encontré en la universidad terriblemente excitado.

—Oye, Andrea, escucha… No te lo había dicho antes porque no teníamos permiso para llevar a chicas. Pero yo he hablado tanto de ti, he dicho que eras distinta…, en fin, se trata de mi amigo Guíxols y él ha dicho que sí, ¿entiendes?

Yo no había oído hablar nunca de Guíxols.

—No, ¿cómo voy a entender?

—¡Ah! Es verdad. Ni siquiera te he hablado nunca de mis amigos… Éstos de aquí, de la universidad, no son realmente mis amigos. Se trata de Guíxols, de Iturdiaga principalmente…, en fin, ya los conocerás. Todos son artistas, escritores, pintores…, un mundo completamente bohemio. Completamente pintoresco. Allí no existen convencionalismos sociales…, Pujol, un amigo de Guíxols…, y mío también, claro…, lleva chalina y el cabello largo. Es un tipo estupendo… Nos reunimos en el estudio de Guíxols, que es pintor…, un muchacho muy joven…, vamos, quiero decir joven como artista, por lo demás tiene ya veinte años, pero con un talento enorme. Hasta ahora no ha ido ninguna muchacha allí. Tienen miedo a que se asusten del polvo y que digan tonterías de esas que suelen decir todas. Pero les llamó la atención lo que yo les dije que tú no te pintabas en absoluto y que tienes la tez muy oscura y los ojos claros. Y, en fin, me han dicho que te lleve esta tarde. El estudio está en el barrio antiguo…

Ni siquiera había soñado que yo pudiera rechazar la tentadora invitación. Naturalmente, lo acompañé.

Fuimos andando, dando un largo paseo, por las calles antiguas. Pons parecía muy feliz. A mí me había sido siempre extraordinariamente simpático.

—¿Conoces la iglesia de Santa María del Mar? —me dijo Pons.

—No.

—Vamos a entrar un momento si quieres. La ponen como ejemplo del puro gótico catalán. A mí me parece una maravilla. Cuando la guerra la quemaron…

Santa María del Mar apareció a mis ojos adornada de un singular encanto, con sus peculiares torres y su pequeña plaza, amazacotada de casas viejas enfrente.

Pons me dejó su sombrero, sonriendo al ver que lo torcía para ponérmelo. Luego entramos. La nave resultaba grande y fresca y rezaban en ella unas cuantas beatas. Levanté los ojos y vi los vitrales rotos de las ventanas, entre las piedras que habían ennegrecido las llamas. Esta desolación colmaba de poesía y espiritualizaba aún más el recinto. Estuvimos allí un rato y luego salimos por una puerta lateral junto a la que había vendedoras de claveles y de retama. Pons compró para mí pequeños manojos de claveles bien olientes, rojos y blancos. Veía mi entusiasmo con ojos cargados de alegría. Luego me guió hasta la calle de Monteada, donde tenía su estudio Guíxols.

Entramos por un portalón ancho donde campeaba un escudo de piedra. En el patio, un caballo comía tranquilamente, uncido a un carro, y picoteaban gallinas produciendo una impresión de paz. De allí partía la señorial y ruinosa escalera de piedra, que subimos. En el último piso, Pons llamó tirando de una cuerdecita que colgaba en la puerta. Se oyó una campanilla muy lejos. Nos abrió un muchacho a quien Pons llegaba más abajo del hombro. Creí que sería Guíxols. Pons y él se abrazaron con efusión. Pons me dijo:

—Aquí tienes a Iturdiaga, Andrea… Este hombre acaba de llegar del Monasterio de Veruela, donde ha pasado una semana siguiendo las huellas de Bécquer…

Iturdiaga me estudió desde su altura. Sujetaba una pipa entre los largos dedos y vi que, a pesar de su aspecto imponente, era tan joven como nosotros.

Le seguimos, atravesando un largo dédalo de habitaciones destartaladas y completamente vacías, hasta el cuarto donde Guíxols tenía su estudio. Un cuarto grande, lleno de luz, con varios muebles enfundados —sillas y sillones—, un gran canapé y una mesita donde, en un vaso —como un ramo de flores—, habían colocado un manojo de pinceles.

Por todos lados se veían las obras de Guíxols: en los caballetes, en la pared, arrimadas a los muebles o en el suelo…

Allí estaban reunidos dos o tres muchachos que se levantaron al verme. Guíxols era un chico con tipo de deportista. Fuerte y muy jovial, completamente tranquilo, casi la antítesis de Pons. Entre los otros vi al célebre Pujol que, con su chalina y todo, era terriblemente tímido. Más tarde llegué a conocer sus cuadros, que hacía imitando punto por punto los defectos de Picasso —la genialidad no es susceptible de imitarse, naturalmente. No era esto culpa de Pujol ni de sus diecisiete años ocupados en calcar al maestro—. Él más notable de todos parecía ser Iturdiaga. Hablaba con gestos ampulosos y casi siempre gritando. Luego me enteré de que tenía escrita una novela de cuatro tomos, pero no encontraba editor para ella.

—¡Qué belleza, amigos míos! ¡Qué belleza! —decía hablando del Monasterio de Veruela—. ¡Comprendí la vocación religiosa, la exaltación mística, el encierro perpetuo en la soledad!… Sólo me faltabais vosotros y el amor… Yo sería libre como el aire si el amor no me enganchara en su carro continuamente, Andrea —añadió, dirigiéndose a mí.

Luego se puso serio.

—Pasado mañana me bato con Martorell, no hay remedio. Tú, Guíxols, serás mi padrino.

—No, ya lo arreglaremos antes de que llegue el caso —dijo Guíxols, ofreciéndome un cigarrillo—. Puedes estar seguro de que lo arreglaré… Es una estupidez el que te batas porque Martorell haya dicho una grosería a una florista de la Rambla.

—¡Una florista de la Rambla es una dama como cualquier mujer!

—No lo dudo, pero tú no la habías visto hasta entonces, y en cambio Martorell es nuestro amigo. Quizás un poco aturdido, pero un chico excelente. Te advierto que él toma todo esto a broma. Tenéis que reconciliaros.

—¡No, señor! —gritó Iturdiaga—. Martorell dejó de ser mi amigo cuando…

—Bueno. Ahora vamos a merendar si Andrea tiene la bondad de hacernos unos bocadillos con el pan y el jamón que encontrará escondido detrás de la puerta…

Pons observaba continuamente el efecto que me producían sus amigos y buscaba mis ojos para sonreírme. Hice café y lo tomamos en tazas de diferentes tamaños y formas, pero todas de porcelana fina y antigua, que Guíxols guardaba en una vitrina. Pons me informó que Guíxols las adquiría en los Encantes.

Yo observaba los cuadros de Guíxols: marinas sobre todo. Me interesó un dibujo de la cabeza de Pons. Al parecer, Guíxols tenía suerte y vendía bien sus cuadros, aunque aún no había hecho ninguna exposición. Sin querer comparé su pintura con la de Juan. La de Guíxols era mejor, indudablemente. Al oír hablar de miles de pesetas, me pasó como un rayo de crueldad la voz de Juan por mis orejas… «¿Crees tú que el desnudo que he pintado a Gloria vale sólo diez duros?». A mí aquel ambiente bohemio me pareció muy confortable. El único mal vestido y con las orejas sucias era Pujol, que comía con gran apetito y gran silencio. A pesar de esto, me enteré de que era rico. Guíxols mismo era hijo de un fabricante riquísimo. Iturdiaga y Pons pertenecían también a familias conocidas en la industria catalana. Pons, además, era hijo único, y muy mimado, según me enteré mientras él enrojecía hasta las orejas.

—A mí, mi padre no me comprende —gritó Iturdiaga—. ¿Cómo me va a comprender si sólo sabe almacenar millones? De ninguna manera ha querido costearme la edición de la novela. ¡Dice que es negocio perdido!… Y lo peor es que desde la última jugarreta me ata corto y me tiene sin un céntimo.

—Es que fue buena —dijo Guíxols, con una sonrisa.

—¡No! ¡Yo no le mentí!… Un día me llamó a su cuarto: «Gaspar, hijo mío…, ¿he oído bien? Me has dicho que ya no te queda nada de las dos mil pesetas que te di como aguinaldo de Navidad» (esto era quince días después de Navidad). Yo le dije: «Sí, papá, ni un céntimo»… Entonces entornó los ojos como una fiera y me dijo:

»—Pues ahora mismo me vas a decir en lo que te lo has gastado. —Yo le conté lo contable a un padre como el mío y no se quedaba satisfecho.

»Luego se me ocurrió decir:

»—Lo demás se lo di a López Soler, se lo presté al pobre…

—Entonces hubierais visto a mi padre rugir como un tigre:

»—¡Prestar dinero a un sinvergüenza semejante que no te lo devolverá jamás! Estoy por darte una paliza… Si no me traes ese dinero antes de veinticuatro horas, meto a López Soler en la cárcel y a ti te tengo un mes a pan y agua… Ya te enseñaré a ser derrochador…

»—Nada de eso puede ser, padre mío; López Soler está en Bilbao.

»Mi padre dejó caer los brazos desalentados, y luego recobró otra vez las fuerzas.

»—Esta misma noche te vas a Bilbao, acompañado de tu hermano mayor, ¡botarate! Ya te enseñaré yo a derrochar mi dinero…

—Y por la noche estábamos mi hermano y yo en el coche-cama. Ya sabéis cómo es mi hermano, un tío serio como hay pocos y con una cabezota de piedra. En Bilbao visitó él a todos los parientes de mi padre y me hizo acompañarle. López Soler se había marchado a Madrid. Mi hermano puso una conferencia con Barcelona: «Id a Madrid —dijo mi padre—. Ya sabes que confío en ti, Ignacio… Estoy decidido a educar a Gaspar a la fuerza»… Otra vez el coche-cama y a Madrid. Allí encontré a López Soler en el café Castilla y me abrió los brazos llorando de alegría. Cuando se enteró a lo que iba me llamó asesino y me dijo que antes me mataría que devolverme el dinero. Luego, en vista de que estaba detrás mi hermano Ignacio con sus puños de boxeador, entre todos sus amigos reunieron la cantidad y me la entregaron. Ignacio mismo la guardó, satisfecho, en su cartera, quedando yo enemigo de López Soler…

»Volvimos a casa. Mi padre me hizo un discurso solemne y me dijo luego que en castigo se quedaría él con la cantidad recuperada, y que no me daría dinero en ocho días para cobrarse los gastos de nuestro viaje. Entonces, Ignacio, con su cara tranquila, sacó el billete de veinticinco pesetas que me había devuelto López Soler y se lo tendió a mi padre. El pobre hombre se quedó como un castillo que se derrumba.

»—¿Qué es esto? —gritó.

»—El dinero que había prestado a López Soler, padre mío —contesté yo—. Y de ahí viene la catástrofe de mi vida, amigos míos… Ahora que yo pensaba ahorrar para editar el libro por mi cuenta…

Yo estaba muy divertida y contenta.

—¡Ah! —dijo Iturdiaga, mirando hacia un cuadrito que estaba vuelto hacia la pared—. ¿Qué hace de espaldas el cuadro de la Verdad?

—Es que ha estado antes Romances, el crítico, y, como tiene cincuenta años, no me pareció delicado…

Pujol se levantó rápidamente y dio la vuelta al cuadrito. Sobre fondo negro habían pintado en blanco, con grandes letras:

«Demos gracias al cielo de que valemos infinitamente más que nuestros antepasados. —Homero». La firma era imponente. Tuve que reírme. Me encontraba muy bien allí; la inconsciencia absoluta, la descuidada felicidad de aquel ambiente me acariciaban el espíritu.